1. Brechas de género en Colombia: Una comparación internacional y subnacional

Más de la mitad de la población colombiana en edad de trabajar son mujeres, lo que implica una importante reserva de talento. El rápido envejecimiento de la población y la disminución de la fuerza laboral hacen que la movilización de este talento, al tiempo que se fortalecen las condiciones de equidad y dignidad en el acceso al mercado laboral para todas las mujeres, represente, y seguirá representando en el futuro, una prioridad para cualquier estrategia política colombiana encaminada a crear una economía y una sociedad más sostenible e incluyente.

En las últimas décadas se han reducido las brechas de género en Colombia en cuanto a los resultados educativos y laborales. A pesar de este importante avance, en el país, al igual que en el resto de América Latina y del mundo, queda mucho por hacer para reducir las brechas de género y asegurar los beneficios de una división más equitativa del trabajo remunerado y no remunerado para el bienestar familiar y el desarrollo del capital humano (ver Recuadro 1.1). Las mujeres colombianas siguen teniendo menos probabilidades de trabajar de forma remunerada, y de hacerlo a jornada completa. En cambio, suelen dedicar más horas a cuidar de los niños, los parientes mayores y los parientes con discapacidad, a las tareas domésticas, a la compra de alimentos, etc. Cuando trabajan, suelen hacerlo en el mercado laboral informal. En Colombia, las mujeres dedican 22 horas semanales más a realizar tareas no remuneradas que los hombres, una cifra significativamente superior a la media de los países de la OCDE (15 horas). Al mismo tiempo, los hombres colombianos dedican 23 horas semanales más a actividades laborales remuneradas que las mujeres, cifra también sobre la media de la OCDE (12 horas).

En todos los países de la OCDE, pero incluso en Colombia y América Latina en general, la desigual distribución de las horas de trabajo y la desproporcionada cantidad de tareas domésticas realizadas por las mujeres reflejan un amplio conjunto de fuerzas interdependientes, que se relacionan más intrínsecamente con el hecho de ser mujer. Por ejemplo, a pesar de los importantes avances educativos, las mujeres siguen tomando decisiones educativas que probablemente se traduzcan en unos ingresos en el mercado laboral inferiores a los de los hombres. Estos resultados económicos se ven influenciados, a su vez, por un complejo conjunto de actitudes y estereotipos de género. Además, el carácter interseccional de los factores generadores es muy importante, dado que las desigualdades de género varían ampliamente entre grupos socioeconómicos, entre generaciones jóvenes y mayores, entre zonas urbanas y rurales, entre poblaciones indígenas y no indígenas, y entre parejas y familias monoparentales. Por otra parte, el conflicto interno y las violencias que han asolado a Colombia durante décadas han desplazado a una parte significativa de la población; las mujeres representan aproximadamente la mitad del total de víctimas del conflicto armado interno y la violencia, así como también del desplazamiento forzado.

Los jóvenes están especialmente expuestos a los efectos de estas fuerzas interactivas. En Colombia, las tasas de jóvenes sin empleo y sin educación o formación (NiNi) como porcentaje de la población juvenil son significativamente superiores a las observadas no sólo en Chile, Costa Rica y Perú, sino también a la media de la OCDE, tanto entre los hombres como entre las mujeres. Además, la brecha entre hombres y mujeres es mucho mayor. Las mujeres jóvenes tienen 2,1 veces más probabilidades de ser NiNi que los hombres jóvenes, cerca de un 75% más que la media de la OCDE (1,4 veces) y más que las diferencias observadas en Chile, Costa Rica y Perú. Las niñas de hogares vulnerables están especialmente expuestas al riesgo de abandonar los estudios prematuramente y convertirse en NiNi, ya que suelen dedicar una cantidad desproporcionada de su tiempo a actividades domésticas no remuneradas.

El principal objetivo del capítulo 1 es enfocarse sobre las barreras que impiden una distribución de género más equitativa del trabajo remunerado y no remunerado en Colombia. El capítulo comienza con una revisión de los retos a los que se enfrentan las mujeres desde una perspectiva demográfica,teniendo en cuenta las diferencias subnacionales, en particular entre las zonas rurales y urbanas. A continuación, se presentan las brechas de género en los resultados educativos y laborales, junto con un debate sobre el reparto del tiempo y los patrones de ingresos. Por último, se examina los indicadores internacionales de bienestar y las diferencias de género que captan la influencia de los estereotipos y la discriminación.

El último censo de la población colombiana, Censo Nacional de Población y Vivienda, permite obtener un retrato actualizado de la estructura demográfica del país. Las mujeres representan el 51% del total de la población colombiana en edad de trabajar, definida convencionalmente como la población entre 15 y 65 años. Sin embargo, una característica clave tiene que ver con la creciente longevidad de las mujeres, como lo revela el hecho de que hoy en día las mujeres representan el 56% del total de la población colombiana de 65 años y más, y representan el 53% del total de la población a partir de los 30 años. La combinación entre estos dos indicadores apunta a un proceso de “feminización del envejecimiento”, que probablemente se acelerará aún más en las próximas décadas, reforzando aún más la sobrerrepresentación de las mujeres en la población adulta, particularmente en la población mayor (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]).

La descomposición de las cifras agregadas muestra que la estructura por edades de la población colombiana es muy heterogénea. Varía significativamente entre grupos socio-económicos, en particular entre zonas urbanas y rurales. Independientemente del grupo de edad, las mujeres de las zonas rurales representan casi la mitad de la población total (cerca del 48%, en promedio). Además, la población de mujeres rurales se concentra, más que la urbana, en los grupos de edad más jóvenes. En un extremo, los departamentos con la población femenina más joven son predominantemente rurales: Vaupés, donde la edad media de las mujeres es de 22,4 años, Vichada (23,5), Guainía (23,6), Amazonas (25,6) y La Guajira (26,9). En el otro extremo, las poblaciones femeninas de mayor edad se encuentran en los departamentos de Risaralda (con una edad mediana de 37,0 años), Caldas (37,8) y Quindío (38,1), que se caracterizan por una mayor densidad de población urbana. Con 35,7 años, la edad mediana de la población femenina en Bogotá es algo superior a la mediana nacional (34,1). En general, en Colombia la edad mediana de la población femenina rural es de unos 31,3 años, unos tres años y medio menos que la cifra correspondiente en las zonas urbanas (34,9 años).

En todos los departamentos de Colombia, la esperanza de vida es mayor para las mujeres que para los hombres. Sin embargo, y una vez más, la longevidad de las mujeres colombianas dista mucho de estar uniformemente distribuida entre los departamentos. En las zonas urbanas, la esperanza de vida de las mujeres es mucho mayor que en las zonas rurales. Por ejemplo, nacer mujer en Bogotá, una ciudad caracterizada por el mayor nivel de longevidad supone una esperanza de vida 15 años mayor que en Vaupés, donde es la más baja.

Como imagen representación especular de estas diferencias, la estructura por edades de la población colombiana también varía según el origen étnico. Esto refleja el hecho de que nacer mujer (u hombre) en un departamento rural a menudo va de la mano con nacer mujer (u hombre) de origen étnico. Por lo tanto, En consecuencia, las mujeres (y los hombres) que se autoidentifican como pertenecientes a un grupo étnico son, por término medio en promedio, más jóvenes que los que declaran no pertenecer a ninguna población étnica. Por ejemplo, el grupo étnico más joven está conformado por las personas que se autoidentifican como pertenecientes a la población indígena, que representa cerca del 4,5% de la población total colombiana.

Las razones detrás de los fuertes desequilibrios demográficos mencionados entre las mujeres urbanas y rurales en Colombia son múltiples y complejas (World Bank Group, 2019[11]). Uno de los principales factores contribuyentes se encuentra en el hecho de que las condiciones de acceso a la infraestructura básica, la educación y los servicios de salud son comparativamente más deficientes en las zonas rurales, situación que se agrava aún más por las diferencias de acceso a la propiedad de la tierra y a los usos del suelo entre hombres y mujeres. Otro factor concurrente está relacionado con la mayor prevalencia de normas sociales patriarcales y tradicionales en estas zonas. Actuando de forma combinada, estas fuerzas explican la mayor fecundidad de las mujeres de las zonas rurales -especialmente las pertenecientes a grupos étnicos-, que tienen más probabilidades de encontrar obstáculos en el ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos.

