5. Desigualdades en el bienestar entre grupos sociales y territorios

Resulta imposible evaluar por completo la situación de bienestar de un país sin tener en cuenta las desigualdades. Esto se aplica en especial a América Latina y el Caribe (ALC), ya que, durante siglos, la desigualdad ha sido una característica histórica y estructural de la sociedad de esta región, y ha persistido incluso en períodos de notable crecimiento económico y desarrollo social (Sánchez-Ancochea, 2021[1]). La esencia de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas es combatir las desigualdades de oportunidades y resultados, y su objetivo de “no dejar a nadie atrás” reconoce que el desarrollo al servicio únicamente de unos pocos privilegiados no puede ser sostenible. Asimismo, la Agenda 2030 reconoce que las desigualdades son multidimensionales y están interrelacionadas, y van mucho más allá de la desigualdad en los ingresos. Además es importante reconocer que hacer frente a las desigualdades consiste en atender la situación no solo de las personas que se encuentran en el segmento más bajo en la distribución, sino también de aquellas de las clases medias vulnerables (OCDE, 2019[2]). Esto cobra especial importancia en el contexto latinoamericano, en el que el aumento de la insatisfacción con las desigualdades y el nivel de vida fue una de las principales causas que impulsó la ola de protestas sociales de finales de 2019 (CEPAL, 2021[3]; Ferreira and Schoch, 2020[4]; Langman, 2019[5]).

Las desigualdades en materia de bienestar pueden conceptualizarse y medirse de distintas formas. El marco de bienestar de la OCDE, por ejemplo, analiza las desigualdades desde tres perspectivas: las desigualdades verticales, las desigualdades horizontales y las carencias (OCDE, 2017[6]). Las medidas de desigualdades “verticales” abordan la forma en la que los resultados de desigualdad se distribuyen por toda la sociedad —por ejemplo, analizando la magnitud de la diferencia entre las personas que se encuentran en el segmento más bajo y las que están en el más alto con relación a todas las dimensiones de la vida de las personas—. En contraste, las medidas de desigualdades “horizontales” se centran en la diferencia entre los grupos de población definidos por características concretas (como hombres y mujeres o jóvenes y mayores). Las medidas de “carencias” se concentran en las personas que viven por debajo de determinado nivel de bienestar (como aquellas que habitan viviendas hacinadas, o cuyos ingresos son insuficientes para atender las necesidades básicas). En capítulos anteriores ya se han abordado varios indicadores tanto de desigualdad vertical (p. ej., el coeficiente de Gini de desigualdad en los ingresos) como de carencias (p. ej., la pobreza y el hacinamiento). De hecho, toda descripción de alto nivel de los resultados de bienestar que se concentre únicamente en el promedio de resultados será incompleta, ya que la desigualdad y las carencias forman parte del panorama completo. La integración de estas medidas de las desigualdades verticales y las carencias en capítulos anteriores pone de relieve que no se trata de una cuestión secundaria: no solo afectan en cierto modo a las personas que se ven excluidas o con carencias, sino que socaban el desarrollo general dentro de una sociedad.

El presente capítulo se centra en el tipo de desigualdad que queda por analizar, es decir, la desigualdad horizontal entre los grupos sociales y territorios. La importancia de estas desigualdades horizontales es a la vez intrínseca e instrumental, ya que las características comunes de varios grupos puede servir de firme base para su identidad y constituir una fuente de movilización política.1 Comprender las diferencias de bienestar entre los distintos grupos resulta fundamental para diseñar políticas públicas eficaces que no dejen a nadie atrás y que mejoren el bienestar general de la población de un país. Tener una idea más clara de las desventajas que afectan a determinados grupos es especialmente importante en el contexto de la pandemia de COVID-19, que ha agravado las vulnerabilidades que ya padecían varios grupos de población.

Las desigualdades horizontales y las carencias arrojaron luz sobre el problema de la desigualdad de oportunidades, que en gran medida se determina al nacer, en función de aspectos que son una característica inherente de la vida de las personas. La desigualdad de oportunidades en todas las dimensiones de la vida puede entenderse como la proporción de desigualdades en los resultados debido a circunstancias ajenas al control de la persona. Si bien no es posible observar todas estas circunstancias, sí es posible hacerlo con respecto a algunas de ellas, como el género, el origen étnico y la raza, la edad o el lugar de residencia. François Bourguignon (Stiglitz, Fitoussi and Durand, 2018[7]) plantea la interesante analogía de una maratón en la que los corredores no parten del mismo punto; en este contexto, la desigualdad ex post (es decir, la desigualdad de resultados) sería en esencia la distribución de los tiempos de llegada, mientras que la desigualdad ex ante se referiría a la distancia que deben recorrer los competidores hasta llegar a la línea de meta. Los dos conceptos de desigualdades ex post (es decir, desigualdades verticales y carencias) y desigualdades ex ante son distintos, aunque están muy interrelacionados: siendo iguales las restantes condiciones, un aumento de la desigualdad ex ante incrementará la desigualdad ex post. Del mismo modo, la desigualdad de resultados en un momento o en una generación puede afectar la desigualdad de oportunidades en el futuro o en la siguiente generación (Stiglitz, Fitoussi and Durand, 2018[7]). Comprender las diferencias de bienestar entre los distintos grupos resulta fundamental para diseñar políticas públicas eficaces que no dejen a nadie atrás y que mejoren el bienestar general de la población de un país. En el contexto de la pandemia de COVID-19, que ha agravado las desigualdades tanto de resultados como de oportunidades, así como las observaciones negativas entre ambos tipos de desigualdad, es especialmente importante obtener una idea más clara de las desventajas que experimentan determinados grupos.

En este capítulo se analiza la desigualdad entre grupos desde las perspectivas de género, origen étnico y raza, edad (centrándose en los grupos de edad especialmente vulnerables de los niños, los jóvenes y las personas mayores) y territorio (concentrándose en las desigualdades entre zonas urbanas y rurales) con arreglo a la matriz de la desigualdad social de la CEPAL (CEPAL, 2016[8]). Además, analiza las desigualdades en función del nivel educativo, un aspecto importante del nivel socioeconómico. Este no es un análisis exhaustivo de las desigualdades horizontales, ya que existen muchas otras características personales y sociales que pueden agravar la desventaja de determinadas personas o grupos, como la condición de migrante, la discapacidad o la orientación sexual. Sin embargo, los datos necesarios para analizar los resultados de estas otras dimensiones simplemente no están disponibles,2 lo que implica que mejorar la recopilación de datos de forma que permita evaluarlos sigue siendo prioritario para la agenda futura en materia de estadística (sobre todo en el contexto de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas). A fin de identificar a las personas más vulnerables, resulta especialmente importante mejorar la disponibilidad de datos que pueden demostrar la confluencia de múltiples fuentes de desventajas (p. ej., género, origen étnico o raza y nivel socioeconómico). En este capítulo se ponen de relieve algunos ejemplos de confluencia de varias desigualdades, aunque no ha sido posible hacerlo sistemáticamente en todos los casos.

En las últimas décadas se han hecho importantes avances en la mejora de los resultados de bienestar de las mujeres en América Latina, entre los que se incluyen la reducción de la mortalidad materna (como se muestra en el Capítulo 3), el aumento de la participación de la fuerza de trabajo y la representación política (a las que se refiere esta sección). No obstante, en todos los países de la región siguen existiendo desigualdades persistentes entre los géneros, que contienen el desarrollo económico y social adicional. En la región de ALC se han identificado cuatro barreras estructurales que es prioritario superar para lograr la igualdad de género: la desigualdad socioeconómica y la pobreza; los patrones culturales discriminatorios, violentos y patriarcales y el predominio de la cultura del privilegio; la división sexual del trabajo y la injusta organización social del cuidado; además de la concentración del poder y las relaciones de jerarquía en el ámbito público (CEPAL, 2017[9]).

En el Gráfico 5.1 se recogen las ratios de desempeño de determinados resultados de bienestar correspondientes a las mujeres comparados con los de los hombres, en promedio, en los 11 países de ALC analizados.3 A fin de facilitar su interpretación, todos los indicadores se han codificado en la misma dirección, de forma que 1 indica la paridad entre hombres y mujeres, las ratios superiores a 1 denotan unos mejores resultados de bienestar para las mujeres que para los hombres y las inferiores a 1 denotan peores resultados para las mujeres.

En promedio, en los países analizados las mujeres salen mucho peor paradas que los hombres en prácticamente todos los indicadores de condiciones materiales seleccionados (Gráfico 5.1, panel A). Las mujeres tienen muchas menos probabilidades de estar empleadas, casi un tercio más de probabilidades de estar desempleadas y son más propensas a ocupar un empleo informal. Tan solo se aplica lo contrario con relación a la percepción de inseguridad laboral y las horas extras, en cuyos casos los hombres son más propensos a dedicar más de 60 horas semanales al trabajo remunerado y de estar preocupados por perder su trabajo en los próximos 12 meses. Sin embargo, incluso estos indicadores “positivos” para las mujeres deben entenderse como parte de un contexto más amplio. Por ejemplo, la carga desproporcionada de trabajo de cuidados no remunerado (como se explica más adelante) que asumen las mujeres constituye un importante obstáculo a su participación en el mercado laboral y aumenten las horas de trabajo remunerado, lo cual explica su menor tendencia a trabajar jornadas prolongadas.

La marginación de las mujeres en el mercado laboral se ve reflejada, al menos en parte, en unos ingresos menores —sobre todo si se analizan los ingresos mensuales (que presentan una brecha salarial de género del 14%)—. En general, las mujeres son algo más propensas a vivir en la pobreza y la pobreza extrema (con diferencias todavía más acusadas cuando se analiza la población de 20 a 59 años, véase el Gráfico 5.2) tienen menos probabilidades de considerar que sus ingresos son insuficientes para satisfacer sus necesidades, y tienen más del doble de probabilidades que los hombres de no contar con ingresos propios.

En el caso de los indicadores seleccionados de calidad de vida (Gráfico 5.1, panel B), en promedio, la mayor brecha de género en los países analizados se refiere al homicidio. Los hombres tienen más de ocho veces más probabilidades de morir por esta causa. Además, también tienen un 13% más de probabilidades que las mujeres de indicar que ellos o sus familias han sido víctimas de un delito. De manera conjunta, estos indicadores podrían sugerir que en general las mujeres son menos vulnerables que los hombres a los resultados violentos, aunque la realidad es mucho más compleja, como se explica en la última sección dedicada a la violencia contra las mujeres. El Gráfico 5.1 también muestra que, en lo que a percepción de seguridad se refiere, las mujeres registran peores datos que los hombres y sus probabilidades de sentirse seguras al caminar a solas de noche por su vecindad son menores. Por lo general, las mujeres son más vulnerables que los hombres desde el punto de vista físico, y aunque su probabilidad de verse implicadas en prácticas de riesgo —como la delincuencia o las actividades de bandas que pueden provocar muertes violentas— es menor, se enfrentan a amenazas generalizadas relacionadas con agresiones sexuales o la violencia doméstica o de pareja, que no es posible medir con tanta precisión mediante estadísticas oficiales comparables (como se detalla más adelante en esta sección).

En general, en promedio las mujeres viven casi 6 años más que los hombres en los países analizados, con una esperanza de vida media de 79,8 años, que contrasta con los 74 años de los hombres. En lo que se refiere al bienestar mental y emocional, los indicadores son dispares. Los hombres tienen más de tres veces más probabilidades de morir a causa de suicidio que las mujeres.4 Sin embargo, las mujeres presentan más probabilidades que los hombres de experimentar un balance negativo de afecto, en el que, en un día normal, las emociones negativas (como la preocupación, la tristeza, el estrés o la ira) superan a las positivas (como el disfrute o la risa). En cuanto a la satisfacción general con la vida, no existe una diferencia clara, ya que las mujeres muestran unos niveles tan solo ligeramente mayores.

Las mujeres del grupo analizado tienen más probabilidades de haber completado la educación secundaria y terciaria, y las chicas muestran unos resultados marginalmente mejores en las pruebas cognitivas de lectura a los 15 años que los chicos (con una puntuación media de PISA de 419,5 en el caso de las primeras, frente a 401,5 en el de los segundos). Por otro lado, a los 15 años, los chicos suelen obtener puntuaciones ligeramente más altas que las chicas en las pruebas cognitivas de matemáticas y ciencias. Si bien las diferencias son muy pequeñas, las brechas de género en estos campos han tendido a ampliarse con el tiempo. Prácticamente en todos los países del mundo que participan en el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) se ha observado el patrón consistente en una fortaleza relativa de los chicos en ciencias. Este se asocia con unas menores tasas de titulación y empleo de las mujeres en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (CTIM) en etapas posteriores de la vida (Mostafa, 2019[10]).5

Por último, aunque no existe una diferencia clara entre géneros en cuanto a la percepción de captura del Estado por parte de las élites, ya que las mujeres solo muestran una tendencia algo mayor que los hombres a creer que su país está gobernado por grupos poderosos en su propio beneficio, la probabilidad de que ellas manifiesten su opinión a un funcionario es mucho menor que la de los hombres.

También está disponible una selección de indicadores del capital social y humano por género (Gráfico 5.1, panel C). Estos muestran que, en promedio, en los países analizados los hombres son más proclives que las mujeres a confiar en los demás y en el gobierno, así como a labores de voluntariado y a creer que la democracia es preferible a otro tipo de gobiernos. Por otra parte, la diferencia entre géneros es escasa en cuanto a la probabilidad de que hombres y mujeres consideren que el gobierno es corrupto, o aseguren pertenecer a un grupo discriminado. Este último resultado es poco lógico si se tienen en cuenta las diversas manifestaciones de discriminación de género contra las mujeres.6 En lo que a los indicadores de capital humano se refiere, los hombres jóvenes tienen aproximadamente la mitad de probabilidades que las mujeres de no estudiar ni trabajar ni recibir formación (ninis),7 y menos probabilidades de ser obesos, aunque existe poca diferencia en la prevalencia del sobrepeso entre ambos sexos. Por otra parte, es más probable que las mujeres jóvenes hayan completado el segundo ciclo de educación secundaria y los hombres tienen prácticamente el doble de probabilidades de consumir tabaco y más de 2,5 veces de consumir alcohol.

En el resto de esta sección se analiza más detenidamente una selección de indicadores, entre ellos algunos que no figuran en otras partes del informe pero que son especialmente significativos para entender las desigualdades entre los géneros (como la violencia contra las mujeres).

Las mujeres de América Latina no solo tienen más probabilidades que los hombres de vivir en la pobreza,8 sino que la brecha de género se ha ampliado todavía más en las últimas dos décadas. Las diferencias entre los géneros son incluso mayores para la población en edad de trabajar que para el total de la población. En el Gráfico 5.2, los paneles A y B muestran los datos del Índice de feminidad de la pobreza y de la pobreza extrema, calculado por la CEPAL, que se centra en la población de 20 a 59 años. Según esta medida, en 2019, por cada 100 hombres que vivían en hogares (totalmente) pobres de la región había al menos 112 mujeres en una situación similar (véase el Gráfico 5.2, panel A), frente a un promedio regional de 105 mujeres en 2002. La feminización de la pobreza extrema incluso era mayor, de 115,3 en 2019, frente a 106,6 en 2002. En Chile, la República Dominicana y Uruguay, las mujeres de 20 a 59 años tenían más de un 30% de probabilidades de vivir en hogares pobres que los hombres de su misma franja de edad.9

Las medidas de pobreza de ingresos que aquí se recogen se calculan partiendo del supuesto de que el ingreso familiar se reparte equitativamente entre todos los miembros del hogar. Una forma de captar las desigualdades dentro de los hogares consiste en analizar la proporción de personas que no tienen ingresos propios. Las mujeres son mucho más propensas que los hombres a no disponer de ingresos propios10 (Gráfico 5.2, panel C). En promedio, en los países analizados, prácticamente una cuarta parte de las mujeres (el 24%) no disponía de ingresos propios, en comparación con el 10% de los hombres. La autonomía de las mujeres que carecen de ingresos se ve gravemente comprometida, y su supervivencia depende de que pertenezcan a un hogar en el que los recursos a los que tienen acceso los restantes miembros se compartan entre todos (Amarante, Colacce and Scalese, a continuación[11]).

Pese a que las causas de las desigualdades entre los géneros en materia de pobreza de ingresos y autonomía económica son complejas, la reducción de las diferencias entre los géneros depende en gran medida de dos factores interrelacionados: por una parte, la mejora del acceso de las mujeres al trabajo remunerado de calidad y, por otra, la introducción de políticas públicas destinadas a reducir la carga desproporcionada de trabajo no remunerado que ellas soportan (CEPAL, 2014[12]). Estas cuestiones se analizan más adelante.

En 2019, la tasa de empleo femenino era del 54%, muy por debajo de la tasa de empleo masculino del 79% (véase Statlink con relación al Gráfico 5.1). Las tasas de empleo femenino de la región aumentaron considerablemente a finales de la década de 1990 y principios de la década de 2000 (en 5,3 puntos porcentuales entre 1997 y 2007), pero desde 2007 apenas ha cambiado el nivel de participación femenina o la magnitud de la brecha de participación entre los géneros (CEPAL, 2018[13]). Esta desaceleración de la participación femenina en la fuerza de trabajo ha afectado a todos los grupos de mujeres, pero en especial a las casadas y a las de hogares más vulnerables (Gasparini et al., 2015[14]). En general, los latinoamericanos suelen mostrar actitudes favorables hacia el derecho de las mujeres a trabajar. En la región, el 89% de los hombres y el 92% de las mujeres están de acuerdo en que cualquier mujer debe tener un trabajo remunerado fuera de casa si lo desea (Gallup Inc./OIT, 2017[15]). De las 11 regiones del mundo, tan solo América del Norte y Europa (excepto Europa Oriental) presentan actitudes más favorables hacia el empleo femenino. Sin embargo, la aceptación del derecho o el deseo de una mujer de trabajar está muy condicionada por su papel y su poder de negociación en el hogar y por las circunstancias de los demás miembros de este. En 2015, un tercio de los encuestados de los 11 países analizados (33,7%) estaba de acuerdo o muy de acuerdo con la idea de que las mujeres únicamente debían trabajar si su pareja no tenía ingresos suficientes.11 Es probable que esto refleje las expectativas de que las mujeres asuman roles de género más tradicionales dentro del hogar, lo que incluye una mayor responsabilidad en el cuidado de los niños y otras formas de trabajo no remunerado (véase más abajo).

Las mujeres de la región de ALC se enfrentan a la segregación tanto horizontal como vertical en el mercado laboral. Por segregación horizontal se hace referencia a la concentración de mujeres en trabajos de baja productividad en determinados sectores u ocupaciones que suelen pagar salarios más bajos, ofrecen una escasa o nula protección social y presentan una deficiente seguridad laboral (CEPAL, 2021[3]). Por ejemplo, en los 17 países de ALC para los que se dispone de datos, en 2018, aproximadamente cuatro quintas partes de las trabajadoras (79,2%) estaban empleadas en sectores de baja productividad como la agricultura, el comercio y los servicios, frente al 58,3% de los trabajadores varones (Gender Equality Observatory for Latin America and the Caribbean, 2021[16]). Además, las mujeres están empleadas de forma desproporcionada como trabajadoras domésticas, con un 14,3% de mujeres en este sector en la región en 2018, que contrasta con tan solo el 1% de los hombres (OIT, 2019[17]). La concentración de mujeres en el comercio, el servicio doméstico y las actividades de alojamiento y alimentación se ha asociado con una elevada incidencia del trabajo a tiempo parcial y a unos salarios relativamente bajos entre las mujeres (OIT, 2016[18]). Según un análisis de la OIT realizado en 10 regiones del mundo, el 37,7% de las mujeres empleadas en América Latina y el Caribe trabajaban pocas horas a la semana (35 horas o menos), una proporción mayor que el promedio mundial del 34,2% (OIT, 2016[18]). La desigualdad entre los géneros en las horas de trabajo semanales también fue mucho mayor que el promedio mundial, con una brecha de género de 19,6 puntos porcentuales en la región de ALC (en la que solo el 18,1% de los hombres trabajan 35 horas semanales o menos), casi el doble que la brecha mundial de 11 puntos porcentuales (OIT, 2016[18]).

