2. Condiciones materiales en América Latina

El marco de bienestar de la OCDE abarca tres dimensiones del bienestar actual relacionadas con las condiciones materiales: Ingresos y patrimonio (que en virtud del presente documento pasa a ser "ingresos y consumo"), Trabajo y calidad del empleo, y Vivienda (OCDE, 2020[1]). Juntas, estas tres dimensiones describen el bienestar económico o las posibilidades de consumo de las personas (p. ej., su capacidad de acceso a bienes y servicios esenciales, y sus oportunidades de participación en el mercado laboral). Las condiciones materiales determinan la capacidad de las personas de satisfacer sus necesidades (p. ej., de alimentos, agua, ropa y vivienda) y deseos (p. ej., de transporte, ocio y comunicación), así como otros aspectos de sus vidas, como el acceso a educación y atención sanitaria de calidad.

Los 11 países analizados en este informe fueron seleccionados atendiendo a su condición actual de países de ingresos altos (IA) o países de ingresos medios altos (IMA), con arreglo a la clasificación del Banco Mundial basada en el ingreso nacional bruto (INB) per cápita.1 En todos estos países, el PIB y el gasto de consumo medio de los hogares han registrado una mejora significativa en las dos últimas décadas. Pese a la heterogeneidad entre los distintos países, tanto la pobreza como la pobreza extrema y la desigualdad en los ingresos han disminuido en todos ellos de forma considerable desde el año 2000, mientras que la satisfacción de las personas con su propio nivel de vida ha aumentado. No obstante, el panorama favorable que se deriva de esta evolución a mediano plazo se desdibuja al poner el foco en las variaciones registradas en los últimos años y, en particular, a partir de mediados de la década de 2010, período en el cual la caída de los precios de las materias primas debilitó el crecimiento del PIB. A partir de 2014, aproximadamente, los niveles de ingresos y consumo de los hogares se estancaron, y la región comenzó a registrar un descenso de la satisfacción con las condiciones de vida. Asimismo, existen indicios de que, en los países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, la pobreza y la pobreza extrema volvieron a aumentar en torno a 2017. La desigualdad en los ingresos se ha mantenido también en niveles elevados, pese a haberse reducido considerablemente en las dos últimas décadas; además, desde mediados de la década de 2010, la desigualdad disminuye a menor ritmo. Los efectos devastadores de la pandemia de COVID-19 sobre las condiciones económicas están provocando un deterioro del nivel de vida material en la región, lo cual podría echar por tierra años (o décadas) de avances en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, y seguir ralentizando la convergencia con los países con ingresos más altos.

El trabajo y la vivienda siguen siendo los principales retos que afronta la región, en especial en el contexto de la pandemia, durante la cual las precarias condiciones laborales y habitacionales han sido importantes factores impulsores de la expansión del virus. Aunque hasta 2019 los niveles de desempleo fueron relativamente elevados en la región, también en los países analizados, datos recientes muestran que la crisis del COVID-19 ha tenido efectos claramente negativos sobre los niveles de empleo y desempleo. Asimismo, más allá de la cantidad de empleo, su baja calidad y, en particular, la prevalencia de la informalidad, han redundado en un aumento de la precariedad laboral. En el conjunto de América Latina, más de la mitad de todos los trabajadores están empleados en el sector informal y no suelen tener acceso a programas sociales o protección contra el despido improcedente. En consecuencia, durante la pandemia, muchos trabajadores tuvieron que elegir entre obedecer la orden de quedarse en casa y ganar un sustento. Por lo que se refiere a la calidad de la vivienda, en promedio y relación con los países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, solo más o menos la mitad de los hogares tenía acceso a servicios de saneamiento en 2017, y únicamente el 70% tenía acceso a agua potable limpia. Como solo 1 de cada 2 hogares tenía acceso a Internet, la mayoría de los ciudadanos de los países analizados tuvieron dificultades para acceder a las distintas modalidades de teletrabajo y enseñanza a distancia, o para respetar las medidas de higiene adecuada durante la pandemia.

El acceso de los ciudadanos a recursos económicos adecuados es un componente esencial de su bienestar actual. El flujo de ingresos y el saldo de patrimonio al cual pueden recurrir las personas y los hogares determina su capacidad para satisfacer sus necesidades y deseos, así como su libertad para elegir cómo vivir su vida, lo cual incluye los bienes y servicios que desean consumir y a los cuales quieren tener acceso. Para poder elaborar un panorama completo de estas condiciones materiales a nivel individual o familiar es necesario tener en cuenta los ingresos, el consumo y el patrimonio.2 No obstante, la falta de datos comparables sobre saldos de patrimonio en países de América Latina imposibilita actualmente la evaluación en este capítulo de esta última característica de los recursos económicos.

En toda América Latina, los elevados niveles de crecimiento económico registrados entre comienzos de la década de 2000 y mediados de la de 2010 se ven reflejados en una subida de los niveles de ingreso nacional per cápita. De todos modos, este crecimiento estuvo ligado a un auge de los precios de las materias primas3 y, cuando estos comenzaron a tambalearse, a partir de 2014 más o menos, los avances en relación con los ingresos y gastos medios, así como la reducción de la pobreza y la desigualdad, empezaron a estancarse o incluso a revertirse. América Latina es la región con mayor desigualdad del mundo, y la relativa a los ingresos es un rasgo distintivo y persistente de sus países (CEPAL, 2018[2]). El coeficiente de Gini promedio de desigualdad en los ingresos en la región de América Latina y el Caribe (ALC) ha sido superior al de todas las demás regiones del mundo durante décadas, incluso durante el período de reducción prolongada de los últimos tiempos (Banco Mundial, 2016[3]).

Como se ha mencionado anteriormente, los 11 países en los que se centra este informe son todos de ingresos altos e ingresos medios altos (con arreglo a los umbrales definidos para el ingreso nacional per cápita). En 2019, el INB per cápita del grupo de 11 países analizados de ALC (16.711 USD en PPA de 2017) superaba el promedio regional de ALC (15.754 USD) en unos 1.000 USD (Gráfico 2.1, panel A). El incremento medio del INB per cápita en ALC 11 también fue superior al aumento del promedio regional desde el año 2000, reflejo de las mejoras sustanciales en las dos últimas décadas en un número reducido de los países analizados, en particular en Chile, Costa Rica, la República Dominicana y Uruguay. Como suele ser habitual, el promedio enmascara las amplias divergencias entre países; por ejemplo, el INB per cápita de Ecuador (11.044 USD) no llega a la mitad del de Chile (23.261 USD) en 2019. A su vez, este es considerablemente inferior al promedio de la OCDE (44.573 USD). Por otra parte, la brecha de ingreso nacional per cápita entre la OCDE y el conjunto de la región de ALC, así como en relación con el grupo analizado, viene ampliándose desde el año 2000.

El gasto de consumo de los hogares es un buen indicador del nivel de vida material de estos, puesto que informa sobre su gasto en bienes y servicios de consumo (que, a su vez, es un componente importante del PIB total).4 Aunque existen salvedades en cuanto al uso de este indicador como medida exacta del gasto de los hogares, sigue siendo importante tenerlo en cuenta puesto que, a falta de medidas directas del ingreso disponible de los hogares, la información relativa al consumo de los hogares refleja de qué modo el incremento del ingreso nacional podría traducirse en variaciones tangibles de la situación económica de las personas y familias (véase más información en la sección titulada “Aspectos para el desarrollo estadístico”). El valor medio del gasto de consumo final de los hogares en los países analizados sobre los cuales hay datos disponibles registró un incremento, pasando de los 7.340 USD de 2000 a los 9.996 USD en 2019 (Gráfico 2.1). El promedio regional de ALC de estos niveles en ambos años fue solo ligeramente inferior (7.269 USD en 2000 y 9.930 USD en 2019). El ingreso nacional y el gasto de consumo final de los hogares per cápita en los países analizados se mantienen muy por debajo de los niveles de la OCDE, a pesar del incremento considerable registrado en las dos últimas décadas. En líneas generales, la variación entre países y las tasas de incremento son parecidas en los dos indicadores; Chile, Costa Rica, la República Dominicana y Uruguay son los que registran mejoras más significativas a partir del año 2000, tanto en gasto de consumo de los hogares como en INB per cápita (Gráfico 2.1, panel B).

Al comparar las tendencias a largo plazo del ingreso nacional y el gasto de consumo de los hogares per cápita en la región se observa que, si bien los efectos de la crisis económica de 2008-2009 fueron menos pronunciados en el grupo analizado que en el promedio de la OCDE, el final del auge de los precios de las materias primas en 2013-2014 ha provocado un estancamiento tanto del ingreso como del consumo en el conjunto de la región, mientras que en la OCDE estos siguen aumentando.

La percepción que los propios hogares de ALC tienen de sus condiciones materiales de vida pueden ayudar a entender cómo los habitantes de la región han vivido los cambios que se han producido en los 10 últimos años. En el Gráfico 2.3 se presentan los niveles y tendencias de la proporción de la población que afirma sentirse satisfecha con su propio nivel de vida. En el panel A, se comparan los niveles de satisfacción del período trienal más antiguo sobre el cual existen datos (2006-2009) con los del período trienal más reciente (2017-2019), anterior a la pandemia de COVID-19. La mayoría de los países analizados (8 de 11) registraron un incremento de la satisfacción con el nivel de vida; en el grupo analizado, el nivel medio aumentó 7 puntos porcentuales, pasando del 65% al 72%. Los países en los que el incremento del ingreso nacional y el gasto de consumo per cápita fueron más elevados entre 2006-2009 y 2017-2019 experimentaron también la subida más destacada de los niveles de satisfacción. Al analizar las tendencias a largo plazo (Gráfico 2.3, panel B), se observa que el promedio del grupo registró un aumento bastante sostenido entre 2006 y 2014 (interrumpido únicamente por una caída en 2008, año de la crisis financiera mundial), hasta alcanzar un nivel (75%) cercano al promedio de la OCDE. No obstante, a partir de 2014, la mejora de la satisfacción con el nivel de vida comenzó a tambalearse y registró un leve descenso, seguido de un estancamiento en los últimos años. Esta evolución es muy parecida a la de las medidas macroeconómicas del INB y el gasto de consumo final de los hogares per cápita descritas anteriormente. Estos patrones se diferencian significativamente de los que prevalecen en la zona de la OCDE, donde los niveles de satisfacción vienen aumentando desde 2016, tras una década de estabilidad generalizada.

Al medir la correlación entre los tres indicadores, se obtuvo un coeficiente de determinación (R2) entre la variación porcentual de la satisfacción con el nivel de vida y la variación porcentual del INB per cápita entre 2006-2009 y 2017-2019 de 0,57 (Gráfico 2.3, panel C), mientras que el coeficiente entre la satisfacción y el gasto de consumo final de los hogares fue de 0,33 (Gráfico 2.3, panel D). Aunque esto demuestra que una parte importante de la varianza entre países en cuanto a satisfacción con el nivel de vida puede atribuirse a divergencias en el INB y el gasto de consumo final de los hogares per cápita, también implica que una parte importante de dicha varianza no queda justificada por las variables macroeconómicas.