Una razón adicional que se destaca es el conflicto colombiano de décadas de duración, cuyos peores efectos los han sufrido las poblaciones rurales (World Bank Group, 2019[11]). Según el Registro Único de Víctimas (RUV, que se inició en 1985), a finales de 2020 el conflicto y la violencia internos habían dado lugar a una cifra acumulada de más de 9 millones de personas víctimas de situaciones de violencia. De este total, cerca del 90% sufrió desplazamiento forzado en 2020, y las mujeres representan cerca de la mitad del total de víctimas del conflicto interno y la violencia, así como del desplazamiento forzado (Unidad de victimas, 2022[12]).

Desde el repentino inicio de flujos masivos de inmigración desde la vecina Venezuela, las presiones migratorias internas e internacionales tienden a solaparse. El Informe 2020 del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) destaca que, a finales de 2020, Colombia registró el mayor número de desplazados a nivel mundial, siendo las regiones del noreste en la frontera con Venezuela, la costa del Pacífico fronteriza con Panamá y el noroeste, las zonas más impactadas por el desplazamiento masivo (UNHCR, 2021[13]).

Los datos también revelan que la tendencia de la migración interna con respecto a la edad es coherente con la internacional. En ambos casos, los movimientos recientes se concentran en las edades de entrada en el mercado laboral, que también coinciden estrechamente con las edades reproductivas. Del mismo modo, se observa una mayor presencia de menores de 14 años, resultado de las reagrupaciones familiares.

Existe un amplio corpus de investigación centrado en la importancia de la educación para los individuos y la sociedad: los individuos con mayores niveles de educación suelen tener una mayor probabilidad de estar empleados, obtener mayores ingresos (OECD, 2019[14]) y estar más sanos (Conti, Heckman and Urzua, 2010[15]; Dávila-Cervantes and Agudelo-Botero, 2019[16]). A nivel social, el rendimiento de la inversión en educación refleja principalmente la mayor contribución al crecimiento de la productividad agregada generada por una mano de obra más formada (Mincer, 1984[17]).

En el caso de las mujeres, estos beneficios son aún mayores, lo que refleja el doble efecto de la educación en las oportunidades de ingresos de las mujeres: Además de aumentar las cualificaciones, la productividad y las oportunidades de ingresos (Woodhall, 1973[18]; Montenegro and Patrinos, 2014[19]), la educación contribuye a reducir la diferencia de ingresos entre hombres y mujeres atribuible a la discriminación (Dougherty, 2005[20]). La reducción de la mortalidad infantil y de los embarazos no deseados aporta beneficios adicionales. Y lo que es más importante, mejorará la redistribución intergeneracional, ya que el aumento de la educación de las madres suele traducirse en una mejora de los resultados sanitarios en salud y educativos de los hijos, incluso después de tener en cuenta la educación del padre y los ingresos del hogar. (Schultz, 1993[21]). Además, al hacer que las mujeres se sientan más capacitadas para hablar y afirmar sus necesidades, derechos y aspiraciones, un mayor nivel educativo aumenta su poder de negociación en el hogar. (Heath and Jayachandran, 2017[22]).

Los datos relativos a Colombia corroboran estas pautas al mostrar que la brecha salarial entre hombres y mujeres se reduce a medida que aumenta el nivel de educación de las mujeres. Las mujeres con educación primaria ganan un 35% menos que los hombres con el mismo nivel educativo, mientras que las mujeres con educación superior ganan un 19% menos que sus compañeros varones. (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]). Los datos nacionales también muestran que existe una relación entre el nivel educativo y el control de la natalidad. A los 35 años, el 28% de las mujeres con mayor nivel educativo no han sido madres, frente al 14% de las mujeres con nivel educativo medio y el 9% de las mujeres con menor nivel educativo. (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]). Esto también sugiere una relación inversa entre la maternidad y los logros educativos, es decir, ser madre a una edad temprana reduce las posibilidades de continuar estudiando y obtener un título superior.

Siguiendo un patrón común a otros países de América Latina (OECD, 2021[23]), los logros educativos en Colombia han mejorado considerablemente de una cohorte a la siguiente, con avances especialmente importantes entre las mujeres. En 2021, alrededor del 61% de los hombres y mujeres de 55 a 64 años no tenían título de educación media (Figura 1.1). Entre los adultos jóvenes que fueron a la escuela tres décadas más tarde, la misma proporción desciende a aproximadamente el 28% para los hombres y el 21% para las mujeres. Al mismo tiempo, la proporción de titulados superiores (los que han completado un plan de estudios de enseñanza media y postsecundaria) aumenta cerca del 22% entre hombres y mujeres. La proporción de titulados superiores aumenta un 10% para los hombres y un 17% para las mujeres en la franja de edad de 25 a 34 años, en comparación con la de 55 a 64 años.

Como resultado, las mujeres jóvenes han empezado a superar a los hombres jóvenes en términos de nivel educativo. Entre los jóvenes de 25 a 34 años, y la proporción de titulados superiores es mayor entre las mujeres que entre los hombres (35% frente a 27%). A pesar de estos avances, sigue existiendo un margen significativo de mejora para cerrar la brecha con la media de los países de la OCDE, donde los porcentajes de mujeres y hombres con educación terciaria equivalen al 53% y al 41%, respectivamente, para el mismo grupo de edad.

En Colombia, las tasas de matrícula de niñas y niños en edad de cursar la enseñanza primaria equivalen al 93%, resultado de años de avances significativos hacia la consecución de la enseñanza primaria universal. Sin embargo, las tasas de matrícula descienden fuertemente con la edad independientemente del sexo, aunque con un 48% la tasa de matrícula en educación media es 10 puntos porcentuales más alta para las niñas que para los niños (Figura 1.2). Las tasas de escolarización de Colombia en la enseñanza media son relativamente bajas en la comparación internacional, tanto en relación con los demás países de América Latina como con la OCDE.

Entre los factores que explican la relación inversa entre edad y tasas de escolarización en Colombia figuran las actividades extraescolares que realizan los niños y las niñas. En Colombia, las niñas de 10 a 17 años dedican tres horas diarias a las tareas domésticas y de cuidado, frente a dos horas de los niños (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]). Para el grupo de 15 a 17 años, la brecha de tiempo de cuidado aumenta entre una hora y una hora y media diaria, lo que sugiere no sólo que la distribución desigual de las actividades no remuneradas se refuerza con la edad, sino que también comienza desde edades tempranas. El análisis de la Encuesta Longitudinal Colombiana de la Universidad de los Andes – ELCA – encuentra que, aunque la probabilidad de ayudar en el hogar es similar para niños y niñas, el número de horas trabajadas es mayor para las niñas. Además, la magnitud de la brecha en el tiempo dedicado a los quehaceres del hogar es mayor en las zonas rurales que en las urbanas (Universidad De Los Andes, 2018[24]).

El análisis internacional, que también incluye a Colombia entre los países de la muestra, confirma que, aunque la asistencia escolar disminuye tanto para las niñas como para los niños a medida que aumenta el tiempo dedicado a las tareas domésticas, en el caso de las niñas cae a una velocidad más rápida. Concretamente, en el intervalo entre 14 y 28 horas de trabajo doméstico a la semana, la caída de la asistencia escolar de las niñas oscila entre el 70% y el 90%, mientras que la de los niños disminuye a la mitad (ILO, 2009[25]).

Además, un análisis reciente de Colombia realizado por el Banco Mundial describe la presencia de una fuerte brecha rural-urbana (World Bank Group, 2019[11]). A saber, más de la mitad de las mujeres entre 13 y 24 años no asisten a ninguna institución educativa en las zonas rurales, en comparación con alrededor del 37% de las mujeres en las zonas urbanas. Incluso cuando las niñas rurales permanecen en la escuela, los logros educativos tienden a estar por debajo del promedio, especialmente en matemáticas. Un estudio basado en 20 países concluyó que el trabajo después de la escuela ya sea remunerado o no, afecta negativamente las puntuaciones en matemáticas de niñas y niños, incluso cuando se tienen en cuenta los recursos familiares y los efectos de la escuela (Post and Pong, 2009[26]). Esto refleja el hecho de que los estudiantes que trabajan tienden a agruparse en escuelas de bajo rendimiento. Los estudiantes a tiempo completo que no tienen obligaciones laborales también asisten a escuelas similares, pero de mayor calidad.

