1. Perspectivas sobre las principales políticas

La pandemia ha golpeado a Colombia con fuerza y ha dejado huella en su población. El COVID-19 ha causado la pérdida de más de 135 000 vidas, ha lastrado el crecimiento de los ingresos durante años y ha destruido más de 6,2 millones de puestos de trabajo. Las importantes políticas adoptadas como respuesta han permitido amortiguar los efectos económicos de la pandemia, mediante la ampliación de prestaciones sociales existentes y la adopción de nuevas prestaciones, subsidios salariales, aplazamientos de impuestos y medidas de crédito (Recuadro 1.1). Sin embargo, para curar las cicatrices a largo plazo creadas por la pandemia, será necesario impulsar políticas y reformas aún más ambiciosas.

Desde mediados de 2020, la economía se ha ido recuperando con mayor rapidez que en sus homólogos regionales y, para el tercer trimestre de 2021, ya casi se habían alcanzado los niveles de PIB anteriores a la pandemia. Sin embargo, la pandemia ha agravado muchos problemas sociales persistentes desde hace tiempo, incluida una de las distribuciones de ingresos más desiguales del mundo. Las pérdidas de empleo y de ingresos se han concentrado sobre todo en los hogares con rentas más bajas, cuyos ingresos laborales disminuyeron hasta un 30 % (Gráfico 1.1). Cerca de 3,5 millones de personas se han adentrado en la pobreza y muchas familias que habían logrado salir de ella en los años anteriores han vuelto a caer. Los trabajadores informales, que representan más del 60 % del total y no tienen acceso a la protección social excepto salud, fueron los primeros en perder sus medios de vida durante la pandemia. Las mujeres se han visto afectadas de forma desproporcionada, ampliando las brechas ya existentes entre hombres y mujeres en materia de empleos y salarios.

Estos contratiempos se han producido en muchos ámbitos en los que anteriormente Colombia había conseguidos avances significativos. En una región caracterizada por la volatilidad económica, las sólidas políticas macroeconómicas de Colombia –caracterizadas por un historial de manejo prudente de las cuentas públicas respaldada por reglas fiscales, un régimen exitoso de metas de inflación y un tipo de cambio flexible– han garantizado la estabilidad económica y han reforzado la confianza. La pobreza ha disminuido notablemente en las dos últimas décadas y el acceso a la educación ha mejorado. Se ha conseguido dejar atrás un violento conflicto interno que ha perseguido a Colombia durante décadas, y las instituciones han cobrado mayor firmeza. Hasta 2008, el crecimiento económico había sido notable, impulsado por la demanda exterior de las exportaciones de materias primas colombianas y presentaba algunas similitudes con la evolución de otras economías de América Latina y el Caribe (ALC) (Gráfico 1.2).

Al mismo tiempo, el crecimiento tendencial ya venía disminuyendo antes de la pandemia, lo que indica que existen obstáculos más estructurales con respecto al crecimiento económico. La favorable evolución demográfica impulsó el empleo y puede explicar gran parte del crecimiento de Colombia en las dos últimas décadas (Gráfico 1.3). Pero la demografía y el empleo dejarán de respaldar el crecimiento en el futuro, salvo por un efecto positivo derivado de la inmigración procedente de la vecina Venezuela. Al mismo tiempo, tanto la inversión como la productividad, que suelen ser los principales motores del crecimiento a largo plazo, han seguido una tendencia a la baja debido a la escasa competencia, a la baja apertura comercial y a una matriz exportadora que sigue dependiendo en gran medida de las materias primas, aumentando su vulnerabilidad frente a movimientos de los precios. La única manera de contrarrestar una desaceleración del crecimiento es a través de reformas que aceleren el aumento de la productividad. Las perspectivas de crecimiento a más largo plazo en Colombia dependerán en gran medida de su capacidad para resolver las debilidades de las políticas estructurales.