La reducción de la pobreza sigue siendo uno de los principales objetivos de política de todos los países de la región. Aunque la pobreza es una cuestión multidimensional que va más allá de las condiciones materiales (véase en el Capítulo 6 un análisis sobre el uso de las medidas de pobreza multidimensionales en la región), los bajos ingresos son todavía uno de los principales determinantes de la privación que sufren millones de habitantes de América Latina. El Gráfico 2.4 presenta mediciones de la pobreza absoluta y extrema basadas en los ingresos, con arreglo a las medidas calculadas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) (véase en el Recuadro 2.1 una explicación de los distintos umbrales de pobreza). Desde el año 2000, se han registrado importantísimos avances en cuanto a reducción de la pobreza tanto absoluta como extrema en la región, especialmente en los países analizados. En promedio, en 7 de los 11 países analizados sobre los cuales se dispone de los datos más tempranos y tardíos, la proporción de la población que vive en condiciones de pobreza absoluta se redujo a menos de la mitad entre 2000 y 2019, pasando del 44% al 20,4%, mientras que la proporción de ciudadanos que viven en condiciones de pobreza extrema se redujo del 11,6% al 4,7% (Gráfico 2.4, paneles A y B). Se trata de un descenso mucho más pronunciado que el del conjunto de la región, donde la tasa de pobreza absoluta pasó del 45,2% al 30,5%, y la de pobreza extrema se redujo del 12,2% al 11,4%. La reducción de la pobreza absoluta fue particularmente importante en Uruguay (del 43,7% al 3%), Chile (del 42,8% al 10,7%) y Perú (del 43,7% al 15,4%).

Sin embargo, incluso antes de que estallase la pandemia, ya se apreciaban señales de estancamiento o reversión de las tendencias de reducción de la pobreza en países con datos disponibles. Los paneles C y D del Gráfico 2.4 presentan las tendencias de pobreza absoluta y extrema del promedio regional de ALC, así como del promedio de países analizados sobre los cuales hay datos disponibles para los años 2017 a 2019 (Argentina, Colombia, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay). Con posterioridad a 2013-2014, en seis países del grupo analizado, la caída de la pobreza tanto absoluta como extrema comenzó a desacelerarse, y las tasas medias vienen registrando un ligero repunte desde 2017. La tendencia hacia un aumento de la pobreza observada a partir de 2014 es todavía más evidente en el promedio regional de ALC.

América Latina es considerada la región con mayor desigualdad del mundo, y uno de los elementos más claros y persistentes de esa desigualdad es la igualdad en los ingresos (CEPAL, 2018[2]). El Gráfico 2.6 muestra los niveles y tendencias del coeficiente de Gini y la participación en el ingreso de S80/S20 entre 2000 y 2019. El coeficiente de Gini es uno de los indicadores más utilizados para describir la desigualdad, al expresar hasta qué punto la distribución del ingreso de un país se desvía de una distribución perfectamente equitativa en una escala de 0 a 1, siendo 0 una distribución completamente equitativa y 1 una distribución completamente desigual. La relación S80/20 muestra la participación en el ingreso del 20% más rico como proporción de la participación correspondiente al 20% más pobre.

Durante los últimos 20 años, los países del grupo analizado, así como los del conjunto de la región, han logrado reducir enormemente la desigualdad en los ingresos, lo cual corroboran las dos medidas. En promedio, en el grupo de países analizados de ALC 7 sobre los cuales hay datos disponibles para todo el período, el coeficiente de Gini pasó de 0,51 en 2000 a 0,44 en 2019, mientras que el coeficiente de participación en los ingresos S80/20 descendió de 15,1 en 2000 a 9,8 en 2019 (es decir, en 2019 la participación en los ingresos del 20% más rico de la población casi multiplicaba por diez la del 20% más pobre) (Gráfico 2.6, paneles A y B). Durante ese mismo período, el nivel promedio en la OCDE de estas mismas medidas se mantuvo prácticamente sin variación, lo cual significa que, si bien la desigualdad en los ingresos sigue siendo muy elevada, desde 2000 viene produciéndose cierta convergencia entre la región de ALC y la OCDE.

De todos modos, estos logros en materia de desigualdad requieren un esfuerzo constante, sobre todo en el marco del COVID-19 (véase más adelante la sección dedicada a los efectos de la pandemia). Desde 2014 aproximadamente, la reducción de la desigualdad avanza a menor ritmo, por lo menos en los siete países analizados sobre los cuales hay datos disponibles para todo el período (Gráfico 2.6, paneles C y D). En estos países, el descenso medio del coeficiente de Gini fue de 0,03 puntos en el período de cinco años que abarca de 2008-2009 a 2012-2013 (de 0,49 a 0,46), y solo una cuarta parte de este en el período de cinco años siguiente, entre 2014-2015 y 2018-2019 (de 0,46 a 0,45).

Cabe señalar aquí que las comparaciones entre países, así como entre el grupo destacado de ALC o la región y los promedios de la OCDE, deben manejarse con cierta prudencia, puesto que el cálculo de los ingresos no está armonizado en ALC. En la mayoría de países de la región, los ingresos de los trabajadores asalariados se registran después de impuestos, mientras que los ingresos de los trabajadores por cuenta propia y los procedentes de otras fuentes se declaran antes de impuestos. En otros países (p. ej., Brasil), todos los ingresos se declaran antes de impuestos. En general, los ingresos se refieren a particulares. Por su parte, los datos correspondientes al promedio de la OCDE se extraen de la base de datos armonizada Income Distribution Database de la OCDE y se refieren únicamente a ingresos después de impuestos y equivalentes. Ello no impide utilizar los valores de los datos disponibles en comparaciones generales entre países y en el tiempo, pero sí subraya de nuevo la necesidad de armonizar los datos regionales correspondientes a los ingresos de los hogares, aspecto que se aborda más a fondo en la sección titulada “Aspectos para el desarrollo estadístico”.

Es posible que incluso aquellas personas que viven por encima de la línea de pobreza se sientan económicamente limitadas según lo que sus ingresos puedan proporcionarles. En promedio, en 2018, en los 10 países del grupo analizado (ALC 10) sobre los cuales hay datos disponibles, 2 de cada 5 personas (41%) afirmaron tener dificultades para satisfacer sus necesidades básicas con los ingresos familiares, mientras que en los países de la OCDE la proporción fue ligeramente inferior a 1 de cada 4 (23%) (Gráfico 2.7, panel A). Desde el año 2000 (cuando el nivel era del 50%), esta proporción se había reducido en 9 puntos porcentuales de media en los 10 países analizados, impulsada por una fuerte caída en Ecuador y Uruguay, y descensos menos pronunciados en Argentina, Chile, México y Perú, si bien los demás países analizados se mantuvieron estables o incluso registraron pequeños aumentos. En cambio, el promedio regional de ALC se mantuvo prácticamente sin variación a lo largo de ese mismo período. Los datos anuales muestran que la proporción media de personas con dificultades para satisfacer sus necesidades a partir de sus ingresos corrientes tanto en estos 10 países analizados como en el promedio regional de ALC ha aumentado con respecto a 2014 (Gráfico 2.7, panel B).

Una de las formas más graves de privación material es la inseguridad alimentaria, es decir, el no saber si uno va a poder obtener alimentos suficientes para sí y para su familia. La inseguridad alimentaria ya iba en aumento antes de la pandemia, y en 2019 casi 1 de cada 3 personas (32%) vivía con inseguridad alimentaria moderada o severa (véase el Recuadro 2.2).

Los efectos devastadores de la pandemia de COVID-19 van a provocar un deterioro del nivel de vida material en la región, lo cual podría echar por tierra años (o décadas) de avances en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, y seguir ralentizando la convergencia con los países con ingresos más altos. Según las estimaciones de la CEPAL, en 2020 más de una tercera parte de los habitantes de América Latina vivían en situación de pobreza (33,7%), y más de una octava parte lo hacía en situación de pobreza extrema (12,5%).5 De acuerdo con estas estimaciones, la cifra total de personas situadas por debajo de la línea de pobreza absoluta de la CEPAL era de 209 millones al final del año, lo cual supone un aumento de 22 millones con respecto a 2019 (CEPAL, 2021[9]). De este total, 78 millones de ciudadanos vivían en situación de pobreza extrema, lo cual representa un aumento de 8 millones con respecto a 2019 (CEPAL, 2021[9]). Es probable que estos cambios estén detrás de la subida de la tasa de pobreza absoluta hasta el nivel más alto desde 2008, y de la de pobreza extrema hasta el nivel más alto desde 2000 (FAO, 2020[7]).

No hay duda de que la pandemia ha intensificado el nivel de privación no solo de millones de personas que vivían ya al borde de la pobreza, sino también de la clase media vulnerable. En 2019, el 77% de la población de la región (470 millones de personas) pertenecía, según la CEPAL, al estrato de ingresos bajos o medios bajos, con ingresos per cápita de hasta tres veces la línea de pobreza regional, y sin ahorros suficientes para capear la crisis (CEPAL, 2020[10]). La CEPAL calcula que el 15% de quienes pertenecen al estrato de ingresos bajos, pero que no son pobres (con un ingreso per cápita de entre 1 y 1,8 veces la línea de pobreza absoluta), habrán caído en la pobreza absoluta (20,8 millones de personas) o extrema (3 millones de personas) como consecuencia de la crisis (CEPAL, 2020[10]). La prevalencia de la inseguridad alimentaria en América Latina probablemente también habrá aumentado, debido a las perturbaciones en el suministro de alimentos y la pérdida de ingresos (FAO, 2020[7]).

Asimismo, las proyecciones de la CEPAL indican que la desigualdad en los ingresos por persona de los hogares (medida por el coeficiente de Gini) se incrementó en un 5,6% de media entre 2019 y 2020, y en un 2,9% si se tienen en cuenta las transferencias del gobierno (CEPAL, 2021[9]). Como ocurre con los niveles de pobreza, se prevé que la desigualdad en los ingresos se habrá agravado sobre todo en las principales economías de la región; se estima que el coeficiente de Gini habrá aumentado un 3% o más en Argentina, Brasil, Ecuador, México y Uruguay, y entre el 0,5% y el 1,4% en Guatemala, Honduras, Panamá, Paraguay y la República Dominicana (CEPAL, 2020[10]).