El embarazo en la adolescencia desempeña un papel importante a la hora de explicar el abandono prematuro de la educación por parte de las niñas. A los 18 años, una de cada seis adolescentes ha tenido al menos un hijo en Colombia, y tres cuartas partes de las madres de 15 a 19 años ya han abandonado el sistema escolar (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]). Cabe mencionar que, aunque las cifras para Colombia se alinean ampliamente con el promedio de América Latina, la región en su conjunto es la segunda después de la región de África Subsahariana (PAHO, UNFPA and UNICEF, 2017[27]). Más allá de las demandas de cuidados especiales que conlleva el nacimiento de un hijo, las niñas embarazadas y las madres adolescentes se ven adicionalmente limitadas para continuar sus estudios debido a prácticas discriminatorias. A diferencia de las niñas y jóvenes de las ciudades colombianas, las de las zonas rurales son más propensas a citar el embarazo infantil o el matrimonio como la principal razón para no asistir a la escuela o a un programa universitario (World Bank Group, 2019[11]). Cuatro de cada diez mujeres jóvenes que viven en zonas rurales no reciben educación, empleo o formación.

En Colombia, la tasa de niños sin escolarizar aumenta considerablemente con la edad y en todos los niveles educativos (Figura 1.3). Además, la cifra agregada oculta importantes diferencias entre etnias, grupos de ingresos y localidades. Para el grupo de 6 a 11 años, por ejemplo, la tasa de asistencia escolar entre los niños y niñas que pertenecen a familias que se auto reconocen como indígenas es del 74%, frente al 92% entre los niños y niñas de familias que no pertenecen a ningún grupo étnico (según el criterio de auto reconocimiento étnico). Para el grupo de 12 a 18 años, la tasa cae a 55% para los niños indígenas, en comparación con 74% para los demás niños. Estos patrones destacan la presencia de una brecha persistente de aproximadamente 20 puntos porcentuales en la asistencia escolar entre los niños indígenas y los demás niños (Freire et al., 2015[28]).

El porcentaje de jóvenes indígenas que abandonan la educación sin completar el segundo ciclo de secundaria se aproxima a los 45 puntos (World Bank, 2021[29]), casi el doble de la media del país. Los niños de las zonas rurales reciben una media de cinco años y medio de educación, frente a los más de nueve años de los niños de las zonas urbanas. En las zonas rurales, la tasa de analfabetismo entre los niños mayores de 15 años supera el 12%, casi cuatro veces más que en las zonas urbanas (3,3%) (USAID, 2020[30]).

La marcada brecha entre el departamento de Guainía y el distrito capital de Bogotá ilustra bien la importancia de la interacción entre, por una parte, la etnicidad y la ruralidad y, por otra, los logros educativos. Guainía, cuya población es mayoritariamente rural y de comunidades indígenas (alrededor del 10% del total), tiene una tasa de abandono escolar diez veces superior a la de Bogotá, cuya población es mayoritariamente urbana, mientras que la población indígena representa una proporción bastante pequeña de la población total (aproximadamente el 2%) (LEE, 2020[31]). Entre las razones más frecuentes por las que los niños de Guainía abandonan la escuela se encuentran las diferencias lingüísticas, una barrera especialmente importante entre los niños de las comunidades indígenas, y la falta de seguridad, esta última especialmente importante en los barrios controlados por las bandas. Además, las zonas rurales parecen penalizadas por problemas de largos desplazamientos, la falta de infraestructuras y/o programas de apoyo de calidad dirigidos a las familias, pero también, en varios casos, la falta de apoyo de los padres (Universidad De Los Andes, 2018[24]).

El Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés) de la OCDE permite representar una perspectiva de género de los logros educativos de los adolescentes. En Colombia hay más niños que niñas entre los resultados de “bajo rendimiento” en la asignatura de lectura (Figura 1.4). Por el contrario, las niñas son más numerosas entre los resultados de “bajo rendimiento” en matemáticas y ciencias. Estos resultados coinciden en líneas generales con la evidencia de los países latinoamericanos y de la OCDE, aunque en Colombia la brecha de género en matemáticas y ciencias es mucho mayor (OECD, 2018[32]).

Trabajos específicos sobre Colombia, utilizando información derivada de la prueba nacional Saber 11, subrayan la presencia de una brecha de género estadísticamente significativa, que refleja los mayores puntajes globales de los hombres jóvenes en matemáticas y ciencias (Abadía and Bernal, 2017[34]). Además, se observan brechas considerables entre los hombres y las mujeres jóvenes entre los alumnos con puntuaciones más altas. Aunque las jóvenes obtienen puntuaciones ligeramente superiores a los jóvenes en lectura, la diferencia disminuye a lo largo de la distribución, lo que implica que favorece a los jóvenes del quintil más alto (20% superior).

La descomposición regional de las brechas de género revela que las niñas tienen puntuaciones globales más bajas en todas las regiones, siendo Arauca, Quindío, Caldas, Meta y Bogotá las cinco regiones con mayores brechas. Así mismo, en las regiones donde la ventaja de las niñas en lectura es comparativamente menos pronunciada, las desventajas de las niñas en matemáticas y ciencias son más marcadas. El mismo trabajo encuentra la presencia de brechas académicas persistentes entre niños y niñas, aún después de ajustar los resultados por características observables personales, familiares y escolares. Esto apunta, a su vez, al papel relevante que juegan los factores no observados en la explicación de la brecha académica de género, particularmente el impacto de las actitudes generalizadas y las diferencias de género dentro de la sociedad colombiana.

Las brechas de conocimiento y competencia son predictores relevantes de las elecciones posteriores de educación y ocupación. Por ejemplo, la evidencia de un menor rendimiento académico de las niñas en materias como ciencias y matemáticas, utilizando la prueba internacional PISA y la prueba nacional Saber 11, sugiere que las niñas seguirán experimentando un acceso limitado a la educación superior en disciplinas de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas (STEM). Las brechas de género en las áreas STEM representan un problema mundial, a pesar de que estas disciplinas generan mayores retornos a la educación y mayores niveles de empleabilidad. En Colombia, las cifras disponibles muestran que la proporción de hombres graduados en materias STEM supera a la correspondiente proporción de mujeres graduadas en alrededor de 19 puntos porcentuales, que es algo inferior a la media de los países de la OCDE (25 puntos porcentuales). En comparación con los países de la región, la magnitud de la brecha de género en las disciplinas STEM es significativamente menor que en Chile, aunque mucho mayor que, por ejemplo, en Perú (Figura 1.5).

Un análisis de las brechas de género en los programas de educación superior en ingeniería en Colombia muestra que poco más de un tercio (36%) del total de estudiantes con título de pregrado en este campo de estudios eran mujeres en 2018 (Hamid Betancur and Torres-Madronero, 2021[35]). Un porcentaje similar se observa en los programas de máster y doctorado, además, los datos disponibles también apuntan a un escaso progreso desde 2001. La brecha de género en ingeniería es mayor en algunas zonas, como en Bogotá, aunque varía según el campo de especialización. Por ejemplo, las mujeres representan más del 50% de los estudiantes en programas como ingeniería administrativa, ambiental, biomédica, química, agro-industrial, alimentaria e industrial. En cambio, están drásticamente infrarrepresentadas en carreras como mecánica, electricidad, electrónica y telecomunicaciones, donde no llegan al 20%. Los autores concluyen que las grandes diferencias de representación perjudican a las políticas de promoción de los sectores de la “Industria 4.0”, que engloban las actividades transformadoras del futuro y ponen un fuerte acento en las competencias en interconectividad, automatización, aprendizaje automático y datos en tiempo real.

Varios factores explican las diferencias de rendimiento observadas entre niñas y niños en las asignaturas cuantitativas, así como la escasa orientación de las mujeres hacia las profesiones STEM. Algunos se refieren a la influencia de sesgos arraigados en las actitudes y creencias sobre los roles que desempeñan hombres y mujeres en la sociedad colombiana, sobre todo teniendo en cuenta que, para empezar, las diferencias de puntuación en las pruebas de matemáticas son insignificantes entre los niños y las niñas pequeñas (Kahn and Ginther, 2018[36]). Como reflejo de estos sesgos, las niñas colombianas comienzan a desarrollar desde temprana edad la percepción de que las carreras científicas son una prerrogativa de los niños, lo que inclina sus preferencias hacia disciplinas académicas del ámbito de las humanidades (Nollenberger, Rodríguez-Planas and Sevilla, 2016[37]). En el capítulo 2 se analiza cómo la educación sensible al género puede contribuir a reducir la influencia de los estereotipos de género en la educación.