En cambio, la segregación vertical se refiere a las dificultades que tienen las mujeres para desarrollarse profesionalmente y acceder a puestos con mayor poder de toma de decisiones y mejor remunerados. Debido a factores que influyen entre sí, como los estereotipos y prejuicios de género, las políticas de los empleadores que no les prestan apoyo y la falta de oportunidades para adquirir experiencia directiva, las mujeres suelen trabajar en los niveles más bajos de la estructura jerárquica y, dentro de esta, suelen quedarse atrapadas en los puestos peor remunerados, de menor rango o con menor responsabilidad. Esto provoca un círculo vicioso en el que una gran proporción de mujeres queda excluida de la influencia y la toma de decisiones económicas, lo que dificulta aún más el avance hacia la igualdad de género (CEPAL, 2018[13]).

Tanto estos como otros factores conllevan, en general, que las mujeres de América Latina suelan ganar menos y sean más propensas a ocupar empleos informales. Por término medio, en los países considerados, existe una brecha salarial de género tanto en los ingresos por hora (Gráfico 5.3, panel A) como en los ingresos mensuales (Gráfico 5.3, panel B) de los empleados. La diferencia es más llamativa y más sistemática entre países concretos con respecto a los ingresos mensuales, una pauta coherente con el hecho de que las mujeres tienden a trabajar menos horas en general. La brecha salarial de género es menor para el promedio regional (ALC) que para la media del grupo analizado (ALC 10 en el Gráfico 5.3, panel A, y ALC 9 en el panel B), que a su vez es menor que para el promedio de la OCDE. Las tendencias en el tiempo son dispares: de los seis países para los que se dispone de series de tiempo comparables sobre ingresos mensuales, la mitad (Uruguay, Brasil y Paraguay) experimentaron una marcada reducción de la brecha de género entre 2010 y 2019, y la otra mitad (Argentina, Costa Rica y México) registraron escasos cambios o incluso un leve aumento (Gráfico 5.3, panel B).

Cabe señalar que estos datos se basan únicamente en los ingresos de los trabajadores por cuenta ajena, y que los niveles de remuneración son más bajos, y las diferencias entre los géneros son mayores cuando se examinan los ingresos laborales de los trabajadores por cuenta propia. En promedio, los ingresos relativos de las trabajadoras y los trabajadores por cuenta propia de toda la región de ALC en 2017 se indexaron en 81,6 y 87,6 respectivamente, frente a una línea de base de 100 correspondiente a los ingresos laborales promedios totales de las mujeres (OIT, 2019[19]). La diferencia con la línea de base correspondiente a las trabajadoras y trabajadores por cuenta ajena fue menor (104,7 y 107,3, respectivamente). En general, es más probable que las mujeres con importantes responsabilidades de trabajo no remunerado y de cuidado doméstico trabajen por cuenta propia que las que carecen de estas (OIT, 2019[19]).

Mientras que, a nivel mundial, los hombres tienen más probabilidades que las mujeres de ocupar un empleo informal, en la mayoría de los países de ingresos bajos y medios, incluida la mayoría de los países de ALC, ocurre lo contrario (OIT, 2018[20]). En promedio, en todos los países analizados, el 51,6% del empleo total femenino era informal en 2019, en comparación con el 49,2% del masculino (ALC 11, Gráfico 5.3, panel C).12 Estos promedios ocultan grandes diferencias entre países en las tasas de informalidad, que ya se señalaron en el Capítulo 2. Aunque los trabajadores informales de ambos sexos se enfrentan a una mayor variedad de riesgos generales y laborales que los trabajadores formales, por lo general las mujeres y los hombres suelen enfrentarse a distintos tipos de vulnerabilidades a la hora de trabajar en el sector informal (OCDE/OIT, 2019[21]). Por ejemplo, los hombres son más propensos a sufrir los riesgos físicos de trabajar con las condiciones inseguras y no reguladas que se asocian con el trabajo informal, por lo que padecen tasas mucho mayores de lesiones ocupacionales (tanto mortales como no mortales) que las mujeres (OIT, 2021[22]). El riesgo de lesiones o enfermedades relacionadas con el trabajo se ve agravado por las bajas tasas de cobertura sanitaria y de protección social entre los trabajadores informales. Sin embargo, es más probable que los hombres trabajen en empleos informales de alto nivel (p. ej., como empleadores), mientras que las mujeres son más propensas a encontrarse en el extremo inferior de la jerarquía (Jutting and de Laiglesia, 2009[23]). Las mujeres también tienen más probabilidades de trabajar en empleos de baja categoría que les otorgan un escaso control sobre sus condiciones de trabajo o el trato que reciben, como el trabajo doméstico, el trabajo a domicilio o la contribución al trabajo familiar, que los hombres (OIT, 2018[20]). Estas mujeres pueden enfrentarse a problemas concretos relacionados con el trabajo en domicilios particulares, es decir, a menudo en situaciones menos protegidas por la normativa del Estado y fuera del alcance de los inspectores de trabajo (OIT, 2016[24]). El desequilibrio de poder al que se enfrentan las mujeres que trabajan en condiciones de vulnerabilidad en el sector informal implica que, además de las desventajas habituales del trabajo informal (baja remuneración, entornos de trabajo inseguros, precariedad laboral, etc.), también tienen más probabilidades de sufrir acoso sexual y otras formas de violencia y discriminación por motivos de género (ONU-Mujeres, 2020[25]).

La participación relativamente baja de las mujeres en el empleo remunerado contrasta con su elevada participación en el trabajo no remunerado en sus propios hogares. En América Latina, las mujeres asumen más de las tres cuartas partes (77%) del trabajo no remunerado en el hogar, en el que las tareas de cuidados y mantenimiento del hogar son las más frecuentes (CEPAL, 2018[13]). En general, en los países analizados, las mujeres dedican más del doble de tiempo que los hombres al trabajo no remunerado, con un promedio de 36,5 horas semanales, frente a 16,2 horas en el caso de los hombres (ALC 11, Gráfico 5.4, panel A). La brecha de género en el tiempo de trabajo no remunerado en los 11 países analizados, de 20,3 horas, es mayor que el promedio de ALC (18,7 horas) y el promedio de la OCDE (14,8).13

El valor económico del trabajo no remunerado es sustancial: se calcula que en promedio equivale al 20% del PIB en 10 países latinoamericanos, y las mujeres representan el 70% de esta contribución (CEPAL, 2021[26]). Este trabajo constituye un aporte fundamental al bienestar individual y social, en especial en lo que se refiere a dar apoyo a las necesidades de los miembros vulnerables de los hogares (los niños, las personas mayores y las personas discapacitadas) cuando no existen estructuras públicas adecuadas para la atención y el cuidado de los niños. No obstante, sigue siendo un aspecto del trabajo en gran medida invisible y nada reconocido, cuya carga recae de forma desproporcionada en las mujeres, y se presenta como una barrera para una mayor participación de ellas en el empleo remunerado. Los factores que impulsan los desequilibrios de género dentro del trabajo no remunerado son diversos, pero sobre todo guardan relación con aspectos culturales (normas sociales que refuerzan los estereotipos tradicionales de género) y con los menores incentivos del mercado laboral para las mujeres (dada la relativa falta de oportunidades laborales bien remuneradas, seguras y satisfactorias). La carga de trabajo de cuidados y doméstico no remunerado es mayor en el caso de las mujeres que se encuentran en el segmento inferior de la distribución de los ingresos. Según datos recientes sobre el uso del tiempo correspondientes a 11 países de ALC,14 las mujeres del quintil más pobre destinan aproximadamente 6 horas al trabajo de cuidados y doméstico no remunerado al día, lo cual contrasta con las 2,5 horas que dedican las mujeres del quintil más rico (ONU-Mujeres, 2019[27]).

Las trabajadoras se enfrentan a una doble carga, ya que deben afrontar una mayor proporción de trabajo no remunerado además de su empleo remunerado (Gráfico 5.4, panel B). En promedio, en los países analizados, las mujeres trabajadoras dedican al menos 10 horas más de su tiempo de trabajo total (incluido el trabajo remunerado y no remunerado) que los hombres, con 71,3 horas de trabajo semanales, en comparación con las 61,9 horas que dedican los hombres. Esta brecha de género es muy similar al promedio de la brecha regional de ALC, aunque el promedio del total de horas de trabajo para esta región es ligeramente inferior (67,9 horas semanales totales en el caso de las mujeres y 57,9 en el de los hombres).

América Latina es una de las regiones más inseguras del mundo en lo que se refiere a delitos violentos. En esta, los hombres del grupo analizado tienen 8,5 más probabilidades que las mujeres de morir por homicidio (Gráfico 5.1). Sin embargo, hay otros tipos de violencia que no se reflejan en las estadísticas sobre homicidios. Aunque, en general, las mujeres tienen menos probabilidades de ser objeto de violencia en el contexto de un conflicto armado o de una actividad delictiva, sus probabilidades de sufrir violencia y lesiones a manos de sus parejas y otras personas cercanas son mayores (Heise L and Garcia Moreno C, 2002[28]). Asimismo, en general las niñas y las mujeres también tienen más probabilidades de sufrir violencia y acoso sexual (Jewkes, Sen and Garcia Moreno, 2002[29]), incluso fuera del hogar —en el trabajo, la escuela y otros lugares públicos— (Gherardi, 2016[30]). Aunque no se dispone de datos oportunos y comparables a nivel internacional sobre los distintos tipos de violencia y acoso que sufren las mujeres, en general se reconoce que la violencia de género constituye un problema urgente en América Latina (CEPAL, 2020[31]). Este problema es cada vez más acuciante con la llegada de la pandemia y las medidas de confinamiento que trajo consigo han agravado la exposición y el riesgo de las mujeres en este ámbito (véase más abajo).

Las consecuencias de la violencia contra las mujeres difieren considerablemente de las que se aplican a los hombres. La violencia física y sexual contra las mujeres conlleva una serie de consecuencias para la salud reproductiva, como las infecciones de transmisión sexual, los partos prematuros, los abortos y los embarazos en la adolescencia15 (OMS, 2013[32]; Bott et al., 2012[33]). A fin de evitar situaciones de peligro fuera del hogar, las mujeres pueden restringir su comportamiento, como por ejemplo, ausentarse con mayor frecuencia de la escuela o el trabajo, lo que incide directamente en sus resultados académicos y en el mercado laboral, y en su bienestar general (Gherardi, 2016[30]). Incluso la amenaza de posible violencia es suficiente para reducir las libertades, las oportunidades económicas y la calidad de vida de las mujeres. El trauma de haber sufrido violencia también puede conducir a una mayor incidencia de problemas de salud mental, como la depresión y el abuso del alcohol o de sustancias (OMS, 2013[32]). Por último, la violencia doméstica tiene además un importante componente familiar e intergeneracional, ya que en los hogares en los que las mujeres sufren violencia a manos de su pareja, los niños también tienen más probabilidades de ser víctimas de la violencia, tanto durante la infancia como en etapas posteriores de la vida16 (Bott et al., 2012[33]).

En general, en los 11 países analizados, 1 de cada 4 mujeres de 15 a 49 años (25,6%) ha experimentado alguna forma de violencia de pareja (ya sea sexual, física o de ambos tipos) a lo largo de su vida (Gráfico 5.5, panel A). Pese a que esta cifra es ligeramente superior al promedio de la OCDE (23,1%), las estimaciones no son directamente comparables, ya que el promedio de la OCDE se refiere a una población de mayor tamaño (mujeres de 18 a 74 años). Algunos países analizados disponen además de datos sobre la incidencia de violencia de pareja correspondientes al año anterior (indicador 5.2.1 de los ODS); tanto en Colombia como en la República Dominicana más de la mitad de las personas que declararon haber tenido alguna experiencia de violencia por parte de su pareja a lo largo de su vida aseguraron haberla sufrido también en los últimos 12 meses. Sin duda, estas cifras infravaloran la verdadera preponderancia de la violencia doméstica, ya que, según los datos contrastados, la mayoría de los casos no se denuncia (Gracia, 2004[34]).

El feminicidio constituye la forma de violencia más extrema contra las mujeres. Refuerza las divisiones de género, mantiene el dominio masculino y desempodera a las mujeres, al volverlas crónica y profundamente inseguras (GHRC - USA, s.f.[35]). Si bien no existe una definición internacional de feminicidio, sí existe la idea compartida de que no se refiere simplemente al asesinato de mujeres, sino a su asesinato por parte de hombres debido a que son mujeres (Russell, 1976[36]). Los feminicidios pueden estar motivados por el odio, el desprecio, el placer o el sentido de propiedad sobre las mujeres (Caputi and Russell, 1990[37]). Además, existen datos contrastados que indican que, pese a que las armas de fuego constituyen el método más extendido para cometer asesinatos intencionados en América Latina, las mujeres tienen más probabilidades que los hombres de morir por asfixia, estrangulamiento o golpeadas (INEGI, 2019[38]).

Según los datos de que se dispone, en 2019, al menos 4.676 mujeres fueron víctimas de feminicidios en 18 países latinoamericanos, y se produjeron al menos 3.821 feminicidios en los 11 países del grupo analizado (CEPAL, 2019[39]). Esto corresponde a una tasa media de feminicidios de 1,3 por cada 100.000 mujeres en el grupo analizado de ALC 11 y 2,6 por cada 100.000 en la región de ALC. La tasa superior que presenta el promedio de ALC es un reflejo de los niveles excepcionalmente altos de feminicidio observados en los últimos años en varios países centroamericanos y caribeños, como El Salvador, Honduras y Santa Lucía. La comparación de las tasas de feminicidio entre regiones no es directa, ya que pueden existir divergencias entre definiciones y fuentes de datos. Sin embargo, a fin de proporcionar cierto contexto, en promedio, en los 16 países europeos de los que se dispone de datos, 0,53 mujeres de cada 100.000 murieron a manos de su pareja o de un miembro de su familia en 2018 (Eurostat, 2021[40]) (aunque este dato se basa en una definición más estricta de feminicidio que excluye las muertes relacionadas con el género fuera del hogar o la familia).

La violencia contra las mujeres es un fenómeno mundial cuyas causas son complejas. No se trata de un problema privado y personal en el que únicamente influyen factores individuales, sino un problema social arraigado y urgente. Entre las realidades sociales que propician la violencia de género se incluyen aspectos estructurales como el conflicto, la pobreza o la falta de oportunidades económicas para las mujeres y las niñas), factores culturales (como las normas de género dañinas) y las instituciones tanto formales como informales discriminatorias (como el racismo, los marcos jurídicos inadecuados, la falta de acceso a la justicia y las normas sobre la propiedad) (Michaeljon, Bell and Holden, 2016[41]). El índice de instituciones sociales y género del Centro de Desarrollo de la OCDE proporciona datos contrastados sobre el papel de las instituciones sociales formales e informales en la configuración de la desigualdad entre los géneros (Recuadro 5.1) en América Latina.

A pesar de que no se trata de un indicador de violencia per se, las altas tasas de fecundidad de las adolescentes de ALC afectan al bienestar de las mujeres de diversas maneras. Aunque las tasas de fecundidad se han reducido drásticamente en la región, siguen siendo muy elevadas entre las adolescentes (Ullman, 2018[43]). La maternidad en la adolescencia tiene consecuencias en diversas dimensiones del bienestar de las jóvenes de América Latina, ya que agrava la transmisión intergeneracional de la pobreza y las carencias de logro educativo (CEPAL, 2014[44]; CEPAL/UNICEF, 2007[45]), e implica que se vulnera el acceso de los jóvenes a la información y los servicios de salud sexual y reproductiva. Otra vulneración asociada de los derechos humanos es el matrimonio infantil, contemplado en el ODS 5.3 y que afecta de forma desproporcionada a las niñas. La situación en América Latina y el Caribe varía considerablemente de una subregión a otra: en el Caribe, el 15% de las niñas de 15 a 19 años están o han estado casadas o en una unión informal, cifra que contrasta con el 20% en América Central. Las tasas de matrimonio infantil se han mantenido estables en los últimos 30 años en el conjunto de la región, en la que la República Dominicana figura entre los 20 países con mayor incidencia de matrimonio infantil a nivel internacional (OCDE, 2019[46]). El matrimonio infantil y las tasas de fecundidad adolescentes presentan una importante correlación en la región de ALC y a nivel mundial: allí donde el matrimonio infantil está más extendido, las tasas de fecundidad de las adolescentes también son más altas (OCDE, 2020[42]).

La representación en la toma de decisiones políticas es fundamental para lograr una sociedad inclusiva y con igualdad de género. Los países del grupo analizado han hecho avances sustanciales en este sentido, ya que el promedio de la proporción de mujeres diputadas prácticamente se ha duplicado desde 2000, del 14,8% al 29,2% registrado en 2019 (Gráfico 5.7). México y Costa Rica estuvieron a punto de lograr la total paridad de género en 2019 (con una representación de mujeres en el parlamento de 48,2% en México y del 45,6% en Costa Rica). El aumento de la representación femenina en los parlamentos fue mayor durante el período de referencia en el conjunto del grupo analizado que en el promedio de la OCDE, lo que significa que, aunque la representación de mujeres era mayor en los países de la OCDE a comienzos de la década de 2000 (del 19,6%), en 2019, el nivel de representación promedio de mujeres en los parlamentos de la OCDE era similar al del grupo focal (del 30,2%).

La legislación constituye una forma eficaz de aumentar la participación de las mujeres en la esfera política, y cada vez son más los países de América Latina (no tantos en el Caribe) que han establecido leyes de paridad de género en el ámbito político-electoral. En la actualidad es posible identificar tres grupos en lo referente al avance en las cuotas de género: en el primero, un total de 10 países (Bolivia, Costa Rica, Ecuador, Nicaragua, México, Honduras, Panamá, Argentina, Perú y Colombia) han promulgado normativas que estipulan la total paridad de género en los cargos de elección popular; en el segundo (Brasil, Chile, El Salvador, Haití, Paraguay, la República Dominicana, Uruguay y Guyana) han aplicado diversas cuotas de género con porcentajes para los cargos que oscilan entre el 20% y el 40%; y en el tercero no disponen de estipulaciones relativas a la paridad ni cuotas para los cargos de elección popular (UN Women, 2021[47]). Aunque, en función de cómo se hayan aplicado y ejecutado estas medidas, esto ha contribuido a normalizar la participación de las mujeres en la esfera pública y facilitado su acceso a la representación política, este avance no puede darse por sentado. En realidad, el propio hecho de que sea necesario disponer de mecanismos legales demuestra que las mejoras en la equidad de género no son automáticas en este ámbito y, en los casos en que se han promulgado leyes al efecto, a continuación suelen surgir iniciativas de resistencia a su aplicación o para limitar su eficacia (UN Women, 2021[47]). Por ejemplo, a nivel local, en el que las cuotas se aplican y exigen en menor medida, las mujeres tan solo obtuvieron el 15,2% de los cargos de alcalde en las elecciones de 2018-2019 en toda la región de ALC, lo que contrasta con el 5% en la década de 1990 (UN Women, 2021[47]). Además, las mejoras en el acceso de las mujeres a los cargos públicos o de elección popular no se han traducido en una presencia que refleje su diversidad en lo que se refiere a la condición de indígena o afrodescendiente, la orientación sexual u otras identidades o condiciones marginales, y se requieren más esfuerzos para que esta situación mejore (UN Women, 2021[47]). Por último, como sucede en otros lugares, las mujeres presentes en el ámbito político público de la región de ALC todavía se enfrentan a amenazas a modo de violencia física e intimidación a través de Internet. Estos riesgos se han visto agravados con el auge de la retórica abiertamente discriminatoria del discurso ultraconservador (UN Women, 2021[47]).