El crecimiento y los retos sociales de Colombia están íntimamente relacionados. La informalidad laboral impide que los trabajadores tengan acceso a prestaciones de la seguridad social como las pensiones o el seguro de desempleo. En consecuencia, gran parte del gasto en prestaciones sociales no llega a quienes más lo necesitan (Gráfico 1.4). En el caso de muchas empresas, la informalidad es una respuesta a un ambiente de negocias complicado, pero esa misma informalidad les impide acceder al crédito y limita su productividad y crecimiento. Al quedarse pequeñas e informales, muchas empresas logran evitar las elevadas cargas laborales, los impuestos y las regulaciones complejas. Asimismo, las barreras regulatorias a la competencia dificultan aún más la entrada de empresas formales al mercado, al tiempo que las empresas formales ya existentes se enfrentan a la competencia desleal de competidores de menor desempeño que operan de manera informal.

Estos retos se refuerzan los unos a los otros e impiden que la mano de obra y el capital lleguen a las empresas y a las actividades más productivas, lo cual sería esencial para fortalecer el crecimiento y aumentar los ingresos. Al mismo tiempo, perpetúan la naturaleza dual del mercado laboral e impiden que la mayoría de los asalariados puedan acceder a pensiones o al seguro de desempleo, lo cual explica las elevadas y persistentes desigualdades de ingresos. Para materializar el potencial de Colombia y alcanzar mayores niveles de prosperidad para todos, será necesario adoptar reformas profundas y simultáneas en diversos ámbitos de políticas y dejar atrás la aplicación de pequeños parches, como se ha hecho en el pasado. Las protestas sociales de 2021 han demostrado que los colombianos aspiran a conseguir mejores oportunidades económicas.

Reformas podrían generar importantes beneficios, como indican las simulaciones basadas en el modelo de crecimiento a largo plazo de la OCDE (Guillemette and Turner, 2018[1]). Si se adoptara un ambicioso paquete de medidas que mejorara la regulación y la competencia, redujera las barreras al comercio exterior, reformara los impuestos y reforzara las instituciones, en la línea de las políticas actuales de Chile, se conseguiría aumentar el PIB per cápita en un 24 % adicional a lo largo de 15 años, lo que equivale a 1,6 puntos porcentuales de crecimiento adicional cada año (Gráfico 1.5). Si bien existen considerables incertidumbres en torno a estas simulaciones, los efectos estimados son grandes, ya que permitirían a Colombia alcanzar en 15 años unos niveles de PIB per cápita similares a los que disfrutan actualmente países como Costa Rica, Argentina y Uruguay. Por el contrario, sin el impulso de las reformas, las tendencias demográficas reducirían el potencial de crecimiento de la economía al 1,6 % en 15 años, y al 0,9 % en 30 años. Esta evolución sería muy inferior al crecimiento promedio del PIB del 3,8 % registrado entre 2000 y 2019.

Existen varios ámbitos de políticas en los que podrían aplicarse reformas orientadas a propulsar el crecimiento. Algunas de las medidas podrían incluir el fortalecimiento de las instituciones mediante la reducción de la corrupción y la mejora de la gobernanza económica y el estado de derecho. Estas actuaciones podrían complementarse con reformas que aumenten la competencia y mejoren la asignación de recursos, por ejemplo, mediante una regulación más favorable a la competencia en los mercados de productos y la reducción de las barreras al comercio internacional. Por último, una reforma de los impuestos y las cotizaciones sociales podría aliviar la carga que se ejerce sobre los ingresos laborales y reducir los impuestos empresariales más distorsivos, y ampliar de forma significativa las bases imponibles en los impuestos a la renta y al consumo.

Conseguir el consenso político necesario para adoptar estas nuevas reformas no será fácil, y podrá requerir un enfoque gradual. En mayo de 2021, protestas sociales paralizaron gran parte del país, después de que una propuesta de reforma tributaria generara un importante descontento en el contexto de la pandemia y de una grave recesión. Si bien esta reforma habría dirigido la carga fiscal adicional a los hogares con ingresos relativamente altos y habría mejorado las prestaciones sociales para las personas con ingresos bajos, se proyectó la percepción de que afectaba a las familias de clase media. El debate político es fundamental para construir un consenso en torno a las reformas y es esencial que este debate esté debidamente informado a través de hechos objetivos y pruebas acreditadas, incluido con respecto a su incidencia económica en los diferentes grupos de ingresos. El conjunto de las recomendaciones de reformas incluidas en el presente Estudio no supondría ninguna carga financiera adicional para los ciudadanos de la mitad inferior de la distribución de ingresos; por el contrario, reforzaría sus ingresos y mejoraría su acceso a las prestaciones de protección social.

