Capítulo 3. Integración regional y transformación productiva para una recuperación resiliente

Desde la década de 1990, la creciente complejidad de la producción mundial ha transformado la idiosincrasia y las pautas del comercio internacional, dando lugar a las complejas cadenas de valor mundiales (CVM) actuales. Impulsados por el aumento de los costos laborales y la búsqueda de la eficiencia, los patrones de especialización de las exportaciones regionales y nacionales han cambiado. Esta evolución ha sido el resultado de los avances tecnológicos y los cambios geopolíticos y económicos que han permitido la fragmentación y deslocalización de la producción, la reducción de los costos relacionados con el comercio y la coordinación de complejas redes de abastecimiento transfronterizo (CEPAL, 2020[1]). En algunas economías desarrolladas, como Estados Unidos y Japón, el peso de las manufacturas de media y alta tecnología en las exportaciones ha descendido como consecuencia de la reubicación de algunas actividades manufactureras a economías emergentes. Paralelamente, el peso de las exportaciones de media y alta tecnología ha aumentado en algunos países en desarrollo. Este es el caso de China, que ha evolucionado rápidamente y ha dejado atrás las exportaciones de manufacturas de baja tecnología para centrarse en las exportaciones de media y alta tecnología (CEPAL, 2020[1]).

En las últimas décadas, los patrones de exportación de ALC también han cambiado. Se ha acentuado la especialización de América del Sur en productos primarios y manufacturas basadas en recursos naturales, y actualmente estas dos categorías representan casi el 75% del total de las exportaciones (Gráfico 3.1): minerales en Bolivia, Chile y Perú; hidrocarburos en Colombia, Ecuador y Venezuela; y productos agrícolas en Argentina, Paraguay y Uruguay constituyeron las principales categorías de exportación. Aunque Brasil también es un importante exportador de bienes primarios, sus bienes de exportación están más diversificados e incluyen productos manufacturados de distinta intensidad tecnológica.

En América Central aumentaron las exportaciones de productos manufacturados (principalmente de aquellos de baja tecnología, como la vestimenta), mientras que disminuyó la importancia relativa de los productos primarios debido a su proximidad a Estados Unidos y a los bajos salarios relativos (Gráfico 3.1). Con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), México se convirtió en un eslabón muy importante de las cadenas de valor regionales de América del Norte y aumentó progresivamente la intensidad tecnológica de sus exportaciones, sobre todo a Estados Unidos. América Central y el Caribe, así como México, mantienen una estrecha relación económica con Estados Unidos que va más allá del comercio y que incluye otros aspectos como la inversión extranjera directa (IED), la migración, el turismo y las remesas (CEPAL, 2014[3]).

La internacionalización de la producción ha experimentado una ralentización en ALC desde 2010. La crisis del COVID-19 ha profundizado esta tendencia aunque todavía no ha provocado una profunda reconfiguración en las cadenas de valor mundiales (Gráfico 3.2). Los avances tecnológicos, así como los cambios geopolíticos y otros cambios económicos, como el aumento del proteccionismo, son algunos de los factores que explican esta desaceleración.

Las transformaciones tecnológicas, sobre todo en las comunicaciones y el transporte, han hecho posible la creciente complejidad de las cadenas de valor mundiales desde la década de 1990. En la actualidad, la transformación digital está cambiando las posibilidades de producción en todo el mundo. Sin embargo, sus consecuencias para las cadenas de valor mundiales aún no están claras. Por ejemplo, el abaratamiento de los costos de las tecnologías que reducen la necesidad de mano de obra —como la digitalización, la automatización y la fabricación aditiva (impresión 3D)— tiende a anular las desventajas de los costos de mano de obra de los países más industrializados, lo que teóricamente permite devolver la producción y fabricación al país de origen de una empresa (reshoring) o bien acercarla a dicho país (nearshoring). La pandemia del COVID-19 y el impacto de las nuevas tecnologías en el mercado laboral se añaden a las crecientes preocupaciones de los trabajadores de ALC con respecto a la pérdida de puestos de trabajo o a los cambios que se producen en estos (Capítulo 2).

Además, la pandemia ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de las cadenas de valor mundiales, que han sido el principal canal de transmisión de los efectos económicos de la crisis del COVID-19 en el comercio mundial. Las restricciones impuestas por China en enero de 2020 (el confinamiento temporal de la provincia de Hubei y el cierre de las fronteras del país) provocaron la suspensión de las exportaciones de insumos en sectores como el automotriz, la electrónica, el farmacéutico y los suministros médicos. Dado que China es el principal exportador mundial de piezas y componentes, con el 15% de los envíos mundiales en 2018 (CEPAL, 2020[1]), la suspensión de las exportaciones desencadenó el cierre de fábricas durante varias semanas en América del Norte, Europa y Asia. En ALC, el comercio de bienes bajó un 17% entre enero y mayo de 2020 y el comercio interregional cayó aún más, un 24%, en el mismo período. La contracción del comercio intrarregional fue especialmente complicada para la industria manufacturera. El sector automotriz fue el más afectado, con una caída cercana al 55% del valor de los intercambios entre enero y mayo de 2020. Además, la contracción del comercio intrarregional afectó a todos los bloques principales de integración económica, con un descenso interanual de entre el 20% y el 31% en dicho período. La única excepción fue el nivel de comercio entre los miembros del Mercado Común Centroamericano (MCCA), que mostró una mayor resiliencia al caer solo un 5.6% (CEPAL, 2021[5]).

Es probable que la pandemia refuerce dos tendencias interrelacionadas que ya estaban apareciendo antes de la crisis. La primera de ellas es una tendencia hacia un menor nivel de interdependencia productiva, comercial y tecnológica entre las principales economías mundiales, en concreto entre Estados Unidos y Europa, por un lado, y China, por otro. La segunda es una tendencia hacia un comercio mundial con un menor nivel de apertura, más impregnado de consideraciones geopolíticas y de seguridad nacional, más propenso a los conflictos y con una gobernanza multilateral más debilitada. En último término, esta tendencia no constituiría una marcha atrás en la globalización, sino una economía mundial más regionalizada y organizada en torno a tres grandes centros productivos: América del Norte, Europa y el Este y Sudeste Asiático.

En el caso de ALC, estas transformaciones supondrán retos importantes y también oportunidades sin precedentes. En un contexto de cambios geopolíticos, tecnológicos y en el entorno pos-COVID-19, la región se verá influida por dos fuerzas que actuarán en direcciones opuestas: una hacia la devolución de los procesos de producción y fabricación a los países de origen (reshoring), y la otra hacia la regionalización. De hecho, se prevé que la integración de la cadena de suministro crezca a nivel regional como respuesta al impacto del COVID-19. Cabe esperar que la integración regional desempeñe un papel clave en las estrategias de recuperación de la crisis en América Latina y el Caribe.

La participación de ALC en las cadenas de valor mundiales ha sido desigual. La mayoría de los países participan en las redes mundiales de producción como proveedores de materias primas y productos manufactureros básicos y solo unos pocos han diversificado su estructura productiva y se han convertido en actores clave de las redes mundiales de producción.

El modelo de inserción en la economía internacional, basado en la especialización en materias primas, manufacturas de ensamblaje y turismo, está siendo objeto de debate como nunca antes. Los impactos negativos de la pandemia en diversas cadenas de valor mundiales han puesto de manifiesto los riesgos que supone la excesiva dependencia regional de las manufacturas importadas. Al mismo tiempo, la pandemia ha dejado al descubierto la vulnerabilidad de la estructura productiva de la región. Se estima que más de 2.7 millones de empresas corren el riesgo de cerrar a causa de la crisis económica, lo que añadiría más de 8 millones de personas a las filas del desempleo (CEPAL, 2020[6]). La magnitud del impacto y la capacidad de reacción de los países dependerán en gran medida de la estructura productiva de las economías de ALC, de la participación de las empresas en las cadenas de valor y de las capacidades productivas existentes (Recuadro 3.1). En este contexto, las políticas industriales y productivas son esenciales para que la región pueda fortalecer las capacidades existentes y generar otras nuevas en sectores estratégicos.

La integración regional y las cadenas de valor regionales deberán desempeñar un papel fundamental en la futura estrategia de desarrollo de la región. Un mercado integrado por 650 millones de habitantes constituiría un importante sistema de protección frente a las alteraciones de la oferta o la demanda que se produzcan fuera de la región, al tiempo que contribuiría a conseguir la escala necesaria para hacer viables nuevas industrias, promoviendo las redes de producción e investigación compartidas. La regionalización y las redes de producción regionales ofrecen la oportunidad de fomentar el crecimiento de la productividad, incrementar los salarios e impulsar unos mercados laborales inclusivos, al tiempo que redefinen la conexión e integración de la región en los centros internacionales de producción e innovación.

La integración regional siempre ha estado presente en la agenda de desarrollo de América Latina y el Caribe, aunque las experiencias de integración han tendido a priorizar la integración comercial y de los mercados sobre la integración productiva. El desarrollo de un mercado común ofrece la oportunidad de fomentar: “[…] una organización más racional del sistema productivo mediante la cual la industria alcance mayores dimensiones económicas, reduciendo así sus costos y utilizando más eficazmente los recursos naturales, [...] la puesta en funcionamiento del mercado común con la mayor celeridad posible contribuirá a ampliar y diversificar el comercio y a acelerar el desarrollo económico de todos y cada uno de los países latinoamericanos, con la consiguiente elevación del nivel de vida de sus pueblos” (CEPAL, 1959[8]). En el contexto de la crisis del COVID-19, esta visión representa una estrategia de recuperación.

La primera experiencia formal de integración regional se produjo en 1960 con el Mercado Común Centroamericano (MCCA) y la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), que en 1980 se convirtió en la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI). Posteriormente se crearon la Comunidad Andina (CAN) en 1969 y la Comunidad del Caribe (CARICOM) en 1973.

Los esfuerzos de integración comercial cobraron un nuevo impulso político y económico tras la crisis de la deuda de los años 80, que derivó en la creación del Mercado Común del Sur (MERCOSUR) en 1991. Desde entonces han surgido nuevas iniciativas comerciales, como la Alianza del Pacífico (AP) en 2011.