Si bien, en promedio, la satisfacción de las personas con su nivel de vida en el grupo analizado no ha variado mucho en los últimos dos años, los países presentan tendencias divergentes. Por ejemplo, la satisfacción con el nivel de vida se redujo ligeramente en 2020 en la República Dominicana (del 72% al 68%) y Brasil (del 73% al 70%) (Gráfico 2.9), pero de forma mucho más pronunciada en Perú (del 74% al 59%). En cambio, la satisfacción aumentó en 3 puntos porcentuales o más en Paraguay (del 71% al 74%), Argentina (del 61% al 65%) y Chile (del 68% al 77%).

De ser posible, las medidas del bienestar actual deben referirse a hogares o particulares. No obstante, la disponibilidad de información sobre ingresos, consumo y patrimonio de los hogares es limitada en los países de América Latina.6 A falta de esta información, pueden utilizarse los datos compilados a partir de los sistemas de cuentas nacionales (SCN) de cada país como indicador sustitutivo de ingresos y consumo; de todos modos, como estos datos combinan información procedente de distintos sectores de la economía (p. ej., empresas, intermediarios financieros y el sector público), constituyen medidas incompletas de las condiciones reales de los hogares. En este capítulo se utilizan dos medidas distintas de las condiciones materiales promedias. La primera de ellas es el ingreso nacional bruto (INB) per cápita, el indicador empleado por el Banco Mundial para clasificar los niveles de ingresos, que recoge los flujos de ingresos devengados por todos los sectores de la economía, en vez de limitarse a los hogares propiamente dichos. La segunda es una medida del gasto de consumo de los hogares basado en los SCN, un indicador que, si bien pertenece a los hogares, no tiene en cuenta la proporción de ingresos corrientes que estos ahorran, y que podrían servirles para financiar su nivel de vida en períodos posteriores. Este indicador incluye también los gastos de las instituciones sin fines de lucro que sirven a los hogares, como son los hospitales y los centros educativos. A pesar de sus limitaciones (entre ellas, el hecho de que solo ofrecen información agregada, sin tener en cuenta los patrones de distribución dentro de un mismo país), el examen conjunto de estos indicadores sustitutivos permite evaluar de forma más completa las condiciones de vida material en América Latina a escala nacional.

Actualmente, en la región, la medición del patrimonio es muy limitada: solo Costa Rica, Chile, México y Uruguay han realizado encuestas sobre el patrimonio de los hogares, si bien no de forma sistemática.7 Mejorar la información sobre el patrimonio no solo es importante para tener una idea más clara de los activos financieros y materiales de los hogares, sino también para entender mejor la inseguridad económica de estos. El grupo de expertos de alto nivel sobre la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social consideró prioritaria la medición de la inseguridad económica (Stiglitz, Fitoussi and Durand, 2018[11]). La inseguridad financiera es un factor especialmente relevante a la hora de determinar qué personas sin pobreza de ingresos corren el peligro de caer en la pobreza por no disponer de recursos financieros suficientes. Por ejemplo, en la edición de 2020 de ¿Cómo va la vida? (OCDE, 2020[1]) se incluye una medida de la proporción de la población que no tiene recursos financieros suficientes para protegerse de una pérdida de ingresos de tres meses.8 Esta medida proporciona información valiosa sobre la suficiencia o insuficiencia de los activos que pueden servir de protección ante shocks, hace hincapié en la distribución de los recursos económicos y presenta información sobre ingresos y patrimonio de forma conjunta (aunque no sobre el consumo).

Con el fin de entender mejor la situación económica de los latinoamericanos desde el punto de vista del bienestar, es importante mejorar la disponibilidad y comparabilidad de las medidas directas del ingreso de los hogares, así como del patrimonio de estos. No es una tarea fácil, puesto que la definición de ingresos empleada en las encuestas nacionales de los países de la región suele variar de forma sustancial según el tratamiento que se da, en su caso, a los ingresos en especie, los alquileres imputados y la producción doméstica, por ejemplo, o según si otras fuentes de ingresos específicas, como las remesas, las transferencias privadas o las rentas de la propiedad se han capturado o no de forma adecuada. Asimismo, los ingresos pueden declararse netos o brutos de impuestos; en este último caso (como ocurre con los datos oficiales de Brasil y Colombia), es normal que las medidas de la desigualdad basadas en los ingresos antes de impuestos sean superiores a las que se obtienen tras declarar las desigualdades en ingresos disponibles (es decir, después de impuestos), puesto que no reflejan los efectos redistributivos de los impuestos. En algunos países (p. ej., México), incluso cuando las medidas se refieren al ingreso disponible, los datos sobre tributación no se declaran por separado, lo cual hace que sea imposible capturar la magnitud total de la redistribución (solo la de las transferencias públicas) (Balestra et al., 2018[12]). Además, las estimaciones de la desigualdad en los ingresos en los países de América Latina suelen no coincidir con el enfoque de la OCDE, que utiliza mediciones de los ingresos ajustados de forma que reflejen las economías de escala de las necesidades de los hogares (los llamados “ingresos equivalentes de los hogares”9). Las fuentes latinoamericanas suelen utilizar de forma estándar el ingreso per cápita, que presupone que no existen economías de escala dentro de los hogares (Balestra et al., 2018[12]). Armonizar la forma de recolectar y declarar los datos en la región de ALC significaría un importante paso adelante hacia la disponibilidad de medidas directas comparables de los ingresos de los hogares y la distribución del ingreso.

La medición de las condiciones económicas de los hogares y su distribución también podría mejorarse en otros sentidos; por ejemplo, ampliando su frecuencia y cobertura. De ser posible, deberían realizarse encuestas sobre la distribución del ingreso por lo menos una vez al año, y la recolección de los datos sobre el ingreso debería efectuarse en relación con el año anterior (y no con el mes anterior, como ocurre en algunos de los países de la región). Asimismo, deberían tomarse medidas que garanticen que los datos abarcan la totalidad de la distribución del ingreso, en especial los situados en los límites superior e inferior, que suelen quedar subregistrados. En América Latina, la desigualdad viene impulsada normalmente por una excesiva concentración de los ingresos en manos de una pequeña élite en el 1% superior, o incluso en el 0,1% de la distribución, aún más que en otras regiones del mundo (Sánchez-Ancochea, 2021[13]). Complementar los datos de las encuestas con información adicional procedente de otras fuentes —como los registros tributarios, siempre que sea posible— puede ayudar a obtener cifras más precisas sobre los ricos ocultos (“missing rich”) (Stiglitz, Fitoussi and Durand, 2018[11]). Los datos administrativos también pueden contribuir a la mejora de la calidad de la medición de los ingresos en el extremo inferior de la distribución del ingreso. Muchos países de la región, por ejemplo, han introducido en las últimas décadas las transferencias monetarias condicionadas, si bien no siempre se declaran debidamente en las encuestas sobre ingresos de los hogares.10 Complementar las encuestas de hogares con datos administrativos de las transferencias monetarias condicionadas podría dar acceso a información más precisa sobre la situación de los hogares que cumplen los requisitos.

Por último, dada la importancia de la cuestión de la inseguridad alimentaria en la región, un uso más generalizado del índice de experiencia de inseguridad alimentaria en las encuestas nacionales proporcionaría valiosos datos concluyentes y comparables, que permitirían llevar un seguimiento de su prevalencia e intensidad.

La mayoría de los hogares con personas en edad de trabajar requieren ingresos periódicos por trabajo remunerado para incrementar y mantener las condiciones de vida material. Además, tanto el trabajo remunerado como el no remunerado pueden dar a las personas la oportunidad de hacer realidad sus ambiciones, desarrollar capacidades y habilidades, sentirse útiles dentro de la sociedad y fortalecer la autoestima. El trabajo conforma la identidad de las personas, proporciona estructura y puede generar oportunidades de relación social. El desempleo tiene importantes y persistentes efectos negativos sobre la salud tanto física como mental, así como sobre el bienestar subjetivo, efectos que van mucho más allá de la pérdida de ingresos generada por la falta de trabajo (OCDE, 2011[14]). Como la mayoría de las personas pasan gran parte de sus horas de vigilia en el trabajo, y trabajan durante gran parte de sus vidas, los organismos internacionales y las autoridades económicas reconocen cada vez más la necesidad de tener un empleo de gran calidad; es decir, trabajos que proporcionen salarios y prestaciones adecuados, sean razonablemente seguros y se desarrollen en entornos laborales seguros y propicios.11

En América Latina, las tasas de empleo son elevadas si se comparan con el promedio de la OCDE, algo que viene ocurriendo desde hace por lo menos 20 años. No obstante, las tasas de empleo empezaron a flaquear en 2016, y el desempleo también va en aumento. Además, el empleo latinoamericano se caracteriza por una elevada tasa de informalidad; se estima que más de la mitad de los trabajadores ocupan puestos de trabajo informales. Si bien puede argumentarse que es mejor tener trabajo informal que no tener trabajo, la elevada prevalencia de la informalidad es motivo de preocupación desde el punto de vista de la calidad del empleo, puesto que los trabajos informales no están protegidos, ni regulados, reconocidos o valorados. Como en América Latina la protección social y el acceso a servicios de salud suelen estar vinculados a la situación laboral, los trabajadores informales son especialmente vulnerables. En este sentido, los efectos de la pandemia de COVID-19 pueden resultar devastadores y provocar un fuerte incremento del desempleo, un nuevo aumento de la informalidad en porcentaje del empleo total y pobreza generalizada.

El trabajo remunerado proporciona a las personas y las familias ingresos esenciales, pero también, y especialmente en el caso de América Latina, acceso a servicios de salud y otras formas de protección social vinculadas a la situación laboral. Un examen del promedio de los siete países analizados sobre los cuales existen series temporales comparables (Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Paraguay y Perú) revela que, si bien la tasa de desempleo se mantuvo estable entre 2014 y 2019 (en el 68%), la de desempleo creció del 6,5% al 8,4% (Gráfico 2.10). A lo largo de ese mismo período, la tasa media de empleo de la OCDE registró un ligero aumento, del 58% al 60%, mientras que la de desempleo se redujo, pasando del 9,8% al 7,5%.

La pandemia ha afectado en gran medida los principales resultados del mercado laboral, como se aprecia en la fuerte variación de los niveles de empleo y desempleo entre 2019 y 2020. Esta cuestión es objeto de análisis detallado en la sección dedicada a los efectos del COVID-19, pero el Gráfico 2.10 ya deja entrever que el empleo ha disminuido y el desempleo ha aumentado, tanto en el grupo analizado de ALC como en los promedios regionales. Aunque lo mismo ha ocurrido en la OCDE, las consecuencias no son de la misma magnitud que en ALC. En el conjunto de los siete países analizados de la región sobre los cuales hay datos disponibles, el empleo registró un descenso de 9 puntos porcentuales entre 2019 y 2020, hasta situarse en el 58% (mientras que la disminución en la OCDE fue de tan solo 1 punto), y el desempleo se incrementó en 3,6 puntos, hasta el 12% (comparado con el aumento de 1,2 puntos porcentuales de la OCDE).12

En el momento de redactarse este informe, los indicadores del mercado laboral para 2020 no estaban disponibles en relación con todos los países analizados, por lo que el examen que figura a continuación se centra en la situación que había antes de la pandemia, en 2019. En promedio, en los 10 países analizados con datos comparables, la tasa de empleo fue del 66% de la población mayor de 25 años. Se trata de un nivel relativamente elevado, 5 puntos porcentuales por encima del promedio de la OCDE en 2019 (61%). En 2019, las tasas de desempleo de los países analizados presentaron divergencias de más de 20 puntos, desde el 58,6% de Brasil hasta el 80,1% de Perú (Gráfico 2.11, panel A). Si bien la mayoría de los países registraron poca variación neta en el empleo entre 2010 y 2019, no fue así en todos los países: Uruguay experimentó un descenso de la tasa de empleo de casi 4 puntos en ese período, mientras que Paraguay registró un aumento de la misma magnitud.