Con este escenario como telón de fondo, los principales mensajes del presente Estudio son los siguientes:

  • Para garantizar la sostenibilidad fiscal y proteger a los grupos vulnerables no cubiertos será necesario reactivar el crecimiento de la productividad y movilizar ingresos fiscales adicionales, sobre todo mediante la ampliación de las estrechas bases imponibles.

  • Para apoyar a los grupos vulnerables y reducir las desigualdades será necesario implantar cambios profundos en las prestaciones de la seguridad social y en su financiamiento, a fin de reforzar los incentivos a la creación de empleo formal.

  • Continuar la lucha contra la corrupción requerirá cambios en las compras públicas, la protección al denunciante y el financiamiento de los partidos políticos.

  • El aumento de la productividad para impulsar el crecimiento durante la recuperación y a más largo plazo dependerá de que exista una regulación más favorable a la competencia, un sistema tributario más equitativo y una reducción de las barreras comerciales.

La pandemia del COVID-19 pasó factura a la actividad económica en el segundo trimestre de 2020. El PIB se redujo un -6,8 % en 2020, algo más que el promedio regional y un dato nunca visto en la historia económica de Colombia. Desde marzo de 2020 se han aplicado en varias ocasiones medidas de confinamiento y de distancia social. Se han registrado cuatro olas infecciosas que condujeron a picos temporales de infección en agosto de 2020, enero de 2021, junio de 2021 y enero de 2022 (Gráfico 1.6). Los avances en la vacunación han sido continuos, si bien se sitúan por detrás de otros países de la región y deberían acelerarse.

Las autoridades han puesto en marcha un amplio conjunto de medidas de alivio destinadas a amortiguar las consecuencias económicas de la pandemia. Las políticas se han dirigido a evitar que los grupos más vulnerables caigan en la pobreza, a apoyar a las empresas y a proporcionar suficiente liquidez a la economía (Recuadro 1.1). Estas medidas contribuyen a preservar el empleo, las empresas y el capital. Según las estimaciones del FMI, de no haberse adoptado estas políticas de ayuda, la recesión de 2020 habría sido cerca de 1,5 puntos porcentuales más aguda (IMF, 2021[3]). Asimismo, el aumento de la pobreza y la desigualdad podría haber sido más del doble sin el apoyo de estas políticas excepcionales (UNDP, 2021[4])

El PIB se ha recuperado con fuerza desde el segundo semestre de 2020, impulsado por un sólido repunte del consumo privado (Tabla 1.1). A pesar de las restricciones a la movilidad, el PIB siguió su sólida expansión durante el primer trimestre de 2021. Las protestas sociales generalizadas, que provocaron bloqueos de carreteras y causaron importantes cortes en las cadenas de suministro locales, han hecho mella en la recuperación durante el segundo trimestre de 2021, al tiempo que desplomaron la confianza de los consumidores y las ventas minoristas (Gráfico 1.7). Esta situación ha retrasado la recuperación más duradera del consumo privado y la inversión a la segunda mitad de 2021. Para 2021, se prevé un crecimiento anual del PIB del 9,5 %, aunque muy influido por los efectos estadísticos de arrastre de 2020. Al cierre del último trimestre de 2021, se espera que el PIB se sitúe un 1,4 % por encima del último trimestre de 2019. La inflación ha aumentado desde abril de 2021, cerró el año 2021 con 5.6% y alcanzó 6,9% en enero de 2022, excediendo la banda de tolerancia en torno a la meta de inflación del 3 %. La inflación subyacente, en cambio, se sitúa por debajo de la meta y las expectativas de inflación siguen bien ancladas. Se proyecta un crecimiento del PIB del 5,5% para 2022 y del 3,1% para 2023, mientras que se prevé que la inflación vuelva a valores cercanos a la meta hasta finales del 2023.