Hombres y mujeres se han enfrentado a repercusiones económicas, sociales y sanitarias muy distintas a consecuencia de la pandemia. Así pues, la integración de la perspectiva de género en las respuestas políticas públicas será fundamental para la eficacia de los esfuerzos de mitigación y recuperación (ONU-Mujeres, 2020[48]).

En cuanto a las consecuencias para la salud, durante la pandemia de COVID-19 han surgido claras disparidades entre los géneros. A fecha de febrero de 2021, se habían realizado pruebas a más mujeres (57%) que hombres en todo el mundo, y estas representaban algo más de la mitad del total de casos confirmados (51%). Sin embargo, los hombres representaban una mayor proporción de las hospitalizaciones notificadas (53%), ingresos en cuidados intensivos (68%) y muertes (57%) a nivel mundial (Global Health 50/50; APHRC; ICRW, 2021[49]), lo que refleja una mayor incidencia de enfermedades crónicas (es decir, hipertensión) y de comportamientos de riesgo o que reducen la salud (es decir, el tabaquismo), así como diferencias inmunológicas (Banco Mundial, 2020[50]). No obstante, todavía quedan muchas incógnitas, y aunque la disponibilidad de datos por género ha mejorado durante la pandemia, a fecha de febrero de 2021, tan solo el 51% de los países habían notificado los datos de casos desglosados por sexo, y únicamente el 41% había comunicado datos de fallecimientos desglosados por sexo (Global Health 50/50; APHRC; ICRW, 2021[49]).17

Si bien en general las mujeres presentan unas mayores tasas de mortalidad, tienen más probabilidades de trabajar en puestos tanto remunerados como no remunerados con altos niveles de exposición al virus, como los puestos sanitarios en la primera línea y los trabajos en sectores que requieren que las mujeres interactúen con otras personas durante el confinamiento (como la agricultura o el trabajo doméstico) (Banco Mundial, 2020[51]). Esto se aplica en especial en América Latina, que registra la mayor proporción mundial de trabajadoras en la atención sanitaria (la mitad de los doctores y más del 80% de los enfermeros) (Banco Interamericano de Desarrollo, 2018[52]), además de la altísima proporción de mujeres que trabajan en la agricultura y el servicio doméstico.

Más allá de los impactos directos en la salud provocados por la pandemia, las consecuencias económicas y sociales difieren por género en varios ámbitos fundamentales. Como se ha indicado anteriormente, las mujeres de la región ya afrontaban vulnerabilidades en varios frentes antes del inicio de la pandemia; de ahí el peligro de que las posteriores crisis económica y social socaven todavía más la autonomía de las mujeres y ahonden las desigualdades estructurales (véase el Gráfico 5.8).

En general, en la región, las mujeres han registrado unos resultados desproporcionadamente negativos en los indicadores del mercado laboral, debido a que están sobrerrepresentadas en sectores que se han visto más afectados por las medidas de control de la pandemia (como los restaurantes y los hoteles, las actividades comerciales y el servicio doméstico (CEPAL/OIT, 2020[54]). Se prevé que la tasa de desempleo femenino alcance el 22,2% en 2020, lo que supone un incremento interanual de 12,6 puntos porcentuales (CEPAL, 2021[53]). Las mujeres de América Latina han experimentado un mayor descenso proporcional del empleo (del 18,1%, que contrasta con el 15,1% registrado por los hombres), así como más salidas del mercado laboral (15,4%, en comparación con el 11,8% de los hombres) (CEPAL/OIT, 2020[54]). Se prevé que, en total, el efecto negativo de la pandemia suponga eliminar una década de avances en el aumento de la participación de las mujeres en el mercado laboral de América Latina (CEPAL, 2021[53]).

La elevada tasa de abandono del mercado laboral por parte de las mujeres probablemente se debió a que estas debieron asumir una carga de trabajo no remunerado aún mayor asociada con el aumento de las responsabilidades de cuidados, educación en el hogar y otras tareas durante la pandemia (CEPAL/OIT, 2020[54]; OCDE, 2020[42]). Además de agravar las desigualdades entre los géneros en el tiempo de trabajo no remunerado y remunerado, sin duda, el aumento de la carga de trabajo no remunerado está incidiendo en la salud mental, y expone a las mujeres a mayores niveles de estrés y ansiedad. Según una encuesta realizada durante la cuarentena en Chile, las mujeres experimentaron una mayor prevalencia de síntomas de problemas de salud mental que los hombres, y se sintieron más abrumadas y estresadas (63,3%, frente al 46,3% de los hombres) (CEPAL, 2021[3]). Las mayores tasas de pobreza que registraban las mujeres antes de la pandemia también pueden agravar las desigualdades entre los géneros en cuanto a los ingresos y la pobreza. Se estima que, tras la crisis, 118 millones de mujeres de la región vivirán en la pobreza absoluta (cifra que contrasta con la población total de pobres de 187 millones registrada en 2019) (CEPAL, 2021[53]; CEPAL, 2021[3]).

Las medidas de confinamiento adoptadas para limitar la propagación del virus probablemente han aumentado el riesgo de violencia, explotación y acoso al que se enfrentan las mujeres. La frustración y la incertidumbre provocadas por las situaciones de confinamiento pueden provocar la ira de los hombres, que se manifiesta en un aumento de la violencia contra las mujeres, tanto dentro como fuera del hogar (OCDE, 2021[55]; OCDE, 2020[56]). Además, las restricciones de viaje, el aumento de la dependencia económica y la interrupción de los servicios de apoyo hacen que las mujeres víctimas de abusos puedan verse atrapadas en situaciones peligrosas (OCDE, 2020[57]). Existe la percepción generalizada de que la magnitud de la violencia contra las mujeres en América Latina se ha convertido en una “pandemia en la sombra”, aunque no se dispone de datos oportunos y de calidad para comprender plenamente el alcance de este problema (ONU-Mujeres, 2020[58]). La información disponible muestra resultados dispares entre los distintos países. Por ejemplo, entre aquellos de la región que han comunicado los datos de llamadas a los centros de ayuda correspondientes al período de marzo a junio de 2020, su número aumentó en términos interanuales con respecto a 2019 en México, Paraguay y Perú, mientras que disminuyó en otros países, como Ecuador y la República Dominicana (CEPAL, 2021[3]). Sin embargo, estas tendencias deben interpretarse con cautela, ya que un descenso de las llamadas puede no corresponderse con una reducción de las tasas de violencia, ya que es posible que las mujeres afronten mayores limitaciones en el uso de las líneas de atención durante los períodos de confinamiento. Los datos disponibles sobre feminicidios también son dispares, pero muestran una disminución en el número de casos reportados en 8 de los 10 países de los que existen datos disponibles (Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, Honduras, Paraguay y Perú). Los datos correspondientes a Panamá se mantienen estables, y los de México apuntan a un aumento entre marzo y junio de 2020 con respecto al mismo período de 2019 (CEPAL, 2021[3]).

En el momento de redactar este informe, la encuesta mundial de Gallup (correspondientes a 2020) arroja algo de luz sobre el impacto de los primeros meses de la pandemia en el bienestar de las personas con relación a varias dimensiones (véase el Recuadro 5.2). Entre 2019 y 2020, la proporción de mujeres que aseguraban estar satisfechas con su nivel de vida o que tenían a alguien con quien contar para obtener apoyo se redujo en mayor medida que la de los hombres; la satisfacción de las mujeres con la vida también disminuyó más que la de los hombres (Gráfico 5.9).

Para poder comprender mejor las realidades de las mujeres y las niñas, y diseñar políticas que atiendan eficazmente sus necesidades, resulta fundamental aumentar la disponibilidad de estadísticas de género de gran calidad que sean comparables. Tanto los gobiernos como las oficinas de estadística de la región de ALC han reconocido la importancia de las estadísticas de género para monitorear el bienestar y el desarrollo sostenible, especialmente en el contexto de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas.18 La pandemia ha subrayado aún más la necesidad de disponer de información específica por géneros para fundamentar las respuestas de las políticas públicas y las estrategias de recuperación eficaces. Muchas oficinas de estadística de América Latina han dado prioridad a la recopilación de datos desglosados por sexo (por ejemplo, sobre los resultados del mercado laboral) pese a las presiones y limitaciones adicionales a las que se han enfrentado debido a la pandemia, con frecuencia mediante enfoques innovadores como la adaptación de las operaciones existentes, la generación de nuevas operaciones estadísticas o la mejora de las fuentes alternativas y los registros administrativos (CEPAL/ONU-Mujeres, 2021[60]).

Además de mejorar la disponibilidad de los datos desglosados por sexo siempre que sea posible, se requieren datos mejores sobre varios aspectos concretos e infracuantificados que afectan solamente o de forma desproporcionada a las mujeres y las niñas, como la discriminación en el lugar de trabajo, el acoso sexual, el trabajo no remunerado, la salud y la autonomía reproductiva, la autonomía económica y las distintas formas de violencia de género.

Las encuestas sobre el uso del tiempo son una fuente de información especialmente rica sobre las actividades que realizan hombres y mujeres, así como sobre la distribución del tiempo que dedica cada género a estas actividades. La medición del uso del tiempo cuenta con una larga trayectoria en la región, en la que en las últimas cuatro décadas se ha ido desarrollando gradualmente un trabajo centrado en el género sobre cuestiones de uso del tiempo mediante la Agenda Regional de Género de América Latina y el Caribe (CEPAL, 2019[61]). En 2015, los Estados miembros de la Conferencia Estadística de las Américas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe adoptaron la Clasificación de Actividades de Uso del Tiempo para América Latina y el Caribe (CAUTAL) con el fin de armonizar las encuestas sobre el uso del tiempo en la región (CEPAL/INEGI/INMUJERES/ONU-Mujeres, 2016[62]). A fecha de 2019, 19 países de la región habían realizado al menos una encuesta sobre el uso del tiempo (CEPAL, 2019[61]).

Sin embargo, no todas estas encuestas están plenamente incorporadas en el sistema de estadísticas oficiales a modo de herramienta habitual de recopilación de datos, y los países todavía no aplican de forma universal el sistema de clasificación CAUTAL (CEPAL, 2016[63]). Además, los grupos vulnerables, como la población rural y las minorías étnicas y raciales, suelen estar infrarrepresentados en las muestras de las encuestas (CEPAL, 2016[63]). También deben tenerse en cuenta aspectos relacionados con la forma más eficaz de recopilar datos sobre el uso del tiempo. En los últimos años se han empleado dos enfoques principales: incluir una breve lista de preguntas sobre el uso del tiempo a modo de módulo dentro de las encuestas a los hogares existentes, o realizar una encuesta independiente que recoja información más detallada sobre la amplitud de las actividades de uso del tiempo. La ventaja de la primera es que es más eficiente en función de los costos y permite hacer un análisis conjunto del uso del tiempo con otros módulos de la encuesta. La segunda proporciona mucha más información, aunque a un costo mayor. Lo ideal sería emplear ambas modalidades, incluyendo repetidamente un número limitado de preguntas en las encuestas periódicas a los hogares, complementadas con encuestas de menor frecuencia para proporcionar más contexto. Para que esto suceda, la medición del uso del tiempo debe integrarse como aspecto fundamental de la planificación y la elaboración de presupuestos de estadísticas a nivel nacional (Villatoro, 2017[64]). Además, debe aplicarse un enfoque armonizado para medir el uso del tiempo de manera coherente, a fin de garantizar que los resultados sean comparables entre países y en el tiempo. Por último, en la medida de lo posible, la inclusión de una muestra representativa de las poblaciones más vulnerables podría arrojar luz sobre las relaciones entre las carencias en el uso del tiempo y otras formas de desventajas que experimentan las mujeres vulnerables.

El ciclo de vida puede dividirse en cuatro etapas básicas: infancia, juventud, edad adulta y vejez. Aunque en lo que a bienestar se refiere, cada una de estas etapas plantea sus propias oportunidades, riesgos y dificultades, la infancia, la juventud y la vejez constituyen períodos de especial vulnerabilidad. El bienestar de los niños depende en gran medida de su familia y su entorno, y las experiencias de los primeros años de vida pueden ser fundamentales para determinar los resultados a lo largo de la vida (OCDE, 2021[65]). A medida que los niños se transforman en jóvenes adultos, adquieren independencia, pero su capacidad para prosperar con más autonomía suele depender del éxito en su transición a la vida laboral y de las competencias y oportunidades en que se sustenta. También deben hacer frente a las exigencias de pasar de un papel de dependencia en el seno de sus familias a fundar las suyas propias (estos roles, a su vez, dependen en gran medida del género). Por último, cuando las personas pasan de la edad adulta a la vejez, comienzan nuevamente una etapa de mayor dependencia, y aumentan sus necesidades de atención sanitaria y otro tipo de apoyo (OCDE, 2017[66]; Cecchini et al., 2015[67]).

En esta sección se examinarán más detenidamente estas diferencias que se producen en el ciclo de vida, prestando especial atención a la infancia, la juventud y la vejez, en comparación con la edad adulta. En capítulos anteriores ya se han abordado varios indicadores relativos al bienestar de los niños y los jóvenes adultos, dada su importancia para los resultados sociales en su conjunto.19 Estos indicadores, relativos a la mortalidad infantil, la malnutrición infantil, el empleo de los jóvenes y el logro educativo, no se abordarán en detalle aquí, aunque se proporcionarán referencias a los gráficos incluidos en otras secciones de este informe cuando proceda.

La pandemia de COVID-19 podría agravar las diferencias intergeneracionales en los resultados de bienestar de América Latina. Los niños se encuentran entre las “víctimas ocultas” de la pandemia. Pese a haberse librado de las elevadas tasas de mortalidad causadas por el virus, se han visto muy afectados por las perturbaciones a todos los niveles, sobre los niños de hogares en los que los factores de estrés preexistentes se han visto agravados por la crisis. La pandemia también ha hecho que los adolescentes y los jóvenes adultos vulnerables se vean expuestos a un mayor riesgo de desvinculación y abandono de la educación y la formación, en una región en la que el desempleo juvenil ya es elevado. Por último, el brote de COVID-19 ha planteado graves problemas a las personas mayores. Estas no solo se ven expuestas a un mayor riesgo de sufrir graves complicaciones de salud en caso de infección, sino que también se ven afectadas de forma desproporcionada por las medidas de confinamiento que limitan su acceso a la atención y el apoyo.

Los datos que se recogen en esta sección relativos a los jóvenes y las personas mayores resumen los resultados en relación con la población adulta de “mediana edad”. En general, el grupo de jóvenes comprende la población de entre 15 y 29 años (por lo que existe cierto solapamiento con los niños), mientras que el grupo de mediana edad abarca la población de entre 30 y 55 años, y la población de personas mayores quienes superan los 55 años. Sin embargo, el rango de edad exacto empleado difiere para cada uno de los indicadores en función de la información disponible. En el Statlink de cada gráfico se incluyen más detalles.

La infancia constituye un período crítico para factores determinantes que intervienen en el desarrollo individual y que seguirán condicionando el bienestar a lo largo de la vida. En este sentido, las experiencias de la infancia son importantes tanto para el bienestar que disfrutan los niños en la actualidad como para los recursos que ayudarán a mantener el bienestar social en el tiempo. En 2019, los niños de 0 a 14 años no alcanzaban la cuarta parte (24%) de la población de América Latina y el Caribe (Banco Mundial, 2020[68]). Existen numerosas investigaciones que ponen de relieve las relaciones entre el bienestar en la infancia y en la edad adulta, especialmente en lo que respecta a la influencia de las condiciones de la familia y las experiencias tempranas de los niños en los resultados académicos en etapas posteriores de la vida (OCDE, 2021[65]; OCDE, 2015[69]). Dado que los niños son miembros dependientes de la sociedad, en gran medida su bienestar está condicionado por el bienestar de sus familias y comunidades.

Crecer en la pobreza es perjudicial para el bienestar y el desarrollo de los niños, tanto a corto como a largo plazo en la edad adulta (Thévenon et al., 2018[70]). La pobreza en la infancia presenta algunas particularidades que incrementan la vulnerabilidad de los niños. A causa de la dependencia que tienen ellos de sus familias, la pobreza también puede ser acumulativa para los niños y los adolescentes, y la pobreza infantil presenta un importante componente intergeneracional. Existen abundantes datos contrastados relativos a que las personas que viven en condiciones precarias a una edad temprana tienen más probabilidades de experimentar la pobreza como adultos (Kendig, Mattingly and Bianchi, 2014[71]). Por último, los efectos de la pobreza en la infancia pueden ser irreversibles, como sucede con la malnutrición o la recuperación de discapacidades evitables (UNICEF/CEPAL, 2019[72]). Por lo general, en América Latina y el Caribe, cuanto más joven es el grupo de edad, mayor es la incidencia de pobreza (CEPAL, 2018[13]). En 2019, el 31% de los niños de 0 a 14 años vivía en la pobreza de ingresos absoluta en el grupo de países analizados, en comparación con el 17% de los de 25 a 54 años (Gráfico 5.10, panel A). Las tasas de pobreza extrema seguían un patrón similar, y afectaban al 9% de los niños de 0 a 14 años, en comparación con el 4% de la población de 25 a 54 años (Gráfico 5.10, panel B). Los resultados del grupo analizado son muy dispares, pero en general son acordes a los niveles nacionales que se describen en el Capítulo 2. Así pues, en México, la proporción de niños de 0 a 14 años que viven en la pobreza absoluta es prácticamente 9 veces mayor que en Uruguay (Gráfico 5.10, panel A).

Una de las principales consecuencias de la pobreza infantil es que empuja a los niños a trabajar (Thévenon et al., 2018[70]). Por lo general, los niños suelen trabajar porque sus propias condiciones materiales y las de sus familias dependen de ello, ya que el trabajo infantil forma parte del modo en que las familias —sobre todo las pobres— atenúan los impactos negativos en sus ingresos (Thévenon et al., 2018[70]). El trabajo infantil parece más sensible a los cambios en el ingreso familiar permanente y los salarios de los adultos que a las variaciones en los sueldos de los niños. Por si fuera poco, los niños son vulnerables por naturaleza, y los adultos podrían aprovecharse de esto. Las consecuencias del trabajo infantil afectan prácticamente a todas las dimensiones de la vida. Además de los impactos en su salud física y psicológica y su desarrollo social, los niños que trabajan suelen tener un acceso limitado a la escuela, menos seguridad y menos tiempo para el ocio y las interacciones con sus amigos y familia (Santana, Kiss and Andermann, 2019[73]).