La tasa de empleo relativamente elevada de los países analizados enmascara problemas más profundos en cuanto a la calidad y la disponibilidad de oportunidades laborales en la región. Por ejemplo, en los ocho países analizados con series temporales comparables, en 2019, en promedio, el 9,2% de los trabajadores tenían empleos que no les proporcionaban horas de trabajo suficientes (Gráfico 2.11, panel B). En Argentina, 1 de cada 7 trabajadores (14,6%) trabajaba involuntariamente a tiempo parcial, y deseaba y podía trabajar más horas. No obstante, el subempleo por insuficiencia de horas es muy inferior en los países analizados que en el conjunto de la región de ALC, donde casi 1 de cada 5 trabajadores (18,5%) querría y podría trabajar más horas si tuviese la oportunidad.

Dentro del grupo analizado, los niveles de desempleo fueron muy variados en 2019 (Gráfico 2.12, panel A). La tasa de desempleo más elevada, la de Brasil (11,9%) triplicó la más reducida del grupo analizado, la de Perú (3,4%). Tanto Perú como Ecuador y México registraron tasas de desempleo inferiores al promedio de la OCDE en 2019 (5,9%). La tasa media de desempleo del grupo analizado aumentó ligeramente, pasando del 6,9% de 2010 al 7,4% en 2019; en este período, los incrementos más fuertes a nivel nacional fueron los observados en Argentina (+2,5 puntos porcentuales) y Brasil (+4,7 puntos).

El desempleo puede tener repercusiones notables sobre el bienestar de los trabajadores, no solo en términos de pérdida de ingresos, sino también por los efectos estigmatizadores mucho más duraderos que el período de desempleo en sí (Mousteri, Daly and Delaney, 2018[15]). Los efectos negativos del desempleo aumentan conforme a su mayor duración: el desempleo de larga duración, aquel que se prolonga más allá de 12 meses, puede suponer una carga considerable para los afectados y sus familias. En promedio, en los ocho países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, el desempleo de larga duración representaba en 2019 el 15% del desempleo total, una tasa casi un 50% inferior al promedio de la OCDE (Gráfico 2.12, panel B). Lo cierto es que casi todos los países, a excepción de Argentina, registraron tasas de desempleo de larga duración inferiores al promedio de la OCDE. No obstante, estos resultados relativamente positivos del mercado de trabajo en la región de ALC deben interpretarse en el contexto de la insuficiencia de redes de protección social. Ante la limitada cobertura de las prestaciones por desempleo, los trabajadores, en general, no pueden permitirse estar sin trabajo durante mucho tiempo y, por necesidad, se ven obligados a encontrar empleo sin demora, incluso si los únicos trabajos disponibles pertenecen al sector informal.

El trabajo informal13 proporciona ingresos en los casos en los que puede que no haya puestos de trabajo disponibles en el sector formal, pero acarrea una falta de cobertura de protección social y un mayor grado de vulnerabilidad a la inseguridad laboral, malas condiciones de trabajo y una remuneración menor (OIT, 2018[16]). Cerca del 40% de los trabajadores de América Latina no están cubiertos por ninguna red de protección social, pero el porcentaje llega al 65% en el caso de los trabajadores informales (OCDE et al., 2020[17]).

En conjunto, más de la mitad de los trabajadores (57%) estaban empleados en el sector informal en los países analizados en 2019, un nivel que se acerca al registrado en 2010 (58%) (Gráfico 2.13, panel A). La prevalencia de la informalidad disminuyó en la última década en la mitad de los países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, un descenso que fue especialmente importante en Perú, Paraguay y Colombia (9, 8 y 6 puntos porcentuales, respectivamente). Como hemos visto en el caso de otros indicadores del empleo examinados en esta sección, se aprecian importantes diferencias en cuanto a prevalencia de la informalidad en los países analizados, que oscila entre el 24% de Uruguay y el 69% de Ecuador.

A veces hay quien prefiere utilizar el empleo informal como proporción del empleo no agrícola para medir la informalidad, ya que el trabajo informal suele ser habitual en el empleo agrícola, con lo cual los resultados de los países con importantes sectores agrícolas podrían quedar distorsionados. Esta medida se incluye en el marco global de las Naciones Unidas para monitorear el ODS 8.3.1, relacionado con la creación de puestos de trabajo decentes y productivos. No obstante, al excluir al sector agrícola, el descenso en la prevalencia de la informalidad en los países analizados apenas es apreciable y se sitúa en promedio en una tasa del 52%, siendo las diferencias entre países bastante parecidas a las que se señalan en el Gráfico 2.13.

La remuneración es un componente fundamental de la calidad del empleo y uno de los principales determinantes de los ingresos y la calidad de vida de las personas. En promedio, el incremento de los salarios reales en el grupo analizado fue mínimo entre 2010 y 2019; los salarios por hora pasaron de 4,9 USD a 5,3 USD, mientras que los salarios mensuales pasaron de 821 USD a 906 USD (conforme a la PPP de 2017) (Gráfico 2.14, paneles A y B).

Estas tendencias medias enmascaran el hecho de que los salarios de los trabajadores situados en el extremo inferior de la distribución han aumentado en general a un ritmo muy superior en América Latina durante las dos últimas décadas (Messina and Silva, 2017[18]). Ello ha provocado un descenso considerable tanto de la desigualdad salarial como de la pobreza activa (Gráfico 2.14, paneles C y D). En términos generales, en los siete países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, la proporción de empleados que viven por debajo del umbral de pobreza (según cálculos de la CEPAL) se redujo del 26% de 2000 hasta el 10% en 2019. En promedio, en los nueve países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, el coeficiente de Gini de los ingresos por trabajo se redujo de 0,49 en 2010 a 0,46 en 2019.

La seguridad en el mercado laboral —que captura los principales riesgos que enfrentan los trabajadores en el mercado de trabajo, así como sus repercusiones económicas— es uno de los tres aspectos principales de la calidad laboral en el marco de calidad del empleo de la OCDE, junto a la remuneración y el ambiente de trabajo (Cazes, Hijzen and Saint-Martin, 2015[19]). En este sentido, el grado de inseguridad laboral percibida por los trabajadores, o el nivel de preocupación de los ciudadanos por la posibilidad de perder el trabajo, son indicadores importantes.14 El Gráfico 2.15 muestra que, si bien la inseguridad laboral percibida en los países analizados se ha reducido respecto de la del año 2000, esta sigue siendo generalizada, incluso antes de la pandemia. En 2018, en los países analizados, en promedio, 3 de cada 5 personas (60%) tenían miedo a perder su trabajo en los 12 meses siguientes. Pese a no existir datos del todo comparables sobre los países de la OCDE, los datos de Eurofound sobre 2015 indican que solo 1 de cada 5 europeos (16,6%) consideraba probable perder su trabajo en los 6 meses siguientes. El país con mayor inseguridad laboral percibida es Brasil, donde el 70% de los encuestados declararon haber tenido miedo de perder su trabajo en 2018, una proporción que prácticamente no ha variado respecto al nivel del año 2000 (71%).

La calidad del empleo engloba también un amplio abanico de aspectos no económicos del ambiente de trabajo de las personas, que van desde la naturaleza de las tareas laborales asignadas a cada trabajador hasta las condiciones físicas y sociales en las que dichas tareas se llevan a cabo, pasando por las características de la empresa u organismo en donde se realiza el trabajo, la programación del tiempo de trabajo, las perspectivas que el empleo ofrece a los trabajadores y las recompensas inherentes al puesto de trabajo ( (OCDE, 2017[20]); (CEPAL, 2019[5])). Dos de los indicadores del ambiente de trabajo con particular relevancia en América Latina son las largas jornadas laborales y las lesiones profesionales.

Las largas jornadas de trabajo pueden afectar negativamente la salud física y mental de las personas, así como la conciliación de la vida personal y laboral, al dejar poco tiempo para la familia, las relaciones sociales o el trabajo no remunerado en el hogar (OCDE, 2017[20]). En los países analizados, 1 de cada 5 empleados aproximadamente (20,6%) trabajaba 50 horas o más en su empleo principal en 2018, una proporción que prácticamente dobla la tasa media de la OCDE (10,9%) (Gráfico 2.16, panel A). Desde el año 2000, casi todos los países del grupo han registrado un sensible descenso de la proporción de personas que trabajan jornadas muy largas, a excepción de México, donde la tasa ha aumentado un 6%. Asimismo, en América Latina muchas personas tienen más de un empleo, lo cual incrementa todavía más la carga de la jornada laboral. En 2018, el 24% de los empleados del grupo analizado trabajaban 60 horas semanales o más en el cómputo global de sus trabajos (el porcentaje oscila entre el 45,8% de México y el 5,8% de Chile, Gráfico 2.16, panel B), lo cual viene a multiplicar por seis la tasa media de la OCDE, que es del 4,2%.

La seguridad de los trabajadores es un aspecto fundamental de la calidad del empleo. Según los datos disponibles, el nivel de seguridad y la tendencia subyacente difieren considerablemente entre los países analizados (Gráfico 2.17). Por ejemplo, mientras que Argentina y Chile registraron mejoras significativas de las tasas de lesiones tanto mortales como no mortales entre 2010 y 2018, Costa Rica asistió a un nuevo incremento de las lesiones mortales, ya elevadas, durante ese mismo período. En Costa Rica, pese a la mejora de la tasa de lesiones no mortales, casi 1 de cada 10 trabajadores sufrió una lesión no mortal en el puesto de trabajo durante 2018.

Estos datos se han incorporado al informe para subrayar la importancia de la seguridad de los trabajadores para la calidad del empleo en particular, y para el bienestar en general (lo cual queda reflejado también en el uso del indicador en la meta 8.8.1 de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas). No obstante, cabe señalar que, como los datos se basan en registros administrativos, las diferencias entre países también pueden ser un reflejo de la calidad de los procesos de declaración subyacentes. Puede que exista subregistro y doble contabilización de casos de lesión profesional (cuando se combinan datos de varios registros) y, por tanto, es algo que debe tenerse en cuenta al comparar países.