En Colombia, el 48% de las mujeres en edad de trabajar (15 a 64 años) estaban empleadas en 2021, frente al 74% de los hombres (Figura 1.6). La brecha de género en el empleo resultante de 26 puntos porcentuales es similar a la de Costa Rica, aunque superior a la observada en Chile y Perú. También supera la media de la OCDE en 12 puntos porcentuales.

Los análisis disponibles ponen de relieve la presencia de variaciones considerables por grupos socioeconómicos. Por ejemplo, un trabajo reciente del Centro de Género, Justicia y Seguridad concluye que la brecha de género en la participación laboral varía en función del nivel educativo (The Gender, Justice and Security Hub, 2020[38]). Las mujeres con un nivel educativo alto tienen una tasa de participación 7 puntos porcentuales inferior a la de los hombres con el mismo nivel educativo. Cuando se mide en los niveles de primaria y secundaria, la diferencia en la participación se amplía significativamente a 33 y 20 puntos porcentuales, respectivamente. Estas diferencias reflejan el hecho de que en los niveles educativos más bajos las mujeres tienen más probabilidades de estar empleadas en el mercado laboral informal. El mismo análisis muestra que la participación es menor para los individuos de hogares pobres y, en particular, para las mujeres. En el decil más bajo de ingresos, la tasa de participación de los hombres es del 60%, mientras que la de las mujeres es del 41%.

Estos patrones tienen una fuerte connotación regional. Durante la década de 2010, la proporción de mujeres en edad de trabajar que vivían en zonas urbanas y participaban en el mercado laboral osciló entre el 56% (2010) y el 58% (2015), antes de descender al 52% en 2020 (lo que refleja los efectos de la pandemia del COVID-19, véase la Figura 1.7). En el mismo periodo, las cifras correspondientes a las zonas rurales fueron del 37% (2010), el 41% (2015) y el 35% (2020). En cambio, las tasas de participación fueron significativamente más estables en el caso de los hombres, tanto en las zonas rurales como en las urbanas, y se mantuvieron por encima del 70%. En algunas zonas rurales, la brecha de género en la participación laboral es más del doble que en los centros urbanos. Por ejemplo, en Caldas, Caquetá y Huila la brecha es del 29%, más del doble que en Bogotá (13%) (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]). Las considerables diferencias regionales en la participación reflejan, a su vez, las diferencias regionales existentes en los resultados educativos.

Como en otras partes del mundo, un factor importante que empuja a muchas mujeres colombianas a retirarse (al menos temporalmente) de la población activa es la maternidad. Las cifras proporcionadas por la oficina nacional de estadística sugieren una correlación negativa entre el número de hijos y la tasa de empleo de las mujeres. Mientras que el 74% de las mujeres sin hijos están empleadas, la tasa desciende al 72% en el caso de las mujeres con un hijo, al 70% en el caso de las que tienen dos hijos y al 65% en el caso de las mujeres con tres o más hijos. En las zonas rurales, la tasa de empleo de las mujeres con uno o más hijos es 18 puntos porcentuales inferior a la observada en las mujeres sin hijos (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]).

Una reciente evaluación transnacional de los vínculos entre la maternidad y los resultados del mercado laboral en cuatro países latinoamericanos - Chile, México, Perú y Honduras - concluye que la maternidad reduce la oferta de trabajo de las mujeres y, al mismo tiempo, desplaza las opciones ocupacionales hacia trabajos más flexibles, como los empleos a tiempo parcial, el autoempleo y los acuerdos laborales informales (Berniell et al., 2021[39]). Los autores subrayan que, aunque estos efectos se producen inmediatamente después del parto, tienden a persistir a mediano y largo plazo. Dado que los resultados laborales de los padres no se ven afectados, estos resultados revelan que la maternidad desencadena la polarización de los mercados laborales, en los que es más probable que los empleos de mayor calidad sean una prerrogativa de los hombres, mientras que las mujeres tienen más probabilidades de trabajar en ocupaciones de baja calidad.

Como reflejo del impacto en las tasas de empleo, la maternidad afecta negativamente los salarios de las mujeres. Un estudio muestra que las madres de América Latina ganan en promedio un 13% menos que las mujeres sin hijos. Tal diferencia se amplía al 21% cuando los hijos son menores de cinco años. Cada hijo adicional se traduce en un aumento de la probabilidad de experimentar una pérdida salarial (Botello, H. A., & López Alba, A, 2014[40]).

El análisis para Colombia se ha centrado en los efectos sobre la participación laboral de las madres jóvenes inducidos por dos rondas posteriores de cambios legislativos para extender la licencia de maternidad (Uribe, Vargas and Bustamante, 2019[41]; Mojica Urueña et al., 2021[42]). El primer cambio normativo, que data de 2011, llevó el período de licencia de 12 a 14 semanas, mientras que el segundo, introducido en 2017, amplió aún más la licencia, de 14 a 18 semanas. Este análisis concluye que, aunque bienvenidas las ampliaciones del permiso de maternidad también han tenido efectos no deseados en la participación laboral femenina al exacerbar el riesgo de que las mujeres jóvenes en edad fértil pasen a ser inactivas, o bien se conviertan en autónomas, o incluso transiten a un empleo en el sector informal. Según los autores, estos resultados involuntarios ponen de relieve la necesidad de acciones de sensibilización complementarias para abordar las percepciones culturales sobre la paternidad y las medidas para apoyar el uso del permiso parental por parte de los padres. El capítulo 2 de este informe incluye un análisis detallado de estas políticas.

Como ya se ha señalado, cuando están empleadas, las mujeres tienen más probabilidades de ser contratadas en trabajos de baja calidad, por ejemplo, el empleo a tiempo parcial está relativamente más extendido entre las mujeres que entre los hombres (Figura 1.8). Al igual que otros países de la región y que la media de la OCDE, aproximadamente dos de cada diez mujeres empleadas en Colombia trabajan a tiempo parcial, frente a uno de cada diez en el caso de los hombres. Además, muchas mujeres colombianas trabajan de manera informal. En la población activa, la proporción de trabajadores informales es de aproximadamente el 65%, tanto para hombres como para mujeres. En las zonas rurales, el porcentaje de trabajadores informales es del 82%, cerca de 30 puntos porcentuales más que en las zonas urbanas (53%) (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]). Tales condiciones exponen a las mujeres a riesgos de vulnerabilidad particularmente elevados, como los choques provocados por la pandemia del COVID-19.

Las micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes) representan una parte importante de la economía colombiana. En 2017, las Mipymes generaron el 80% del empleo, representaron el 90% del sector empresarial del país y aportaron el 40% del PIB (OECD, 2019[43]). En Colombia, la proporción de trabajadores por cuenta propia es significativamente superior a la media regional tanto entre las mujeres como entre los hombres, hasta en 14 puntos porcentuales. Sin embargo, como en muchos países del mundo, la tasa de trabajadores por cuenta propia es menor para las mujeres que para los hombres. En Colombia, la diferencia en las tasas de trabajadores por cuenta propia de hombres y mujeres es de 5 puntos porcentuales y no se encuentra por fuera de la media de los países latinoamericanos (Figura 1.9).

El Resultado del Avance de las Mujeres del Índice Mastercard de Mujeres Empresarias proporciona un indicador métrico del progreso económico de las mujeres, obtenido tras ponderar diversas posiciones como líderes empresariales, profesionales, empresarias y participantes en la fuerza laboral, en una muestra de 65 economías. La última evaluación sitúa a Colombia en el segundo puesto del indicador (Mastercard, 2022[44]). Mientras tanto, los sucesivos informes del Global Entrepreneurship Monitor (GEM) han elogiado a Colombia por la actitud positiva de su población hacia el emprendimiento y el nivel de confianza que los colombianos muestran en sus capacidades para iniciar y dirigir un negocio (Stevenson, Varela and Moreno, 2013[45]; Global Entrepreneurship Monitor, 2019[46]).

El Global Entrepreneurship Monitor produce regularmente un indicador de Actividad Emprendedora Total en Etapa Inicial (TEA), que mide el porcentaje de la población adulta (18 a 64 años) en proceso de iniciar (o que acaban de iniciar) un negocio. En 2022, la TEA colombiana disminuyó significativamente con respecto al año anterior, un cambio atribuible en gran medida al efecto retardado del COVID19 en las nuevas actividades empresariales de Colombia. No obstante, la relación mujeres-hombres de la TEA de Colombia sigue superando el 80%, lo que corresponde a la 16ª más alta entre las 50 economías que participaron en la revisión y la 4ª más alta en el grupo de economías con niveles similares de PIB per cápita de Colombia (Global Entrepreneurship Monitor, 2022[47]).