Varios países latinoamericanos deben continuar avanzando para lograr la meta que establece el ODS 8.7 de erradicar el trabajo infantil en todas sus formas de aquí a 2025 (ONU-DESA, 2020[74]). Según los datos más recientes, en promedio, en el grupo analizado, el 5% de los niños de 10 a 14 años trabajan. En México, más de 1 de cada 10 niños de 10 a 14 años trabaja, dato que contrasta con 1 de cada 5.000 en Chile (Gráfico 5.11, panel A). En el grupo analizado, la incidencia del trabajo infantil remunerado es el doble de alto entre los niños (11%) que entre las niñas (Gráfico 5.11, panel B).20

El trabajo infantil es asimismo más común en las zonas rurales (10%) que en las zonas urbanas (3%) en el grupo analizado, y más de la mitad de todo el trabajo infantil (52%) se concentra en la agricultura (OIT, 2017[75]). El trabajo infantil se concentra en el quintil con menores ingresos en el grupo analizado (7%). No obstante, también está presente en los quintiles con ingresos más altos (3,7% en el quintil 4 y 2,8% en el quintil 5) del grupo analizado, lo que indica que la pobreza no es el único factor que lo determina (Gráfico 5.11, panel B). Por último, pese a que únicamente se dispone de datos para una selección limitada de países, el trabajo infantil presenta una incidencia mucho mayor en las comunidades indígenas en torno a los 15 años (Gráfico 5.11, paneles C y D). En Ecuador, Perú, Brasil y México, trabajan entre el 30,4% y el 43,5% de los niños indígenas de 14 a 17 años. Estas proporciones son muy superiores a las observadas entre los no indígenas.21

Aunque la salud infantil ha mejorado en numerosos aspectos, muchos niños de América Latina siguen siendo vulnerables y se enfrentan a graves riesgos —algunos específicos de su grupo de edad—. Iniciativas de desarrollo internacionales como los ODS han contribuido a la mejora de la salud infantil y al monitoreo del efecto de las medidas concretas en América Latina, (Arnesen et al., 2016[76]; Grove et al., 2015[77]), y en las dos últimas décadas la región ha avanzado en la reducción de la mortalidad infantil. Esto se refleja en un descenso no solo del número de niños que fallece antes de cumplir los 5 años (véase el Capítulo 3), sino también en el número de niños afectados por enfermedades diarreicas y neumonía (OPS, 2017[78]). Un componente fundamental del capital humano consiste en que las personas estén bien alimentadas a lo largo de su vida, pero muchos niños de América Latina no pueden acceder a una alimentación suficiente y nutritiva ni logran una dieta equilibrada que satisfaga sus necesidades para un desarrollo y un crecimiento óptimos, lo que en última instancia les permitirá tener una vida sana y activa (OCDE/Banco Mundial, 2020[79]). La malnutrición a una edad temprana acarrea consecuencias en otros ámbitos del bienestar, como los resultados académicos y cognitivos en etapas posteriores de la vida, lo cual condiciona el nivel socioeconómico de la persona a largo plazo (OCDE/Banco Mundial, 2020[79]). Como parte de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, la meta 2.2 de los ODS pretende poner fin a todas las formas de malnutrición de aquí a 2030 (ONU-DESA, 2020[74]).

Como se expone en el Capítulo 4, en los cinco países analizados para los que se disponía de datos (Argentina, Colombia, México, Perú y Paraguay), en promedio, 1 de cada 10 niños menores de 5 años sufre retraso del crecimiento (Gráfico 4.18, panel A), con porcentajes que van desde menos del 2% en Chile a casi el 13% en Colombia. En promedio, las tasas de retraso del crecimiento se han reducido casi a la mitad con respecto a 2000. La disminución más pronunciada se ha registrado en Paraguay y Perú (más de 10 puntos porcentuales) y la menos pronunciada en Argentina y Chile (1 punto porcentual o menos). En estos países las tasas de retraso del crecimiento ya se encontraban por debajo del promedio regional.

El sobrepeso y la obesidad son otra de las consecuencias de la malnutrición. El Capítulo 4 puso de relieve que, en promedio, en los países analizados casi el 60% de la población adulta presenta sobrepeso y el 25% es obesa, lo que supone un aumento respectivo del 50% y el 21% con relación a 2000. Si bien la prevalencia de sobrepeso suele aumentar con la edad, en la infancia es significativo en la región de ALC. Pese a que la proporción de niños menores de 5 años con sobrepeso varió muy poco entre 2000 y 2020 en los países analizados (del 7,8% al 8,8%), entre los niños de 5 a 19 años se produjo un aumento mucho mayor (Gráfico 5.12, panel A), ya que pasó del 22% en 2000 al 31% en 2016, un nivel que supera en 1,5 puntos porcentuales el promedio regional de ALC (29,5%) y en 3 puntos el promedio de la OCDE (29%).

Una cuarta parte de la población latinoamericana tiene edades comprendidas entre los 15 y los 29 años, y dos tercios de este grupo de edad (más de 100 millones de jóvenes) vive en hogares pobres o vulnerables (OCDE/CAF/CEPAL, 2016[80]). Además, la mayoría de los jóvenes, sobre todo de hogares que se encuentran en el segmento inferior de la distribución de los ingresos, tan solo tienen acceso a servicios de mala calidad y trabajos precarios, al tiempo que su ahorro es escaso y su movilidad social es limitada. Esta fuerte desconexión entre las expectativas y demandas de la sociedad, por un lado, y los resultados socioeconómicos reales, por otro, ha alimentado el descontento social y debilitado la confianza en las instituciones democráticas (OCDE/CAF/CEPAL, 2016[80]). En el Gráfico 5.13 se resumen algunas de estas disparidades intergeneracionales en el grupo de países analizados. Como ya se ha indicado, la categoría de los jóvenes se concentra en las personas de entre 15 y 29 años y la de mediana edad en los adultos de entre 30 y 55 años, aunque el rango de edad exacto es distinto para cada indicador (para obtener más información véase el Statlink correspondiente al Gráfico 5.13).

En los indicadores seleccionados de condiciones materiales (Gráfico 5.13, panel A), en promedio, en 2019 los jóvenes de los países analizados solo tenían la mitad de probabilidades de trabajar que los adultos de mediana edad (con una tasa de empleo del 39% para los jóvenes de 15 a 24 años, frente al 77% para los de 25 a 54 años). Aunque esto puede reflejar el hecho de que los más jóvenes tienen más probabilidades de dedicarse a la educación o a otras actividades, su tasa de desempleo es tres veces mayor (18,8%, frente al 6,1% del grupo comparativo), lo que sugiere que los jóvenes que buscan activamente empleo tienen más dificultades para acceder al mercado laboral que las personas de más edad. Los jóvenes también son más propensos a trabajar en el empleo informal que el grupo comparativo de mediana edad (con una tasa de empleo informal del 64% para los jóvenes de 15 a 24 años, frente al 48% para los de 25 a 54 años en 2019). La falta de oportunidades de empleo decentes es uno de los principales factores que afectan a la inclusión de los jóvenes en los países del grupo analizado y en el conjunto de la región, y existen estrechos vínculos entre el empleo informal, la pobreza y la exclusión social (OIT, 2015[81]). De hecho, es más probable que los jóvenes vivan en la pobreza absoluta y la pobreza extrema que los adultos de mediana edad. Sin embargo, los jóvenes tienen un 13% más de probabilidades de estar satisfechos con su nivel de vida que los adultos de mediana edad.

En lo que a calidad de vida se refiere, el panorama está más equilibrado. Dado que la salud se deteriora con la edad, los jóvenes tienen una salud mucho mejor que las personas de mediana edad en todos los países analizados. Por ejemplo, presentan la mitad de probabilidades de asegurar tener limitaciones de salud que les impiden desarrollar sus actividades habituales y un 73% menos de probabilidades de que su balance de emociones sea negativo (es decir, experimentar más emociones negativas que positivas en un día concreto), e indican mayores niveles de satisfacción con la vida, apoyo de la red social y satisfacción con la educación y los servicios sanitarios. Sin embargo, pese a que no existen diferencias entre los niveles de percepción de seguridad que declaran los jóvenes y las personas de mediana edad, los primeros tienen un 31% más de probabilidades de ser víctimas de homicidio, sobre todo los hombres jóvenes (véase más abajo). En los países analizados, los jóvenes también tienen un 17% más de probabilidades de suicidarse que las personas de mediana edad.

Por último, con respecto a los indicadores de capital social seleccionados, los jóvenes se muestran menos propensos a manifestar su opinión a un funcionario, a confiar en la policía, a considerar la evasión fiscal totalmente injustificada y a las labores de voluntariado. Sin embargo, es ligeramente más probable (8%) que confíen en su gobierno nacional. Por último, existen escasas diferencias claras entre los jóvenes y las personas de mediana edad en cuanto a la confianza en los demás, la percepción de corrupción, la percepción de desigualdad (la proporción de personas que piensan que la distribución de los ingresos es injusta) y el apoyo a la democracia sobre las demás formas de gobierno.

El homicidio es, con diferencia, la principal causa de muerte entre los jóvenes en América Latina, y los hombres jóvenes representan la gran mayoría tanto entre las víctimas como entre los autores (UNODC, 2019[82]). La tasa media de homicidios correspondiente a los jóvenes fue de 23 por 100.000 habitantes en 2017 en los países analizados, muy inferior al promedio regional de ALC (44 por 100.000) aunque sigue siendo 5 veces superior al promedio de la OCDE (4,3 por 100.000) (Gráfico 5.14, panel A). En los países analizados, los hombres jóvenes tienen 9 veces más probabilidades que las mujeres jóvenes de morir por homicidio, y la tasa de homicidios en los hombres jóvenes es de 42 por 100.000, en contraste con 4,5 por 100.000 en el caso de las mujeres jóvenes.

Los factores del aumento de la violencia, en especial la relacionada con la delincuencia organizada, en la región de ALC son complejos. No obstante, la pobreza suele aumentar la probabilidad de que los jóvenes se involucren en actividades delictivas con un mayor riesgo de violencia. Las organizaciones delictivas como las bandas proporcionan a los jóvenes latinoamericanos un sentido de identidad y pertenencia: cuando la pobreza es generalizada, las opciones de empleo son limitadas y el Estado está ausente, muchos jóvenes recurren a las bandas del barrio para adquirir poder, ingresos en efectivo, espacio y un sentimiento de pertenencia que no les da ninguna otra institución social (OCDE/CAF/CEPAL, 2016[80]; Escotto, 2015[83]; Soto and Trucco, 2015[84]).

La violencia suele producirse de forma desigual en los territorios de los países latinoamericanos, en los que se registran niveles elevados en las zonas urbanas desfavorecidas. Los barrios marginales y las barriadas de chabolas son a la vez violentos y pobres, un escenario que reproduce y agrava la exclusión social. Los jóvenes de estas zonas soportan la carga de la estigmatización por un modo de vida que se considera violento, por lo que es frecuente que se les niegue la dignidad y la solidaridad. Como consecuencia, muchos son marginados y acaban siendo explotados en prácticas delictivas dirigidas por adultos, en parte porque no pueden exigirse responsabilidades penales a los menores de 18 años (CEPAL, 2014[12]). Los jóvenes también pueden ser víctimas o autores de la violencia colectiva en entornos escolares o comunitarios, ya sea ejercida por grupos de jóvenes contra individuos concretos (jóvenes o no) o por autoridades o grupos de la vecindad contra individuos o grupos de jóvenes. En el ámbito juvenil han cobrado relevancia dos casos de este tipo: el enfrentamiento violento entre grupos de jóvenes, cuyas repercusiones sociales pueden ser graves —en el caso de las bandas, por ejemplo—; y el acoso escolar ejercido a través de las redes sociales —incluido el ciberacoso, del que las chicas son más propensas a ser víctimas— (UNESCO, 2017[85]; OCDE/CAF/CEPAL, 2016[80]).

América Latina está experimentando una profunda transformación demográfica. A medida que aumenta la esperanza de vida, también lo hace la proporción de personas mayores en la población, así como su edad. Comprender mejor sus necesidades y aprovechar su contribución activa a la sociedad se convierten en retos fundamentales (CEPAL, 2016[8]; Huenchan, 2013[86]). En el Gráfico 5.15 se recoge un resumen de los resultados de bienestar seleccionados correspondientes a la población mayor (en torno a los 55 y mayores), en comparación con la población de mediana edad (entre 29 y 54 años). En lo que se refiere a las condiciones materiales, las personas mayores son un 35% menos propensas a vivir en la pobreza extrema que los adultos de mediana edad y un 40% menos propensas a vivir en la pobreza absoluta. Sus ingresos son superiores a los de su grupo comparativo, con independencia de que trabajen en el sector formal (+21%) o informal (+5%). Sin embargo, no existen diferencias en la satisfacción con el nivel de vida entre los dos grupos, y las personas mayores tienen un 15% menos de probabilidades de trabajar más horas que el grupo comparativo de mediana edad, pero tienen muchas más probabilidades de ocupar un empleo informal, como se detalla más adelante.

No obstante, en lo que se refiere a calidad de vida, la mayoría de los indicadores muestran peores resultados para las personas mayores en los países analizados, con la excepción de la satisfacción con los servicios (salud y educación) y los homicidios. Las personas mayores son casi dos tercios más propensas que el grupo comparativo de mediana edad a indicar limitaciones físicas por motivos de salud, menos propensas a expresar su opinión a un funcionario, más propensas a experimentar más emociones negativas que positivas en un día concreto, menos propensas a sentirse seguras al caminar por su zona, menos propensas a tener a alguien con quien contar en caso de necesidad, más propensas a suicidarse e indican una satisfacción vital ligeramente menor (con una puntuación media de 5,8 en una escala de 11 puntos, frente a 6,1 del grupo comparativo de mediana edad). Estos resultados contrastan con la experiencia de los países de la OCDE, en los que, por lo general, las personas mayores registran unos mejores resultados que las personas del grupo de máximo rendimiento, en especial en lo que se refiere a satisfacción con la vida, lo cual tiene mucho que ver con los problemas de salud mental, los vínculos sociales y el apoyo de la red social [ (Gigantesco et al., 2019[87]; Costa and Ludermir, 2005[88]; Kawachi, 2001[89]).

A pesar de este panorama dispar, las personas mayores suelen confiar más en la capacidad de la acción colectiva para atender sus propias necesidades, así como los problemas sociales más amplios a los que se enfrenta América Latina. El grupo de mayor edad es un 25% más propenso a confiar en el gobierno, un 15% más propenso a confiar en la policía, un 9% menos propenso a pensar que el gobierno es corrupto, un 7% más propenso a las labores de voluntariado, un 6% más propenso a creer que la evasión fiscal no está justificada en ningún caso y un 4% menos propenso a creer que la distribución de los ingresos es injusta. Entre la población de personas mayores y de mediana edad no hay una diferencia clara respecto a la confianza en los demás y el apoyo a la democracia frente a otras formas de gobierno.

Como puede observarse en el Gráfico 5.15, las personas mayores tienen muchas más probabilidades de ocupar un trabajo informal que las de mediana edad. La proporción de personas mayores que desarrollan un empleo informal es especialmente alta en Perú, Paraguay y Colombia, en donde supera el 80% del empleo total entre las personas de 55 años o mayores (Gráfico 5.16). Pese a los avances de la última década en la formalización del empleo en toda América Latina, una importante proporción de personas mayores sigue sin tener cobertura de seguridad social (CEPAL, 2015[90]; CEPAL, 2015[91]), lo que contribuye a niveles más altos de vulnerabilidad y desigualdad. Por ejemplo, la pobreza en la vejez en Colombia es elevada, ya que los trabajadores de escasa cualificación dedican gran parte de su vida laboral al empleo informal y no cotizan para su pensión (OCDE, 2019[92]). En Brasil y Argentina, los trabajadores informales se retiran más tarde que otros por el mismo motivo, hasta que alcanzan la edad para beneficiarse de una pensión no contributiva (OCDE, 2019[93]; OCDE, 2018[94]).

Es probable que la transición demográfica en América Latina afecte a los sistemas de pensiones, haciendo peligrar su sostenibilidad. Este es el caso tanto de los planes de ahorro individual (debido al desequilibrio entre los años de cotización y los de percepción de las prestaciones) como de los regímenes de capitalización-distribución (debido a una mayor proporción de jubilados respecto a las personas en edad de trabajar). Estos dos procesos podrían dar lugar a medidas que promuevan la prolongación de la vida laboral (p. ej., retrasando la edad legal de jubilación) (CEPAL/OIT, 2018[95]). Por lo tanto, en un contexto en el que se están reduciendo los hogares multigeneracionales, puede que a muchas personas mayores no les quede más remedio que seguir trabajando hasta una edad de jubilación más avanzada para atender sus propias necesidades. Las personas mayores que llegan a esta etapa de la vida con menos protección son aquellas que sufrieron carencias en etapas anteriores (CEPAL, 2016[8]).

La escasa cobertura de las pensiones supone un importante reto político para la mayoría de los países de América Latina y el Caribe, tanto en lo que se refiere a la proporción de trabajadores que hacen aportaciones a planes de pensiones como a la proporción de personas mayores que perciben algún tipo de ingreso en concepto de pensión. El debate de las políticas públicas en la región se centra en los esfuerzos por reducir el déficit de cobertura mediante pensiones no contributivas (o “sociales”). Sin embargo, estas políticas pueden plantear importantes retos fiscales (OCDE/BID/Banco Mundial, 2014[96]). El tipo de empleo que tienen las personas es un factor clave que determina la cobertura de las pensiones en la región. Las frecuentes transiciones entre la formalidad, la informalidad y la inactividad generan importantes lagunas de cotización en los historiales profesionales de los trabajadores, que hacen peligrar la suficiencia de los ingresos futuros por jubilación. Prácticamente en todos los sistemas, un historial de cotización incompleto genera un derecho una pensión menor o incluso impide poder percibirla (OCDE/BID/Banco Mundial, 2014[96]). Por ello, una importante proporción de las personas mayores de América Latina deben recurrir a fuentes de ingresos distintas a las pensiones contributivas, entre las que se incluyen ingresos procedentes del trabajo informal (Gráfico 5.16) y las pensiones sociales.

En el Gráfico 5.17 se observan los enormes progresos logrados en la cobertura de las pensiones en los países analizados en las últimas dos décadas, con tasas de cobertura media que prácticamente se han duplicado, del 35% en 2000 al 67% en 2020. La mejora de México es especialmente admirable, ya que ha pasado de una cobertura de tan solo el 10% en 2000 a la cobertura universal en 2020. Sin embargo, las tasas de cobertura muestran sustanciales variaciones entre los países analizados —de tan solo el 11% en la República Dominicana en 2020 al 100% en México y Uruguay— y, en promedio, casi un tercio de la población que supera la edad legal para recibir una pensión y cumple los requisitos no la percibe.

La cobertura de pensiones de las mujeres suele ser menor que la de los hombres, y el valor también suele ser inferior. Esto agrava la desventaja socioeconómica a la que se enfrentan las mujeres mayores, y refleja las discriminaciones que sufren las mujeres en el mercado de trabajo y en otros ámbitos a lo largo de su vida laboral (CEPAL, 2018[97]). En el período 2014-2015, la cobertura de pensiones en los países analizados tan solo fue ligeramente mayor para las mujeres que para los hombres en Ecuador y Uruguay, y el valor de los ingresos en concepto de pensiones fue entre un 20% y un 42% inferior para las mujeres que para los hombres en la mayoría de los países analizados (la diferencia fue inferior al 20% únicamente en Argentina, Brasil y Colombia, y tan solo en la República Dominicana no se observó una diferencia sustancial entre hombres y mujeres) (CEPAL, 2018[97]).

La pandemia de COVID-19 podría tener efectos devastadores para el bienestar de los niños a corto, medio y largo plazo, con repercusiones a nivel físico, mental o socioeconómico, pese a haberse librado relativamente de los efectos directos de la mortalidad que provoca (UNICEF, 2021[98]; OCDE, 2020[99]). Desde el punto de vista epidemiológico los niños se han visto menos afectados, aunque en el momento de elaborar este informe todavía existe gran incertidumbre sobre cómo infecta y se propaga exactamente esta enfermedad entre ellos (Hobbs et al., 2020[100]). Cuando en el segundo semestre de 2020 América Latina se convirtió en el epicentro de los casos de COVID-19 (OPS, 2020[101]), millones de niños de la región vivían en hogares pobres con acceso nulo o escaso a la atención sanitaria, a la vez que habían dejado de recibir una educación y se veían expuestos a la violencia y el conflicto de forma continuada (UNICEF, 2020[102]).