La mayor parte de las iniciativas de integración de ALC desde 1960 se han centrado en la integración comercial y de mercado, mientras que a la integración productiva se le ha prestado una escasa atención. Esta estrategia de integración regional no ha impulsado la economía de la región ni ha estimulado su integración en el comercio mundial: el peso de la región en las exportaciones mundiales de bienes no supera el 6% desde mediados de los años 60. A pesar de los numerosos acuerdos comerciales intrarregionales, ALC tiene uno de los niveles de comercio intrarregional más bajos del mundo. En 2020, apenas el 13% de las exportaciones tuvieron como destino la propia región, y esa proporción ha ido disminuyendo paulatinamente desde 2014 (Gráfico 3.3). Por el contrario, la actividad comercial entre los países de la Unión Europea (en proporción al total del comercio de bienes) se situó entre el 34% y el 80% en 2020 (Eurostat, 2021[9]).

La baja integración productiva existente entre los países de ALC se ve claramente a través del peso que tiene el contenido importado a escala intrarregional en el conjunto de las exportaciones, que se sitúa en el 6.0% de promedio. El contenido importado del resto de la región es especialmente bajo en las exportaciones de sus dos principales economías: Brasil (3.0%) y México (2.0%) (Gráfico 3.4).

La integración de ALC en las cadenas de valor mundiales ha estado asociada principalmente a la extracción y procesamiento de materias primas. La excepción a este escenario es la participación de la industria manufacturera de exportación de México en las redes de producción norteamericanas en los sectores de la electrónica y la metalurgia (sobre todo en el automotriz). La minería es el sector más integrado en lo que se refiere a su “participación hacia adelante”, esto es, la incorporación de las exportaciones de este sector a procesos productivos en otros países para su consumo final o reexportación (CEPAL, 2020[1]). En consecuencia, los países de ALC están integrados mayoritariamente en actividades de cadenas sencillas en el ámbito de los recursos naturales y en “eslabonamientos hacia adelante”, excluyendo así la posibilidad de vinculaciones regionales “hacia atrás”.

Además, la tendencia a la baja del comercio intrarregional se ha visto acentuada por la aparición de China como segundo socio comercial de la región. Si bien la pujante demanda de productos básicos por parte de China ha reforzado el patrón histórico de exportaciones primarias de la región, sobre todo en el caso de América del Sur, la llegada a gran escala de manufacturas chinas ha desplazado el comercio intrarregional en una amplia gama de sectores industriales (CEPAL, 2021[5]; OCDE, 2007[11]).

Este escenario regional refleja que, aunque la integración de los mercados sea necesaria para impulsar los resultados comerciales, no es suficiente. El desarrollo de las capacidades productivas regionales y de las cadenas de valor regionales es clave para impulsar los vínculos productivos internacionales, fomentar el desarrollo económico y aumentar el bienestar de las sociedades.

La principal razón de ser de la integración económica regional es la superación de los límites impuestos por el tamaño de los mercados nacionales, para aprovechar las economías de escala y lograr aumentos sostenidos de la productividad. El cambio tecnológico adquiere un papel fundamental al alterar el tamaño óptimo del mercado. El reto de la integración va mucho más allá de la agenda comercial y abarca una amplia gama de políticas de desarrollo. En particular, durante la pandemia ha habido en la región un creciente reconocimiento del papel crucial que debe desempeñar la integración para reducir la dependencia regional del comercio internacional y aumentar la resistencia a los choques externos. La persistencia de una estructura productiva poco sofisticada, caracterizada mayoritariamente por sectores impulsados por los recursos naturales, ha abierto un debate sobre cómo las políticas de integración deben basarse en políticas de cambio estructural, desencadenando procesos que dinamicen las ventajas comparativas regionales en sectores más sofisticados.

Históricamente, la industria manufacturera ha sido el núcleo productivo que más se ha beneficiado de la expansión del mercado por su capacidad de generar y aprovechar las economías de escala. La industria manufacturera es un motor para la integración de nuevos mercados, primero en las economías nacionales y luego en los grandes espacios regionales o mundiales. En ese sentido, la integración regional podría fomentar la industrialización de la región a través de la complementariedad productiva, lo que ampliaría el comercio intrarregional de productos manufacturados. Una de las ventajas adicionales de esta integración sería la reducción de su dependencia de las exportaciones de productos básicos, lo que ayudaría a superar las restricciones externas que han obstaculizado durante mucho tiempo el desarrollo regional (CEPAL, 2021[5]).

Las limitaciones a las que se ha enfrentado la integración de América Latina son, en gran medida, las de su propio proceso de industrialización. La ralentización de la expansión industrial a finales de los años 70 supuso la pérdida de un motor fundamental para la integración. Por ejemplo, uno de los procesos de integración de mayor éxito en la región tuvo lugar en América Central; sin embargo, su integración productiva con la economía mundial se produce fundamentalmente a través de actividades manufactureras realizadas en el contexto de las zonas económicas especiales (ZEE). En comparación con la subregión de América Central y México, América del Sur registra menores niveles de comercio intrarregional y de integración productiva. Esto es resultado de varios factores: su gran extensión territorial, su compleja geografía, la deficiente infraestructura de transporte, la fragmentación institucional de su mercado y su especialización exportadora en recursos naturales.

La relación entre la industria manufacturera y la integración es esencial para entender los avances y las limitaciones de los procesos de integración económica. En Europa Occidental y Asia Oriental, han tenido éxito procesos con un fuerte componente industrial, a pesar de tratarse de modelos de articulación política muy diferentes. Con independencia de que existan o no instituciones formales centralizadas, los ejemplos de integración de mayor éxito se han basado en cadenas de producción industrial, entre ellas la electrónica, la metalurgia, el sector textil y de vestimenta.

En líneas generales, el contenido tecnológico de las exportaciones de ALC es bajo. Sin embargo, el comercio interregional de América Latina y el Caribe tiene un mayor contenido manufacturero que las exportaciones de la región al resto del mundo. En promedio, los productos industriales representaron el 73% de los flujos intrarregionales en 2018-2019, pero solo el 63% en el caso de las exportaciones extra-regionales (Gráfico 3.5). Se observa este mismo patrón en todos los mecanismos de integración, con un mayor peso de las manufacturas en las exportaciones dentro de cada grupo, sobre todo entre los países centroamericanos, donde la cifra se eleva a casi el 90%. Estas cifras muestran el papel tan importante que desempeña el comercio intrarregional en la diversificación económica, el desarrollo de las capacidades manufactureras y la internacionalización de las pequeñas y medianas empresas (pymes).

Hoy en día, las oportunidades de integración productiva no se limitan a la industria manufacturera, los sectores asociados a los recursos naturales también muestran un gran margen para la innovación y para agregar valor. El contenido tecnológico y la intensidad del conocimiento, ya sea en el sector manufacturero o en otros, son elementos centrales en la propuesta de integración y cambio estructural que se viene promoviendo en la región en los últimos años. No hay espacio para la integración regional sin diversificación productiva. Impulsar la integración regional implica fomentar la transición hacia nuevas actividades caracterizadas por mayores niveles de intensidad de conocimiento y productividad. Esto requiere políticas industriales específicas para reforzar las ventajas comparativas existentes (incorporando tecnologías en los sectores existentes) o para crear nuevas ventajas competitivas (invirtiendo en nuevos sectores).

La región de América Latina y el Caribe (ALC) no ha sido capaz de lograr mejoras de productividad a largo plazo que le permitan mantener un mayor crecimiento (Capítulo 1). Si realizamos una descomposición del crecimiento del PIB para determinar las contribuciones del empleo y la productividad laboral a un grupo de países de la región y a otros países y regiones durante el período 2000-2019, observamos que en ALC el 76% del crecimiento promedio alcanzado en las últimas dos décadas se generó a través de la acumulación de empleo y el 24% a través de aumentos en la productividad laboral. Este patrón contrasta con la descomposición del crecimiento en economías como China, India, Japón y la República de Corea. En el caso de China, la contribución de la productividad fue del 96% y la del empleo, del 4%; en la India, la proporción es de casi el 80% y el 20%, respectivamente.

Esta brecha de productividad se debe a la estructura productiva de los países de ALC y a su heterogeneidad estructural, que se define con una amplia variación de la productividad laboral entre sectores y dentro de ellos (Pinto, 1970[12]). La región tiene una estructura productiva poco diversificada, concentrada en sectores de bajo valor agregado, al tiempo que las exportaciones se concentran en bienes de bajo contenido tecnológico (CEPAL, 2020[12]). Además, existe una estrecha relación entre la estructura productiva y la heterogeneidad estructural de los países de ALC. Los impactos de la estructura productiva sobre el promedio de la productividad laboral a nivel de país tienen su origen en la heterogeneidad estructural (Porcile y Cimoli, 2013[13]; Cimoli et al., 2005[14]). Esto significa que el sector en el que opera una empresa influye en su nivel de productividad, pero también en la brecha de productividad entre empresas de distinto tamaño (Closset y Leiva, 2021[15]). En México, algunos sectores tienen una productividad media 100 veces superior a la de otros y, dentro de dichos sectores, también se observa una elevada heterogeneidad productiva. La productividad media de las grandes empresas mineras es hasta 200 veces superior a la de las microempresas del sector (Closset y Leiva, 2021[15]). Esta heterogeneidad estructural se observa entre los distintos sectores de los países de ALC y también dentro de los propios sectores. La literatura existente sobre la región muestra que, detrás del estancamiento de la productividad, existe un evidente contraste entre el importante dinamismo de las empresas grandes e intensivas en tecnología y el estancamiento o la caída de la productividad de la gran mayoría de las empresas pequeñas, lo cual suele deberse al retraso con el que adoptan las nuevas tecnologías. En todos los sectores económicos, el tamaño de la empresa es un factor fundamental de las decisiones de inversión en tecnologías de la información. El retorno sobre la inversión en innovación está vinculado a la existencia de otros insumos complementarios, como las competencias y los recursos financieros, lo cuales suelen encontrarse en las grandes empresas.

Las mayores empresas de ALC se concentran en la producción y exportación de productos agrícolas y mineros o de servicios de bajo costo. Las empresas que participan en actividades de manufactura avanzada (p. ej., EMBRAER o Tenaris) operan con una perspectiva de mercado mundial que va más allá de la integración regional y que, en todo caso, sería insuficiente para sus fines.