Aunque el panel A de la Figura 1.9 no muestra una brecha de género significativa para el grupo de trabajadores por cuenta propia, el panel B revela que los trabajadores por cuenta propia masculinos emplean el doble que las trabajadoras por cuenta propia femeninas. La explicación hay que buscarla en el hecho de que las empresas de las mujeres suelen ser más informales y adoptar la forma jurídica de personas físicas cuyos negocios son de propiedad individual, en lugar de tener una estructura societaria. A menudo, estas microempresas se crean por necesidad y funcionan de forma individual, por lo que ofrecen escasas oportunidades de seguir creando empleo.

Los factores que suelen desencadenar la creación de una pequeña empresa pueden ser menos frecuentes o accesibles para las pequeñas empresas de mujeres. Entre ellos se incluye la falta de acceso a recursos externos, como la mano de obra gratuita de miembros de la familia y a redes. En Colombia, el trabajo sobre las empresas de mujeres en Bucaramanga revela que es mucho más probable que los empresarios hombres exitosos mencionen el apoyo de la familia como factor clave del éxito que las mujeres (Powers and Magnoni, 2013[48]).

Los impulsores de una pequeña empresa también reflejan características y motivaciones personales, como la posibilidad de organizar el tiempo de trabajo de forma más flexible o la capacidad de responder a una nueva oportunidad empresarial, más que por necesidad. Una encuesta reciente entre empresarios de los países de la Alianza del Pacífico, en la que también se analizó Colombia, preguntaba por las motivaciones de estos empresarios para crear su propia empresa. La respuesta “horarios más flexibles” recibió la puntuación más alta entre las mujeres. Por el contrario, la respuesta “desarrollé un producto o servicio” reunió el menor número de respuestas femeninas y el mayor número de respuestas masculinas. Además, los resultados de la encuesta muestran que las empresas de mujeres están sobrerrepresentadas en sectores como los servicios domésticos (69%) e infrarrepresentadas en sectores como los servicios financieros (12%) (OEAP, 2018[49]). Las empresas de mujeres crecen más lentamente en términos de activos que las de los hombres y tienden a concentrarse en los sectores menos rentables.

El empleo femenino en Colombia es mayor en actividades que generalmente se asocian con ingresos laborales relativamente bajos. El análisis realizado por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) encuentra que, en 2019, dos ramas combinadas concentraron el 65,1% de las mujeres ocupadas y el 34,5% de los hombres ocupados, respectivamente: i) Comercio, hoteles, restaurantes y ii) Servicios comunales sociales y personales (Daniel et al., 2020[50]). La segregación por género en el mercado laboral es persistente, es decir, observable tanto horizontalmente (a través de áreas de actividad en las que las mujeres parecen estar sobrerrepresentadas) como verticalmente (en términos de posición ocupacional y falta de acceso a puestos directivos). Al mismo tiempo, las mujeres están sobrerrepresentadas en los puestos de empleadas domésticas (94,1%) y de trabajadoras familiares no remuneradas (63,3%). Estas cifras se reflejan en la distribución por género de los patrones de ingresos, los cuales muestran que, en Colombia, las mujeres que trabajan a tiempo completo tienen alrededor de 1,3 veces más probabilidades que los hombres de ganar menos de dos tercios del salario promedio (Figura 1.10).

Utilizando cifras de la mediana de los salarios mensuales de hombres y mujeres que trabajan a tiempo completo, las mujeres en Colombia ganan un 4% menos que los hombres, lo que supone una brecha relativamente baja en comparación con otros países de la región latinoamericana: Chile (8,6%), Costa Rica (4,7%) y Perú (16,7%) (Figura 1.11). También es tres veces inferior a la media de la OCDE (12%). Sin embargo, la brecha salarial de género de Colombia debe interpretarse con cautela debido a la presencia de efectos de selección en torno al tipo (y número) de mujeres que entran y permanecen en el trabajo, lo que puede crear un sesgo hacia una brecha agregada relativamente baja (OECD, 2017[51]). Además, la elección de centrarse en los empleados a tiempo completo conlleva compensaciones. Si bien permite concentrarse en una submuestra relativamente homogénea de trabajadores, solo el 39% de la población y el 38% de las mujeres ocupadas trabajan en estas condiciones en Colombia (Daniel et al., 2020[50]).

Un análisis más granular de las diferencias salariales por género entre grupos de la población colombiana realizado por el DANE sugiere que el tamaño de la brecha afecta a ciertos grupos de mujeres más que a otros (Daniel et al., 2020[50]). Por ejemplo, el nivel de la brecha salarial de género es significativamente mayor en las zonas rurales, entre las mujeres con hijos y las mujeres que se identifican como indígenas. Las mujeres autónomas y las empleadas en el sector informal también experimentan una brecha salarial relativamente importante. En cuanto a los sectores de actividad, las brechas salariales a favor de los hombres tienden a ser más amplias en los sectores caracterizados por una mayor incidencia de mano de obra femenina, como es el caso de los sectores de servicios (servicios comunitarios, sociales y personales, turismo y comercio, hoteles y restaurantes). También se observan brechas en todos los niveles de responsabilidad, incluidos los directivos, aunque en menor medida entre la población que trabaja 40 o más horas, en las ramas de actividad más masculinizadas y en el centil de ingresos más alto (Daniel et al., 2020[50]).

Diversas teorías económicas explican las causas subyacentes de las diferencias entre hombres y mujeres en los resultados económicos. Las que enfatizan en los factores del capital humano hacen hincapié en las características de los trabajadores y sus puestos de trabajo, en particular el nivel de educación, la experiencia laboral y las cualificaciones necesarias para desempeñar tareas y responsabilidades específicas. Sin embargo, las características del capital humano difícilmente bastarán para captar el amplio abanico de factores que explican las diferencias entre hombres y mujeres. Como se ha destacado en las secciones anteriores, aunque la educación representa sin duda un factor importante para explicar los resultados del empleo femenino, también hay otros factores en juego, que se relacionan más intrínsecamente con el hecho de ser mujer (Bertrand, 2020[52]; Ciminelli and Schwellnus, 2021[53]). Por ejemplo, a pesar de los importantes avances educativos, las mujeres siguen tomando decisiones educativas que probablemente se traduzcan en unos ingresos en el mercado laboral inferiores a los de los hombres. Una prueba práctica de ello es la infrarrepresentación de las mujeres en las disciplinas STEM. Otro ejemplo es que la maternidad puede llevar a las mujeres a cambiar sus decisiones en el mercado laboral de forma que alteren permanentemente sus carreras y limiten sus perspectivas de ingresos. Además, el lanzamiento de una nueva actividad empresarial por parte de una mujer suele producirse por necesidad, en lugar de ser provocado por una oportunidad empresarial innovadora con potencial de expansión. Gran parte de estas pautas en las elecciones, preferencias y oportunidades son endógenas a la presencia de estereotipos sobre los roles, habilidades y profesiones específicas de cada género.

Además, las desventajas típicas que obstaculizan la adquisición de las habilidades necesarias para encontrar un empleo de calidad que se traduzca en mayores perspectivas de ingresos en el sector formal son interseccionales. Es decir, interactúan con otros factores que pueden estar asociados con una mayor vulnerabilidad, como ser joven, vivir en una zona rural, proceder de un hogar pobre o pertenecer a un grupo de población indígena. Aunque niñas y niños comparten por igual estas características asociadas a mayor vulnerabilidad y desventajas al nacer, es obvio que cualquier barrera adicional a la que se enfrenten niñas y mujeres, primero en la educación y después en el mercado laboral, distorsionará especialmente los resultados. En presencia de estereotipos de género, las mujeres tienen mucho más que perder que los hombres por la exposición a otros obstáculos importantes y preexistentes.