Las tensiones especialmente intensas en la vida de los niños durante los prolongados períodos de confinamiento pueden tener repercusiones a medio y largo plazo. El cierre de las escuelas puede tener graves efectos sobre todo en las familias y los niños vulnerables, más allá del estrés soportado durante los confinamientos. Se estima que durante la primera ola de la pandemia, aproximadamente el 95% de los niños matriculados en el sistema educativo en América Latina no asistió a la escuela (UNICEF, 2020[103]). En primer lugar, el éxito de las medidas educativas provisionales aplicadas durante el cierre de las escuelas, como el aprendizaje a distancia, depende en gran medida de la calidad del entorno de aprendizaje en el hogar (OCDE, 2020[104]). En América Latina, esto provocó que las consecuencias para el aprendizaje de los niños fuesen especialmente graves, ya que algunos alumnos nunca regresarán a la escuela (UNICEF, 2020[102]). En segundo lugar, su cierre supuso la interrupción de varios servicios paralelos, como los comedores escolares, las enfermerías, el agua potable e incluso el apoyo psicosocial fuera de su hogar. Desde el comienzo de la pandemia, 80 millones de niños de la región de América Latina se han visto privados de comidas calientes (WFP, 2020[105]). Los niños con discapacidades también se han visto afectados de forma desproporcionada (CEPAL, 2020[106]), ya que es incluso más probable que vean desatendidas sus necesidades educativas especiales, al tiempo que se compromete la capacidad de los padres para satisfacer las nuevas exigencias de la educación en casa de otros hijos. Por lo tanto, la interrupción de los servicios educativos tiene graves consecuencias en el bienestar actual de los niños y puede dejar a decenas de ellos mal preparados para aspirar a un futuro mejor (OCDE, 2020[104]).

Las medidas impuestas por los confinamientos que se produjeron durante 2020 provocaron un aumento de las tensiones dentro del hogar, incertidumbre económica, aislamiento social y un estrés añadido para los cuidadores (UNICEF, 2020[107]; OCDE, 2020[99]). El 21% de los adolescentes de entre 13 y 17 años de América Latina aseguró tener más discusiones con sus padres y otros miembros de la familia durante la cuarentena, lo que aumentó el riesgo de violencia doméstica (UNICEF, 2020[108]). Los servicios de protección de la infancia ya eran relativamente escasos en América Latina tras una década de deterioro gradual (CEPAL, 2020[109]). Según investigaciones recientes, se calcula que el 55% de los niños de la región sufre agresiones físicas y el 48% sufre agresiones psicológicas (Cuartas et al., 2019[110]). Entre las posibles repercusiones para las víctimas se incluye un deterioro de las capacidades emocionales y cognitivas para toda la vida, además de un comportamiento antisocial o de alto riesgo (Cuartas et al., 2019[110]). La crisis de la pandemia también podría provocar el primer aumento del trabajo infantil en la región tras casi 20 años de avances (CEPAL, 2020[109]). Como se ha expuesto en el Capítulo 2, uno de los principales efectos del COVID-19 ha sido el incremento de los niveles de pobreza, que obliga a las familias vulnerables a hacer uso de todos sus recursos disponibles para aumentar el ingreso familiar y garantizar la supervivencia, lo que incluye enviar a los niños a trabajar.

La pandemia expone a los jóvenes de la región a mayores riesgos de desinterés y abandono de la educación y la formación, y puede incrementar el número global de quienes no estudian ni trabajan ni reciben formación (ninis). Si bien los motivos del desinterés y el abandono son complejos y evolucionan con el tiempo (Aarkrog et al., 2018[111]), la crisis por COVID-19 puede tener un potente efecto multiplicador a través de varios vectores. Entre estos se incluyen las interrupciones de la educación y la formación que provocan un descenso del rendimiento y la pérdida de motivación, la pérdida de conexiones con adultos que proporcionan apoyo y las interacciones positivas entre iguales, así como los incrementos de la pobreza en los hogares y un mayor estrés en el hogar (OCDE, 2020[104]). Por otra parte, los componentes de aprendizaje práctico o en el lugar de trabajo que conlleva la formación profesional se adaptan en menor medida al aprendizaje a distancia. Puede que muchos jóvenes hayan sido los primeros en perder sus empleos en 2020 —en especial los que trabajan en la economía informal y en sectores como el turismo, el comercio no electrónico, el transporte y otros servicios en los que el teletrabajo no es una opción— (OIT, 2020[112]). Estos períodos prolongados de inactividad o desempleo pueden provocar un mayor desánimo y exclusión.

El impacto sin precedentes del COVID-19 en la región podría tener efectos a largo plazo sobre el desempleo juvenil. Como muestra el Gráfico 5.9, las oportunidades laborales para los jóvenes del grupo analizado ya eran escasas antes de la llegada de la crisis, especialmente en el caso de las mujeres jóvenes (cuya tasa de desempleo en 2020, del 22%, supera en casi 7 puntos porcentuales la de los hombres), y cuya proporción de ninis, del 29%, es el doble. De manera conjunta, estos elementos esbozan un panorama sombrío para el bienestar de los jóvenes de América Latina, caracterizado por un peligroso patrón de carencias en sus aspiraciones que se retroalimentan.

El brote del COVID-19 plantea importantes problemas para las personas mayores. En primer lugar, estas (en especial los hombres) presentan mayores riesgos de desarrollar graves complicaciones en caso de infección. En segundo lugar, la evolución de la enfermedad en la vejez tiene un mayor potencial de deteriorar de forma significativa el estado de salud general. En tercer lugar, las medidas de confinamiento más rigurosas suelen afectar de forma desproporcionada a las personas mayores, ya que alteran considerablemente su vida cotidiana y limitan su independencia. Estas dificultades serán incluso mayores para las personas con problemas de salud, que viven solas o que requieren atención de larga duración, así como las que cuidan de un miembro de la familia (OCDE, 2020[104]).

La pandemia tendrá importantes repercusiones en las relaciones sociales de las personas mayores. Limitar su exposición al COVID-19 requiere que se autoaíslen y dependan de sus redes de apoyo y de los servicios locales para atender sus necesidades, como hacer la compra y las comidas preparadas. En momentos de necesidad, las personas mayores tienden más que las de mediana edad a indicar que no cuentan con un familiar o amigo al que recurrir. Además, muchas personas mayores viven solas. Por ejemplo, en Argentina y Uruguay prácticamente una tercera parte de la población de 80 años o mayor vive sola (34% y 32%, respectivamente) (BID, 2017[113]). Por otra parte, los cambios que han experimentado las estructuras familiares y la participación cada vez mayor de las mujeres en el mercado laboral en las últimas décadas en América Latina han menguado la capacidad de las familias para atender a las personas con dependencias.

Además, el COVID-19 está alterando la atención sanitaria regular de muchas personas mayores con problemas de salud crónicos, pese a que en muchos países se permitía cuidar de estas personas y de los familiares enfermos durante el confinamiento. Esta enfermedad plantea especiales riesgos para las personas mayores residentes en instalaciones de atención de larga duración, en cuanto a mayor mortalidad y menor bienestar subjetivo (OCDE, 2020[104]). Una importante proporción de las personas mayores de América Latina depende de cuidados (el 12% de los mayores de 60 años y el 27% de los mayores de 80 años), y de aquí a 2050 más de 27 millones de personas mayores de 60 años podrían necesitar atención de larga duración (Cafagna et al., 2019[114]). Además, el entorno de vida en común que se da en estos centros de cuidados de larga duración y la vulnerabilidad de sus residentes favorecen la rápida propagación del virus de la gripe y otros patógenos respiratorios (OCDE, 2019[115]; Lansbury, Brown and Nguyen-Van-Tam, 2017[116]). A fin de proteger a sus residentes, en algunos centros de atención de larga duración se prohibieron las visitas. Sin embargo, la ausencia de contacto con la familia tiene efectos perjudiciales en el bienestar psicológico, sobre todo en caso de un brote prolongado (OCDE, 2020[104]).

Cuantificar el bienestar de los niños resulta complicado, ya que por lo general no suelen ser el objetivo principal de los instrumentos comunes de recopilación de datos, como las encuestas a los hogares, salvo que hayan sido específicamente diseñadas con este fin. Por consiguiente, hay muy pocos datos desglosados por edad referidos a la población infantil menor de 15 años. También existe escasa información sobre los problemas específicos de la infancia, como el acceso a los programas de educación inicial y en la primera infancia, los resultados del aprendizaje y las competencias cognitivas, el bienestar social y emocional, la malnutrición y otros aspectos del estado de salud, así como la violencia contra los niños (tanto en el hogar como en las escuelas). Medir el bienestar de los niños conlleva dificultades y consideraciones adicionales en comparación con otros grupos de población, como tener en cuenta las importantes consecuencias del desarrollo infantil en los resultados posteriores de la vida, y la estrecha relación entre el bienestar de los niños y las oportunidades y los recursos de sus familias, escuelas y comunidades. Esto constituye una inquietud en el contexto de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, ya que para lograr las metas de los ODS relativos a la infancia (p. ej., erradicar la pobreza infantil [meta 1.2] o acabar con la violencia contra los niños [meta 16.2]), los países deberán disponer de datos exactos, oportunos y desglosados.

Además, incluso en los casos en los que los niños están incluidos en las encuestas a los hogares, puede que estas no midan su situación en las posiciones más marginales, como los niños con discapacidades, los que sufren malos tratos y los que viven fuera del hogar. Por ello, las encuestas no son plenamente representativas de todos los niños, y disponer de encuestas más concretas podría contribuir a proporcionar una imagen más nítida. Los países del grupo analizado han avanzado en este sentido y, países como Chile, Costa Rica, México y Perú han desarrollado herramientas concretas de elaboración de encuestas que permiten medir la discapacidad infantil (INEC, 2018[117]; INSP, 2016[118]; SENADIS, 2015[119]; INEI, 2014[120]). Los datos administrativos pueden aportar información importante sobre la situación de los niños acogidos en instituciones y la prestación de servicios de protección de la infancia. Por último, los expertos otorgan un valor cada vez mayor a saber qué piensan y opinan los niños sobre aspectos de su propia vida. Pese a que la recopilación de datos reportados por los propios niños plantea algunas dificultades, sobre todo a una edad temprana, se han establecido técnicas para este fin22 y, como sucede con los adultos, las medidas subjetivas pueden servir de valioso complemento (y no como sustituto) de otras medidas de bienestar de los niños (OCDE, 2021[65]).

El programa de la Encuesta de Indicadores Múltiples (MICS) por Conglomerados, promovido por UNICEF, cuyo objetivo es apoyar a los gobiernos en la elaboración de encuestas centradas en la infancia mediante asistencia técnica, apoyo material y metodologías estandarizadas, constituye una importante iniciativa de medición. Hasta la fecha se han completado 34 MICS en 18 países de la región (UNICEF, 2021[121]). Algunos ejemplos de los temas tratados en las encuestas incluyen el acceso a la educación; las experiencias de trabajo infantil; la disciplina infantil; el acceso al agua, el saneamiento y las instalaciones para el lavado de manos; y la exposición a insecticidas.

Una tercera parte de las metas de los ODS se refieren a los jóvenes, ya sea de forma implícita o explícita, y se centran especialmente en el empoderamiento, la participación y el bienestar. Las metas específicas para los jóvenes (incluidas en los objetivos relativos al hambre, la educación, la igualdad de género, el trabajo decente, la desigualdad y el cambio climático) requieren mejor información sobre las desigualdades en un contexto intergeneracional. El actual alcance limitado del análisis pone de relieve la importancia de desarrollar de forma adicional estudios longitudinales, por ejemplo, que incluyen aquellos que hacen un seguimiento de las personas desde su nacimiento. Una opción importante (y mucho menos costosa) consiste en incluir preguntas retrospectivas sobre las condiciones de los padres (y sobre los resultados de bienestar de los encuestados en etapas anteriores de su vida) en encuestas transversales: pese a que son exigentes desde el punto de vista cognitivo y presentan sesgos de memoria, estas preguntas pueden mejorar de forma significativa las investigaciones y el diseño de las políticas públicas (OCDE, 2017[6]).

Este estudio relativo a la salud de los jóvenes presenta carencias de medición específicas. Por ejemplo, en la región existe un número relativamente escaso de estudios epidemiológicos sobre la salud mental de los jóvenes, y los que hay resultan difíciles de comparar, debido a diferencias en los instrumentos de medición, el rango de edad objeto de estudio y los períodos comprendidos (CEPAL, 2014[12]).

Esta falta de datos comparables también resulta problemática para abordar dificultades que no se han mencionado en esta sección, como el alcohol y el abuso de sustancias. Las encuestas nacionales sobre juventud pueden incluir este aspecto de forma pormenorizada, aunque debido a las diferencias metodológicas no es posible compararlas. En este sentido, estudios internacionales como la Encuesta Mundial de Salud a Escolares (GSHS), elaborada por la OMS, cobran especial relevancia para arrojar luz sobre las tendencias regionales, aunque no contemplan a los adolescentes que no acuden a la escuela —y entre los que suele ser frecuente el abuso de sustancias—.

Por último, con relación a la identidad sexual y de género, la escasez de datos disponibles sobre los adolescentes y jóvenes LGBT (lesbianas, gais, bisexuales y transgénero) contrasta con su desproporcionada vulnerabilidad y exposición al riesgo (CDC, 2020[122]; Coker, Austin and Schuster, 2010[123]). Según los datos de la encuesta nacional sobre comportamientos de riesgo entre los jóvenes (YRBS) de 2015, los alumnos lesbianas, gais y bisexuales (LGB) de los Estados Unidos eran un 140% más propensos (12% frente al 5%) de no acudir a la escuela al menos un día durante los 30 días anteriores a la encuesta por motivos de seguridad, en comparación con los estudiantes heterosexuales (Kann et al., 2016[124]). Los jóvenes LGBT también se vieron expuestos a un mayor riesgo de depresión, suicidio, consumo de sustancias y prácticas sexuales de riesgo. Prácticamente una tercera parte (29%) de los jóvenes LGB habían intentado suicidarse al menos en una ocasión en el año anterior, frente al 6% de los jóvenes heterosexuales (Kann et al., 2016[124]).

Dado que la región de ALC se enfrenta a una transición demográfica caracterizada por el envejecimiento de la población, cada vez será más necesario monitorear y comprender aspectos de particular importancia para el bienestar de las personas mayores. Este hecho es reconocido en la región desde hace tiempo, y ya en 2006, tras crearse el Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento de 2002, la CEPAL elaboró un Manual sobre indicadores de calidad de vida en la vejez (CEPAL, 2006[125]). Este manual trata sobre la medición de una serie de temas incluidos en el marco de bienestar, entre ellos la seguridad económica (participación en la fuerza de trabajo, protección social, pobreza) salud y bienestar (estado de salud, riesgos del estilo de vida) y el entorno social (apoyo de la red social, participación social, violencia y maltrato a las personas mayores). Sin embargo, actualmente existe una serie de lagunas de datos para elaborar estadísticas periódicas y armonizadas sobre el bienestar de las personas mayores.

En lo que a la salud de las personas mayores se refiere, la información disponible sobre las enfermedades crónicas, la capacidad funcional, la propia percepción del estado de salud, la depresión, los hábitos de vida, los gastos directos, las cirugías y el consumo de medicamentos o el uso de ayudas técnicas es relativamente escasa (NASEM, 2015[126]). Pese a que la proporción de personas con discapacidades suele aumentar con la edad, son muy pocas las oficinas de estadística que elaboran estadísticas comparativas en este campo (CEPAL/OIT, 2018[95]). No existen datos comparables sobre la proporción de personas que reciben atención de larga duración.

Las encuestas sobre el uso del tiempo podrían ser una herramienta útil para mejorar la evaluación de los servicios de atención que reciben y solicitan las personas mayores de América Latina. Otras encuestas más específicas sobre la población de 60 años o mayor deberían ser prioritarias para los países de la región, a fin de hacer un seguimiento del rápido envejecimiento de la población y comprender mejor las causalidades en los distintos ámbitos al final del ciclo de vida.

La región de América Latina y el Caribe se caracteriza por una elevada concentración espacial de la población y la actividad económica, ya que el 80% de la población vive en zonas urbanas (55% en ciudades y 25% en pueblos) (PNUD, 2020[127]; OCDE/Comisión Europea, 2020[128]), lo que constituye la mayor proporción entre las regiones del mundo y muy superior a la media mundial del 56%. Las grandes desigualdades en las condiciones de vida también caracterizan a los distintos lugares de un país (CEPAL, 2020[129]). En el Gráfico 5.18 se recogen las ratios de desempeño de determinados resultados de bienestar y recursos para el bienestar futuro de las personas que viven en zonas rurales comparadas con las que viven en zonas urbanas, en promedio, en los 11 países de ALC analizados. A fin de facilitar su comprensión, todos los indicadores se codifican en el mismo sentido, de forma que las ratios más elevadas siempre se correspondan con un mejor desempeño de las personas que viven en zonas rurales.

Aunque la satisfacción con el nivel de vida y el empleo no presentan grandes diferencias, en promedio, entre las zonas rurales y urbanas de los países analizados (Gráfico 5.18, panel A), el empleo informal es aproximadamente un tercio más alto en las zonas rurales que en las urbanas, mientras que los ingresos mensuales rurales en el sector formal son aproximadamente un tercio más bajos que en las zonas urbanas. Las personas que viven en zonas rurales tienen dos tercios más de probabilidades de vivir en la pobreza que los de las zonas urbanas (con tasas de pobreza rural del 29% frente a las tasas de pobreza urbana del 17,4%), y más del triple de probabilidades de vivir en la pobreza extrema (con tasas respectivas de pobreza extrema rural y urbana del 11,2% y el 3,6%). Los habitantes de las zonas rurales también tienen más probabilidades de que su vivienda presente unas condiciones deficientes: tienen tres veces más probabilidades de vivir en viviendas construidas con materiales de baja calidad y más de un tercio de probabilidades de vivir en condiciones de hacinamiento, en comparación con los de las zonas urbanas.23 La disponibilidad de infraestructuras también es más limitada en las zonas rurales; algo menos del 70% de la población tiene acceso a servicios de agua y saneamiento, frente a una cobertura casi universal en las zonas urbanas, y menos de un tercio de los hogares de las zonas rurales tiene acceso a Internet, frente a más de la mitad en las zonas urbanas (56%).

Por otra parte, los habitantes de las zonas rurales tienen menos probabilidades de estar desempleados (en 2019, el 5% de la población rural estaba desempleada, frente al 8% de los habitantes urbanos), pero los ingresos informales son prácticamente un tercio menores que en las zonas urbanas. La desigualdad en los ingresos también es menor en las zonas rurales, tanto si se tiene en cuenta el coeficiente de Gini como la diferencia entre la proporción de ingresos entre el 20% de la población más pudiente y el menos pudiente.