La estructura productiva impide que la región crezca a un ritmo suficiente para absorber el crecimiento de la población. Los bajos niveles de dinamismo y la escasa diversificación de la economía debido al predominio de sectores de baja intensidad tecnológica limitan el empleo formal y generan empleos de menor calidad, a menudo en el sector informal. Esto afecta negativamente a los salarios y a la demanda agregada, lo que mantiene a la región en un círculo vicioso de crecimiento volátil y baja productividad.

Asimismo, las características de la estructura productiva de la región limitan las oportunidades y los incentivos de cara a la adopción de cambios técnicos y diversificación. La inserción internacional de la región, caracterizada por un reducido número de grandes empresas en sectores intensivos en recursos naturales, ofrece escasas oportunidades para que exista una amplia participación en actividades de mayor valor agregado. Dada la escasa competencia internacional y los pocos incentivos que existen para invertir en capacidades productivas o tecnológicas, la productividad de las empresas se estanca, y la región no logra salir de la trampa de la baja productividad y la integración de bajo valor agregado.

El aumento de la productividad, mientras se promueve la creación de encadenamientos productivos intrarregionales, requiere políticas industriales que respondan al contexto global caracterizado por la creciente centralidad de las tecnologías digitales y la sostenibilidad ambiental. Estas tendencias emergentes hacen que la acción política a nivel nacional sea relevante pero insuficiente. Si el objetivo es promover el desarrollo de las capacidades productivas, a la vez que se avanza hacia sectores más sostenibles y sofisticados, las políticas industriales tienen que incluir componentes multinacionales, es decir, objetivos e instrumentos compartidos por varios países. Las oportunidades y políticas dependerán de las especificidades de cada sector y del número de países implicados, pero podrían incluir el desarrollo de normas técnicas comunes, programas de certificación de calidad, programas de formación, trazabilidad, desarrollo de normas medioambientales y de sostenibilidad, etc. Al mismo tiempo, debería promoverse la promoción de acciones de desarrollo multinacional, incluyendo acuerdos de facilitación del comercio y la inversión, mecanismos sectoriales conjuntos para atraer inversiones, financiación conjunta de infraestructuras regionales, acuerdos comerciales para promover las interconexiones regionales y el desarrollo de capacidades.

Un ejemplo concreto que ofrece la cooperación regional o subregional para la aplicación de políticas se refiere a la creación de un mercado único para fomentar la adopción y el desarrollo de las tecnologías digitales en América Latina y el Caribe. Para avanzar en las cadenas de valor regionales y en la competitividad de las pymes se requiere un esfuerzo decidido y sistemático para incorporar la tecnología en la agricultura, la minería, la silvicultura, la energía y los servicios.

El aumento de la productividad es el principal motor del crecimiento económico sostenido. Desde la primera revolución industrial, la introducción de nuevas tecnologías ha contribuido a mejorar la productividad (Dossi, 1984[16]). El desarrollo y la incorporación de nuevas tecnologías a los procesos de producción son esenciales para el desarrollo. Las tecnologías digitales en general —el Internet de las Cosas, el análisis de macrodatos, la computación en la nube, la realidad aumentada y el uso de plataformas— están cambiando la microeconomía de la producción. Sin embargo, esas tecnologías se encuentran en diferentes fases de desarrollo y penetración en el entorno empresarial. Por un lado, benefician a las empresas de los países en desarrollo al reducir los costos de transacción y facilitar el acceso al mercado y la integración en las cadenas de valor mundiales; por otro lado, ponen de manifiesto y profundizan la brecha tecnológica con los países industrializados y acentúan el poder de mercado de las grandes plataformas digitales, estimulando fenómenos de concentración económica que penalizan a los países menos desarrollados. Aunque en los países en desarrollo el impacto de las tecnologías digitales sobre la productividad está condicionado por la estructura productiva y las características estructurales de las empresas, la transformación digital está generando importantes cambios en la organización de las empresas y en el funcionamiento de las dinámicas de los mercados.

Durante la última década, ALC ha experimentado importantes avances en materia de transformación digital. Las tecnologías digitales pueden desempeñar un papel importante en la recuperación de la región al abordar los persistentes desafíos de la baja productividad. En una región en la que las disparidades de productividad son considerables en función del tamaño de las empresas, la transformación digital trae consigo oportunidades, pero también el riesgo de reforzar estas diferencias (OCDE et al., 2020[17]).

A pesar de los avances en el ámbito de la conectividad, el ritmo de transformación digital a la región ha sido moderado. La digitalización de los procesos productivos está muy rezagada en comparación con otras regiones. El crecimiento promedio de la adopción digital para la transformación productiva en la región ha sido relativamente moderado en comparación con los avances conseguidos en otras economías emergentes, sobre todo en China y en el Sudeste Asiático. En ALC, el promedio de la adopción digital en las empresas fue del 4.5% entre 2014 y 2016, muy por debajo de los países más dinámicos del Sudeste Asiático (13.1%) o de China (16.4%). De igual manera, la adopción digital ha sido muy desigual entre las empresas de diferentes tamaños. Las empresas más grandes han conseguido disponer de mayores velocidades de conexión, lo cual también condiciona el tipo de servicios a los que pueden acceder y ofrecer, generando así mayores brechas de productividad.

Si bien la incorporación de las tecnologías digitales en los procesos productivos aún está rezagada en la región, la pandemia del COVID-19 ha acelerado el proceso en las actividades empresariales. La pandemia y las posteriores medidas de contención han puesto de manifiesto la creciente importancia de las nuevas tecnologías para los consumidores y las empresas. El interés por los servicios de entrega por Internet ha aumentado desde el inicio de las medidas de confinamiento en los países latinoamericanos, mostrando un potencial cambio de hábitos de consumo hacia el comercio electrónico tras la crisis (OCDE et al., 2020[17]). Este mayor uso también se ha reflejado en el aumento del número de empresas con presencia en Internet y en la sofisticación de los servicios ofrecidos, lo cual ha derivado en una transición de sitios web informativos a sitios web transaccionales (CEPAL, 2020[18]).

Si se compara el período previo a la pandemia, febrero-agosto de 2019, con el mismo período de 2020, se observa un fuerte aumento de los sitios web de empresas. En Brasil, Chile, Colombia y México se registró un aumento significativo en abril de 2020, seguido de una disminución en mayo, pero con un aumento continuado durante los meses siguientes (CEPAL, 2020[18]).

Las plataformas de comercio electrónico también han experimentado mayor participación de las empresas, especialmente de pymes. Durante la pandemia, los datos procedentes de MercadoLibre.com dejan claro el fuerte crecimiento de nuevos vendedores registrado durante dicho periodo. En los países que tienen mercados más desarrollados, los nuevos vendedores se multiplicaron por 4, mientras que en los países con menor desarrollo de esta plataforma, el crecimiento se multiplicó por 6 (Gráfico 3.6).

Asimismo, al analizar los catálogos de productos de las pymes que utilizan Shopify como plataforma de comercio electrónico, se observa que la mitad de los productos ofrecidos por las pymes de Brasil, Chile, Colombia y México a octubre de 2020 se comenzaron a vender por Internet poco después del inicio de la pandemia.

Esta digitalización acelerada se dio principalmente en eslabones de la cadena productiva relacionados sobre todo con la venta, comercialización y relación con proveedores y no en la incorporación de tecnologías digitales al propio proceso productivo. Además, esta digitalización está vinculada fundamentalmente al uso de tecnologías maduras como la banda ancha y no al uso de tecnologías avanzadas como los macrodatos, la inteligencia artificial, el aprendizaje automático o el Internet de las cosas (CEPAL, 2021[20]).

Las estrategias de integración regional y de políticas coordinadas serán fundamentales para garantizar la creación de oportunidades en el entorno digital. La fragmentación en diferentes mercados para el desarrollo de infraestructuras de telecomunicaciones y la incorporación de tecnologías avanzadas puede constituir un obstáculo de cara a aprovechar las economías de escala y los mercados digitales integrados (Cullen International, 2016[21]). La armonización, coordinación e interoperabilidad a nivel regional son esenciales para facilitar el desarrollo de un mercado único digital, en particular en ámbitos como la defensa del consumidor, la protección de los datos personales, la identidad digital, los pagos digitales, los valores digitales, las normas de transporte y logística y los regímenes fiscales (CEPAL y Red de Políticas de Internet y Jurisdicción, 2020[22]).

Asimismo, contar con un mercado integrado también generaría beneficios económicos para la región. Por ejemplo, desde la creación de la estrategia de mercado único digital en la UE, su grado de digitalización creció más que el de otros países de la OCDE que no forman parte de ese espacio. La adopción de una estrategia de mercado digital entre los países de la Alianza del Pacífico (AP) podría aumentar el impacto anual de la digitalización en el PIB de 9 620 millones de USD a 13 886 millones de USD, teniendo en cuenta únicamente los efectos indirectos (CEPAL, 2021[23]).

En la región existe un amplio consenso sobre la necesidad de fomentar la integración digital y, en ese sentido, varios bloques de integración ya están diseñando sus estrategias para apoyar la armonización normativa y la interoperabilidad. Por ejemplo, la estrategia de mercado digital de la AP permitiría una mayor escala del mercado, una mejor coordinación de los recursos y unos menores costos de transacción. El aumento de la escala del mercado permitiría un desarrollo más amplio de los productos y servicios digitales y facilitaría la creación de capacidades productivas digitales para competir en la industria de los contenidos y el desarrollo de plataformas a escala mundial. La estrategia del mercado digital podría ser un instrumento importante para coordinar los recursos de la investigación y el desarrollo tecnológico y la innovación a fin de reducir los costos de transacción de las empresas, que podrían operar así en un marco normativo armonizado.

Asimismo, la Agenda Digital Mesoamericana articula las estrategias digitales de los países miembros del Proyecto Mesoamérica. Uno de sus objetivos es desarrollar las infraestructuras de telecomunicaciones y la economía digital en esta subregión. La implantación de esta agenda digital mesoamericana podría generar un valor adicional de 3 305 millones de USD en 5 años (CEPAL, 2021[23]). En la CARICOM, la estrategia de mercado único incluye un capítulo específico sobre el desarrollo de un espacio digital único. El objetivo es crear un espacio de TIC sin fronteras que fomente la integración económica, social y cultural. Esta iniciativa incluye políticas, legislación, reglamentos, normas técnicas, mejores prácticas, redes y servicios de TIC que habrán de armonizarse a nivel regional (CEPAL et al., 2020[17]).