La Figura 1.12 ofrece una ilustración agregada de los resultados de estas complejas interacciones entre fuentes de presión. Lo hace representando la comparación internacional de las tasas de jóvenes sin empleo y sin educación o formación (NiNi) como porcentaje de la población juvenil. En Colombia, estas tasas son iguales al 17,1% y 37,1% respectivamente para hombres y mujeres jóvenes. Cabe señalar que las tasas de NiNi son significativamente más altas que las observadas en los países de la región y el promedio de la OCDE para ambos grupos. Además, la magnitud de la brecha entre mujeres y hombres es significativamente mayor. Las mujeres jóvenes tienen 2,2 veces más probabilidades de ser NiNi que los hombres jóvenes, cerca de un 70% más que la media de la OCDE (1,3 veces) y más que las diferencias observadas en Chile, Costa Rica y Perú.

Las razones que explican esta situación son múltiples. Se remontan a la asignación tradicional de papeles en función del género, según la cual las mujeres realizan la mayor parte del trabajo doméstico no remunerado, junto con el cuidado de los hijos y otros miembros de la familia. Otra razón puede reflejar la influencia de factores culturales heredados, estereotipos de género y actitudes, y su interacción para influir de forma diferente en las preferencias y los comportamientos reales. Otra está relacionada con el papel que desempeñan las leyes y las instituciones en el refuerzo de estas interacciones, como las desigualdades de acceso a la propiedad y los usos de la tierra, por ejemplo. Por último, el acceso a las infraestructuras también es importante, y un ejemplo de ello es la disponibilidad de centros asistenciales de calidad y de infraestructuras físicas de apoyo. El recordatorio de esta sección ofrece una revisión de estas fuerzas, que complementan el papel que desempeñan los factores del capital humano en la configuración de los resultados económicos de género.

Una explicación clave de la menor participación laboral y la mayor tasa de empleo a tiempo parcial de las mujeres es el mayor número de horas que dedican a actividades no remuneradas de cuidado y tareas domésticas. En Colombia, las mujeres dedican a estas tareas 22 horas semanales más que los hombres, justo por debajo de Chile (23 horas), Costa Rica (23 horas) y Perú (24 horas), aunque significativamente por encima de la media de los países de la OCDE (15 horas) (Figura 1.13-Panel A). Al mismo tiempo, los hombres colombianos dedican 23 horas semanales más a actividades laborales remuneradas que las mujeres, lo que supone una brecha considerable, tanto en comparación con Chile y Costa Rica (15 horas en ambos países) como con la media de la OCDE (12 horas).

Las mujeres realizan más trabajo no remunerado y los hombres más trabajo remunerado cuando son adolescentes (Figura 1.13-Panel B). En promedio, las mujeres adolescentes en Colombia dedican 5 horas semanales más al trabajo no remunerado que los hombres adolescentes, tiempo esencialmente dedicado a las tareas domésticas. Por el contrario, los hombres adolescentes dedican 7 horas semanales más que las mujeres adolescentes al trabajo remunerado. Como ya se ha comentado, el trabajo no remunerado pone en riesgo la asistencia a la escuela y el aprendizaje, lo que provoca que los resultados educativos de las mujeres adolescentes sean peores. Además, una configuración sesgada de las responsabilidades en una etapa temprana influye en los roles futuros en los hogares.

La Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT), realizada periódicamente por el DANE, proporciona información sobre el tiempo dedicado por la población de 10 años y más a actividades laborales remuneradas y no remuneradas. Durante el periodo comprendido entre septiembre de 2020 y agosto de 2021, el 53,3% de los hombres participó en actividades laborales remuneradas que se clasifican en el Sistema de Cuentas Nacionales (SCN), mientras que solo el 29,9% de las mujeres participó en estas actividades (DANE, 2021[54]). En cuanto a la participación en actividades de trabajo no remunerado, que no están incluidas en el SCN, la participación de las mujeres es de 90,4%, frente a 63,4% de los hombres. La comparación con la encuesta anterior (2016-2017) sugiere que los valores se han mantenido bastante estables en el tiempo.

La distribución del trabajo remunerado y no remunerado suele empezar a divergir con la paternidad. Esto también ocurre en los países en los que las actitudes igualitarias están más extendidas y en los que las diferencias en los resultados de hombres y mujeres jóvenes en el mercado laboral son escasas o inexistentes. La decisión de las nuevas madres de quedarse en casa después de dar a luz puede convertirse en permanente a partir de entonces si da lugar a una alteración significativa del reparto de responsabilidades laborales en la pareja. El alcance de este cambio dependerá de las actitudes de los padres (véase también la sección siguiente) y de sus ingresos laborales relativos (Schober, 2011[55]; Sanchez and Thomson, 1997[56]). La encuesta ENUT muestra que el tiempo diario promedio dedicado a actividades de trabajo no remunerado es de 10 horas y 47 minutos y de 9 horas y 51 minutos entre las mujeres colombianas de 30 a 39 años y de 18 a 29 años, respectivamente (DANE, 2021[54]).

En Colombia, el 46,6% de las familias con al menos un hijo menor de 15 años registran un miembro de la pareja que trabaja a tiempo completo y otro que no trabaja de forma remunerada (Tabla 1.1-Panel A). Esta cifra es muy superior a la media de la OCDE (25,8%), que, por el contrario, registra porcentajes más elevados de parejas con ambos progenitores trabajando a tiempo completo, o con un progenitor trabajando a tiempo completo y el otro a tiempo parcial. Las razones de este desequilibrio pueden ser prácticas, si, por ejemplo, una madre sigue amamantando o tiene hijos que no pueden beneficiarse de servicios de guardería fuera del círculo familiar. Sin embargo, a menudo refleja actitudes culturales, según las cuales las tareas de cuidado y domésticas son “prerrogativas de las mujeres”. Las consideraciones económicas suelen agravar aún más la influencia de estos factores, en particular la previsión de que la mujer gane bastante menos que el hombre.

Uno de cada cuatro padres o madres solteras no trabaja en Colombia (Tabla 1.1-Panel B). Aunque esta cifra se aproxima a la media de la OCDE, la proporción de hogares encabezados por mujeres -en particular los hogares monoparentales- ha aumentado con especial rapidez en las últimas décadas en Colombia. Mientras que en 1990 las mujeres encabezaban el 22,8% de los hogares, esta proporción aumentó al 40,7% en 2018 (ONU Mujeres/DANE/Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2020[8]).

Los estereotipos de género pueden influir en el empleo femenino de múltiples maneras. Las mujeres que creen que su papel está en el hogar probablemente se sentirán menos inclinadas a buscar empleo fuera de casa (Christiansen et al., 2016[57]). Este efecto de la oferta a menudo parece agravado por la actitud de los compañeros, no solo si mantienen la misma opinión, sino que además creen que es su derecho imponérsela al cónyuge. Las masculinidades restrictivas, como la de que los hombres “de verdad” deben ser el sostén de la familia y ganar más que la mujer, pueden contribuir a excluir a las mujeres de puestos de mejor calidad y mejor remunerados (OECD, 2021[58]). Además, los puntos de vista sobre los roles de género en el mercado laboral también pueden influir en la demanda de empleos femeninos: los empresarios que creen que ciertos trabajos deben ir prioritariamente a los hombres son menos propensos a contratar mujeres o a pagarles el mismo salario. En los países en los que hay más hombres que mujeres que creen que los empleos escasos deben ir primero a los hombres, la diferencia salarial entre hombres y mujeres tiende a ser mayor (Fortin, 2005[59]). Por otra parte, es probable que la expansión del empleo femenino tenga efectos de retroalimentación sobre las actitudes de género, mejorándolas con el tiempo (Seguino, 2007[60]).

Los datos disponibles sugieren que la división tradicional entre el hombre como sostén de la familia y la mujer como ama de casa sigue siendo común en Colombia, lo que contribuye a perpetuar las actitudes y los estereotipos existentes. Durante varios años, la Encuesta Mundial de Valores ha analizado estas actitudes comparando los comentarios internacionales sobre:

  • El “derecho” de las mujeres a participar en el mercado laboral y la educación (“Cuando escasean los empleos, los hombres deberían tener más derecho a un puesto de trabajo que las mujeres” y “Una educación universitaria es más importante para un hombre que para una mujer”);

  • El potencial de liderazgo de ambos sexos (“En general, los hombres son mejores líderes políticos que las mujeres”); y

  • La compatibilidad de ser madre y trabajar (“Cuando una madre trabaja por un sueldo, los niños sufren”).