En cuanto a la calidad de vida (Gráfico 5.18, panel B), las personas que viven en zonas rurales se sienten más seguras y su compromiso cívico es mayor. Tienen un 55% más de probabilidades de asegurar sentirse seguras al caminar a solas de noche por la zona en la que viven y un 8% más de probabilidades de manifestar su opinión a un funcionario que las personas de las zonas urbanas de los países analizados. Las personas que viven en zonas rurales también son un 13% más propensas a estar satisfechas con el sistema educativo, lo que posiblemente refleja su menor logro educativo, una menor conciencia sobre las limitaciones del sistema educativo y un menor nivel de exigencia a la hora de evaluarlo (Cárdenas et al., 2008[130]). Por otro lado, las personas que viven en zonas rurales presentan una mayor tendencia a notificar los problemas de salud que les impiden hacer lo que hacen normalmente las personas de su edad, lo cual refleja una mayor pobreza e informalidad y una disponibilidad y acceso limitados a la asistencia sanitaria, que puede desanimar a las personas a buscar tratamiento. Los habitantes de las zonas rurales también son ligeramente menos propensos a declarar estar satisfechos con la disponibilidad de una atención sanitaria de calidad. Además, los habitantes de las zonas rurales son ligeramente más propensos a manifestar más emociones negativas que positivas en un día concreto (balance negativo de afecto) y a manifestar una satisfacción con la vida ligeramente menor que los habitantes de las zonas urbanas.

Por lo general, el capital social es mayor en las zonas rurales (Gráfico 5.18, panel C): en todos los países analizados, los habitantes de estas zonas tienen casi un 20% más de probabilidades de haber ofrecido su tiempo como voluntarios que los de las zonas urbanas, un 20% más de probabilidades de confiar en el gobierno nacional, un 4% menos de probabilidades de creer que el gobierno es corrupto y un 18% más de probabilidades de confiar en la policía. Por otra parte, el capital humano es menor en las zonas rurales que en las urbanas (Gráfico 5.18, panel C): la proporción de jóvenes adultos (de 20 a 24 años) que han completado el segundo ciclo de educación secundaria es un 25% menor en las zonas rurales, mientras que la proporción de jóvenes (de 15 a 24 años) que no estudian ni trabajan ni reciben formación (ninis) es un 16% mayor.

Por lo general la pobreza absoluta y la extrema son mayores en las zonas rurales (Gráfico 5.19). Las proporciones de personas que viven en hogares con ingresos insuficientes para adquirir una canasta básica de alimentos (definición de la CEPAL de pobreza extrema), así como otros bienes y servicios necesarios (definición de la CEPAL de pobreza absoluta) son, en promedio, respectivamente 8 y 11 puntos porcentuales mayores en las zonas rurales de los países analizados. Según estas definiciones, la pobreza extrema y la pobreza absoluta más altas se registran en Colombia y México (por encima del 20% en el caso de la pobreza extrema y del 45% en el de la absoluta). Las mayores diferencias entre las zonas rurales y urbanas se observan en Paraguay y Perú (donde las proporciones de personas que viven en la pobreza extrema y absoluta en las zonas rurales son más de cuatro veces y más de dos veces mayores que en las zonas urbanas, respectivamente). Las menores se observan en Chile (con diferencias limitadas a 0,2 y 0,4 puntos porcentuales) y Uruguay (donde hay más personas que viven en la pobreza en las zonas urbanas que en las rurales).

Si se observa la distribución de los ingresos entre la población (Gráfico 5.20), la desigualdad en los ingresos es mayor en las zonas urbanas que en las rurales, salvo en Paraguay (donde es mayor en las zonas rurales) y en Perú (donde casi no hay diferencia entre ambas). Las dos medidas de desigualdad en los ingresos presentadas (el coeficiente de Gini, que se centra en la parte media de la distribución de los ingresos, representado en el panel A; y la ratio de ingresos S80/S20, que informa sobre la diferencia entre los ingresos del 20% más pudiente y el 20% menos pudiente, representado en el panel B) transmiten, con contadas excepciones, una imagen coherente.

La cobertura de infraestructuras es más limitada en las zonas rurales, en las que algo menos del 70% de la población tiene acceso a agua y saneamiento, mientras que esta es prácticamente total en las zonas urbanas. La cobertura más baja se registra en las zonas rurales (inferior al 40%, Gráfico 5.21) de Brasil (tanto agua como saneamiento), México (únicamente saneamiento) y Uruguay (únicamente agua), y la más alta (casi del 90% y superior) en Costa Rica (tanto agua como saneamiento), Paraguay (agua únicamente) y Uruguay (saneamiento únicamente).

Las diferencias en el acceso a Internet en los países analizados también son grandes: tan solo el 27% de los hogares de zonas rurales tienen acceso a Internet, pero prácticamente la mitad de los de zonas urbanas (Gráfico 5.22). El acceso a Internet en los hogares rurales va de menos del 10% en Paraguay y Perú a aproximadamente la mitad en Chile, Costa Rica y Uruguay. Estos países también registran un mayor acceso en las zonas rurales.

La marcada concentración espacial y la elevada densidad de población en América Latina, así como las grandes desigualdades territoriales, constituyen factores de alto riesgo que aceleran la propagación del COVID-19, en especial en los segmentos de población expuestos a importantes vulnerabilidades y carencias materiales (CEPAL, 2020[129]). Las personas expuestas a un mayor riesgo epidemiológico, así como las más vulnerables a los efectos socioeconómicos de la pandemia, son aquellas que viven en condiciones de hacinamiento, con acceso limitado al agua o el saneamiento —en especial las que viven en barrios marginales o asentamientos informales de zonas urbanas que, además, suelen tener problemas de salud preexistentes—. En su mayoría son trabajadores informales, con escasos o limitados recursos, sin seguridad social y a menudo sin acceso a Internet. Las disfunciones familiares son frecuentes entre los pobres de las zonas urbanas. Con las medidas de confinamiento, estas pueden derivar en violencia doméstica y maltrato infantil. Muchas de estas condiciones se aplican también a las personas pobres que viven en zonas rurales (Lustig and Tommasi, 2020[131]). Quedarse en casa en estas condiciones es poco saludable, inseguro y muy complicado para las personas que no pueden teletrabajar y necesitan salir para ganarse la vida. Los efectos económicos y sociales serán mayores en las vecindades desfavorecidas de las grandes zonas urbanas, y agravarán los problemas ya existentes (CEPAL, 2020[129]).

En general, el acceso al agua y a medios para el lavado de manos, así como al saneamiento, son esenciales para contener la propagación del COVID-19. El acceso a Internet y a los servicios digitales se ha vuelto necesario para continuar desarrollando las actividades habituales (educación y trabajo, cuando es posible), para acceder a la atención sanitaria y, de forma más general, para vivir (mantener las relaciones sociales, para el ocio, etc.). Por tanto, las tecnologías de la información resultarán cruciales para limitar las consecuencias de futuras crisis de este tipo.24

No siempre se dispone de datos armonizados sobre el bienestar por zonas urbanas y rurales, y en algunos ámbitos del bienestar son muy limitados (p. ej., el estado de salud, los conocimientos y competencias, el compromiso cívico y el empoderamiento, y el capital humano). Si se analizan los indicadores individuales de esta sección, existe un amplio margen de mejora. Por ejemplo, podría precisarse mejor el indicador que mide el hacinamiento, definido como la proporción de hogares con más de dos personas por dormitorio, ya que los dormitorios pueden presentar distintos tamaños y ser mayores en las zonas rurales. Además, este indicador no tiene en cuenta los barrios marginales urbanos ni los asentamientos informales. Una medida más precisa podría considerar los metros cuadrados disponibles por persona de la vivienda. Sin embargo, esta información no está disponible de forma generalizada en los países latinoamericanos ni, en general, en el conjunto de los países de la OCDE.

Como se recoge en esta sección, la geografía es importante a efectos del bienestar, y la clasificación binomial entre urbano y rural puede ocultar una realidad más matizada: las zonas urbanas difieren entre sí, ya que las ciudades presentan distintos tamaños, mientras que las zonas rurales pueden mostrar características y geografías diferentes (desde comunidades bien atendidas próximas a zonas urbanas, hasta lugares remotos y poco poblados con acceso limitado a los servicios básicos). La recopilación de indicadores armonizados para las ciudades y las zonas urbanas y rurales requiere definiciones armonizadas para delimitar estas zonas. Las definiciones nacionales muestran notables variaciones de un país a otro, lo que limita la comparabilidad internacional. El 51.º período de sesiones de la Comisión de Estadística de las Naciones Unidas aprobó un nuevo método, denominado “grado de urbanización”, como recomendado a efectos de establecer comparaciones internacionales. El grado de urbanización categoriza todo el territorio nacional de un país con arreglo a tres clases: 1) ciudades, 2) localidades o pueblos y zonas de densidad intermedia, y 3) zonas rurales. El grado de urbanización tiene dos extensiones: la primera identifica las ciudades, los pueblos, las zonas suburbanas o periurbanas, las aldeas, las zonas rurales dispersas y las zonas mayoritariamente deshabitadas; la segunda añade una zona de desplazamientos en torno a cada una de las ciudades a fin de crear un área urbana funcional o zona metropolitana (Comisión Europea et al., 2020[132]).

Otro importante nivel espacial para comprender las desigualdades en América Latina y el Caribe es la región. Las regiones adoptan distintas formas y tamaños en función de cada país (p. ej., noreste de Brasil, suroeste de México y Norte Grande en Argentina), y presentan identidades socioculturales específicas y problemas comunes.25 Los datos comparables de bienestar a nivel regional son muy limitados en América Latina (Recuadro 5.3). Disponer de una escala regional favorecería un enfoque más integral de los diversos aspectos socioespaciales y geográficos del desarrollo y de las interacciones entre ellos, como las dinámicas urbanas y periurbanas, el desarrollo rural, las cuencas fluviales, la gestión y la gobernanza de los recursos naturales, la conversión de energía limpia y las infraestructuras de conectividad. A nivel regional, pueden identificarse mejor las realidades de las distintas zonas y las diferencias entre ellas, las inversiones pueden enfocarse mejor y los asentamientos humanos pueden reconocerse mejor y gestionarse de forma sostenible como parte de los ecosistemas (CEPAL, 2020[129]). Sin embargo, para medir los resultados de bienestar a nivel de las diferentes regiones sería necesario contar con tamaños de muestra mayores que los actualmente disponibles en la región de ALC, o movilizar los registros administrativos. La OCDE también ha estado trabajando en el desarrollo de tipologías de clasificación de las regiones, por ejemplo, en función de la accesibilidad de una región a las áreas metropolitanas (Fadic et al., 2019[133]).

Por último, si bien (como se ha demostrado en este capítulo) las zonas rurales tienden a sufrir más carencias en el acceso a los servicios básicos (como el agua, el saneamiento o la electricidad), estos indicadores captan manifestaciones muy extremas de las carencias, que puede que no sean las medidas más significativas para países relativamente más desarrollados y para las zonas urbanas. Para medir las carencias relativas de las zonas urbanas puede que sean necesarios umbrales distintos (como, por ejemplo, el número de horas al día en que está disponible el servicio en cuestión, o la calidad del agua) (Santos, 2019[134]). También resultaría muy relevante contar con información mejor y más comparable sobre el acceso a los servicios de recuperación de residuos y de transporte público, además de su frecuencia.

En América Latina, el concepto de origen étnico se refiere habitualmente a las personas indígenas y el concepto de raza se emplea sobre todo con los afrodescendientes (CEPAL, 2016[8]). En el conjunto de la región de ALC, aproximadamente el 10% de la población se autoidentifica como indígena y el 21% como afrodescendiente (Gráfico 5.23). En los 11 países analizados, las proporciones son algo menores, aunque siguen siendo sustanciales, ya que aproximadamente el 8% se identifica como indígena y una proporción similar como afrodescendiente. El tamaño de estos grupos varía considerablemente entre países (Gráfico 5.23): el 26% de la población de Perú y el 21,5% de la población de México se autodefine como indígena, frente al 0,5% de Brasil; por otra parte, más de la mitad de la población brasileña (50,9%) se identifica como afrodescendiente, frente a menos del 0,5% en Argentina, Chile y Paraguay. Aparte de estas diferencias de tamaño, estos grupos también presentan una importante diversidad social y lingüística tanto dentro de los países como entre ellos. Se calcula que en toda la región de ALC existen 800 pueblos indígenas distintos (CEPAL et al., 2020[136]), y, a pesar de que la población afrodescendiente de la región tiene un pasado común arraigado en la esclavitud, en la actualidad muestra una gran variedad cultural, socioeconómica y racial, tanto dentro de los países como entre ellos (Banco Mundial, 2018[137]).

No obstante, tanto las poblaciones indígenas como las afrodescendientes de la región se enfrentan a algunos problemas comunes en lo que a exclusión, carencias y discriminación se refiere. El Gráfico 5.10 muestra que en prácticamente todos los indicadores disponibles correspondientes a condiciones materiales, calidad de vida y capital social y humano, las personas indígenas suelen obtener menores resultados de bienestar que las no indígenas, y los afrodescendientes suelen registrar resultados de bienestar más bajos que los no afrodescendientes.26

Si se analizan los indicadores disponibles de condiciones materiales (Gráfico 5.24, panel A), las personas indígenas tienen el doble de probabilidades de vivir en la pobreza absoluta y más de tres veces de vivir en la pobreza extrema que las personas no indígenas. Sus ingresos por hora también son menores. Las personas afrodescendientes tienen el doble de probabilidades de vivir en la pobreza y más del doble de probabilidades de vivir en la pobreza extrema que las no afrodescendientes. Tanto las personas indígenas como las afrodescendientes tienen menos probabilidades de pensar que sus ingresos son suficientes para cubrir sus necesidades o de tener más miedo a perder su empleo que sus respectivos grupos comparativos. No obstante, el panorama es más dispar si se analizan el empleo y el desempleo. No existen diferencias sustanciales en las tasas de empleo de las personas indígenas y afrodescendientes con respecto al grupo comparativo; y, si bien las afrodescendientes tienen más probabilidades de estar desempleadas que las no afrodescendientes (con tasas de desempleo del 9,8% y el 7,1%, respectivamente), las personas indígenas tienen un 13% menos de probabilidades de estar desempleadas que su grupo comparativo. Estos resultados “positivos” del mercado laboral relativos al empleo y el desempleo de los indígenas y el empleo de los afrodescendientes deben interpretarse con cautela, ya que enmascaran el hecho de que el tipo de empleos disponibles para los trabajadores de ambos grupos suele ser de escasa calidad. A nivel mundial, las personas indígenas tienen más probabilidades de trabajar en empleos informales que las no indígenas, y la brecha es aún mayor en América Latina, donde, en promedio, la tasa de informalidad es del 87% para los trabajadores indígenas en comparación con el 51% de los no indígenas (CEPAL/FILAC, 2020[138]). Los trabajadores afrodescendientes tienen más probabilidades de trabajar en el sector informal que los no afrodescendientes en la mayoría de los países analizados de los que hay datos disponibles (Banco Mundial, 2018[137]), aunque las diferencias son menores que en el caso de los trabajadores indígenas.27 Los empleos informales implican una mayor vulnerabilidad, como el empleo en la agricultura intensiva, que ha provocado un incremento del número de trabajadores indígenas rurales que abandonan sus comunidades para trabajar de forma precaria en condiciones de vida degradadas (CEPAL/FILAC, 2020[138]). Una de las principales características del trabajo informal es la falta de protección social, incluida la cobertura de las pensiones, que se analiza más detenidamente en esta sección. Por último, las personas indígenas tienen más del doble de probabilidades de vivir en condiciones de hacinamiento.28

En lo referente a los indicadores de calidad de vida disponibles (Gráfico 5.24, panel B), los indígenas y los afrodescendientes suelen obtener peores resultados en los ámbitos relacionados con la salud y la educación. La mortalidad de lactantes es mayor tanto en el caso de los afrodescendientes como de los indígenas que para el grupo comparativo, y la mortalidad materna es más de 2,5 veces superior para la población afrodescendiente que para la no afrodescendiente. Los jóvenes de ambos grupos tienen menos probabilidades de completar la educación secundaria y de acceder a la educación terciaria que su grupo comparativo. Por otra parte, el analfabetismo es prácticamente tres veces mayor entre las personas indígenas que entre las no indígenas, y la media de años de escolarización también es más baja.

Sin embargo, las diferencias en otros indicadores de calidad de vida seleccionados son menores o más ambiguas. Ambos grupos declaran niveles de satisfacción con la vida ligeramente inferiores y tasas de victimización ligeramente superiores. Sin embargo, ambos grupos muestran un temor ligeramente menor a la delincuencia y una percepción ligeramente menor de captura del Estado por parte de las élites (la creencia de que su país está gobernado por los poderosos en su propio beneficio) que sus grupos comparativos. Mientras que los afrodescendientes mostraron una tendencia ligeramente menor a votar en las últimas elecciones en comparación con los no afrodescendientes, las personas indígenas registraron una probabilidad marginalmente mayor de haber votado que las no indígenas. En ocasiones, estos resultados son poco lógicos y ponen de relieve la necesidad de disponer de mejores datos y de investigar más sobre estas cuestiones. Por ejemplo, el temor ligeramente menor a la delincuencia va en contra de lo que se conoce sobre la mayor exposición a la violencia paramilitar y por parte del que padecen los pueblos indígenas, lo que indica que podría no ser la mejor medida para captar los tipos de riesgos a los que se enfrentan estos grupos. Además, las diferencias también son muy reducidas y podrían no ser estadísticamente significativas (en los gráficos de resumen, cualquier diferencia del 3% o inferior se presenta como sin una diferencia clara).

Por último, en cuanto a los indicadores disponibles de capital social y humano, la mayor diferencia se observa en la percepción de discriminación, en la que las personas afrodescendientes e indígenas son significativamente más propensas a creer que pertenecen a un grupo discriminado que las no afrodescendientes y las no indígenas. Ambos grupos son menos propensos a confiar en la policía, a respaldar la democracia sobre otras formas de gobierno y a considerar que la evasión fiscal nunca está justificada (es decir, menor moral fiscal). A la hora de considerar la confianza en el gobierno, la confianza en los demás y la percepción de desigualdad (es decir, la proporción de personas que piensa que la distribución de los ingresos es injusta), hay muy poca diferencia entre los grupos indígenas y los afrodescendientes y sus grupos comparativos, mientras que los afrodescendientes de 15 a 29 años tienen más probabilidades de no estudiar ni trabajar ni recibir formación (ninis) que los no afrodescendientes (con tasas de ninis del 26% en el caso de los afrodescendientes y del 21% en el de los no afrodescendientes).

Una vivienda inadecuada y un acceso insuficiente a los servicios básicos aumentan la vulnerabilidad de las personas afectadas y es más probable que afecten a quienes además sufren otras carencias materiales, como la pobreza de ingresos. En varios indicadores relacionados con las condiciones de la vivienda, las personas indígenas y afrodescendientes registran peores resultados que su grupo comparativo (Gráfico 5.25). Las personas afrodescendientes tienen menos posibilidades de acceder al agua, aseos, Internet y el alcantarillado que las no afrodescendientes. Las diferencias en los resultados relativos a vivienda y servicios son todavía mayores para la población indígena, que tiene menos probabilidades que la no indígena de tener acceso a los servicios de saneamiento, el doble de probabilidades de habitar viviendas hacinadas y unas tres veces menos de tener acceso a la electricidad.

Como se expone en el Capítulo 2, la protección social puede adoptar diversas formas, que engloban las garantías básicas de bienestar, el seguro ante riesgos derivados del contexto o del ciclo de vida, y la moderación o reparación del daño social que se produce cuando se materializan los riesgos sociales (Cecchini et al., 2015[140]). Proporciona una red de seguridad esencial en momentos de mayor vulnerabilidad, como el desempleo o la vejez, aunque muchos tipos de protección están vinculados al empleo formal. Por consiguiente, los trabajadores informales tienen menos posibilidades de acceder a prestaciones sociales de atención sanitaria, pensiones de jubilación, seguros de desempleo, por lesiones o por maternidad.