Otra iniciativa es el Grupo Agenda Digital (GAD) del MERCOSUR, creado en 2017 para promover “el desarrollo de un MERCOSUR digital”. En 2018, el GAD negoció su primer Plan de Acción (2018-2020), con compromisos en materia de infraestructura digital y conectividad; seguridad y confianza en el entorno digital; economía digital; competencias digitales; gobierno digital, gobierno abierto e innovación pública; aspectos técnicos y normativos, y coordinación en foros internacionales (MERCOSUR, 2020[24]).

La pandemia de COVID-19 está teniendo efectos negativos históricos en las esferas productiva y social, con consecuencias duraderas en las oportunidades de desarrollo y crecimiento para la región. Las capacidades productivas regionales están en riesgo, con cadenas productivas que enfrentan limitaciones para alcanzar los niveles de actividad anteriores a la pandemia, y la presión externa sobre los recursos naturales y los precios de las materias primas. Existe un riesgo creciente de cambio estructural regresivo con incentivos de mercado que empujan a la “reprimarización”. En este escenario, se necesitarán políticas industriales políticas industriales activas para reanudar y apoyar el crecimiento y las actividades productivas y promover una agenda de transformación estructural.

Las estrategias de recuperación representan una oportunidad que la región no puede dejar pasar. Se necesitan políticas coordinadas a nivel regional para desarrollar las capacidades regionales, promover la transformación estructural y facilitar la integración de la región en las redes productivas globales. Para ser competitiva en el contexto internacional, la región debe ser capaz de anticiparse a los cambios estructurales en la organización productiva mundial.

La crisis del COVID-19 ha dejado claro que la actual senda de desarrollo ha llegado a un punto que pone en riesgo la supervivencia del sistema ecológico que lo sustenta. Los mercados no pueden detener estos procesos, ya que las tasas de rentabilidad no tienen en cuenta la destrucción de la naturaleza ni muchos de sus efectos sobre la salud y el bienestar. El cambio climático provocado por la actividad humana es la expresión más clara y conocida de la incapacidad del modelo económico para incorporar las variables ambientales. Los ecosistemas y la biodiversidad se están reduciendo a un ritmo alarmante: más de un millón de especies están en proceso de extinción (IPBES, 2019[25]). Los esfuerzos mundiales para frenar el cambio climático y la pérdida de biodiversidad determinarán las economías en el futuro. En el marco del Acuerdo de París, se espera que los países actualicen las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (CDN) para combatir el cambio climático y se les invita a formular y comunicar estrategias de desarrollo a largo plazo destinadas a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y a fomentar un desarrollo resiliente.

En este contexto, una característica común de las estrategias de recuperación del COVID-19 son las orientaciones sectoriales específicas que hacen hincapié en la sostenibilidad y en la transición ecológica, otorgan un papel destacado a la política industrial y dan un gran impulso hacia una mayor autosuficiencia nacional o regional. Estas estrategias pretenden asignar recursos a sectores específicos para atender las necesidades de desarrollo nacional o regional, aprovechando las tendencias positivas aceleradas por la pandemia y adaptándose al entorno geopolítico actual.

En julio de 2021, la Comisión Europea reveló su ambicioso plan para hacer realidad el Pacto Verde Europeo. El plan para 2021-2027 reconoce la necesidad de transformar la economía hacia la neutralidad en materia de emisiones de carbono para el año 2050 y propone 13 políticas que, de ser aprobadas por el Parlamento Europeo, no solo remodelarán la economía europea sino que también tendrán un impacto en los socios comerciales de la UE. El plan incluye la puesta en marcha de un mecanismo de ajuste en frontera del carbono. Este plan también prohibirá de facto la venta de coches diésel y gasolina para el año 2035, lo que influirá en la transformación de la industria automovilística mundial.

El plan de China para 2021-2025, ratificado en marzo de 2021, tiene como objetivo aumentar la autosuficiencia e impulsar el mercado interno. Al mismo tiempo, la estrategia de “doble circulación” del país implica la mejora de las capacidades productivas nacionales mediante políticas industriales centradas en los sectores priorizados por la política “Made in China 2025” de 2015 y el mantenimiento del acceso a los mercados internacionales. El plan también incluye una estrategia para reducir las emisiones de CO2 de aquí a 2030 y controlar los gases de efecto invernadero distintos del CO2.

Desde el estallido de la pandemia, Estados Unidos ha asignado 4.2 miles de millones de USD en recursos presupuestarios a apoyar a los hogares, proteger a las empresas y reforzar el sistema de salud, al tiempo que el plan de empleo propuesto (American Jobs Plan) asignaría casi 2 billones de USD al ámbito de las infraestructuras de transporte, servicios públicos y digitalización, y a la fabricación e innovación, con especial hincapié en la mitigación del cambio climático y la transición energética. En los países del G-20, los compromisos en materia de energías limpias han ascendido a 245 000 millones de USD, el 79% de los cuales se ha asignado como ayudas condicionadas (Energy Policy Tracker, 2021[26]).

En el contexto de la reconfiguración de la economía mundial, pueden verse afectados algunos de los actuales motores de crecimiento de América Latina, pero esta transición también trae consigo nuevas oportunidades. Un reto importante es transformar el objetivo de la neutralidad en materia de emisiones de carbono para que deje de ser un desafío y se convierta en una oportunidad económica para la región. Por ejemplo, las exportaciones de petróleo y carbón podrían verse muy afectadas a largo plazo, sobre todo porque la demanda internacional desempeña un papel importante en este sector (se exporta el 45% del petróleo y el 58% del carbón producido en la región). Si la demanda mundial de combustibles fósiles desciende a niveles acordes con el objetivo de 1.5°C, las importaciones de los mismos disminuirán drásticamente (se calcula que entre el 50% y el 70% de las reservas de petróleo se quedarán sin utilizar para el año 2035). Esta caída de la demanda reducirá los precios mundiales del petróleo, con graves consecuencias para la mano de obra del sector de los combustibles fósiles, y afectará de forma significativa a los ingresos fiscales de los países exportadores de petróleo (Solano-Rodríguez et al., 2019[27]).

Al mismo tiempo, los países de América Latina y el Caribe se enfrentan a retos medioambientales similares que están vinculados a su estructura productiva y a las características de su modelo de desarrollo. El crecimiento económico se ha basado mayoritariamente en una estructura productiva con ventajas competitivas estáticas basadas en los recursos naturales. A pesar de los avances de los últimos años y del compromiso de la región en cumplir con la agenda global, los recursos naturales se han utilizado a menudo de una manera que ha sido perjudicial tanto para el medio ambiente como para la sociedad: expansión irreversible de las tierras agrícolas, presión sobre los bosques, las zonas costeras y los ecosistemas biodiversos, contaminación del aire y del agua.

El cambio de modelo de desarrollo no se producirá a nivel nacional. Es necesario un cambio sistémico para desarrollar las ventajas competitivas que generen incentivos productivos hacia sectores más sostenibles.

La región se enfrenta al reto de la transición hacia la sostenibilidad dentro de sus propias fronteras y por sus propias necesidades, al tiempo que afronta el desafío de redefinir su economía para adaptarla al reto global de abordar el cambio climático y la transformación económica que ya está ocurriendo en otras partes del mundo. Al mismo tiempo, la región necesita un cambio estructural para superar las limitaciones impuestas por su modelo de desarrollo (CEPAL, 2020[28]). La estructura productiva debe evolucionar hacia sectores más intensivos en tecnología que tienen mayores niveles de demanda y requieren empleo más cualificado. Esta transformación estructural debe acometerse al tiempo que se preservan los recursos naturales, la biodiversidad y el medioambiente. Dado que los mercados no pueden impulsar por sí solos una transformación estructural sostenible, estos cambios exigen un conjunto coordinado de políticas, que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) ha resumido como “un gran impulso a la sostenibilidad”.

Este gran impulso consiste en una batería coordinada de políticas tecnológicas e industriales, fiscales, financieras, ambientales, sociales y regulatorias. Su objetivo es establecer una nueva estructura de incentivos a la inversión, impulsar la productividad y crear empleo mejor remunerado al tiempo que se desarrollan las cadenas de producción locales y regionales. Para ello, será necesario implantar mejoras tecnológicas y una mayor eficiencia ambiental y climática (CEPAL, 2020[28]).

La transformación de la estructura productiva y el desarrollo de las capacidades de producción locales y regionales son elementos clave de este gran impulso hacia la sostenibilidad. Cada país, dada su estructura productiva y sus prioridades sociales, debe determinar las actividades y políticas necesarias para impulsar unos cambios estructurales progresivos y un gran impulso hacia la sostenibilidad (CEPAL, 2020[28]).

Un total de siete sistemas sectoriales pueden servir de base para lograr este gran impulso de la sostenibilidad en la región: las energías renovables no convencionales, la electromovilidad, la digitalización, la industria manufacturera sanitaria, la bio-economía, la economía circular y el turismo. Al coordinar las inversiones y las políticas industriales en torno a estos sectores se puede conseguir un amplio margen para generar empleos de mayor calidad, avanzar en la innovación, incorporar el progreso tecnológico, diversificar las exportaciones, adaptarse y mitigar los efectos del cambio climático y emprender esfuerzos de integración regional.

Partiendo del análisis realizado por la CEPAL en su informe Construir un nuevo futuro: Una recuperación transformadora con igualdad y sostenibilidad, en el siguiente apartado se analizan las oportunidades de desarrollo de capacidades e integración regional en cinco sectores: i) farmacéutico, ii) automotriz, iii) energías renovables, iv) agricultura sostenible y v) la economía circular.

Esta selección de sectores pretende ser una guía para conseguir una transformación sostenible que se base en el desarrollo de las capacidades regionales. Al combinar las inversiones con visión de futuro y la adopción de políticas industriales, fiscales, sociales y de desarrollo de capacidades, se puede estimular el crecimiento de nuevos sectores y fomentar la reconversión y el desarrollo de nuevas ramas en los sectores existentes. Además, la inversión dirigida a promover la eficiencia climática y la circularidad en los sectores existentes también puede ofrecer nuevas oportunidades para diversificar la economía al tiempo que se logra un desarrollo bajo en carbono. La integración de la producción en torno a cadenas de valor y sectores estratégicos acelerará la transición y disminuirá su costo al tiempo que aumenta su eficiencia.