La Figura 1.14 compara a Colombia con otros países latinoamericanos y con una selección de países de la OCDE en relación con las afirmaciones anteriores. En general, los resultados para Colombia sugieren un panorama mixto. Por ejemplo, menos individuos que la media latinoamericana apoyan la afirmación de que “Cuando los empleos escasean, los hombres deberían tener más derecho a un empleo que las mujeres”. Sin embargo, la proporción de hombres que están de acuerdo con esta afirmación es significativamente mayor que la de mujeres. Además, aunque la proporción del total de encuestados que está de acuerdo con la afirmación de que los niños sufren cuando la madre trabaja parece estar en línea con la media latinoamericana, es mucho mayor que la media de la OCDE. Más mujeres que hombres apoyan esta opinión (54% y 44%, respectivamente).

La Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) proporciona información adicional sobre los roles y estereotipos de género en Colombia y su posible influencia en las disparidades observadas en la participación en el mercado laboral. Según uno de los hallazgos de la Encuesta, el 86,1% de la población colombiana está de acuerdo, o muy de acuerdo, con la afirmación de que “tanto hombres como mujeres deben contribuir al ingreso del hogar” (DANE, 2021[54]). Sin embargo, cuando las preguntas abordan más directamente los roles de género, las opiniones no son tan favorables. Específicamente, cuatro de cada diez entrevistados están de acuerdo o muy de acuerdo con la afirmación según la cual “el deber del hombre es ganar dinero y el de la mujer es cuidar el hogar y la familia”. Esta proporción es considerablemente menor en las zonas urbanas que en las rurales (37,7% y 60,2%, respectivamente). (DANE, 2021[54]). Además, siete de cada diez colombianos consideran que “las mujeres son mejores que los hombres en las labores domésticas”, proporción que llega casi al 80% en las zonas rurales (DANE, 2021[54]).

Un análisis de las economías en desarrollo y emergentes sugiere que la igualdad ante la ley, el respeto del derecho a la igualdad de herencia y el derecho de las mujeres a ser cabeza de familia se asocian con una disminución de la brecha de género en la participación en la fuerza laboral de alrededor de 4,6 puntos porcentuales (Gonzales et al., 2015[61]). Durante las últimas tres décadas, Colombia ha hecho grandes avances en la reducción de las leyes y regulaciones discriminatorias que pueden limitar la capacidad de las mujeres para elegir cualquier profesión que deseen, iniciar un negocio y recibir un salario equitativo. La adopción de la Constitución de 1991, aún vigente, estableció que todas las personas gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin discriminación alguna, incluso por razones de género. La igualdad de todos los hombres y mujeres a un puesto de trabajo en condiciones equitativas y dignas, junto con el derecho a elegir profesión u ocupación, allanó el camino a la eliminación de muchas leyes consuetudinarias, que impedían a las mujeres trabajar fuera de casa, tener una cuenta bancaria y obtener préstamos, o poseer y heredar bienes.

El Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022 incluyó por primera vez un capítulo sobre Equidad de Género (World Bank Group, 2019[11]), con el aumento del empoderamiento educativo y económico de las mujeres para eliminar las brechas de género en los mercados laborales como objetivo político clave. El Plan también priorizó la incorporación de la igualdad de género en todos los demás sectores y ámbitos.

El actual Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2022-2026, “Colombia Potencia Mundial de la Vida”, incluye un fuerte enfoque de transversalización de las políticas de género. Para ello, incorpora un capítulo específico en el que se subraya que el cambio solo puede lograrse mediante la participación de las mujeres. Este Plan destaca la importancia de cerrar las brechas entre hombres y mujeres para lograr un desarrollo sostenible y una paz duradera. El plan prioriza el rol de las mujeres como motor de desarrollo económico y sostenible, incluyendo la protección ambiental. Se hace énfasis en la creación e implementación del Sistema Nacional de Cuidado para la redistribución y reducción del trabajo de cuidado no remunerado; además, el PND establece medidas para fomentar la participación de las mujeres en el centro de la política de la vida y la paz, el reconocimiento y garantía de los derechos en la salud plena de las mujeres, y mecanismos para avanzar en la erradicación de todas las violencias de violencias contra las mujeres y basadas en género.

Recientes estudios internacionales comparan los avances logrados por Colombia en la mejora del marco normativo contra la discriminación de género. El Índice de Instituciones Sociales y Género de la OCDE (OECD, 2020[62]) califica el nivel de discriminación de género en las leyes nacionales de Colombia como muy bajo, por debajo del promedio de ALC y la OCDE (Tabla 1.2). Al mismo tiempo, el índice Women, Business and the Law del Banco Mundial califica a Colombia con 84 sobre 100, por debajo de los promedios de la OCDE y de América Latina (Tabla 1.3). Las mujeres colombianas tienen los mismos derechos legales que los hombres a la movilidad en el trabajo, el matrimonio, la paternidad y el patrimonio. Colombia no recibe una puntuación completa en cuatro componentes: remuneración, iniciativa empresarial y pensiones. Por ejemplo, el índice de Empresa y Derecho sugiere que en Colombia el principio de igual remuneración por trabajo de igual valor no está consagrado en la ley, mientras que la ley no prohíbe explícitamente la discriminación en el acceso al crédito por razones de género.

Otro factor que puede contribuir a las diferencias en los resultados económicos entre hombres y mujeres es la infraestructura física y social y, en relación con ella, la disponibilidad de tecnología doméstica que ahorre trabajo. El acceso a un transporte local fiable y asequible, a instalaciones y servicios para el cuidado de los niños, los ancianos y las personas con discapacidad, junto con la electricidad y el agua corriente, influyen en el número de horas que los miembros adultos del hogar tienen que dedicar a desplazarse, cuidar de los niños, cocinar y limpiar, y en las horas que pueden dedicar al trabajo remunerado. Como ya se ha comentado, dados los estereotipos de género imperantes y las diferencias salariales entre ambos sexos, las mujeres suelen acabar realizando una parte desproporcionada del trabajo no remunerado en el hogar. Al mismo tiempo, el acceso a las infraestructuras públicas influye en la sensación de seguridad de las personas y, por tanto, en su percepción de las actividades que pueden realizar. Por ejemplo, si las niñas y las mujeres tienen que atravesar zonas mal iluminadas para ir a la escuela o al trabajo, o si el acoso sexual es habitual en el transporte público, evitarán salir cuando está oscuro o coger el autobús. La inseguridad limita las posibilidades económicas y de ocio de las mujeres.

Aunque las infraestructuras desempeñan un papel importante a la hora de facilitar la participación de las mujeres en el mercado laboral y en la vida pública en general, suelen variar mucho según las zonas geográficas. En las zonas urbanas donde viven los hogares acomodados suele haber diferentes tipos de infraestructuras de mayor calidad. Incluso si una determinada infraestructura no está disponible en una zona concreta, es probable que las personas más ricas compensen más fácilmente esta ausencia. Por ejemplo, es más probable que las mujeres con ingresos altos utilicen medios de transporte privados que públicos y que, en lugar de enviar a sus hijos a una guardería pública, contraten a una niñera o paguen una guardería privada. Estas consideraciones apuntan a la importancia de la asequibilidad financiera y de una buena previsión estratégica también en materia de usos del suelo. Por ejemplo, si los planes de inversión de un municipio no prestan la debida atención a las necesidades de atención en perspectiva, será difícil aumentar esos servicios y las infraestructuras de apoyo de forma que puedan ajustarse a las condiciones de la demanda.

El acceso a servicios de guardería formales o informales asequibles y de calidad es un factor clave para apoyar la participación de las mujeres en el mercado laboral (Mateo Díaz and Rodriguez-Chamussy, 2016[64]). Además, es importante que los horarios escolares estén diseñados para coincidir con los horarios laborales. En Colombia, solo el 30% de los niños menores de tres años asiste a la primera infancia (Figura 1.15). Sin embargo, el 70% de los niños en edad preescolar (entre tres y cinco años) se matriculan en centros de educación y atención a la primera infancia. Aunque estas tasas son superiores a las de otros países latinoamericanos, están por debajo de la media de la OCDE. Aquellos niños que no pueden asistir a un hogar comunitario, jardín infantil, centro de desarrollo infantil o escuela, permanecen con su madre o padre en el hogar o reciben el cuidado de un familiar u otro adulto. La asistencia varía significativamente entre departamentos y está muy por debajo de la media nacional en los hogares en los que la cabeza de familia es de etnia indígena o afrocolombiana.