La protección social engloba un amplio abanico de políticas y programas diseñados para reducir la vulnerabilidad de los trabajadores o las personas en todo su ciclo vital o en supuestos específicos y momentos determinados. En cuanto tales, los programas de protección social sustentan el desarrollo social de un país y, por ende, el bienestar de sus habitantes. La protección social es un tema transversal e incluye las prestaciones para los niños y las familias, así como de maternidad, desempleo, empleo, lesión, enfermedad, vejez, discapacidad y salud. La protección social guarda una estrecha relación con el trabajo y la calidad del empleo, en el sentido en que los sistemas de protección social se financian principalmente gracias a las contribuciones de la fuerza laboral, y el acceso a muchas prestaciones sociales suele estar vinculado a tener un empleo formal.

Entre 2002 y 2015, la cobertura de seguridad social ha mejorado constantemente en la región de ALC, gracias a las condiciones económicas favorables (que provocaron un incremento general del empleo, y más concretamente del empleo formal) y de los esfuerzos de los gobiernos para priorizar la reducción de la pobreza y la vulnerabilidad, si bien sigue habiendo enormes lagunas (CEPAL, 2018[2]).

Ante la amplitud y la heterogeneidad de los sistemas de protección social, se requieren varios indicadores para evaluar al detalle la cobertura. Por ejemplo, la base de datos de los ODS consta de 12 indicadores distintos para la medición de los avances en relación con la meta 1.3 de poner en práctica a nivel nacional sistemas de protección social para todos. Los datos más recientes no están disponibles en todos estos indicadores, pero sí que la medida de la proporción de la población incluida en por lo menos un programa de protección social incluye datos recientes y comparables sobre la mayoría de los países analizados (aunque, por lo general, las series temporales largas que permiten la comparación en el tiempo no están disponibles).

En promedio, en los países analizados, solo el 56% de la población tiene cobertura mediante, por lo menos, una prestación de protección social15 (mientras que el promedio de la OCDE es del 88%), lo cual implica que un poco más de dos quintas partes de los habitantes de los países analizados no tienen ninguna cobertura de protección social (Gráfico 2.18). Las diferencias entre países son considerables: las tasas de cobertura de Uruguay son superiores a los niveles de la OCDE (93,8%), mientras que en Perú, Paraguay y Ecuador apenas un tercio de la población está cubierta por una prestación como mínimo.

Como ya se ha expuesto en esta sección, la pandemia ha tenido efectos pronunciados sobre el empleo y el desempleo en la región, con una caída de 9 puntos porcentuales de la tasa media de empleo de los siete países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, y un incremento de 3,6 puntos del desempleo entre 2019 y 2020. En ambos indicadores, la magnitud de la variación ha sido muy superior en los países de ALC que en el promedio de la OCDE. En conjunto, el aumento del desempleo en la región es inferior a lo que cabría esperar habida cuenta de la magnitud de la contracción del PIB, ya que fueron muchas las personas en edad de trabajar que abandonaron la fuerza laboral (CEPAL/OIT, 2020[21]). Por lo tanto, la disminución de la fuerza laboral alivió la presión sobre el mercado de trabajo (CEPAL, 2021[9]).

La falta de protección social para trabajadores informales implica que, durante la pandemia, estos se han visto obligados a elegir entre obedecer las órdenes de quedarse en casa y ganar un sustento. Su riesgo de infección es mayor a causa de la naturaleza de su trabajo (p. ej., empleados domésticos en hogares privados, o trabajadores de los sectores minorista y de la hostelería) y su capacidad de afrontar sus efectos es menor, debido a la reducida cobertura sanitaria y falta de acceso a servicios de salud de calidad. Además, al tener ingresos bajos, su capacidad para soportar largos períodos de inactividad es limitada (CEPAL, 2020[22]; OCDE et al., 2020[17]). Por esta razón, la pandemia no solo agravará la vulnerabilidad y las privaciones de los trabajadores informales, sino que existe el riesgo de que la proporción de empleo informal dentro del empleo total aumente, a causa de los ceses y despidos en el sector informal. Las proyecciones elaboradas por el Banco Interamericano de Desarrollo indican que la tasa de informalidad podría alcanzar el 62% en el conjunto de América Latina como consecuencia de la pandemia, frente al 54% de 2016 (OIT, 2018[16]; Altamirano et al., 2020[23]). Como en el marco de la pandemia de COVID-19 cada vez es más difícil encontrar empleo formal y son más las personas que se pasan al empleo informal (a menudo como trabajadores por cuenta propia), es probable que la pobreza activa aumente en el futuro más inmediato.

Las encuestas sobre la fuerza laboral son de uso habitual en la región de ALC, y resulta relativamente sencillo acceder a datos comparables y de gran calidad sobre empleo, desempleo, duración del desempleo, subempleo, horas trabajadas y remuneración.

En general, la proporción de informalidad suele capturarse mediante preguntas incluidas en las encuestas a los hogares, aunque, por su propia índole, el trabajo informal cuesta más de medir, debido a su fluidez y falta de visibilidad. La OIT define la economía informal como “todas las actividades económicas realizadas por los trabajadores y unidades económicas que no están cubiertos o que están insuficientemente cubiertos —en la legislación o en la práctica— por acuerdos formales”. Asimismo, define el empleo informal como “el número total de empleos informales (...), ya se ocupen estos en empresas del sector formal, empresas del sector informal, o en hogares, durante un período de referencia determinado” (OIT, 2012[24]). Esta amplia definición se ha utilizado para generar estimaciones multinacionales del tamaño de la informalidad, pero, al tratarse de una metodología flexible, los enfoques aplicados por cada país no son siempre comparables. Por ejemplo, en Colombia, la definición de “trabajadores informales” se basa en el tamaño de la empresa y la categoría profesional; en Perú, en si los trabajadores tienen o no acceso a servicios de salud, y en Argentina, Costa Rica y Paraguay, en el acceso a sistemas de protección social en general (INE, 2019[25]). Ante la importancia del trabajo informal en la región, aumentar la comparabilidad de las estadísticas permitiría respaldar la formulación de políticas más eficaces y focalizadas en apoyo a la transición de los trabajadores hacia la formalidad.

Asimismo, en relación con América Latina, es importante desarrollar otras medidas de la calidad del empleo. Por ejemplo, el marco de calidad del empleo de la OCDE se refiere a la seguridad del mercado laboral (Cazes, Hijzen and Saint-Martin, 2015[19]) y la calidad del entorno de trabajo, además de la remuneración, como principales determinantes de la calidad del empleo. En él se insiste en que en aquellos países que no disponen de sistemas de seguro social, o en los que estos son deficientes, y en los que existe el riesgo de que el salario sea muy bajo (como ocurre en América Latina), la inseguridad general del mercado de trabajo queda subestimada si solo se tiene en cuenta el riesgo de desempleo. A fin de obtener una medición más apropiada y completa de la seguridad del mercado laboral, el marco propone medir tanto la pérdida de remuneración esperada vinculada al desempleo (incluido el grado de mitigación, en su caso, brindada por las redes de protección públicas) como la prevalencia de las pagas que no alcanzan un umbral determinado. La Estrategia de Empleo de la OCDE también considera que la calidad del empleo es una prioridad de política esencial, a la vez que destaca la importancia de la adaptabilidad y la resiliencia a la hora de obtener buenos resultados económicos y del mercado de trabajo. La estrategia incluye las principales recomendaciones de política, organizadas alrededor de tres principios generales que conciernen a América Latina: 1) promover un entorno en el que puedan generarse abundantes empleos de alta calidad; 2) prevenir la exclusión del mercado laboral y proteger a las personas de los riesgos del mercado laboral, y 3) prepararse para oportunidades y retos futuros en un mercado laboral rápidamente cambiante (OCDE, 2018[26]).

Las condiciones de trabajo inseguras, representadas mediante la prevalencia de las lesiones profesionales en este apartado, son una manifestación extrema de un entorno de trabajo de baja calidad. En las directrices de la OCDE sobre la medición de la calidad del entorno laboral (OECD Guidelines on Measuring the Quality of the Working Environment) se enumeran también otros factores (p. ej., el entorno social, la cultura institucional y la motivación intrínseca) como características importantes del entorno de trabajo (OCDE, 2017[20]); por su parte, el marco de bienestar de la OCDE incorpora una medida de la tensión laboral, la situación en la cual las exigencias del trabajo soportadas por los trabajadores (entre ellas, exigencias físicas, intensidad del trabajo, inflexibilidad de horarios) superan los recursos que tienen a su disposición (p. ej., facultad para decidir sobre las tareas, capacitación y promoción profesional) (OCDE, 2020[1]). Todas estas medidas parten de encuestas comparables en las que se pregunta a los trabajadores sobre distintos aspectos de su ambiente laboral. Según la base de datos de la OCDE sobre la calidad del empleo, aproximadamente 1 de cada 3 trabajadores experimentó tensión laboral en México y Chile en 2015 (29% y 28% respectivamente), una cifra similar a la tasa media de la OCDE (OCDE, 2020[1]). Sería bueno elaborar esta clase de medidas de forma que pudiesen compararse entre los países de la región.

Por último, el uso de medidas subjetivas podría reportar información útil sobre la calidad de los puestos de trabajo de las personas. En este apartado se emplea una medida subjetiva para mostrar los niveles de inseguridad laboral percibida en la región. El uso de medidas comparables de la satisfacción laboral subjetiva también permitiría disponer de información valiosa sobre la calidad del empleo.

La vivienda es uno de los elementos principales del bienestar actual de las personas, identificado como tal en el derecho internacional (p. ej., la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales). La vivienda es fundamental para tener cobijo y sensación de seguridad, privacidad y espacio personal (OCDE, 2011[14]). Además, gozar de buenas condiciones habitacionales es esencial para la salud de las personas y repercute en el desarrollo durante la infancia (OMS, 2018[27]).

La vivienda es uno de los principales obstáculos que enfrenta América Latina en su camino hacia el desarrollo sostenible, tras décadas de rápida urbanización y expansión de los barrios marginales. La región es una de las más urbanizadas del planeta: en 2018, 4 de cada 5 personas (81%) vivían en zonas urbanas (ONU-DESA, 2018[28]).16 También es la región con mayor proporción de la población aglutinada en megalópolis (ciudades de más de 10 millones de habitantes); seis de ellas (Buenos Aires, Ciudad de México, São Paulo, Río de Janeiro, Bogotá y Lima) concentran al 14% de la población de la región (ONU-DESA, 2018[28]). En el período que abarca de 1950 a 1990, la proporción de la población residente en zonas urbanas pasó del 40% al 70%; desde entonces, el ritmo de urbanización ha ido disminuyendo, hasta situarse en una tasa de crecimiento anual inferior al 2%, equivalente a la tasa de crecimiento de la población (BID, 2016[29]). Los pronósticos de población indican que esta tendencia se mantendrá en las próximas décadas, y que la urbanización se situará en niveles cercanos al 85% en 2030, y posteriormente se estabilizará (ONU-Habitat, 2012[30]; BID, 2016[29]).