No existe una receta única para la transformación estructural y la integración regional de la producción. Las características de cada sector determinan la forma en que los países integran y refuerzan sus capacidades productivas. La estructura industrial, el tamaño de las empresas, los acuerdos comerciales y la dotación de recursos son algunas de estas características. Por tanto, la adopción de políticas de integración productiva requiere un enfoque integrado que sea, en gran medida, específico para cada sector. Por ello, resulta útil centrarse en las experiencias sectoriales de la región para extraer lecciones e identificar futuras oportunidades mientras se generan los incentivos para desarrollar un modelo productivo más sofisticado y sustentable. Esta capítulo analiza cinco sectores que podrían desempeñar un papel clave en las estrategias de recuperación en ALC: la industria farmacéutica, el sector automotriz, las energías renovables, la agricultura sostenible y la economía circular.

En los últimos 18 meses, todos los países de América Latina se han enfrentado al reto específico de abastecerse de los productos médicos necesarios para lanzar respuestas públicas y sistemáticas ante la emergencia del COVID-19. El acceso a los medicamentos en el contexto de la pandemia ha puesto de manifiesto las desigualdades sanitarias que existen a nivel mundial. La elevada dependencia de las importaciones de medicamentos en general, y de productos para cuidados intensivos del COVID-19 en particular, ha limitado la capacidad de los gobiernos para garantizar la necesaria protección de los trabajadores médicos, permitir el acceso a las pruebas, proporcionar respiradores y oxígeno en los casos necesarios, y recabar el arsenal de agentes farmacológicos utilizados para combatir los efectos del COVID-19 (Delgado et al., 2020[29]). En resumen, la pandemia mundial ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de la cadena de suministro de América Latina. El diseño de políticas orientadas a fortalecer las industrias farmacéuticas locales y a invertir en el desarrollo de capacidades locales de producción permitirá, al mismo tiempo, reforzar la capacidad de reacción de la región y fomentar el conocimiento y el desarrollo industrial.

La industria farmacéutica está formada por entidades públicas y privadas cuyas actividades incluyen investigación y desarrollo, fabricación, envasado y comercialización de medicamentos destinados a la prevención y al tratamiento de afecciones médicas. En Europa y Estados Unidos, estas industrias son importantes motores del desarrollo económico y tecnológico. Encajan perfectamente en una red de actividades económicas complejas que incluyen procesadores de alimentos, cosméticos, productos químicos y pinturas, ingeniería y otras actividades tecnológicas interrelacionadas.1

En toda la región de América Latina, la producción farmacéutica está muy concentrada en las fases finales de la cadena de valor del sector, es decir, en la importación de principios activos farmacéuticos, su combinación, envasado, distribución y comercialización. Esta realidad determina los patrones de importación y exportación y el peso de la industria farmacéutica en el PIB nacional.2 América Latina no es una región líder en producción farmacéutica; en 2017, el peso de esta industria como porcentaje del PIB era del 0.37%.

En cambio, en los países de la OCDE, el valor de las industrias farmacéuticas en el conjunto de la economía es superior, con un 0.83% del PIB. Ningún país de la región ALC cuenta con un alto valor agregado en dicha industria. Argentina (0.7%) tiene el nivel más alto de la región, seguido de Brasil (0.54%), México (0.46%) y Chile (0.27%). El mercado farmacéutico de América Latina como porcentaje del PIB contrasta notablemente con el de pequeños países europeos como Irlanda (7.6%), Dinamarca (3.2%) y Eslovenia (2.9%), en donde las industrias farmacéuticas suministran productos de alto valor agregado y generan efectos indirectos en otras actividades económicas con un claro componente tecnológico (Feinberg y Majumdar, 2001[30]; Grupp y Mogee, 2004[31]; Grupp, 1996[32]).

El valor total del mercado farmacéutico de América Latina está fuertemente orientado hacia tres países que representan el 80% del mercado regional: Brasil (24 600 millones de USD), México (7 000 millones de USD) y Argentina (4 600 millones de USD) (Gráfico 3.7). En la región, el tamaño del mercado es un factor que determina la concentración de los sistemas de producción e innovación farmacéutica a nivel nacional. Sin embargo, Argentina, Brasil y México, que representan casi el 80% del valor total del mercado farmacéutico, no son mucho más competitivos en materia de exportaciones que sus vecinos de mercados más pequeños. Aunque el valor del mercado combinado de los países de América Central representa menos del 5% del mercado regional, hay casos notables de países que han desarrollado plataformas de exportación especializadas en nichos, sobre todo en el caso de la industria de dispositivos médicos (Valverde, 2014[33]). El Gráfico 3.7 muestra la elevada concentración de valor existente en el mercado de la región, en donde estos tres países representan casi 8 de cada 10 dólares del mercado anual.

La región cuenta con algunos focos de producción farmacológica de alto valor, sobre todo en la producción de genéricos a gran escala en Brasil y el reciente repunte del sector de la biotecnología en Argentina. Sin embargo, en general, desde los años 80 y 90, la región ha seguido un modelo que se basa en importar productos farmacéuticos y dispositivos médicos, dependiendo sobre todo de productores extranjeros (Sweet, 2017[35]; Sweet, 2013[36]). La dependencia de fuentes externas para el suministro de principios activos y productos terminados en la región se evidencia por el hecho de que gran parte de los países de la región cuentan con coeficientes de importación sobre el valor agregado sectorial superiores a uno. En 2014, este indicador se situaba en valores de 1.2 en Brasil, 1.1 en Argentina y 1.4 en Chile y Colombia. Por el contrario, los coeficientes de exportación sobre el valor agregado sectorial en los países de la OCDE (sin incluir miembros de América Latina) oscilan entre el 25% y el 45%.

La falta de marcos regulatorios armonizados a nivel regional y el déficit de recursos humanos han dado lugar a un modelo de producción centrado en los mercados nacionales y concentrado fundamentalmente en el desarrollo de medicamentos convencionales de “pequeña molécula”. Estas actividades productivas se ven reforzadas por los centros de formación repartidos por la región. Los gobiernos deben aprovechar la necesidad de invertir de forma continuada tanto en la calidad como en el número de investigadores en este ámbito. Para contar con sólidos sistemas de innovación se necesitan capacidades de recursos humanos variadas y profundas. Resulta clave contar con investigadores específicos tanto en determinados campos como en redes más amplias para poder crear ecosistemas en este ámbito. Existen indicios de que se están desarrollando segmentos cada vez mayores en profesiones sanitarias que trabajan en investigaciones científicas generales. Sin embargo, este desarrollo “no ha ido acompañado de un ritmo similar de patentes solicitadas y obtenidas, ni de nuevos productos lanzados al mercado” (CEPAL, 2020[28]).

América Latina no cuenta actualmente con una plataforma regional para que los investigadores puedan cooperar con facilidad a nivel administrativo o institucional. Si se diera prioridad a los intercambios a nivel universitario para que los investigadores puedan aprovechar las ventajas respectivas de sus contextos nacionales, se reforzarían las actividades de innovación en el sector de las tecnologías médicas. Para ello, es necesario simplificar y agilizar los sistemas de cooperación para investigadores, de forma similar al programa ERASMUS de la UE, facilitando así la movilidad de los académicos en el ámbito de la salud y promoviendo la cooperación entre universidades y centros de investigación de la región. Otra ventaja de promover programas que faciliten la colaboración y el intercambio de investigadores sería la formación de equipos de trabajo de diferentes países de la región.

En las últimas décadas, ha habido un interés sostenido a nivel regional en promover políticas que armonicen las normas de seguridad y eficacia para aprovechar las ventajas de escala de un mercado latinoamericano más grande. De este modo, se conseguiría una mayor accesibilidad de los habitantes de la región a los nuevos productos, garantizando al mismo tiempo su calidad y seguridad. Ya desde 2006, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) han promovido la integración de estos sistemas para fortalecer a las agencias reguladoras a través del “intercambio de información, la convergencia y la confianza en los procesos regulatorios, no en la armonización absoluta de normas y estándares” (PAHO, 2010[37]). En otras palabras, el objetivo de la OPS y otros organismos internacionales no ha sido hasta ahora el ambicioso proyecto de crear un único sistema de normas a través de la adopción de políticas, sino coordinar y entablar un diálogo entre esos sistemas.

Los sistemas de importación de la región también obstaculizan la entrada de nuevos productos. Los costos y la complejidad de estos sistemas constituyen por sí solos un problema. En el caso de Argentina, el anterior sistema de DJAI (“Declaración Jurada Anticipada de Importaciones”) ha sido sustituido por un nuevo “Sistema Integral de Monitoreo de Importaciones” que permitirá la concesión automática de licencias de productos (SIMI, 2021[38]). En los cinco años transcurridos desde su creación, esta normativa ha permitido la autorización automática de 18 000 de los 19 000 productos registrados en el sistema de importaciones.3 La agencia reguladora de Brasil, ANVISA, podría mejorarse ya que las certificaciones y las tasas relacionadas pueden llegar a duplicar el costo de los productos. Del mismo modo, entre las barreras de entrada al mercado farmacéutico de Colombia se incluye la aparición de unos requisitos más estrictos con el nuevo “Plan Nacional de Desarrollo”, así como la existencia de “controles de precios, falsificaciones, criterios de patentabilidad, una débil aplicación de patentes y la emisión de una declaración de interés público para aplicar descuentos obligatorios de precios” (US Commercial Service, 2019[39]).

La industria del automóvil es una de las más importantes de la región. Se caracteriza por sus amplios vínculos, en fases anteriores y posteriores, con muchas industrias y sectores diversos, al tiempo que desempeña un papel clave en el desarrollo de las capacidades industriales de la región. La pandemia ha afectado gravemente al sector y está impulsando una profunda transformación de su organización y posición geográfica en todo el mundo. Muchas empresas proveedoras de piezas han cerrado o bien no han podido mantener los niveles de producción anteriores a la pandemia, lo que ha afectado con fuerza a la fabricación de vehículos en todo el mundo. En 2020, la producción mundial de vehículos disminuyó un 15.8%, hasta los 77.6 millones de unidades, una cifra similar a la registrada en 2010 (Gráfico 3.8). Entre las regiones que han experimentado mayores caídas se encuentran la UE (23.5%), América del Norte (20.5%) y América del Sur (30.4%). En este escenario, es probable que la industria del automóvil esté atravesando la peor crisis de su historia.