En Colombia, al igual que en otros países de América Latina y el Caribe, la familia, especialmente las mujeres, son las principales responsables de brindar apoyo no remunerado a los adultos mayores (Flórez, Martínez and Aranco, 2019[65]). En perspectiva, la asistencia que las personas mayores en Colombia necesitarán realizar día a día probablemente aumentará aún más, reflejando el envejecimiento de la población. Los hogares con solo personas mayores, y aquellos con dos o más miembros con necesidad de cuidado, serán los más vulnerables. Sin embargo, la creciente participación de las mujeres en el mercado laboral tenderá a reducir el tiempo que pueden dedicar a estas actividades. Además, el descenso de la fecundidad y la fragmentación de las viviendas en entidades residenciales más pequeñas -reflejo del crecimiento de los hogares monoparentales- en los centros urbanos limitarán cada vez más la capacidad de la familia para prestar servicios de apoyo no remunerados. Estos patrones contrastados sugieren que el aumento de la cobertura y la calidad de la atención a las personas mayores ocupará un lugar prioritario en la agenda política.

Los desplazamientos largos y onerosos afectan negativamente a las oportunidades económicas y al bienestar de hombres y mujeres por igual. Sin embargo, las necesidades de transporte de hombres y mujeres pueden diferir. En muchos países, los hombres suelen dedicar más tiempo a ir y volver del trabajo. Las mujeres, en cambio, suelen hacer trayectos cortos o de varias paradas, por ejemplo, para dejar a los niños en el colegio antes de ir a trabajar y para pasar por el mercado de camino a casa desde el trabajo. Es más probable que vayan a pie o en transporte público y menos probable que conduzcan (Duchene, 2011[66]; Lecompte and Juan Pablo, 2017[67]). Un análisis reciente encuentra evidencia de una fuerte brecha de género en la accesibilidad al transporte en Bogotá, que penaliza especialmente a las mujeres que viven en zonas de bajos ingresos en las afueras (Moscoso et al., 2020[68]).

Aunque existan opciones de transporte, las mujeres pueden ser reacias a tomarlas si temen ser víctimas de robos, acoso sexual o cualquier otro tipo de agresión. En una encuesta realizada en 2014 en 15 de las 20 capitales más grandes del mundo, las mujeres de las ciudades latinoamericanas (sobre todo Bogotá, seguida de Ciudad de México y Lima) se sentían más inseguras (Boros, 2014[69]). Dado que las condiciones de seguridad percibidas afectan a las opciones de transporte, las mujeres suelen afirmar que prefieren utilizar los minibuses a otros medios de transporte público, a pesar de que son más caros y lentos en comparación con el metro. La razón declarada es que tienen su asiento en el minibús, lo que les hace sentirse más seguras frente al acoso. Las mujeres que cogen el autobús suelen esperar a los que van menos llenos. La falta de seguridad también se debe a tener que caminar por aceras en mal estado y mal iluminadas y a tener que esperar mucho tiempo en paradas de autobús en lugares aislados (Dominguez Gonzalez et al., 2020[70]).

Por último, la cantidad de trabajo necesaria para mantener un hogar en buenas condiciones y las horas disponibles para otras actividades también dependen de las condiciones de saneamiento, especialmente del suministro de agua potable limpia y de una eliminación adecuada de las aguas residuales. Además, el acceso a la electricidad y a tecnologías que ahorran trabajo, por ejemplo, electrodomésticos como una lavadora, reducen enormemente el esfuerzo físico y de tiempo necesario para lavar la ropa, limpiar el hogar y cocinar. El efecto de ahorro de tiempo de los electrodomésticos es tan importante que algunos economistas creen que han cambiado el mundo más que internet (Chang, 2012[71]). En Colombia, en 2019, prácticamente todos los hogares tenían acceso a la electricidad, sin apenas diferencias entre las zonas rurales y urbanas (World Bank, 2019[72]). Sin embargo, el acceso a la electricidad no se traduce necesariamente en la propiedad generalizada de electrodomésticos que ahorran trabajo, especialmente en los hogares de bajos ingresos.

La violencia de género (VG) contra mujeres y niñas representa un problema mundial. En todo el mundo, casi un tercio de las mujeres sufren violencia física y/o sexual por parte de su pareja (VPI) o violencia sexual fuera de la pareja a lo largo de su vida (WHO, 2021[73]). Esta violencia es endémica en todas las regiones del mundo, incluidas las más avanzadas económicamente.

La violencia de género es un fenómeno complejo que adopta muchas formas diferentes y puede experimentarse en el seno de la familia, las relaciones íntimas, espacios públicos, lugares de trabajo y en línea. (OECD, 2021[74]). Los actos de violencia de género suelen formar parte de un patrón que puede afectar a todos los aspectos de la vida de las supervivientes/víctimas. Esto incluye su acceso a la educación, el empleo, la vivienda, la atención sanitaria y la justicia, así como su bienestar físico y mental y su salud. Cuando las supervivientes/víctimas tienen hijos, estas repercusiones se extienden a ellos. Además, la violencia de género tiene ramificaciones económicas para las supervivientes/víctimas, sus familias y las sociedades en su conjunto. Los estudios centrados principalmente en la violencia de pareja estiman que este tipo de violencia suele costar a los países entre el 1- 2% de su producto interno bruto anual (OECD, 2021[74]).

Los estereotipos, la discriminación y las condiciones socioeconómicas tienen un impacto directo en la violencia contra las mujeres en Colombia (OECD, 2020[75]). Esta violencia adopta diversas formas: contra las mujeres en la familia (violencia doméstica, violación conyugal), en la comunidad (violencia sexual, trata, feminicidio) y con respecto a los derechos reproductivos de las mujeres. Según el Observatorio de Igualdad de Género, publicado periódicamente por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y utilizando cifras proporcionadas por los gobiernos sobre feminicidios, Colombia registró 182 casos de feminicidios en 2020, año del estallido de la pandemia de COVID-19 (CEPAL, 2021[76]). Aunque esto corresponde a una disminución de 47 casos con respecto al año anterior, los artículos de prensa y los informes temáticos sugieren que el impacto del COVID-19 ha sido severo en Colombia, con el país experimentando un aumento significativo en las llamadas de emergencia para reportar incidentes de violencia doméstica (Ortega Pacheco and Martínez Rudas, 2021[77]).

El conflicto armado de Colombia, que ha durado décadas, ha socavado significativamente la seguridad de las mujeres y las niñas, especialmente de las desplazadas internas. Las mujeres desplazadas y las que viven en comunidades afectadas por el conflicto se enfrentan a vulnerabilidades exacerbadas y a factores de riesgo de VPI (Keating, Treves-Kagan and Buller, 2021[78]; Stark and Ager, 2011[79]). El trauma, la pobreza, los cambios en los roles de género y el estrés general de la violencia y el desplazamiento refuerzan los niveles existentes de VPI e impiden que las mujeres accedan a la ayuda. Las mujeres indígenas y afrocolombianas fueron desproporcionadamente víctimas de violencia sexual y desplazamiento interno durante el conflicto armado. En concreto, el 51,6% de las mujeres indígenas y el 40,7% de las afrocolombianas declararon ser víctimas del conflicto. De ellas, el 59% de las mujeres indígenas y el 62,7% de las afrocolombianas fueron desplazadas (Defensoria del Pueblo, 2019[80]).

Los informes indican que las mujeres indígenas y afrocolombianas siguen sufriendo múltiples formas de discriminación, a pesar de que el Acuerdo Final de Paz incluye disposiciones con perspectiva de género para las mujeres indígenas dentro del proceso de paz. El Banco Mundial informa que las mujeres que viven en zonas rurales donde persiste el conflicto armado incluso se están retirando del proceso de paz o alejándose por completo por su propia seguridad (World Bank Group, 2019[11]).

El estallido de la crisis regional de refugiados y la intensificación de los flujos de desplazamiento desde la vecina Venezuela han traído consigo retos adicionales, especialmente relacionados con la marginación a largo plazo de las mujeres refugiadas y cómo esto contribuye a su victimización. Dada la falta de documentación legal que respalde su estatus marginal, las mujeres migrantes corren un mayor riesgo de inseguridad social, económica y física. Recientes análisis de investigación revelan los principales mecanismos por los que el desplazamiento puede influir en las realidades sociales y económicas de las mujeres migrantes: La falta de residencia legal y de documentación; la violencia experimentada a lo largo de la vida, con la migración aumentando el riesgo de victimización posterior; el aislamiento social, incluida la pérdida de redes de apoyo y la movilidad restringida; y el estrés financiero (Keating, Treves-Kagan and Buller, 2021[78]).

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