Como consecuencia de la incapacidad tanto del mercado inmobiliario formal como de las políticas públicas para hacer frente a esta situación, cada vez más habitantes urbanos viven en barrios marginales. La demanda de terrenos habilitados para acoger a habitantes urbanos ha sobrepasado la capacidad de la oferta (Gilbert, 2000[31]), y los gobiernos tienen dificultades para crear mecanismos para financiar estos terrenos o viviendas asequibles para los grupos de bajo ingreso. La falta de planificación y políticas territoriales también ha limitado considerablemente la oferta de vivienda de bajo costo. A raíz de ello, los precios inmobiliarios han aumentado hasta el punto de que gran parte de la población no puede permitirse una vivienda, en especial las personas que tienen dificultades para llegar a fin de mes (BID, 2016[29]).

Pese a este difícil contexto, los indicadores de condiciones habitacionales muestran signos de mejora, ya que en las dos últimas décadas tanto la proporción de la población que vive en barrios marginales como la densidad de vivienda han disminuido. En general, el acceso a servicios de agua potable gestionada de manera segura, saneamiento e Internet ha mejorado, pero siguen existiendo brechas significativas entre los países del grupo analizado. En América Latina, la privación en relación con la vivienda ha agravado las cargas y tensiones psicosociales generadas por el distanciamiento social y el confinamiento impuestos durante la pandemia de COVID-19 y, además, ha complicado el aislamiento de las personas sintomáticas respecto a otros hogares y miembros de la comunidad. Asimismo, ha situado en el punto de mira el problema persistente de la asequibilidad de la vivienda: la crisis podría incrementar el número de personas sin hogar, sobre todo en las grandes ciudades de la región. Por último, el acceso a Internet de alta velocidad en el hogar fue esencial para minimizar algunas de las perturbaciones generadas por la crisis sanitaria, pero la brecha digital entre los países del grupo analizado indica que hay personas que se están quedando atrás.

Pese a los importantes avances registrados desde el año 2000, la mala calidad de la vivienda es un síntoma de la desigualdad generalizada que reina en América Latina y el Caribe, y las ciudades de la región presentan una fuerte segregación por niveles socioeconómicos. Si bien la segregación urbana no es exclusiva de América Latina, el tamaño relativamente reducido de la clase media en la región, y el hecho de que la desigualdad en los ingresos viene caracterizada por una elevada concentración de ingresos en el límite superior de la distribución, y de que gran parte de la población vive en la pobreza, hace que las diferencias de condiciones habitacionales sean considerables incluso dentro de un mismo barrio, con exclusivas residencias protegidas que colindan con asentamientos informales (Sánchez-Ancochea, 2021[13]). Evidentemente, la calidad de la vivienda no solo es un problema en las zonas urbanas; las desigualdades habitacionales entre zonas urbanas y rurales se analizan con mayor detalle en el Capítulo 5.

Ya sea en Ciudad de México o en Buenos Aires, los barrios marginales y asentamientos informales suelen ser de construcción propia y estar situados en los únicos espacios urbanos disponibles, es decir, aquellos con mayor riesgo de desastres naturales y en los cuales la delincuencia, la vulnerabilidad y la pobreza son muy habituales, creando así obstáculos al mejoramiento de la vivienda (McTarnaghan et al., 2018[32]). Las viviendas de los barrios marginales suelen construirse con materiales de baja calidad o inseguros, y a menudo quedan excluidas del suministro de servicios esenciales y de saneamiento. El Gráfico 2.19 muestra cómo, en las dos últimas décadas, los países de América Latina han logrado reducir de forma sustancial la proporción de habitantes que viven en barrios marginales. En 2018, en los ocho países de América Latina sobre los cuales hay datos disponibles, casi 1 de cada 5 personas (17%) vivía en un barrio marginal, mientras que en 2000 la relación era de aproximadamente 1 de cada 4 (23%). Argentina y Brasil han registrado un fuerte descenso de la proporción de personas que viven en barrios marginales, pasando el 30% del año 2000 a aproximadamente un 15% en 2018. Si bien la proporción de habitantes de un barrio marginal es menor, los valores absolutos superan a día de hoy las cifras de hace 20 años (BID, 2016[29]).17 Asimismo, se aprecian diferencias significativas entre países: en Perú, 1 de cada 3 personas (33%) vivía en un barrio marginal o asentamiento informal en 2018, mientras que en Costa Rica esta cifra no llegaba a 1 de cada 20 (4%). Las tendencias también son distintas: mientras que la proporción de la población que vive en barrios marginales ha ido disminuyendo a lo largo de las dos últimas décadas (tanto en el conjunto de la región de América Latina como en la mayoría de los países analizados), en Chile, Paraguay y Ecuador apenas se aprecia variación, mientras que en Colombia la proporción de quienes viven en barrios marginales incluso ha aumentado (del 22% al 28%) (Gráfico 2.19).

El hacinamiento es otro de los aspectos fundamentales de la privación relacionada con la vivienda que puede tener repercusiones negativas sobre la salud física (contribuye a la propagación de enfermedades respiratorias, tuberculosis y alergias), la salud mental y el desarrollo en la infancia. Por ejemplo, el hacinamiento puede influir en las dificultades de los niños para concentrarse a la hora de hacer deberes o incluso de jugar, lo cual afecta su rendimiento académico y contribuye al fracaso escolar (Santos, 2019[34]). No existe disponibilidad generalizada de series temporales comparables en la región (como ocurre con muchos otros indicadores de la calidad y asequibilidad de la vivienda), pero las medidas de la densidad de vivienda pueden ofrecer una idea del nivel relativo de hacinamiento y sus tendencias generales (Gráfico 2.20). Sin tener en cuenta barrios marginales y asentamientos informales, la proporción media de hogares en los que más de dos personas comparten habitación es del 21% en los países del grupo analizado. El nivel es particularmente alto en Paraguay (33%) y Perú (34%) (Gráfico 2.20, panel A). En cambio, en Uruguay, Costa Rica y Chile, es por lo menos tres veces menor y se sitúa en torno al 10%, o en un nivel inferior.

En los nueve países del grupo analizado sobre los cuales hay datos disponibles, el promedio es de 0,9 personas por habitación, nivel cercano al promedio del conjunto de la región (1,0) (Gráfico 2.20, panel B). Salvo en Chile, cuya densidad de vivienda se ha mantenido estable (0,8), el porcentaje ha disminuido en las dos últimas décadas, en algunos casos de forma significativa: el número de personas por habitación se ha reducido en un 60% en dos décadas en Ecuador, en un 41% en Paraguay y en un 30% en Colombia. En las fuentes de datos de la OCDE, la densidad de vivienda se calcula de forma diferente, para tener en cuenta las necesidades diversas de los hogares según su composición: en 2017, en promedio, el 12% de los hogares de la OCDE vivían en condiciones de hacinamiento, frente al 34% de México y el 9% de Chile (OCDE, 2020[1]). Otros datos contrastados indican que el tamaño de los hogares de América Latina se está reduciendo, y que ese fenómeno viene impulsado por el deseo de independizarse de los adultos más jóvenes, el descenso del número de hijos por hogar vinculado al aumento del costo de la vida y el aumento del número de personas mayores que viven solas (Euromonitor Internacional, 2018[35]). Además, la rápida urbanización de la región también ha hecho que las personas prefieran vivir en departamentos antes que en casas unifamiliares —anteriormente el tipo de vivienda más habitual en la región—, sobre todo en el caso de los más jóvenes (Euromonitor Internacional, 2018[35]).

La falta de servicios básicos, como agua potable gestionada de manera segura o un lavamanos, es signo claro de mala calidad de la vivienda y puede suponer un gran riesgo para la salud. Pese a que se han logrado avances considerables en la ampliación del acceso a agua potable limpia y saneamiento, millones de ciudadanos de América Latina no disponen aún de estos servicios, sobre todo en zonas rurales (Banco Mundial, 2019[36]).

A pesar de las enormes divergencias entre los países analizados en cuanto al acceso a servicios de agua potable gestionada de manera segura, los países con mejor desempeño se sitúan en niveles cercanos al 100%, y aquellos con peor desempeño también mejoran, de forma lenta pero continua. En promedio, este indicador registró una mejora de aproximadamente 7 puntos porcentuales en los 7 países del grupo analizado sobre los cuales hay datos disponibles, lo cual representa una cobertura del 70% de la población de estos países, en promedio. De todos modos, este nivel sigue estando 25 puntos porcentuales por debajo del promedio de la OCDE, que es del 95%. La brecha entre Chile y Costa Rica, donde más del 90% de la población tiene acceso a servicios de agua potable gestionada de manera segura, y Perú y México, donde el porcentaje apenas llega al 50% y ha mejorado poco desde 2000, es considerable (Gráfico 2.21, panel A). Tanto Colombia como Ecuador rebasan ligeramente el promedio, aunque se sitúan por detrás de Costa Rica y Chile, con una diferencia mínima de 20 puntos. Al analizar las tendencias del grupo analizado, la proporción de la población que tiene acceso a agua potable segura ha aumentado el doble en Paraguay (15 puntos) que en el promedio de ALC 7 (7 puntos), mientras que Paraguay sigue situado por debajo de los promedios, tanto del regional como del de los países analizados.

En la mayor parte de estos 7 países del grupo analizado, apenas la mitad de la población tiene acceso a servicios mejorados de saneamiento. El indicador que se representa en el panel B del Gráfico 2.21 monitorea la proporción de la población que utiliza instalaciones de saneamiento mejoradas; es decir, las que no son compartidas con otros hogares y en las cuales los excrementos generados o bien se tratan y eliminan in situ, o bien se almacenan temporalmente y después se vacían y transportan para su tratamiento en otro lugar, o se transportan a través del alcantarillado con aguas residuales y después se tratan en otro lugar. El promedio del grupo analizado (48%), situado casi 40 puntos porcentuales por debajo del promedio de la OCDE (87%), oculta las diferencias en cuanto a desempeño entre los países: la proporción de la población con acceso a servicios de saneamiento mejorados es actualmente 60 puntos porcentuales superior en Chile (77%) que en Colombia (17%). México, Perú y Chile son los tres países que más avances han logrado en las dos últimas décadas, por bien que el nivel de Perú sigue sin alcanzar la mitad de la población (43%). Durante este período, el nivel no ha disminuido en ninguno de los países del grupo analizado, pero se ha mantenido relativamente estable en Ecuador (en torno al 42%); las mejoras registradas en Colombia han sido relativamente modestas si se comparan con las de otros países de la región.