Todos los cambios que se están produciendo en el sector automotriz podrían representar una oportunidad para reforzar las capacidades de fabricación de la región y crear puestos de trabajo de calidad. La industria del automóvil se concentra en torno a tres macro-regiones: América del Norte, la UE y Asia, al tiempo que un reducido grupo de países (Estados Unidos, Alemania, Japón, la República de Corea y China) mantienen una fuerte hegemonía en términos de producción, fabricantes de vehículos, proveedores y desarrollo tecnológico. A pesar del alto grado de concentración en la producción, la cadena de valor del sector automotriz está muy fragmentada, tanto geográficamente como por tareas. Esta característica del sector ofrece un margen para que la integración regional potencie las capacidades a lo largo de la cadena de valor, la investigación y el desarrollo, el diseño, las pruebas y el montaje y la producción.

La industria del automóvil está experimentando una de las mayores revoluciones de su historia, ya que sus fronteras se están expandiendo y están apareciendo nuevos actores, productos y modelos de negocio. La convergencia de la fabricación tradicional con la electrónica y el software está modificando la estructura de la cadena de producción y el liderazgo que sustenta. Aunque hay muchas expectativas sobre las nuevas formas de movilidad y el papel que desempeñará la industria del automóvil, también existen muchos interrogantes sobre el futuro del sector.

América Latina no ha sido inmune a los cambios que se han producido en la industria del automóvil a nivel mundial. En la década de 1990, la mayoría de los países abandonaron los modelos proteccionistas y, con ello, la industria automotriz prácticamente desapareció de América Latina, a excepción de las economías más grandes. Los fabricantes de vehículos de la región agruparon sus actividades en torno a tres polos mediante el despliegue de estrategias que combinaban eficiencia, complementariedad y especialización. La moderna plataforma de producción de México estaba fuertemente integrada con el mercado norteamericano. Las plantas de producción respaldadas por los modelos de integración de los mercados nacionales de América del Sur se centraron en el Mercosur, principalmente en Argentina y Brasil (Gráfico 3.9). Por último, el centro de la Comunidad Andina atendía a los mercados de Colombia, Ecuador y Venezuela.4

En los últimos años, sobre todo después de la crisis financiera mundial de 2008, la industria automotriz mexicana ha acelerado su proceso de transformación, pasando de ser una plataforma de exportación de bajo costo para el ensamblaje de vehículos de consumo masivo a convertirse en una cadena productiva mejor integrada, con mayor diversificación en productos y mayor sofisticación tecnológica. En 2017, la industria mexicana alcanzó su máximo histórico con casi 4 millones de unidades producidas. Este crecimiento le ha permitido conseguir una especialización y un mayor componente tecnológico, lo que fortalece la posición de México en una industria sujeta a grandes presiones procedentes de las nuevas tendencias y que generan un fuerte impacto económico.

El duro impacto de la crisis financiera en la industria del automóvil de Estados Unidos hizo que decenas de empresas modificaran sus estrategias de expansión y localización. Esta transformación provocó un enorme aumento de la inversión extranjera directa (IED), tanto de fabricantes y proveedores como del comercio con México. Entre 2009 y 2020, la industria automotriz mexicana recibió más de 56 800 millones de USD en IED, de los cuales el 51% se destinó al subsector de piezas para automóviles.

Gracias al aumento de la integración entre Canadá, Estados Unidos y México, la base de proveedores incrementó su amplitud y diversidad. La producción de automóviles en América del Norte está muy interconectada: los fabricantes y proveedores de vehículos compran piezas y componentes en toda la subregión, que pueden llegar a cruzar las fronteras de los países miembros hasta ocho veces antes de su instalación final en uno de estos tres países (Wilson, 2017[41]). El contenido estadounidense de un vehículo medio fabricado en México o Canadá es mayor que el de cualquier otro vehículo ensamblado en otro país del mundo, en gran parte debido a los estrictos regímenes de origen del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y, sobre todo, al acuerdo UMSCA. (CEPAL, 2018[42]).

El modelo de integración productiva en el contexto del Mercosur y el tamaño de los mercados locales hicieron que las mayores empresas de la industria automotriz llevaran a cabo grandes inversiones en Brasil y, en menor medida, en Argentina. La producción se ha orientado al abastecimiento de los mercados nacionales y se rige por una clara política de especialización: automóviles compactos en Brasil y vehículos de mayor cilindrada, especialmente camiones de trabajo, en Argentina. En Brasil, la concentración de la producción en vehículos compactos ofrece a las empresas una mayor escala en la producción y, por tanto, menores costos y mayor competitividad.

Con la formación del Mercosur, se ha llevado a cabo una división del trabajo cada vez más clara entre Argentina y Brasil, sentando las bases para la creación de una cadena de valor automotriz regional. Entre los años 2000 y 2020, Brasil fue responsable del 84.5% de la producción de automóviles del bloque. En 2013, dicho país alcanzó un máximo histórico de cerca de 3.5 millones de unidades producidas y, posteriormente, experimentó una importante caída hasta los 1.9 millones de vehículos en 2020; Argentina registró una dinámica similar, al llegar a un récord de 830 000 vehículos fabricados en 2011 y con una caída posterior hasta las 260 000 unidades en 2020 (Gráfico 3.10).

Argentina y Brasil han adoptado un modelo de complementariedad en el comercio de bienes intermedios y finales para la industria automotriz. Desde la creación del Mercosur, el comercio bilateral automotor creció con fuerza hasta mediados de la década de 2010 (Gráfico 3.10). Con el crecimiento de la industria, Argentina ha tendido a especializarse en la exportación de productos finales y Brasil en la exportación de bienes intermedios, productos de los que Argentina tenía un importante déficit comercial (Amar y García Díaz, 2018[43]).

El concepto de la movilidad está cambiando rápidamente, lo que afectará a los países latinoamericanos en el futuro. Las políticas públicas y los compromisos adoptados a escala mundial están motivando a los fabricantes de vehículos hacia alternativas bajas en carbono y hacia una mayor eficiencia energética. Los próximos 20 años traerán consigo cambios significativos: electrificación, movilidad compartida, conectividad y digitalización, y en último término, vehículos autónomos. En este escenario, varios países compiten por construir nuevos clústeres industriales de alto valor para productos de movilidad.

En este contexto, la región se enfrenta a múltiples desafíos, comenzando por la reestructuración de la base productiva de la industria latinoamericana automotriz para adaptarla a las necesidades de la nueva realidad. De ahí que sean necesarias políticas públicas que fortalezcan las capacidades del ecosistema productivo y de innovación, y que favorezcan una mayor y más eficiente articulación entre los principales agentes de la cadena productiva para aprovechar las oportunidades que comienzan a surgir de estos cambios. De este modo, se pueden identificar nichos en los que puedan desarrollar ventajas competitivas con respecto a las nuevas demandas que surgirán en los próximos años. En el caso de los países de la región que tienen presencia en sectores de manufactura avanzada —como la industria automotriz— con la aparición de nuevos entornos que se caracterizarán por productos con ciclos de vida más cortos, un creciente nivel de sofisticación tecnológica y mayores exigencias de investigación, desarrollo e innovación, las empresas productoras de sistemas deberán reforzar sus capacidades tanto en tecnologías tradicionales como disruptivas.

Los nuevos y complejos sistemas productivos requieren una gran variedad de capacidades y no pueden depender de un único actor, por lo que cada vez será más importante desarrollar mecanismos para promover asociaciones y sinergias. La reducción de los ciclos de innovación y la necesidad de asignar grandes volúmenes de inversión han hecho que las alianzas y los asociaciones estratégicas resulten cada vez más atractivas. A diferencia de las entidades globales y de los países líderes en manufacturas avanzadas, Argentina, Brasil y México han tenido dificultades para avanzar en esta dirección, evidenciando la debilidad de sus empresas intermedias y una escasa participación de las entidades locales en la producción, sobre todo las de menor tamaño. Para aprovechar las capacidades existentes en la industria automotriz, la región cuenta con condiciones favorables para la producción de componentes en el ámbito de la movilidad eléctrica. La necesidad de avanzar en la renovación de los sistemas de transporte público ofrece una gran oportunidad para empezar a desarrollar nuevas capacidades de movilidad, sobre todo en materia de electromovilidad (CEPAL, 2020[28]).

El sector energético está experimentando el mayor cambio tecnológico de los últimos cien años. La transición hacia fuentes de energía renovable y sostenibles constituye un reto mundial para el ámbito de las políticas públicas. A escala mundial, los combustibles fósiles seguirán desempeñando un papel relevante en la demanda de energía primaria en 2040, a pesar de que la energía derivada de fuentes renovables crecerá más rápido (EIA, 2018[44]).

En América Latina, el peso de las energías renovables en la producción total de energía ha alcanzado el 29%, superando así el promedio mundial. La energía hidroeléctrica y la biomasa (principalmente leña y carbón vegetal) son las principales responsables, al tiempo que Brasil se ha convertido en un actor destacado en la transformación de biomasa. Es necesario que se identifique a la transición energética como un medio de creación de oportunidades económicas para la región.

Aunque tradicionalmente la región ha contado con un mayor peso de las energías renovables, su porcentaje en el suministro total de energía primaria apenas creció marginalmente entre 2000 y 2018 (menos del 1%), mientras que su índice de energías renovables ha variado muy poco, aumentando un 1.7% en dicho período (Gráfico 3.11). A nivel subregional, la Zona Andina, México y el Caribe han disminuido sustancialmente sus índices de renovabilidad, mientras que América Central, Brasil y América del Sur han aumentado sus índices.

América Latina y el Caribe es una región dotada de vastos recursos para las energías renovables (Paredes, 2017[45]). Si bien la capacidad de generación eólica y solar está creciendo con fuerza y en 2017 representaba el 57% de la capacidad adicional, en lo que se refiere a capacidad instalada tan solo representa el 6.5% (IRENA, 2018[46]). La región de América Latina y el Caribe podría generar hasta el 80% de su electricidad a partir de fuentes renovables de forma asequible, aprovechando el abundante potencial eólico y solar a medida que sus costos sigan disminuyendo. El enorme potencial de las energías renovables en la región se refleja en el volumen cada vez mayor de inversiones extranjeras directas que han entrado en el sector durante la última década. Durante la crisis del COVID-19, el único sector en el que aumentaron las previsiones de inversión fue el de las energías renovables (Gráfico 3.12).