En contraste con el PIB, el mercado laboral ha tardado más en recuperarse (Gráfico 1.8, Panel A). La tasa de desempleo, que ya estaba relativamente alta antes de la pandemia, se sitúa en unos 1,5 puntos porcentuales por encima del nivel de finales de 2019 (Gráfico 1.8, Panel B). A finales del 2021, el 95 % de los empleos perdidos durante la pandemia se había recuperado. A medida que las personas que estaban en búsqueda de empleo abandonaron sus esfuerzos durante los periodos de confinamiento de 2020, la participación en el mercado laboral cayó sustancialmente. En la actualidad, la participación está alrededor de 3,8 puntos porcentuales por debajo de los niveles de diciembre de 2019, mientras que el empleo está 4.3 puntos porcentuales por debajo. Las pérdidas de empleo afectaron especialmente a los trabajadores informales y a las mujeres, agravando así las desigualdades ya existentes. Entre las mujeres, el desempleo es del 15,1 %, frente al 8,4 % de los hombres. Los salarios reales en los sectores manufacturero y minorista superan ahora los niveles anteriores a la pandemia.

De cara al futuro, las ayudas fiscales continuadas a los hogares –a través del aumento de las prestaciones sociales recientemente aprobado– reforzarán unas nuevas mejoras marginales del consumo, si bien la consecución o no de un mayor repunte del consumo privado dependerá de las mejoras que se produzcan en el mercado laboral. La importante inversión en infraestructuras y la fuerte demanda en el sector de la construcción de viviendas seguirán respaldando la inversión. Se espera que la solidez de los precios de las materias primas y la mejora de las perspectivas en los principales socios comerciales, en particular Estados Unidos y China, impulsen la demanda exterior y refuercen la recuperación de las exportaciones (Gráfico 1.9). A medida que la campaña de vacunación avanza, el 63 % de la población tuvo la pauta completa de la vacuna a principios de febrero de 2022. En términos interanuales al cierre del último trimestre del año, se espera que el PIB crezca un 3,9 % en 2022 y un 2,8 % en 2023.

En términos generales, Colombia soportó bien las turbulencias relacionadas con la pandemia y el tipo de cambio flexible logró amortiguar con éxito sus impactos negativos. Sin embargo, el aumento de las necesidades de financiamiento y los déficits gemelos en las cuentas fiscal y corriente presenta vulnerabilidades ante posibles choques externos y turbulencias en los mercados financieros globales. Una caída repentina de la demanda para activos financieros de mercados emergentes, que podría producirse en el contexto de la normalización de la política monetaria de las economías avanzadas, sería un posible desencadenante.

Si bien las entradas de inversión directa han sido la principal fuente de financiamiento del déficit por cuenta corriente, los flujos de carteras han sido muy volátiles, con importantes salidas a principios de 2020 cuando los inversores mundiales huyeron hacia activos seguros, y de nuevo en 2021 durante las protestas sociales. Como gran exportador de productos primarios, incluido el petróleo crudo, Colombia sigue expuesta a los movimientos de precios en las materias primas. Las exportaciones experimentaron una fuerte caída al inicio de la pandemia en 2020, en pleno descenso mundial de la demanda y de los precios de las materias primas, lo que provocó un deterioro de los términos de intercambio de Colombia. En 2021, la situación cambió y las exportaciones de Colombia se recuperaron con fuerza, inclusive más allá de los sectores de la minería y la energía, lo cual es muy alentador (Gráfico 1.10). El déficit por cuenta corriente se redujo en 2020, como resultado de la caída de las salidas de ingresos de la inversión, lo cual refleja una menor rentabilidad de las inversiones extranjeras en Colombia. A medida que la demanda doméstica se recupera, el déficit por cuenta corriente está aumentando de nuevo. El ajuste fiscal, la disipación de los choques de suministro y un sólido desempeño exportador, inclusive en servicios, probablemente atenúen este aumento a lo largo de los próximos años.