Desde 2009, también se han logrado grandes avances en el acceso de los hogares a Internet, por bien que sigue habiendo enormes desigualdades entre los países del grupo analizado. El acceso a Internet en el hogar permite respaldar las relaciones sociales y ofrece acceso a oportunidades tanto laborales como de aprendizaje, así como a bienes y servicios públicos y privados (OCDE, 2020[1]). En 2019, el 50% de los hogares del grupo de países analizados tenía, en promedio, acceso a Internet en el hogar, si bien el nivel era tres veces más alto en Costa Rica que en la República Dominicana (Gráfico 2.22). La tendencia general del grupo analizado es indicativa de un progreso gradual en cuanto al acceso de los hogares a Internet, y se observa un salto considerable (16 puntos porcentuales) en 10 años. No obstante, la distribución de estas mejoras también ha sido muy desigual. Por ejemplo, en la última década, el nivel se ha mantenido relativamente estable en Paraguay. Chile, por su parte, es el país que ha registrado un mayor incremento del acceso a Internet, de casi 45 puntos.

La privación relacionada con la vivienda es uno de los principales factores que condicionan la propagación del COVID-19 y afecta la capacidad de las personas de protegerse frente al virus. En América Latina, los primeros casos de la pandemia se asociaron principalmente a personas de estatus socioeconómico alto y a viajes al extranjero. No obstante, después de la fase inicial, quienes tuvieron un mayor riesgo de exposición al COVID-19 fueron las personas que vivían hacinadas, a menudo con poco o ningún acceso a saneamiento y agua (Lustig and Tommasi, 2020[37]). El acceso a servicios básicos de saneamiento sigue planteando dificultades en algunos países del grupo analizado (Colombia, Ecuador y Perú en particular, véase el Gráfico 2.21, panel B), pese a su importancia para contener la propagación del virus entre hogares que viven muy próximos los unos a los otros. Hacer cuarentena por miedo a transmitir el virus a los familiares plantea serias dificultades en condiciones de hacinamiento: de hecho, la exposición al virus a pesar del esfuerzo de la gente es una realidad en América Latina (ONU, 2020[38]), sobre todo si se tiene en cuenta la limitada capacidad de respetar las medidas de distanciamiento social. Según datos de junio de 2020, en Río de Janeiro la zona con mayor incidencia de casos de COVID-19 era Cidade de Deus, una de las principales favelas de Brasil, donde 1 de cada 4 personas que se hicieron la prueba dieron positivo (28%). En Rocinha, otra gran favela de Río, hogar de casi 100.000 personas, se registró una tasa similar (24%) (Rio Prefeitura, 2020[39]).

Más allá de la calidad de la vivienda, la pandemia de COVID-19 también ha sacado a relucir las limitaciones en cuanto a su asequibilidad (OCDE, 2020[40]; OCDE, 2020[41]). Como se ha mencionado anteriormente, las personas que viven en construcciones de mala calidad o en condiciones de vida inseguras han enfrentado mayores riesgos para la salud y la seguridad, mientras que los trabajadores que han sufrido pérdidas económicas repentinas han tenido dificultades para pagar sin ayudas mensualmente el alquiler, la hipoteca y los servicios básicos (OCDE, 2020[41]). Ello podría generar embargos, desplazamientos o incluso sinhogarismo, aislando a la gente y aumentando su vulnerabilidad (Vera et al., 2020[42]). Las personas sin techo no tienen forma de autoaislarse, y en los casos en los que pueden cobijarse, lo hacen en albergues con medidas de aislamiento o protección limitadas.

Los datos indican que las áreas metropolitanas de América Latina exhiben un patrón de “excesiva concentración” de infecciones y muertes por COVID-19, si bien hay excepciones. En particular, es el caso de los países en los que el 30% o más de la población vive en divisiones administrativas mayores —es decir, territorios en los que están situados las ciudades más pobladas— como en el caso de Argentina, Chile, Costa Rica, Paraguay y Perú. Uruguay constituye una notable excepción (CEPAL, 2021[9]).

La reducción de la brecha digital entre hogares y países es uno de los principales retos que enfrenta América Latina y el Caribe (Gráfico 2.22). Disponer de acceso a Internet fiable y de alta velocidad en el hogar es esencial para el teletrabajo y la enseñanza a distancia a gran escala. Entre el primer y el segundo trimestre de 2020, el uso de aplicaciones de teletrabajo se triplicó en América Latina, y la educación a distancia aumentó más de un 60% (CEPAL, 2020[43]). Asimismo, el acceso a Internet de alta velocidad constituye una fuente importante de información pública y es un recurso vital para conectar a las personas vulnerables o aisladas socialmente, y que podrían necesitar asistencia médica remota o el apoyo de la comunidad (p. ej., entrega a domicilio de alimentos y medicamentos). Pese a que el 67% de la población de la región ya tenía conexión a Internet, el tercio restante tenía acceso limitado o no tenía acceso a las tecnologías digitales debido a su estatus social y económico; en particular, por motivos de ubicación y edad (CEPAL, 2020[43]). Por ejemplo, el 46% de los niños de edades comprendidas entre 5 y 12 años viven en hogares sin conectividad (CEPAL, 2020[43]). Así pues, existe el riesgo de que la pandemia de COVID-19 y la crisis posterior amplifiquen las desigualdades existentes; por su parte, siempre y cuando mejore la prestación de servicios, la conectividad digital puede minimizar algunas de las perturbaciones creadas (Basto-Aguirre, Cerutti and Nieto-Parra, 2020[44]).

Los gobiernos pueden ofrecer apoyo inmediato en caso de pérdida de empleo e ingreso, ofrecer prestaciones por enfermedad a trabajadores excluidos y dar cobijo inmediato a la población sin hogar (OCDE, 2020[40]). Sin embargo, resolver a corto plazo el problema del hacinamiento y dar acceso a servicios básicos de saneamiento y digitales resulta mucho más difícil. En este sentido, las malas condiciones de la vivienda suponen un riesgo sistémico para los efectos de las crisis sanitarias y requieren una respuesta pública a más largo plazo para generar resiliencia. En el corto plazo, la hospitalización y otras formas de atención sanitaria fuera del hogar para personas que viven hacinadas y/o en condiciones insalubres deben ser prioritarias, para poder proteger a otros miembros vulnerables del hogar. Asimismo, las personas que viven solas y en circunstancias de enorme aislamiento probablemente requerirán algún tipo de apoyo y atención de la comunidad durante los períodos en los que se recomiende quedarse en casa (OCDE, 2020[45]).

Pese a que los censos y las encuestas de hogares de la región suelen incluir información sobre la calidad del material empleado para la construcción de la vivienda (en especial porque suele ser un componente de los índices de pobreza multidimensionales), en general las definiciones y métodos aplicados varían según el país (Santos, 2019[34]). Una mayor armonización es necesaria para poder calcular las tasas de hacinamiento a escala mundial. En el presente informe, el indicador de los países de América Latina se basa en el número de personas por habitación, mientras que los datos sobre densidad de vivienda de la OCDE se calculan a partir de una medida que refleja las necesidades diversas de los hogares según su composición. Con arreglo a la medida preferida por la OCDE, se considera que existe hacinamiento en una casa si se dispone de menos de una habitación: por cada pareja del hogar; por cada persona soltera mayor de 18 años; por cada dos personas del mismo género de edades comprendidas entre los 12 y los 17 años; por cada persona soltera de edades comprendidas entre los 12 y los 17 años no incluidas en las categorías anteriores, y por cada dos hijos menores de 12 años (Eurostat, 2019[46]; OCDE, 2020[1]). Además, existen diferencias entre países en cuanto a la definición de habitación, sobre todo por lo que se refiere a la cocina, y a la forma de aplicar las restricciones mínimas de espacio. Las cocinas cuentan como habitación en Chile y México, pero estas quedan excluidas en la mayoría de los países de la OCDE si se utilizan exclusivamente para cocinar. Por otro lado, los países europeos no tienen en cuenta los espacios de menos de 4 metros cuadrados. Esto implica que podría existir un sesgo al alza en las tasas de hacinamiento de las fuentes europeas en relación con las de Chile y México (al incluir menos espacios del hogar en el recuento de habitaciones) (OCDE, 2020[1]).

La OCDE está trabajando en la elaboración de datos armonizados sobre acceso a servicios y comodidades (como transporte, centros médicos, escuelas, etc.), pero estos todavía no están disponibles. Como se ha mencionado antes, tampoco existen datos comparables a nivel internacional sobre sinhogarismo (una medida de la privación extrema relacionada con la vivienda) y sobre la percepción de las propias condiciones de vivienda (OCDE, 2020[1]).

La asequibilidad de la vivienda es un determinante esencial del acceso a una buena vivienda. En América Latina, el nivel relativamente elevado de la relación precio de la vivienda/ingresos, combinado con la imposibilidad de acceder al financiamiento inmobiliario, es el principal motivo por el que los hogares recurren a soluciones informales, sin el beneficio de la planificación y las normas de seguridad (ONU-Habitat, 2016[47]). Desde el punto de vista conceptual, la falta de asequibilidad de la vivienda constituye una medida de las viviendas inadecuadas, ya que su costo no debería impedir que sus ocupantes pudiesen satisfacer sus necesidades diarias ni disfrutar de sus derechos humanos (ONU-Habitat, 2020[33]). En términos más generales, este sigue siendo un problema que puede afectar a personas de todos los niveles de ingreso, con fuertes efectos negativos sobre la desigualdad territorial. La meta 11.1.1 de los ODS establece una medida de las viviendas inadecuadas, definida como la proporción de hogares cuyos gastos mensuales netos en vivienda no superan el 30% de sus ingresos mensuales totales (ONU-Habitat, 2020[33]). No obstante, la asequibilidad de la vivienda también puede medirse a partir de la relación alquiler de la vivienda/ingresos mensuales del hogar (HRIR, por sus siglas en inglés) y la relación precio de la vivienda/ingresos anuales del hogar (HPIR, por sus siglas en inglés). Una vivienda se considera asequible cuando la HRIR no supera el 25% y la HPIR es de un máximo de 3,0 (ONU-Habitat, 2020[33]). Para enriquecer el conocimiento sobre la calidad de la vivienda en la región, sería bueno disponer de datos comparables sobre asequibilidad, precios y sobrecarga de costo (p. ej., la proporción de hogares cuyos costos habitacionales, como son el alquiler, la hipoteca y otros costos, superan una proporción determinada del ingreso).

Asimismo, el desarrollo de indicadores comparable sobre tenencia de vivienda y tierras ayudaría a conocer mejor la situación en cuanto a seguridad. La seguridad en la tenencia garantiza el acceso y disfrute del hogar sin miedo al desahucio forzoso y permite a las personas mejorar sus condiciones habitacionales y de vida. Asimismo, otorga a los padres el derecho a transmitir las tierras o la vivienda a sus hijos y se considera que contribuye a la reducción de la pobreza y la mejora del desarrollo económico y el uso sostenible de recursos, así como a la estabilidad social (Santos, 2019[34]).