La elevada penetración de las energías renovables y una alta integración de la transmisión regional requerirán que se incorpore una mayor cuota de renovables a la red eléctrica, aumentando la generación de la carga básica gestionable y la integración regional. Por tanto, para los próximos diez años, será necesario incrementar la generación de electricidad principalmente a través de la energía hidroeléctrica, en la que países con un importante potencial hidráulico, como Paraguay, podrían desempeñar un papel clave de cara a la integración regional. Actualmente, la heterogeneidad de los recursos energéticos presentes en la región conlleva que la transición pueda resultar costosa y compleja para muchos países, a medida que abordan los retos de satisfacer el aumento de la demanda de electricidad en las próximas décadas, incluidas las cuestiones relacionadas con la electrificación del sector del transporte y el mayor uso industrial de la energía.

El aumento del uso de las fuentes de energía renovables y de la integración regional debería reducir los costos de generación de electricidad (combustible, transmisión, operación y mantenimiento) así como los costos de inversión en nueva capacidad de generación (solar, eólica, tecnología geotérmica y otras). Varios países de la región podrían acceder a los excedentes de generación de terceros países, por lo que podría no ser necesaria la construcción de nuevas plantas de generación eléctrica; sin embargo, este escenario requeriría voluntad política y una sofisticada planificación energética (Recuadro 3.2).

La elevada penetración de las energías renovables y la importante integración regional muy probablemente redundarían en una mayor eficiencia, lo que se traduciría en menores pérdidas y una disminución de las emisiones. Asimismo, las inversiones necesarias para lograr la integración energética implican el desarrollo de una infraestructura eléctrica sostenible, y la posibilidad de crear aproximadamente 7 millones de nuevos empleos para el año 2032. Del mismo modo, si el sector de las energías renovables se ubicara en la región de ALC, la fabricación de paneles solares y turbinas eólicas representaría casi un millón de empleos más para la región (CEPAL, 2020[28]).

Las tendencias actuales en el ámbito de la sensibilización alimentaria han ejercido presiones sociales y de mercado sobre la agricultura para que desarrolle productos diferenciados. La producción de agroespecialidades orientadas a satisfacer las exigencias de los consumidores es más intensiva en conocimientos y tecnología y genera más valor para los productores. Las empresas que producen agroespecialidades tienden a ser las que fijan sus propios precios (Shapiro, 1987[47]).

Son muchos los factores que explican este proceso de diferenciación, entre ellos los cambios estructurales (p. ej., la globalización), la integración del mercado y la expansión del comercio minorista, así como los cambios culturales (sensibilización medioambiental y alimentaria). Este proceso se ha visto acelerado por la rápida digitalización, que ha facilitado el seguimiento de las cadenas de producción, y por las numerosas crisis alimentarias que se han producido desde la década de 1990. El resultado es un consumidor cada vez más sensibilizado y exigente, que busca una mayor calidad nutritiva, productos de comercio justo, orígenes agroecológicos acreditados, respeto a los derechos de las comunidades indígenas, etiquetas de origen local, y la reducción de la huella ambiental y del impacto climático, entre otros. Cada vez adquieren más importancia los productos que tienen una mayor densidad nutricional (proteínas, vitaminas, otros) y que mejoran la salud, como los productos frescos, así como los que cuidan el medioambiente o que inciden en otras causas globales. La pandemia generada por el COVID-19 puede acentuar aún más este proceso.

Por tanto, la tendencia se orienta hacia industrias agroalimentarias con más gasto en servicios y sostenibilidad (certificaciones, logística y marketing) que en materias primas agrícolas. Progresivamente, los productos agroalimentarios se transforman en “productos-servicios”, que sirven para encontrar una “solución” a un determinado problema: calidad, salud, medioambiente, cultura, derechos de las comunidades e inclusión social.

Otra tendencia complementaria durante las últimas tres décadas ha venido generada por el desarrollo de la biotecnología y la aparición de la bioeconomía. Este fenómeno, al complementarse con las tecnologías y las ciencias de los materiales (sobre todo la nanotecnología) y las ciencias de la información (TIC) ha permitido avances antes impensables en la productividad de los recursos agrícolas y modelos de producción mucho más sostenibles en la bioeconomía que tienen el potencial de generar cambios sistémicos (Fraunhofer, 2018[48]). Ya son muchos los países que aplican estrategias nacionales de bioeconomía, como Estados Unidos, Alemania, Países Bajos, Suecia, Finlandia, Noruega y Dinamarca. Estas estrategias también se están potenciando en la Unión Europea, China e India. En la región de ALC, Argentina y Costa Rica llevan algunos años desplegando iniciativas para su desarrollo (Rodríguez, Mondaini y Hitschfeld, 2017[49]).

La agricultura sostenible también puede contribuir a una transición verde y transformadora que aporte empleos de calidad y potencie el desarrollo socioeconómico. En los próximos años, todos los sectores, incluida la agricultura, se verán presionados para cumplir las normas medioambientales y las empresas se verán cada vez más obligadas a cumplir elevados estándares de seguridad y sostenibilidad para competir en el mercado mundial. En este escenario, la agricultura sostenible podría representar una alternativa válida para la diversificación de la producción a través de la innovación y el desarrollo de normas. Este tipo de agricultura implica la aplicación de métodos agronómicos, biológicos y mecánicos de producción en lugar del uso de insumos químicos sintéticos. El desarrollo de normas y certificaciones armonizadas es esencial para la comercialización y exportación de productos ecológicos. La literatura reciente muestra que los productores que no obtienen certificaciones no obtienen precios superiores por sus productos. Muchos pequeños agricultores de ALC no utilizan insumos químicos en sus procesos de producción. En este sentido, el desarrollo de normas y reglamentos para productos específicos podría ayudar a las pymes a integrarse en los mercados regionales e internacionales, especialmente el europeo.

Por ejemplo, para reducir la contribución de la agricultura a la deforestación y la degradación de los bosques a nivel mundial, la Comisión Europea está trabajando en una propuesta legislativa para evitar o minimizar la comercialización de productos asociados con la deforestación o la degradación de los bosques en el mercado de la UE. Las políticas agrícolas regionales deben anticiparse a estas tendencias y promover el cumplimiento de normas medioambientales más estrictas. Este proceso debe ir acompañado de inversiones específicas en el sector y de iniciativas que contribuyan a cumplir y adaptarse a las normas y a la regulación, así como a mejorar la transparencia. Si cuenta con el apoyo de una adecuada batería de políticas, la agricultura sostenible y especializada podría generar la triple ventaja de mejorar la sostenibilidad medioambiental, fomentar la incorporación de conocimientos y apoyar a las mipymes para que accedan a los mercados mundiales.

En América Latina y el Caribe, el sector agroalimentario representa el 25% de las exportaciones regionales y el 5% del PIB regional. Los productos básicos ocupan entre el 70% y el 80% de la superficie cultivada de la región y generan un importante impacto económico, ecológico y social. Sin embargo, la región cuenta con un potencial importante para ampliar la producción de especialidades. Esta evolución hacia las especialidades y la agricultura sostenible podría generar puestos de trabajo de calidad y contribuir a la construcción de una agroindustria regional que incorpore conocimientos y genere industrias complementarias como los bioplásticos, los concentrados de proteínas o el tratamiento de residuos.

La producción de soja es la más importante en el sistema alimentario regional. Ocupa un tercio de la superficie plantada y genera exportaciones por un valor aproximado de 65 000 millones de USD (17% del total exportado por los cinco países productores de la región) (Gráfico 3.13, Tabla 3.1). La cadena de valor de la soja desempeña un papel estratégico en los equilibrios alimentarios y geopolíticos mundiales, sobre todo por su relación como proveedor privilegiado de grano para el consumo en Asia, principalmente en China. La soja destaca por sus posibilidades industriales, como proveedor de productos intermedios que son necesarios en grandes volúmenes por las empresas productoras de alimentos, biocombustibles y otros productos industriales. El patrón de producción de la soja en la región es el propio de un producto puramente primario (como grano y también a través de sus derivados). Sin embargo, existen incentivos cada vez mayores para incorporar más conocimientos y tecnologías de valor agregado gracias al aumento de la demanda de productos diferenciados que permitan la identificación del origen del producto, su trazabilidad y su huella ambiental.

La cadena de producción de soja se enfrenta a una creciente preocupación por la sostenibilidad de la agricultura de monocultivo intensivo a gran escala, incluyendo los impactos en la deforestación, la pérdida de biodiversidad y la degradación del suelo. La creciente preocupación de los consumidores internacionales de soja y la adopción de certificaciones orgánicas representan una oportunidad para de generar y adoptar innovaciones con un impacto medioambiental positivo, pero, como ocurre con como cualquier sistema de certificación comercial, también puede ser una causa de exclusión del mercado para aquellos productores que no pueden certificar una producción de soja sostenible u orgánica. En este escenario el desarrollo y reconocimiento internacional de las certificaciones agrícolas está adquiriendo una relevancia central en las relaciones comerciales (Recuadro 3.3).

La producción y distribución del café representa otra prometedora cadena de valor. El mercado mundial de productos relacionados con el café crece de forma continuada, y la diferenciación de los productos se basa no solo en los atributos organolépticos del producto, sino también en su impacto ambiental y su grado de sostenibilidad. Se está desarrollando un complejo sistema de etiquetas de calidad, guías, clasificaciones, rankings y redes para ayudar a los consumidores a identificar sus productos. En América Central, se han desarrollado diferentes estrategias que se centran en especialidades y productos sostenibles. La cadena cafetera mesoamericana es una de las más sólidas desde un punto de vista económico y social, además de ser una de las mejor organizadas dentro del sistema alimentario regional. Constituida por unos 380 000 productores (más del 90% pequeños agricultores), esta cadena ocupaba en 2020 cerca de 1.15 millones de hectáreas en la región y representaba el 2.3% de los ingresos por exportaciones (3 965 millones de USD), si bien en Honduras constituía el 8.61% y en Guatemala casi el 5% (Tabla 3.2). Esta cadena de valor atestigua el desarrollo de las especialidades, con un alto nivel de sofisticación en sus fases de producción primaria, acopio y almacenamiento para obtener un producto diferenciado y de alta calidad. Esta especialización cuenta con tecnologías avanzadas en la fase de producción, que son aplicadas por los productores más innovadores y de mayor tamaño. Este modelo permite aprovechar un ecosistema de bosques en altura, que resulta muy relevante y de gran valor desde el punto de vista de la biodiversidad. Las zonas de producción cuentan con infraestructuras básicas y están relativamente cerca del mercado estadounidense, lo que supone una importante ventaja competitiva. Otra peculiaridad de esta cadena es que está conectada con la “cadena de las cafeterías”, que está evolucionando rápidamente hacia una economía de servicios, como demuestra el hecho de que más del 50% del volumen producido esté certificado, o que algunos países y empresas hayan evolucionado hacia el segmento más avanzado, la gestión de marcas y tiendas de consumo final, siendo el caso más destacado el de la Federación de Cafeteros de Colombia (500 000 asociados) y su marca Juan Valdez (Recuadro 3.4).