Aunque no se dispone de datos comparables sobre protección social relativos a las poblaciones indígenas o afrodescendientes, los datos sobre la cobertura de pensiones ofrecen una indicación de las carencias de protección social por origen étnico y raza. El Gráfico 5.26 muestra que, entre los países y los grupos de edad de los que se dispone de datos, las personas indígenas y afrodescendientes cuentan con menor cobertura de pensiones que otras personas. Aproximadamente 4 de cada 5 trabajadores indígenas no cuentan con afiliación a un sistema de pensiones en México (80%), Ecuador (79%) y Perú (78%), lo que supone una carencia de entre 25 puntos porcentuales (en Ecuador) y 14 puntos (en México) con respecto a los trabajadores no indígenas (Gráfico 5.26, panel A). En los cuatro países con datos disponibles (Gráfico 5.26, panel B), la población afrodescendiente en edad de trabajar es sistemáticamente menos propensa a estar afiliada a un sistema de pensiones que el grupo comparativo no afrodescendiente.

La discriminación y el racismo son a la vez causa y efecto de las desigualdades existentes en los resultados de bienestar por origen étnico y raza en América Latina. Estas han estado presentes de forma constante en la región durante siglos, arraigadas en el proceso de colonización y esclavitud. Desde comienzos del siglo XX, el concepto de mestizaje —la idea de que la mayoría de las personas eran de raza mixta y no existía la discriminación— ganó aceptación generalizada en la región (Sánchez-Ancochea, 2021[1]). Sin embargo, en las últimas décadas los gobiernos han ido reconociendo gradualmente la existencia de discriminación étnica y racial, lo que ha permitido mejorar los datos por origen étnico y raza. En promedio, en los países analizados, el 29% de las personas indígenas y el 25% de las afrodescendientes aseguran pertenecer a un grupo discriminado, frente al 17% de quienes no son ni indígenas ni afrodescendientes (Gráfico 5.27). Entre países existen grandes diferencias, ya que más de la mitad (52%) de las personas indígenas de Perú y casi cuatro quintas partes (39%) de las afrodescendientes de Brasil afirman pertenecer a un grupo discriminado. Las encuestas experimentales realizadas en cuatro países de América Latina (Brasil, Colombia, México y Perú) que emplean un espectro de color de piel (que va del más oscuro al más claro) como categoría de identificación muestran que las desigualdades en el estatus social y económico, y en la experiencia de discriminación, dependen tanto del color de la piel como del grupo étnico-racial (Telles, 2014[141]).

Las carencias de las poblaciones tanto indígenas como afrodescendientes conllevaron una gran vulnerabilidad ante las consecuencias de la pandemia. Los desafíos comunes a los que se enfrentan ambos grupos en lo que a pobreza, informalidad, falta de protección social, vivienda inadecuada y otros ámbitos se refiere incrementan los riesgos que han experimentado durante la pandemia, tanto en lo referente al impacto directo en la salud como a los resultados socioeconómicos más amplios (CEPAL et al., 2020[136]; CEPAL, 2021[142]). Estas desventajas se ven reforzadas por las desigualdades espaciales, y las personas indígenas y afrodescendientes se enfrentarán a distintos riesgos en función de si viven en zonas urbanas o rurales y de los territorios concretos en los que se concentran debido a los patrones históricos de asentamiento.

La población indígena ya no es predominantemente rural en todos los países latinoamericanos, y ya, según la ronda de censos elaborada en 2010, la mayoría de las personas indígenas vivía en ciudades en cuatro de los doce países para los que se disponía de información (CEPAL et al., 2020[136]). Además, las que viven en las ciudades suelen tener carencias: el 36% de los habitantes urbanos indígenas de la región viven en barrios marginales, casi el doble de la proporción de habitantes urbanos no indígenas (Banco Mundial, 2015[143]). Esto tiene importantes implicaciones para las respuestas a la pandemia centradas en los pueblos indígenas, ya que la concentración de migrantes medioambientales indígenas y de personas desplazadas que viven en condiciones muy precarias en las grandes ciudades hace que se vean expuestos de forma desproporcionada al riesgo de enfermedad y muerte por COVID (CEPAL et al., 2020[136]).

No obstante, muchas personas indígenas continúan viviendo en zonas rurales, y a nivel regional, la población indígena representa el 24% del total de la población rural de América Latina (CEPAL et al., 2020[136]). Como ya se ha descrito en la sección anterior, en las zonas rurales sufren mayores carencias en el acceso al agua y el saneamiento (necesarios para evitar la propagación del virus), así como en el acceso a Internet (necesario para participar en actividades escolares o económicas a distancia durante los períodos de distanciamiento social). Sin embargo, los pueblos indígenas de las zonas rurales suelen estar especialmente marginados, por su lejanía a los servicios públicos (incluidos los servicios de atención sanitaria), la continua invasión y apropiación de los territorios indígenas y otros factores relacionados con el deterioro sistemático de sus derechos políticos, económicos, sociales y culturales (CEPAL et al., 2020[136]). Pese a ser una fuente de resiliencia cultural, la importancia que otorgan las comunidades indígenas tradicionales a la vida comunitaria también conlleva un mayor riesgo de propagación de la enfermedad durante la pandemia (CEPAL et al., 2020[136]).

Entre tres y siete millones de personas indígenas aproximadamente viven en zonas de selvas, y conservan sus lenguas, conocimientos y prácticas culturales tradicionales (CEPAL et al., 2020[136]). La relación entre las selvas y los pueblos indígenas que los habitan es profunda y recíproca: las selvas proporcionan medios de subsistencia y continuidad cultural a estas comunidades, que a su vez practican técnicas tradicionales y sostenibles de gestión y uso forestal, que contribuyen a la restauración y adaptación de las selvas y su biodiversidad. Estas zonas cada vez están más expuestas a la actividad industrial a gran escala, como la minería y la agricultura, que no solo destruyen los hábitats forestales, sino que también atraen a un gran número de trabajadores externos a las zonas en cuestión, lo que favorece la propagación del virus. Los pueblos indígenas en aislamiento voluntario y en fase de contacto inicial29 (se estima que incluyen unos 200 grupos indígenas, principalmente en la Amazonía y el Gran Chaco paraguayo) son especialmente vulnerables en este sentido, ya que las actividades de monitoreo para garantizar su protección se han visto reducidas durante la pandemia (CEPAL et al., 2020[136]).

Los pueblos indígenas han puesto en marcha una serie de esfuerzos colectivos para hacer frente a la pandemia en aquellos casos en que no ha habido respuestas oficiales por parte del Estado o han sido deficientes. Por ejemplo, en casi todos los países de la región se han aplicado medidas como el cierre de los límites territoriales de las comunidades, y puede que sin ellas el impacto sanitario entre los pueblos indígenas habría sido aún mayor. Las estrategias de reciprocidad y cooperación intercomunitaria han suplido las carencias de la cobertura de la ayuda humanitaria de los gobiernos, y se han empleado técnicas de medicina tradicional para complementar o sustituir la atención sanitaria formal, en los casos en que el acceso a los sistemas formales de salud ha sido insuficiente. Del mismo modo, ante la insuficiencia de datos para seguir la evolución de la enfermedad y las tasas de mortalidad entre los pueblos indígenas, algunas comunidades han creado sus propios sistemas de monitoreo epidemiológico (CEPAL et al., 2020[136]).

En cambio, la población afrodescendiente es predominantemente urbana, con un nivel de urbanización superior al 70% en la mayoría de los países de la región, y que alcanza el 97% en Uruguay (CEPAL, 2021[142]). Debido a los mayores niveles de pobreza que sufren los afrodescendientes, por lo general viven en condiciones de mayor hacinamiento, con frecuencia en barrios marginales o asentamientos informales, lo que prácticamente imposibilita el distanciamiento social (CEPAL, 2021[142]). La crisis también ha puesto de relieve las vulnerabilidades propias de ciertas ocupaciones que antes eran menos visibles, sobre todo en el empleo informal. Por ejemplo, en la mayoría de los países de ALC para los que se dispone de datos, las mujeres afrodescendientes son más propensas a trabajar en el sector doméstico que las mujeres no afrodescendientes.30 Dado que se realiza mayoritariamente en espacios interiores y en estrecho contacto con los empleadores u otros clientes, el trabajo doméstico conlleva una mayor exposición al virus, ya sea en un domicilio privado o en entornos médicos o asistenciales. Además, los elevados índices de informalidad en el sector de los cuidados domésticos, y el carácter esencial de este servicio durante la pandemia, han hecho que normalmente los trabajadores domésticos no tengan la opción de quedarse en casa (CEPAL, 2021[142]).

Los datos de Brasil muestran claramente el impacto desproporcionado de la pandemia en la población afrodescendiente. Diversos estudios y encuestas de los primeros meses (hasta julio de 2020) demostraron que, en ese país, el segundo mayor factor de riesgo de muerte por COVID entre las personas hospitalizadas era ser afrodescendiente (el primero era la edad), y la población afrodescendiente tenía un 47% más de riesgo de muerte que la no afrodescendiente. Las personas afrodescendientes tenían casi la mitad de probabilidades de trabajar a distancia que las no afrodescendiente (el 9% y el 17,6% de estas poblaciones respectivas trabajan desde casa). Si bien la educación ha influido (un paciente afrodescendiente analfabeto tiene 3,8 veces más probabilidades de morir de COVID-19 que un paciente no afrodescendiente con estudios superiores), incluso al comparar personas con el mismo nivel educativo, se produjo el 37% más de muertes entre los afrodescendientes, cifra que aumentó hasta el 50% más al comparar personas con educación superior, lo que sugiere que la discriminación y el racismo han tenido cierta influencia (CEPAL, 2021[142]).

En las últimas décadas se han logrado enormes avances en la medición de las desigualdades étnico-raciales en la región latinoamericana. En gran medida, esto ha sido gracias a los esfuerzos de los movimientos sociales que defienden que se mejoren los datos a fin de hacer más visibles las necesidades de las poblaciones indígenas y afrodescendientes, respaldados por el proceso de democratización en curso en la región (Telles and Paschel, 2014[144]). En la década de 1980, aproximadamente solo la mitad de los países latinoamericanos identificaban a las poblaciones indígenas en sus censos nacionales, y únicamente dos países (Brasil y Cuba) incluían preguntas para diferenciar a los afrodescendientes. En la ronda de censos de 2010, casi todos los países de la región o incluían una pregunta para identificar a las personas indígenas y afrodescendientes o tenían previsto hacerlo (Loveman, 2021[145]; CEPAL, 2019[146]).

Aunque los censos constituyen una poderosa fuente de información, solo se realizan una vez cada década. Se necesitan más esfuerzos para mejorar la disponibilidad de datos desglosados por raza y origen étnico (de preferencia que no solo indiquen la condición de indígena en general, sino también las agrupaciones indígenas concretas, cuando proceda) a través de otras fuentes de datos como las encuestas a los hogares y los datos administrativos. Esto incluye la necesidad de contar con datos que estén mejor desglosados por origen étnico y raza a efectos de los registros médicos y de defunción, con miras a evaluar con mayor precisión el impacto sanitario diferenciado de la crisis del COVID-19 en las poblaciones indígenas y afrodescendientes (CEPAL et al., 2020[136]; CEPAL, 2021[142]).

Muchas de las prioridades para mejorar las medidas de los resultados de bienestar por origen étnico y raza en la región latinoamericana son comunes a las de los países de la OCDE. Estas incluyen (Balestra and Fleischer, 2018[147]):

  • Ampliar todos los ejercicios de recopilación de datos pertinentes para incluir las variables de origen étnico, raza o identidad indígena, respetando al mismo tiempo los derechos fundamentales y la privacidad de las personas al garantizar medidas adecuadas de protección de datos y control de la divulgación.

  • Implicar a las comunidades pertinentes en los procesos de desarrollo de la encuesta (incluida la redacción de las preguntas y las categorías de respuesta), la validación de la exactitud de la información reportada por la propia persona, los esfuerzos de recopilación de datos y la difusión de los resultados. De este modo se generará confianza y se mejorará la calidad de los datos.

  • Garantizar la representación de las poblaciones a las que es difícil llegar, como las comunidades indígenas, a través de técnicas de muestreo no estándar, como el muestreo en relación con el tiempo y la ubicación o el muestreo dirigido por los propios encuestados, e incluir a estas comunidades entre las opciones de respuesta precodificadas, cuando proceda.

  • Recopilar información sobre la diversidad tanto en los censos de población como en las encuestas para proporcionar estadísticas demográficas sólidas y datos oportunos que permitan evaluar los múltiples resultados de bienestar y las experiencias discriminatorias. Cuando sea posible, vincular el censo, la muestra de datos de la encuesta y los registros administrativos relativos a estas poblaciones.

  • Cuando se comparen los datos de dos o más colecciones distintas, debe tenerse en cuenta cómo y cuándo fueron recopilados. Además, es necesario explicitar las suposiciones sobre las incertidumbres de los datos resultantes. Siempre que sea posible, las oficinas nacionales de estadísticas deberían invertir en el desarrollo de normas estadísticas sobre diversidad y proporcionar orientaciones claras destinadas a mejorar la coherencia y la comparabilidad entre todas las fuentes de datos (censos, encuestas, datos administrativos).

  • Permitir que los encuestados declaren más de una identidad, a fin de tener en cuenta la fluidez de las clasificaciones étnicas y raciales, y reflejar mejor la composición cada vez más diversa de las sociedades. Las categorías estadísticas deberían reflejar los cambios demográficos, así como la evolución en la comprensión de las identidades raciales y étnicas.

Con relación a este último punto, es necesario profundizar en el debate y la reflexión sobre las identidades múltiples de la región y cómo abordar esta cuestión en los sistemas estadísticos nacionales, debate que debería realizarse con las organizaciones de personas afrodescendientes e indígenas. El origen étnico y la raza son supuestos sociales más que biológicos, lo que significa que la forma en que las personas se autoidentifican (y son identificadas por los demás) depende en gran medida del contexto y la situación, lo que permite que coexistan múltiples identidades (CEPAL, 2020[139]). Sin embargo, las estadísticas oficiales de la región suelen emplear la autoidentificación con categorías excluyentes, lo que permite captar únicamente la categoría “principal” seleccionada. La información sobre el tamaño de las diferentes poblaciones étnicas y raciales tiene un innegable componente político, ya que puede repercutir en la asignación de recursos o en el acceso de la población a los procesos de toma de decisiones,31 por lo que garantizar su exactitud y representatividad debe ser una prioridad.

En el impacto del origen étnico y la raza en la configuración de los resultados de bienestar intervienen otras variables que confluyen, como el género, la edad, la ubicación geográfica y el nivel socioeconómico. Las mujeres indígenas y afrodescendientes, las personas que viven en zonas rurales, las personas mayores y las personas con menor nivel educativo u otros marcadores socioeconómicos suelen ser más vulnerables, y los que acumulan numerosos riesgos presentan las mayores carencias. Para poder comprender mejor la forma en que confluyen las desventajas es preciso incluir muestras más amplias de minorías étnicas y raciales en las encuestas de población, a fin de favorecer un análisis más sólido de los grupos a los que afectan varias vulnerabilidades. Asimismo, es importante que los datos sobre la situación de los pueblos indígenas y afrodescendientes se analicen teniendo en cuenta los contextos sociales, territoriales y culturales pertinentes.

Desde un punto de vista más conceptual, la idea indígena de bienestar, tal y como se engloba en el marco del Buen Vivir de Ecuador o en el marco del Vivir Bien de Bolivia, hace un mayor énfasis en las relaciones comunitarias (incluidas las relaciones entre la comunidad y el entorno natural) y en las prácticas colectivas que otras sociedades occidentales (Garcia and Viteri, 2018[148]). Las perspectivas indígenas rara vez se incorporan en los ejercicios de medición del bienestar (con las notables excepciones de Ecuador y Bolivia). Esto pone de relieve la necesidad de involucrar a las comunidades pertinentes en el proceso de desarrollo de encuestas siempre que sea posible. Incorporar las prioridades indígenas implicaría también medir mejor los aspectos importantes específicos de sus comunidades, como los derechos territoriales,32 la conservación de la lengua, los objetos y las representaciones culturales, así como la protección de los lugares sagrados y los conocimientos tradicionales (OCDE, 2019[149]).

La educación permite que las personas adquieran las competencias necesarias para comprender el mundo y desenvolverse en él, les ofrece oportunidades y mejora el control sobre su vida (OCDE, 2011[150]). A pesar de las mejoras en el logro educativo, en los países analizados, todavía menos de la mitad de la población de 25 años o más ha completado al menos el segundo ciclo de educación secundaria, lo que contrasta con más del 70% del promedio de la OCDE (véase el Capítulo 3).

En el Gráfico 5.28 se recogen las ratios de desempeño de determinados resultados de bienestar y recursos para el bienestar futuro de las personas con educación primaria (azul oscuro) y educación secundaria (azul claro) comparados con las que cuentan con educación terciaria, en promedio, en los 11 países de ALC del grupo analizado. A fin de facilitar su comprensión, todos los indicadores se codifican en el mismo sentido, de forma que, cuanto mayor sea la ratio, mejor será el desempeño relativo de las personas con educación primaria y secundaria.

La educación tiene un importante efecto positivo en las condiciones de vida materiales de las personas (Gráfico 5.28, panel A). En general, las personas con un menor logro educativo tienen unas condiciones de vida materiales más bajas. Aquellas con educación primaria y las que poseen educación secundaria tienen, respectivamente, 11 y 6 veces más probabilidades de ser pobres, son más propensas a declarar que sus ingresos no son suficientes para atender sus necesidades (respectivamente, el doble y un 50% más) y sus probabilidades de tener un empleo son menores, en comparación con las personas con educación terciaria. Cuando tienen un empleo, son más propensas a que este sea informal y a ganar menos, y más propensas a trabajar muchas horas en comparación con las que tienen educación terciaria. Las personas con estudios primarios y secundarios también tienen más miedo a perder su trabajo y más probabilidades de estar desempleadas. Sin embargo, la probabilidad de estar desempleadas es ligeramente mayor para las personas con educación secundaria que para aquellas con educación primaria. Esto podría explicarse por la polarización cada vez mayor del mercado laboral, debido sobre todo a la digitalización, que reduce la demanda de puestos de trabajo de cualificación media en favor del empleo de baja y alta cualificación (OCDE, 2020[151]; OCDE, 2017[152]).

La relación entre educación y calidad de vida no está tan claramente definida (Gráfico 5.28, panel B). En promedio, las personas con educación primaria y secundaria manifiestan una menor satisfacción con la vida, un mayor balance negativo de afecto y menos apoyo de su red social que las que tienen educación terciaria. Las personas con estudios primarios y secundarios también son menos propensas a expresar su opinión a un funcionario, mientras que la percepción de que el país está gobernado por unos pocos grupos poderosos en su propio beneficio está generalizada y presente en todos los niveles educativos. Las personas con educación primaria son tres veces más propensas que aquellas con educación terciaria a declarar limitaciones en las actividades cotidianas por problemas de salud, mientras que las personas con educación secundaria también son algo más propensas a declarar estas limitaciones. Este patrón se debe en parte a las diferencias en la distribución por edad en los distintos niveles educativos: debido a que el logro educativo aumenta con el tiempo, la proporción de personas de 50 años o más (que son también las que tienen más probabilidades de indicar limitaciones de salud) es mayor entre las que tienen educación primaria (41%) que entre las que tienen educación terciaria (19%) en promedio en los países analizados. Sin embargo, si se compara la proporción de personas que declaran tener limitaciones de salud en los distintos grupos de edad, esta es también sistemáticamente menor en el caso de quienes tienen educación terciaria en comparación con los que tienen educación primaria.