Capturar las desigualdades en la vivienda de los distintos grupos de población (p. ej., por género, edad o nivel de educación) es complicado, puesto que los datos suelen declararse a nivel de hogares. Una posibilidad sería tener en cuenta las diferencias entre los grupos en función del estatus del cabeza de familia. Las desigualdades regionales también son especialmente importantes en el ámbito de la vivienda, entre otros por la importancia de la ubicación a la hora de determinar el acceso a los servicios (OCDE, 2020[1]). Por tanto, debe hacerse todo lo posible por recolectar datos sobre la calidad de la vivienda a nivel subnacional que sean representativos de la población.

Referencias

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[22] CEPAL (2020), Employment Situation in Latin America and the Caribbean: Work in times of pandemic: The challenges of the coronavirus disease (COVID-19), https://repositorio.cepal.org/handle/11362/45582.

[10] CEPAL (2020), The social challenge in times of COVID-19.

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[25] INE (2019), Nuevas y antiguas formas de informalidad laboral y empleo precario, https://www.cepal.org/sites/default/files/presentations/20190403_6.arellano.pdf.

[37] Lustig, N. and M. Tommasi (2020), Covid-19 and social protection of poor and vulnerable groups in Latin America: A conceptual framework, https://www.latinamerica.undp.org/content/rblac/en/home/library/crisis_prevention_and_recovery/covid-19-and-social-protection-of-poor-and-vulnerable-groups-in-.html.

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[39] Rio Prefeitura (2020), Prefeitura divulga resultado da primeira etapa de pesquisa sobre covid-19 em comunidades cariocas [El Ayuntamiento publica los resultados de la primera fase de la investigación sobre el covid-19 en las comunidades de Río de Janeiro], https://prefeitura.rio/saude/prefeitura-divulga-resultado-da-primeira-etapa-de-pesquisa-sobre-covid-19-em-comunidades-cariocas/.

[13] Sánchez-Ancochea, D. (2021), The Costs of Inequality in Latin America: Lessons and Warnings for the Rest of the World, I. B. Tauris, London.

[34] Santos, M. (2019), “Non-monetary indicators to monitor SDG targets 1.2 and 1.4: Standards, availability, comparability and quality”, Statistics series, No. No. 99 (LC/TS.2019/4), CEPAL, Santiago.

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[48] Stiglitz, J., A. Sen and J. Fitoussi (2009), Report by the Commission on the Measurement of Economic Performance and Social Progress, http://www.stiglitzsen-fitoussi.fr/en/index.htm.

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[42] Vera, F., V. Adler and M. Uribe (eds.) (2020), ¿Qué podemos hacer para responder al COVID-19 en la ciudad informal?, Inter-American Development Bank, https://doi.org/10.18235/0002348.

Notas

← 1. A lo largo del informe, la expresión “países analizados” se refiere a los 11 países siguientes: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Paraguay, Perú, la República Dominicana y Uruguay. El ingreso nacional bruto (INB) se calcula como el producto interno bruto más los ingresos netos del exterior por remuneración de los asalariados, las rentas de la propiedad y los impuestos netos menos subvenciones a la producción. Para más información (en inglés), véase: https://data.oecd.org/natincome/gross-national-income.htm. https://data.oecd.org/natincome/gross-national-income.htm

← 2. Por ejemplo, una de las principales recomendaciones del informe de la Comisión sobre la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social (denominado también Informe Stiglitz-Sen-Fitoussi, (Stiglitz, Sen and Fitoussi, 2009[48])) fue la medición conjunta de los ingresos, el consumo y el patrimonio, para poder entender mejor el bienestar individual y de los hogares. En el informe de seguimiento publicado en 2018 y titulado For Good Measure se repitió esta recomendación (Stiglitz, Fitoussi and Durand, 2018[11]). En la serie ¿Cómo va la vida?, que describe la aplicación del marco de bienestar de la OCDE a sus países miembros, la dimensión correspondiente se denomina “ingresos y patrimonio”, en vez de “ingresos y consumo”.

← 3. La región es un importante proveedor de muchos productos para los sectores agrícola, minero y energético que constituyen la canasta de materias primas internacionales, cuyo valor nominal registró una subida considerable entre comienzos de la década de 2000 y mediados de la de 2010. Los precios del petróleo en dólares corrientes de Estados Unidos casi se cuadruplicaron entre 2003 y 2013; los precios del metal se triplicaron, los de los alimentos se duplicaron y los de los productos agrícolas aumentaron aproximadamente un 50% (Gruss, 2014[49]).

← 4. La medición (según cuentas nacionales) del consumo de los hogares incorpora el gasto de las instituciones sin fines de lucro que sirven a los hogares (ISFLSH), como hospitales, universidades, etc.

← 5. Las estimaciones se obtienen a partir de modelos basados en regresiones de series temporales en las que se utiliza el crecimiento del PIB per cápita como indicador de pobreza. Véase una descripción completa del método en el anexo I. A1 de (CEPAL, 2021[9]).

← 6. Por ejemplo, la medida principal preferida del ingreso promedio utilizada en la serie ¿Cómo va la vida? (OCDE, 2020[1]), el ingreso del hogar disponible neto ajustado, no puede calcularse de forma comparable. El ingreso disponible ajustado neto de los hogares es el ingreso per cápita de estos, después de descontar los impuestos y ajustarlo por el valor de los servicios en especie, como la educación y la salud, que los gobiernos ofrecen de forma gratuita o a precios subvencionados.

← 7. El Banco Central de Costa Rica viene realizando desde 2007 y de forma periódica encuestas financieras de hogares; México llevó a cabo la Encuesta Nacional sobre Niveles de Vida de los Hogares (ENNViH) en 2002, 2005-2006 y 2009-2012; Chile efectuó la Encuesta Financiera de Hogares (EFH) en los años 2007, 2011-2012, 2014 y 2017, y Uruguay realizó la Encuesta Financiera de los Hogares Uruguayos (EFHU) sobre los años 2012-2014 y 2017 (CEPAL, 2018[2]).

← 8. Para ello, se lleva a cabo una medición de los activos financieros líquidos de los hogares; estos últimos se considerarán afectos de inseguridad económica si sus activos financieros líquidos equivalen a menos del 25% de la línea de pobreza de ingresos relativa nacional (que, a su vez, se define como el 50% del ingreso nacional medio).

← 9. Los ingresos equivalentes se refieren a los ingresos de los hogares calculados tras centralizar los flujos de ingresos de cada miembro del hogar y asignarlos después a cada miembro según un “ajuste” que refleje las distintas necesidades de los hogares según su tamaño y estructura.

← 10. Por ejemplo, un estudio sobre las prestaciones de emergencia desembolsadas durante la pandemia constata que las encuestas de hogares capturaron un gasto general de entre 23.600 millones de BRL y 28.600 millones de BRL al mes, mientras que el Ministerio de Ciudadanía declaró un gasto de 46.000 millones de BRL (Ferreira de Souza, 2021[50]).

← 11. Es lo que se reconoce en el concepto de “trabajo decente” de la OIT, así como en la definición de “calidad del empleo” de la OCDE, centrada en la remuneración, la seguridad del mercado laboral (es decir, los riesgos de pérdida de empleo y el costo económico para los trabajadores) y la calidad del entorno laboral (es decir, los aspectos no económicos del empleo, como la naturaleza y el contenido del trabajo realizado, la organización del tiempo de trabajo y las relaciones en el puesto de trabajo) (Cazes, Hijzen and Saint-Martin, 2015[19]). La Estrategia de Empleo de la OCDE de 2018 considera prioritario centrar las políticas en la cantidad y la calidad del empleo, así como en la inclusividad del mercado laboral (OCDE, 2018[26]) En este sentido, trabajar muchas horas (ya sea de forma remunerada o no remunerada) puede resultar perjudicial para el bienestar de las personas.

← 12. Los valores correspondientes al promedio de la OCDE a los que se refiere esta sección son cálculos de la OIT y no de la OCDE, con el objetivo de asegurar su comparabilidad. En general, los datos sobre empleo de la OCDE se refieren a la población de edad comprendida entre los 25 y los 64 años, mientras que los datos de la OIT corresponden a los mayores de 25 años.

← 13. En la Recomendación 204 de la OIT (2015) sobre la transición de la economía informal a la economía formal se describe la “economía informal” como aquella que hace referencia a todas las actividades económicas desarrolladas por los trabajadores y las unidades económicas que —en la legislación o en la práctica— están insuficientemente cubiertas por sistemas formales o no lo están en absoluto. La economía informal no abarca las actividades ilícitas (OCDE/OIT, 2019[51]).

← 14. La OCDE mide la inseguridad en el mercado laboral en términos de pérdidas monetarias esperadas en las que una persona empleada incurriría si se quedase y permaneciese sin empleo, expresadas como proporción de la remuneración previa. Estas pérdidas están supeditadas al riesgo de perder el empleo, la duración esperada de dicho desempleo y la mitigación que las prestaciones por desempleo ofrecen frente a tales pérdidas (seguro efectivo) (OCDE, 2020[1]).

← 15. La definición de sistema de protección social en el indicador del ODS 1.3.1 es amplia e incluye esquemas contributivos y no contributivos para niños, mujeres embarazadas y con recién nacidos, personas en edad de trabajar, personas mayores, víctimas de lesiones relacionadas con el trabajo y personas con discapacidad.

← 16. Las estimaciones sobre urbanización y ciudades presentadas en (ONU-DESA, 2018[28]) se basan en definiciones utilizadas por los países con fines estadísticos y, por tanto, los criterios para definir una zona como “urbana” pueden variar (desde denominaciones administrativas hasta características demográficas como el tamaño de la población o su densidad, y características más “funcionales” como la existencia de sistemas de alcantarillado) (ONU-DESA, 2018[28]).

← 17. ONU-Habitat define el término “barrio marginal” como una zona que presenta una o más de las siguientes características: mala calidad estructural de la vivienda; hacinamiento; acceso inadecuado a agua potable; acceso inadecuado a saneamiento y otras infraestructuras, o inseguridad de la tenencia (ONU-Habitat, 2014[52]). Además, la Alianza de las Ciudades y la División de Estadísticas de las Naciones Unidas consensuaron una definición más operativa del término “barrio marginal”, con el objetivo de medir el indicador de la meta 7.D de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) (ONU-Habitat, 2020[33]). La definición consensuada, que también se utiliza para el indicador 11.1.1 de los ODS, clasifica como “hogar de barrio marginal” aquel cuyos habitantes sufren una o más de las siguientes privaciones en relación con la vivienda: falta de acceso a un abastecimiento mejorado de agua, falta de acceso a servicios mejorados de saneamiento, falta de espacio habitable adecuado, falta de durabilidad de la vivienda y falta de seguridad de la tenencia.

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