Tanto la cadena de la soja como la del café presentan diferentes niveles de complejidad que varían en cada país, ya que siguen trayectorias tecnológicas específicas que responden a sus recursos naturales básicos, así como a sus leyes y esquemas institucionales. Ambas cadenas enfrentan severos desafíos ambientales e incluyen miles de empresas que están sujetas a la volatilidad de precios y otras inestabilidades propias de la actividad agrícola. La defensa y el desarrollo de estas cadenas de valor requiere de políticas públicas adecuadas, el desarrollo de normas regionales y nuevos acuerdos productivos y comerciales que permitan la creación de un mercado de productos agrícolas, para evitar la mercantilización de las especialidades en los mercados globales. La coordinación a nivel regional-sectorial es clave para añadir valor, desarrollar vínculos regionales, aumentar la incorporación de conocimientos y la sostenibilidad. El sector agroalimentario de la región requiere un conjunto de políticas coordinadas que combinen incentivos para estimular las inversiones en actividades innovadoras con subvenciones para absorber los cambios que se están produciendo a nivel mundial.

La transición ecológica mundial ya no es un objetivo lejano. Los países están tomando medidas para lograr sus objetivos de cero emisiones netas y cumplir con el acuerdo de París. Aunque la transición a la energía sostenible dará lugar a importantes reducciones de las emisiones de carbono, no será suficiente para cumplir los objetivos climáticos mundiales. De hecho, las investigaciones han demostrado que si nos basamos únicamente en la eficiencia energética y en la transición a las energías renovables, solo abordaremos el 55% de las emisiones mundiales de GEI. El 45% restante es resultado directo de la forma en que fabricamos y utilizamos los productos y los alimentos, y este porcentaje puede reducirse significativamente mediante estrategias circulares (Ellen MacArthur Foundation, 2021[59]). El objetivo de conseguir cero emisiones es ambicioso y no puede alcanzarse con nuestro modelo económico actual.

Para construir un mundo sostenible, debemos rediseñar la economía de manera fundamental y sustituir nuestro enfoque lineal (“tomar, hacer, desperdiciar”), creando una economía circular que promueva la sostenibilidad por diseño. De este modo se reduciría el carbono, se disminuiría la contaminación y se protegería la biodiversidad. La economía circular es un elemento clave en la crisis climática, ya que puede contribuir a la vez a reducir las emisiones y a aumentar la resiliencia al cambio climático.

El enfoque de la economía circular ha ido ganando impulso en la región desde 2019. En el Foro de Ministros de Medio Ambiente de América Latina y el Caribe se anunciaron una serie de propuestas para establecer una Coalición Regional de Economía Circular. Esta coalición se creó oficialmente en 2021 para establecer una visión y una estrategia circular en la región (Recuadro 3.5) y se han implantado más de 80 iniciativas de políticas públicas en los países de ALC (p. ej., la estrategia nacional de economía circular en Colombia o el plan nacional de economía circular en Uruguay).

La economía circular se basa en tres principios, todos ellos impulsados por el diseño y la innovación en las fases iniciales: eliminar los residuos y la contaminación, mantener los productos y materiales en uso y regenerar los sistemas naturales. La sostenibilidad medioambiental también significa aumentar la eficiencia en la extracción y el uso de los recursos de una economía y reducir la producción de residuos. En una economía circular, se intenta mejorar la eficiencia y la vida útil de los materiales promoviendo la durabilidad y la capacidad de reparar, refabricar, reutilizar y reciclar los bienes y productos. Estos cambios se promueven a través del diseño de los productos y de los modelos de negocio, garantizando así que su reparación, reciclaje, refabricación o uso compartido resulte más fácil y rentable mediante la prestación de servicios (Ellen MacArthur Foundation, 2013[61]).

Los escenarios de economía circular son especialmente relevantes para la región de América Latina y el Caribe, dado el peso económico de los sectores extractivos. Un escenario que incluya un aumento de las tasas de reciclaje implicará una reducción de la demanda de extracción y un aumento de la demanda de servicios asociados a la gestión de residuos y a la refabricación de materiales. Además, aun cuando se implantara plenamente la circularidad, la demanda de materiales vírgenes seguiría (CEPAL, 2020[28]). Estas tendencias pueden observarse como una oportunidad para ALC. El aumento de la circularidad en el sector de los minerales y metales no implica la desaparición de las actividades extractivas, sino que sería un complemento de las mismas.

En el contexto de la transformación económica mundial y la necesidad de transformación estructural de la región, las políticas e inversiones de economía circular podrían desempeñar un papel fundamental. La economía circular se considera un instrumento clave para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030, dado que propone disociar el crecimiento económico de la explotación de unos recursos naturales finitos y del uso de la energía.

Por tanto, la economía circular es una estrategia importante para respaldar el desarrollo regional basado en la expansión de las actividades manufactureras en la región, al tiempo que constituye el marco en el que se fomentará la agricultura sostenible y la bioeconomía. ALC se enfrenta al doble reto de perseguir el desarrollo socioeconómico y reducir las emisiones de GEI. En ese contexto, Gramkow and Anger-Kraavi (2019[62]) pusieron de manifiesto que los estímulos fiscales “verdes” en los sectores manufactureros a nivel mundial deben considerarse una de las principales medidas de políticas para contribuir a la transformación hacia una economía baja en carbono, sobre todo en los países en desarrollo. Las políticas de recuperación basadas en los incentivos a la inversión en tecnologías de bajas emisiones de carbono en los sectores manufactureros pueden conseguir una importante reducción de las emisiones de CO2 al tiempo que ayudan a mejorar los resultados económicos al impulsar la actividad, contribuyendo así a diversificar la estructura productiva y mejorando la balanza comercial. Las políticas orientadas al denominado “Gran Impulso Ambiental” también ampliarían de forma considerable el tamaño relativo de la industria en la estructura económica. El valor agregado por todos los sectores manufactureros aumenta en mayor medida en las industrias de tecnologías bajas e intermedias (Gramkow y Anger-Kraavi, 2019[62]; CEPAL, 2020[28]). Este modelo muestra que la adopción de políticas acertadas podría ayudar a abordar las emisiones de GEI y contribuir al mismo tiempo al cambio estructural de la región.

Al abordar las ineficiencias estructurales en las cadenas de suministro, la economía circular ofrece abundantes oportunidades de creación de valor a nivel industrial. Los estudios realizados sugieren que la transición a una economía circular podría generar un beneficio económico neto de 1.8 billones de euros en Europa para el año 2030 (Ellen MacArthur Foundation, 2021[63]). La transición hacia una economía circular —en la que los materiales sean más eficientes y tengan una vida útil más prolongada al fomentar su durabilidad y su capacidad para reparar, remanufacturar, reutilizar y reciclar los productos— crearía puestos de trabajo en la región. En ALC, la adopción de un escenario de economía circular generaría un total neto de 4.8 millones de empleos para el año 2030 (OIT/BID, 2020[64]). La creación de empleo en sectores como el reprocesamiento de madera, acero, aluminio y otros metales compensaría con creces las pérdidas asociadas a la extracción de minerales y otros materiales. Estos aumentos de empleo se deben a que la cadena de valor del reprocesamiento es más larga y más intensiva en mano de obra que la de la minería (CEPAL y OIT, 2018[65]).

La crisis del COVID-19 ha demostrado que la estructura de producción actual en América Latina y el Caribe actúa como un factor limitante para el crecimiento de la productividad, la profundización de la integración regional y la sostenibilidad. ALC no ha sido capaz de lograr ganancias de productividad a largo plazo que le permitan mantener un mayor crecimiento. Esta situación se debe principalmente a la escasa diversificación de la estructura productiva de la región, que se concentra en sectores de bajo valor agregado. La mayoría de los países de ALC participan en las redes de producción mundiales como proveedores de materias primas y productos manufactureros básicos, y solo unos pocos han diversificado su estructura productiva y se han convertido en actores clave de las redes de producción mundiales.

La integración regional sigue constituyendo una oportunidad desaprovechada para diversificar la estructura productiva y lograr un mayor crecimiento de la productividad. No obstante, la integración regional debe ir más allá de la integración de los mercados y aspirar a desarrollar las capacidades productivas y las cadenas de valor de la región. Para superar la fragmentación del mercado regional, será necesario adoptar importantes esfuerzos en materia de política industrial y facilitar la convergencia entre las instituciones y mecanismos de integración existentes. En este sentido, algunos sectores específicos clave como el farmacéutico, el automotriz, el energético, el de la economía circular o el de la agricultura sostenible pueden marcar el camino a seguir. Del mismo modo, la integración regional y la adopción de políticas coordinadas serán clave para garantizar la creación de oportunidades digitales que puedan transformar la estructura productiva y desarrollar las capacidades de producción locales y regionales (Recuadro 3.6).

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Notas

← 1. La importancia de los efectos indirectos interindustriales y transregionales ha cobrado cada vez más importancia en la literatura sobre organización industrial y desarrollo económico (Gao, Pentland e Hidalgo, 2021[66]).

← 2. El mercado farmacéutico latinoamericano ha experimentado un crecimiento continuado en los últimos cinco años y en 2019 constituía cerca del 4% de los ingresos del mercado farmacéutico mundial.

← 3. Aprobado a través de la resolución AFIP 3823/2015.

← 4. En la actualidad Colombia es el único país andino que mantiene un sector automotriz de cierta relevancia.

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