La deuda externa asciende al 62 % del PIB según la definición aplicada por el FMI. Esta cifra es superior a la de otros países de la región y que conlleva riesgos considerables (Gráfico 1.11). La exposición a las condiciones financieras mundiales ha aumentado, en consonancia con lo sucedido en otros países de la región. Se han incrementado las reservas en moneda extranjera, que ascienden al 33 % de la deuda externa (o al 22 % del PIB), entre otras razones por las compras de divisas por parte del gobierno central, y se sitúan en niveles medios en una comparación internacional, cubriendo casi 12 meses de importaciones (IMF, 2021[3]). Un acuerdo formalizado con el FMI sobre una línea de crédito flexible de dos años (hasta mayo de 2022) proveerá un colchón externo adicional, del que hasta ahora solo se ha dispuesto alrededor de un tercio, y los restantes 12 200 millones de dólares (4,5 % del PIB de 2020) se mantienen como medida de precaución. En el contexto de la asignación general de Derechos Especiales de Giro de agosto de 2021, Colombia recibió DEG adicionales por valor del 1 % del PIB.

A mediados de 2021, las condiciones financieras externas se endurecieron a medida que la percepción de riesgo sobre la deuda pública de Colombia se vio afectada por la decisión de dos importantes agencias de calificación de rebajar la calificación de los bonos públicos colombianos por debajo del grado de inversión. Esta situación se produjo en un contexto de protestas sociales que finalmente llevaron a la retirada de una ambiciosa propuesta de reforma tributaria, poniendo de manifiesto las dificultades políticas que supone la creación de un consenso para el ajuste fiscal. Los diferenciales de riesgo de los bonos soberanos aumentaron (Gráfico 1.12). El valor de la moneda, que tiende a moverse en consonancia con los términos de intercambio, se depreció al tiempo que estos seguían mejorando. La incertidumbre fiscal sigue siendo un riesgo importante a mediano plazo que podría derivar en un aumento de los costos de financiamiento. Dado que el 40 % de la deuda pública está denominada en moneda extranjera, el endurecimiento de las condiciones financieras mundiales podría agravar la situación y aumentar potencialmente los riesgos de refinanciamiento.

La evolución futura de la pandemia de COVID-19 sigue siendo otro potencial riesgo a la baja, dadas las oscilaciones anteriores en la trayectoria de las infecciones y la potencial aparición de variantes resistentes a las vacunas. Acelerar el despliegue de las vacunas ayudaría a mitigar este riesgo. Además, existen distintas vulnerabilidades a mediano plazo que podrían afectar a los resultados del crecimiento (Tabla 1.2).

La evolución futura de la calidad de los activos en el sector financiero está sujeta a importantes incertidumbres, ya que aún no se han visto todos los efectos de la crisis sobre las tasas de morosidad y las carteras de crédito. Esta evolución podría presentar riesgos para las instituciones financieras, que entraron en la pandemia desde una sólida posición inicial. Los indicadores de capitalización y liquidez han mejorado, superando los requisitos regulatorios, y se comparan bien con los de otras economías emergentes (Gráfico 1.13). El cumplimiento obligatorio de las normas de Basilea III se ha introducido gradualmente a partir de 2021, lo que explica el aumento de la capitalización, aunque algunas instituciones han iniciado este proceso antes. Las pruebas de resistencia realizadas por el Banco Central sugieren que, en caso de alteraciones graves del crecimiento durante 2021 y 2022, la capitalización bancaria no caería por debajo de los límites regulatorios (Banco de la República, 2021[6]).

Con la llegada de la pandemia, la calidad del crédito se deterioró inicialmente entre julio de 2020 y enero de 2021. Desde entonces, tanto el indicador de calidad por mora como un indicador más estricto de préstamos en riesgo han disminuido (Superintendencia Financiera de Colombia, 2021[7]). Un primer conjunto de cambios regulatorios incluyendo períodos de gracia excepcionales y mayor flexibilidad en la clasificación de los préstamos terminó en julio de 2020 y un segundo conjunto de medidas llegó a su fin en agosto de 2021. Las entidades de crédito han aumentado las provisiones para adelantarse a un posible deterioro de su cartera de crédito, y las provisiones cubren actualmente el 150 % de la cartera vencida. Estas provisiones hicieron mella en los beneficios de los bancos a finales de 2020, motivando un descenso de la rentabilidad financiera (ROA) y económica (ROE), pero desde entonces se han recuperado en gran medida. Los bancos han endurecido sus requisitos de financiamiento, lo que puede explicar por qué el crecimiento general del crédito se detuvo temporalmente a principios de 2021 (Banco de la República, 2021[8]). Desde entonces, se ha recuperado, y los niveles generales de crédito se sitúan actualmente en el 52 % del PIB.