La satisfacción con los servicios (atención sanitaria y educación) es mucho más alta entre las personas con educación primaria y secundaria que entre las que tienen educación terciaria. Esto puede deberse en parte al hecho de que las personas con estudios superiores son más conscientes de las limitaciones de los sistemas educativo y sanitario, y su nivel de exigencia a la hora de evaluarlos es mayor (Cárdenas et al., 2008[130]). La seguridad y la percepción de seguridad son también más elevadas entre las personas con educación primaria: solo el 21% de ellas declara haber sido víctima de un delito en los 12 meses anteriores, frente al 27% y el 32% de las personas con estudios secundarios y terciarios, respectivamente. La diferencia de nivel educativo en cuanto a la percepción de seguridad es menor, ya que la proporción de personas que se sienten seguras al caminar a solas de noche en su vecindad es tan solo 4 puntos porcentuales mayor en el caso de las personas con educación primaria que en aquellas con educación terciaria.

Las desigualdades en el capital social en función de la educación son menores (Gráfico 5.28, panel C). Mientras que el apoyo a la democracia, la confianza en los demás, el voluntariado y el respaldo a pagar impuestos son más bajos entre las personas con educación primaria o secundaria que entre aquellas con educación terciaria, la percepción de distribución desigual de los ingresos es muy similar en todos los niveles educativos (en torno al 80% de las personas de todos los niveles educativos consideran que la distribución de los ingresos es injusta). La confianza en el gobierno es mayor entre las personas con educación primaria y secundaria (respectivamente, el 40% y el 31% de ellos confían en el gobierno, frente al 30% de aquellos con educación terciaria). La percepción de corrupción del gobierno es elevada, aunque menor entre las personas con educación primaria (el 69% piensa que la corrupción es generalizada en el gobierno), en comparación con quienes tienen educación secundaria (75%) y terciaria (76%). Comparadas con las personas con educación terciaria, la confianza en la policía es mayor entre las personas con educación primaria, aunque ligeramente menor entre aquellas con educación secundaria, en comparación con las personas con educación terciaria.

Es probable que el impacto de la pandemia en la población con menor nivel educativo haya sido más grave en varias dimensiones del bienestar, dada su vulnerabilidad en cuanto a condiciones materiales y algunas dimensiones de la calidad de vida. El COVID-19 afectó más gravemente a los trabajadores con menor nivel educativo, debido a sus mayores probabilidades de perder el empleo o de verlo interrumpido de otro modo comparados con los trabajadores con mayor nivel educativo (OCDE, 2021[153]). En los casos en que estaban ocupadas, las personas con menor nivel educativo tenían más probabilidades de ser trabajadoras esenciales (p. ej., del transporte, la limpieza o el comercio minorista esencial), un mayor riesgo de verse expuestas al virus y menos probabilidades de poder teletrabajar, en comparación con las personas trabajadoras con mayor nivel educativo (OCDE, 2020[154]). Dado que también tienen más probabilidades de estar desempleadas y de tener dificultades económicas, las personas con menor nivel educativo también presentan más probabilidades de sufrir depresión y ansiedad. Como ya se ha señalado en el Capítulo 3, es probable que el cierre de las escuelas y el paso a la educación a distancia en la mayoría de los países hayan agravado las diferencias en los resultados del aprendizaje, con un efecto especialmente negativo en los alumnos vulnerables con conexión a Internet deficiente o escasas competencias digitales o que carecen de un espacio propio en el que concentrarse (OCDE, a continuación[59]).

La rápida propagación del COVID-19 y la gravedad de sus efectos sobre la salud humana han requerido que las personas adquieran y apliquen con rapidez la información sobre medidas preventivas y adapten su conducta a fin de evitar contraer o propagar el virus. La alfabetización en materia de salud (es decir, la capacidad de adquirir, comprender y utilizar la información sobre salud de forma adecuada y ética) se ha convertido en algo fundamental durante la pandemia para ayudar a que las personas entiendan las razones que justifican las recomendaciones oficiales y reflexionen sobre los resultados de sus acciones (Paakkari and Okan, 2020[155]). La alfabetización de las personas en materia de salud está condicionada por su nivel educativo, lo que añade una dimensión adicional a la vulnerabilidad de las personas con bajo nivel educativo.

La información sobre los resultados de bienestar suele estar disponible en función de la educación, con la excepción de las condiciones de la vivienda y las infraestructuras. Sin embargo, en el caso de algunos indicadores (como los ingresos insuficientes, el miedo a perder el trabajo, la percepción de la captura del Estado por parte de las élites) no se dispone de información en función del logro educativo, sino únicamente de los años de educación, lo que no informa necesariamente sobre el nivel educativo que han alcanzado las personas (debido a la posibilidad de “repetir curso”). Se requiere una mayor armonización de las categorías de educación en origen, a fin de garantizar que se adopta un enfoque coherente de las desigualdades en función de la educación basado en el logro educativo en todas las dimensiones e indicadores del bienestar.

Referencias

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[105] WFP (2020), El impacto de COVID-19 en programas de comidas escolares en América Latina y el Caribe [The impact of COVID-19 on school meal programmes in Latin America and the Caribbean], https://historias.wfp.org/26-de-33-paises-han-suspendido-sus-programas-de-comidas-escolares-en-america-latina-y-el-caribe-5687c79e75a3.

Notas

← 1. Como señalan Deere, Kanbur y Stewart (2018[7]), toda desigualdad horizontal significativa es injusta, ya que no existen motivos para que las personas obtengan retribuciones desiguales ni posean poder político desigual por el único motivo de que son negras y no blancas, mujeres y no hombres, o de un grupo étnico y no de otro; al mismo tiempo, las desigualdades horizontales han demostrado incrementar considerablemente el riesgo de conflicto violento, ya que causan importantes agravios que los líderes pueden aprovechar para movilizar la protesta política, apelando a marcas culturales (p. ej., una historia, una lengua o una religión común) y señalando la explotación del grupo (p. 87, en inglés).

← 2. Estos aspectos no están totalmente ausentes en la recopilación de datos, sino al contrario. Desde hace tiempo la migración se incluye como una variable de referencia en los censos, los registros administrativos y algunas encuestas a los hogares, aunque la inframedición de la población migratoria sigue siendo un reto. La discapacidad también se ha considerado en numerosos instrumentos de medición recurrentes de la región, aunque no existe una estandarización y, por tanto, tampoco medidas comparables al respecto. En cuanto a la orientación sexual y la identidad de género, prácticamente existe una total ausencia de datos.

← 3. La expresión “países analizados” utilizada a lo largo del informe se refiere a los 11 países objeto de estudio: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Paraguay, Perú, la República Dominicana y Uruguay.

← 4. El aumento de las tasas de suicidio entre los hombres podría deberse a la presión de las normas restrictivas de la masculinidad. Cuando los hombres no se ajustan a las normas masculinas que dicta la sociedad, puede acarrearles importantes consecuencias psicosociales (OCDE, 2021[55]). Sin embargo, también debe señalarse que, pese a que a nivel mundial los hombres son entre dos y tres veces más propensos a suicidarse, las mujeres tienen más probabilidades de sufrir episodios de depresión grave, y si se tienen en cuenta los intentos de suicidio fallidos y los materializados, las mujeres tienen más probabilidades que los hombres de intentar suicidarse (Tsirigotis, Gruszczynski and Tsirigotis, 2011[157]).

← 5. También cabe destacar que es probable que estas divergencias no se deban a diferencias naturales en la capacidad en función del género, sino que más bien sean consecuencia del condicionamiento social causado a través de normas discriminatorias y del entorno educativo, que tiene la consecuencia de fomentar el desempeño de los chicos en estos campos y desalentar el de las chicas (UNESCO, 2021[156]).

← 6. Entre las posibles explicaciones podría incluirse el hecho de que los hombres suelen tener una mayor participación en el espacio público y, por lo tanto, experimentan algunas formas de discriminación a las que no se ven sometidas las mujeres. Otra posible explicación es que las normas sociales normalizan algunos tipos de discriminación, lo que hace menos probable que las mujeres sean conscientes de los aspectos discriminatorios de sus situaciones. Sin embargo, es necesario continuar investigando para comprender por completo este resultado y confirmar su validez.

← 7. Una vez más, la carga desproporcionada de trabajo de cuidados y doméstico no remunerado que asumen las mujeres ejerce un papel importante. En la región de ALC, el 57,8% de las mujeres de 15 a 29 años que no estudian ni trabajan ni reciben formación (clasificadas como ninis) se dedican al trabajo de cuidados y doméstico no remunerado (al igual que el 66,1% de las mujeres de 25 a 29 años), lo que contrasta con tan solo el 7% de los hombres de 15 a 29 años incluidos en la categoría de ninis. (CEPAL, 2020[160]).

← 8. A lo largo de este capítulo, al igual que en el resto del informe, por "pobreza" se hace referencia a la tasa de “pobreza absoluta” y por "pobreza extrema" a la tasa de pobreza extrema calculadas por la CEPAL, salvo que se indique lo contrario (véase el capítulo 2, recuadro 2.1).

← 9. Como se explica en el Recuadro 2.1 (Capítulo 2), el umbral de pobreza extrema se calcula como el valor necesario para adquirir una canasta básica de alimentos sin bienes y servicios adicionales, mientras que la pobreza absoluta incorpora a los costos de la canasta de alimentos los correspondientes a los componentes esenciales no alimentarios.

← 10. No obstante, cabe señalar que las mujeres sin ingresos no tienen por qué ser pobres (y, de hecho, debido al predominio de las estructuras familiares tradicionales, es probable que el cabeza de familia de muchas de las familias más acomodadas de la región sea un único hombre con ingresos y que su esposa no los tenga). Por consiguiente, este indicador dice tanto sobre la capacidad de acción de las mujeres y su autonomía económica general como sobre sus resultados en materia de pobreza.

← 11. Los resultados de los países analizados oscilaron entre el 17,5% de los encuestados en Brasil y el 51,3% en México (Latinobarómetro, 2015[159]).

← 12. Esta brecha es incluso mayor si se tiene en cuenta el empleo no agrícola: en promedio, en todos los países analizados, el 50% del empleo no agrícola de las mujeres era informal en 2019, en comparación con el 46% de los hombres (OIT, 2021[165]).

← 13. Sin embargo, también debe señalarse que la metodología que se emplea en los países de ALC para registrar el uso del tiempo difiere de la utilizada en la mayoría de los países de la OCDE, por lo que estos dos valores no son totalmente comparables.

← 14. Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Perú y Uruguay.

← 15. Según los datos de las encuestas realizadas en 11 países de América Latina desde mediados hasta finales de la década de 2000 (entre 2004 y 2009), en la mayoría de los países la incidencia de la violencia de pareja era de 2 a 3 veces mayor entre las mujeres que tuvieron su primer hijo nacido vivo antes de los 17 años (o de los 15) frente a aquellas que tuvieron su primer hijo nacido vivo después de los 24 años (Bott et al., 2012[33]).

← 16. De (Bott et al., 2012[33]): “[Existen] varios resultados indicativos de que la exposición a la violencia en la niñez puede tener efectos de largo plazo e intergeneracionales. Por ejemplo, después de controlar otros factores, el factor de riesgo más constantemente asociado a violencia física o sexual contra las mujeres por parte de un esposo/compañero era en todos los países una historia familiar de ‘padre golpeaba a la madre’. De manera análoga, la prevalencia de violencia por parte de un esposo/compañero era significativamente mayor (en general unas dos veces mayor) entre las mujeres que informaron haber sido maltratadas físicamente en la niñez, en comparación con las que no. La violencia por parte de un esposo/compañero también era significativamente mayor (en general más de dos veces mayor) entre las mujeres que informaron haber sufrido abuso sexual en la niñez, en comparación con las que no. Además, los niños que vivían en hogares donde las mujeres habían sufrido violencia por parte de su esposo/compañero tenían probabilidades significativamente mayores que otros niños de ser castigados con golpes, nalgadas, palmadas o bofetadas (cabe observar que en las encuestas no siempre se identificaba a quienes castigaban a los niños)”.

← 17. Más allá del total de infecciones y fallecimientos, en el impacto sanitario del COVID-19 también es necesario tener en cuenta los desequilibrios entre los géneros. Según un estudio preliminar elaborado en el Reino Unido, a partir de datos recopilados mediante una aplicación para hacer seguimiento de los síntomas, las mujeres menores de 60 años tenían muchas más probabilidades de sufrir síntomas de "COVID persistente" (con una duración superior a un mes y que tiene el potencial de provocar una enfermedad a largo plazo). Las mujeres del grupo de edad de 40-50 años presentan el doble de probabilidades de verse afectadas que los hombres de edades similares (Sudre, Murray and Varsavsky, 2020[158]).

← 18. Los gobiernos latinoamericanos declaran la importancia de los sistemas de información específica por género en la Estrategia de Montevideo (CEPAL, 2017[9]), una declaración conjunta de las prioridades para la implementación de la Agenda Regional de Género en el contexto de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas. Las oficinas de estadística de la región destacaron asimismo la importancia de la perspectiva de género a la hora de formular el conjunto prioritario de indicadores de los ODS para América Latina y el Caribe. En consecuencia, el marco regional acordado por la Conferencia Estadística de las Américas (CEA) subraya la importancia de monitorear los desafíos estructurales a los que se hace frente en la búsqueda de la igualdad de género, en especial con relación al uso del tiempo y la autonomía física y económica de las mujeres (CEPAL, 2019[161]).

← 19. El Capítulo 3, sobre la calidad de vida, incluye la tasa de mortalidad de los niños menores de 5 años, ya que se trata de un indicador importante del estado de salud general y de los sistemas. El Capítulo 4, sobre los recursos para el bienestar futuro, incluye la tasa de ninis (jóvenes que no estudian ni trabajan ni reciben formación), el empleo informal juvenil, el logro educativo de los jóvenes y la malnutrición infantil, dada la importancia que tienen estos indicadores no solo a nivel individual, sino también como reflejo de las reservas de capital humano de las sociedades.

← 20. Aunque las diferencias entre los géneros en el trabajo infantil también pueden deberse a la infranotificación en el caso de las niñas, más expuestas a formas de trabajo menos visibles, como el trabajo doméstico en los hogares (OIT, 2017[164]). Las niñas también muestran una mayor propensión al trabajo no remunerado: según las estimaciones a nivel mundial, el 55% de los niños que realizan tareas domésticas son mujeres (Thévenon et al., 2018[70]).

← 21. En el contexto de los pueblos indígenas, es importante hacer una diferenciación entre las formas de trabajo infantil que constituyen explotación y las actividades domésticas y productivas que tienen lugar en la infancia como parte del apoyo a la familia, así como las estrategias de transferencia de conocimientos basadas en los procesos formativos de su propia cultura. Se trata de un elemento fundamental de la crianza y la transmisión de los conocimientos y tradiciones ancestrales, y constituye una forma de desarrollar progresivamente las competencias y capacidades para la vida adulta. Por tanto, forma parte de su “derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad”, como establece el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948[162]). Los datos disponibles no permiten establecer una diferenciación entre las personas indígenas que viven en comunidades tradicionales y las que no.

← 22. Por ejemplo en la encuesta de Children’s Worlds, que emplea técnicas visuales y de relato para obtener respuestas significativas (OCDE, 2021[65]).

← 23. Sin embargo, no se dispone de información sobre los barrios marginales urbanos y los asentamientos informales, que quedan excluidos de los datos sobre hacinamiento en los asentamientos urbanos.

← 24. Más allá de las infraestructuras digitales, la proporción de puestos de trabajo a los que puede aplicarse el teletrabajo (lo cual tiene que ver con el perfil de competencias de las ocupaciones predominantes) condiciona también de forma considerable la exposición al virus. Según un trabajo reciente de la OCDE, las regiones capitales presentan el mayor potencial de teletrabajo, con tasas que superan en 8 puntos porcentuales el promedio de sus respectivos países (OCDE, 2020[135]).

← 25. Las regiones que cuentan con un gobierno subnacional también son responsables, incluso a través del gasto público, de muchas políticas públicas importantes a efectos del bienestar y los ODS, sobre todo en países federales como México, Brasil y Argentina. Un análisis de los países de la OCDE elaborado en 2016 determinó que los gobiernos subnacionales de la OCDE eran responsables de alrededor del 40% del total del gasto público y del 60% del total de la inversión pública. Al menos el 70% de estos recursos públicos se invirtió en áreas fundamentales de los ODS, como la educación, los servicios públicos, los asuntos económicos y la protección del medioambiente (OCDE, 2020[163]).

← 26. En el Gráfico 5.24 únicamente se proporciona una indicación general de las diferencias, más que una evaluación precisa de la situación actual, ya que la disponibilidad y la oportunidad de los datos varían mucho en función de la medida (para más información, véase Statlink y la nota al Gráfico 5.24). Estas cuestiones reflejan las carencias generales de la información disponible y la necesidad de disponer de datos más oportunos y completos sobre el bienestar por origen étnico y raza en la región (véase la sección posterior sobre aspectos para el desarrollo estadístico). Sin embargo, el mensaje general de que las personas indígenas y afrodescendientes registran peores resultados que su grupo comparativo en la mayoría de las medidas del bienestar resulta válido y claro.

← 27. Los afrodescendientes tenían un 3% más de probabilidades de trabajar en el sector informal en Brasil (2015) y Uruguay (2005) y un 1,3% más en Colombia (2015). Sin embargo, en Ecuador, los afrodescendientes registraban un 3,5% menos de probabilidades de trabajar en el sector informal (Banco Mundial, 2018[137]).

← 28. Cabe señalar que la interpretación del indicador de hacinamiento no es sencilla en el caso de las comunidades indígenas, ya que la convivencia puede estar asociada a patrones residenciales y de parentesco propios de cada cultura y —en ese sentido— denotaría solidez cultural.

← 29. Se definen como sigue: “Los pueblos indígenas en situación de aislamiento voluntario son pueblos o segmentos de pueblos indígenas que no mantienen contactos sostenidos con la población mayoritaria no indígena, y que suelen rehuir todo tipo de contacto con personas ajenas a su pueblo. También pueden ser pueblos o segmentos de pueblos previamente contactados y que, tras un contacto intermitente con las sociedades no indígenas han vuelto a una situación de aislamiento, y rompen las relaciones de contacto que pudieran tener con dichas sociedades... Los pueblos indígenas en situación de contacto inicial son pueblos o segmentos de pueblos indígenas que mantienen un contacto intermitente o esporádico con la población mayoritaria no indígena, por lo general referido a aquellos que han iniciado un proceso de contacto recientemente. No obstante, se advierte que “inicial” no debe entenderse necesariamente como un término temporal, sino como una referencia al poco grado de contacto e interacción con la sociedad mayoritaria no indígena” (Comisión Interamericana de Derechos Humanos/Relatoría sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, 2013[166]).

← 30. Las trabajadoras afrodescendientes eran más propensas a ocupar puestos de trabajo doméstico que las no afrodescendientes en los cinco países analizados con datos disponibles procedentes del último censo (Brasil, 2010; Costa Rica, 2011; Ecuador, 2010; México, 2015; Perú, 2018) (CEPAL, 2020[139]).

← 31. Por ejemplo, en Chile, la proporción de la población indígena en el censo abreviado de 2017 sirvió de base para determinar el número de escaños reservados a los representantes indígenas en el proceso de la Convención Constitucional para reformar la Constitución chilena.

← 32. También es relevante para los pueblos afrodescendientes.

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