La deuda del sector empresarial ha aumentado hasta el 64 % del PIB en 2020, 7,5 puntos porcentuales por encima de 2019 (Banco de la República, 2021[6]). Esta evolución se debe al descenso del PIB, pero también sugiere que las empresas han podido obtener financiamiento para cubrir un período de contracción de la demanda y de restricciones de la movilidad, tanto a través de los bancos en Colombia como de sus matrices extranjeras, en el caso de las filiales de empresas multinacionales. En particular, las pequeñas y medianas empresas han podido beneficiarse de las garantías de los préstamos públicos y de otros programas relacionados, pero unas 500.000 de ellas cerraron durante el año 2020. Los riesgos de tipo de cambio pueden afectar a los pasivos denominados en moneda extranjera de las empresas privadas, equivalentes al 19 % del PIB y de los cuales cerca del 6 % del PIB no están cubiertos ni adeudados por empresas exportadoras o de propiedad extranjera. La reciente caída de los ingresos operacionales de muchas empresas también podría presentar riesgos persistentes para este segmento de crédito, ya que alrededor del 21 % de las empresas carecían de ingresos después de impuestos suficientes para cubrir sus gastos por intereses a finales del 2020 (Banco de la República, 2021[6]). Este porcentaje ha aumentado en unos 200 puntos base.

El crédito a los hogares se detuvo temporalmente a principios de 2021, pero su crecimiento se ha reactivado desde entonces, alcanzando el 26 % del PIB. Uno de los legados de la pandemia puede ser una mejora significativa de la inclusión financiera impulsada por el pago electrónico de los programas de beneficios de emergencia. La proporción de personas con al menos un producto financiero ha aumentado al 88 % en 2020, a un ritmo 10 veces superior a las tendencias históricas.

La política monetaria se ha granjeado una gran credibilidad en el contexto del régimen de metas de inflación de Colombia, al anticipar correctamente los aumentos de la inflación por encima de la meta del 3 % en 2016, y suavizar las condiciones financieras a medida que la inflación disminuía (Gráfico 1.14). Esto permitió una disminución de la tasa de interés oficial de 250 puntos básicos a partir de marzo de 2020 hasta alcanzar un mínimo histórico del 1,75 %, anticipando una fuerte caída de la inflación hasta el 1,6 % a medida que la producción y la demanda de crédito se desplomaban. En este contexto, las tasas reales cayeron a niveles inferiores a cero. Medidas para aumentar la liquidez en moneda nacional y extranjera proporcionaron un apoyo adicional mediante una definición más generosa de las garantías y contrapartidas admisibles en 2020, además de una reducción de los encajes bancarios y compras directas temporales de activos destinadas a estabilizar los mercados. Estas medidas redujeron la volatilidad, apoyaron la oferta de crédito y garantizaron una rápida transmisión de la relajación de la política monetaria.

La inflación subió por encima de la meta del 3 % en mayo de 2021, tras 12 meses muy por debajo, y ha repuntado hasta el 6,9 % en enero 2022. Sin embargo, los indicadores de inflación subyacente se han movido en niveles mucho más bajos, y el principal indicador, que excluye los alimentos y los precios administrados, se situaba en el 2,5 % en diciembre 2021. El aumento de los precios de la energía y del petróleo es una de las fuentes de presiones inflacionistas, si bien algunos de los factores recientes podrían ser temporales, como los desafíos en las cadenas de suministro relacionadas con problemas globales de suministro y las protestas sociales a nivel local. Por el contrario, los precios de los servicios de telecomunicaciones cedieron ante la llegada de un nuevo participante al mercado. Las expectativas de inflación siguen bien ancladas en torno a la meta en un horizonte de dos años.

La política monetaria ha comenzado a retirar parte del estímulo anterior con 225 puntos básicos de subidas de tasas desde septiembre de 2021, en sintonía con la evolución de otras economías latinoamericanas. La tasa de interés oficial sigue siendo acomodaticia y se sitúa actualmente en el 4,00 %. En un contexto de lenta recuperación del mercado laboral, la economía sigue teniendo una importante capacidad ociosa al tiempo que la inflación subyacente y los salarios siguen siendo moderados por el momento.

Es necesario que se mantenga la normalización gradual hacia una posición neutral de la política en un contexto de incerteza pronunciada. A medida que se intensifiquen las presiones inflacionistas, la política monetaria debería volver paulatinamente hacia una posición aproximadamente neutral, lo cual implica un rango estimado del 4,5 % al 5 % (Banco de la República, 2021[9]). El ritmo de subidas de las tasas dependerá de la aparición de nuevas presiones sobre los precios, de las expectativas de inflación y del ritmo de recuperación. Una de las razones para acelerar este ritmo podría ser la creciente incertidumbre, inclusive sobre el ajuste fiscal actualmente previsto, en caso de que esa incertidumbre se materializara. La tasa de cambio flexible debería seguir actuando como amortiguador de impactos, tal como lo hizo durante la fuerte depreciación de 2020. Asimismo, la acumulación de un volumen prudente de reservas de divisas, en la medida de lo que las condiciones financieras lo permitan, serviría como seguro adicional frente a un posible endurecimiento inesperado de las condiciones financieras internacionales.

La adopción de una contundente respuesta fiscal de en torno al 4,6 % del PIB en gasto discrecional ayudó a proteger a millones de hogares, empresas y empleos de un impacto aún más adverso del COVID-19. Las políticas adoptadas como respuesta tuvieron un alcance similar al promedio de las economías emergentes, pero algo inferior al adoptado por Brasil, Chile y Perú (Gráfico 1.15). La regla fiscal ha sido acertadamente suspendida tanto para 2020 como para 2021 (Minhacienda, 2021[10]). El balance fiscal global descendió al -7,8 % del PIB en 2020, antes de alcanzar -7.1% en 2021. El mantenimiento de los estímulos en 2021 estuvo justificado a la luz de la débil recuperación del mercado laboral y la consiguiente necesidad de ayudar a los hogares más desfavorecidos y vulnerables.

De cara al futuro, la política fiscal requerirá un ajuste gradual una vez que la recuperación se fortalezca en 2022, mientras se mantienen las medidas excepcionales de ayudas económicas para los hogares vulnerables y los sectores más afectados hasta que el mercado laboral se recupere. La reforma fiscal aprobada en septiembre de 2021 es un paso importante en esa dirección. Se espera que conduzca a una mejora permanente del balance fiscal de alrededor del 0,9 % del PIB a partir de 2023, en el marco de un plan de ajuste para situar el déficit general por debajo del 3 % del PIB en un período de 5 años (Gráfico 1.16). Durante el período 2022-2032, los ingresos del gobierno central deberían aumentar en 0,7 puntos porcentuales del PIB, mientras que los gastos deberían disminuir en 5,2 puntos porcentuales, incluyendo por la eliminación gradual de los gastos extraordinarios relacionados a la pandemia (Minhacienda, 2021, p. 242[10]). Sin embargo, la reforma fiscal solo conducirá en parte a este ajuste previsto, ya que el ajuste fiscal prevé una mejora del resultado fiscal de 1,0 puntos porcentuales del PIB en 2022 y 1,5 puntos en 2023. A más largo plazo, las estimaciones de la OCDE apuntan a unas necesidades de ajuste cercanas al 1,5 % del PIB si se quiere mantener la inversión pública en su promedio a largo plazo del 1,5 % - 2 % del PIB.

Con el ajuste fiscal previsto actualmente, las proyecciones de la OCDE sugieren que la deuda pública bruta se estabilizará en torno al 59 % del PIB en 2030 (Gráfico 1.17). Esta cifra es ligeramente por debajo de los niveles de deuda actuales, pero 8,5 puntos porcentuales más alta que en 2019. Este nivel se sitúa por debajo del promedio de la deuda pública bruta del 65 % del PIB de las economías de mercado emergentes en la actualidad, y también por debajo del promedio actual del 75 % en América Latina (IMF, 2021[11]). Al mismo tiempo, este nivel deja mucho menos margen para hacer frente a necesidades de gasto o riesgos imprevistos, por lo que sería prudente restablecer unos colchones fiscales más amplios. Los costos fiscales relacionados con el envejecimiento de la población serán pequeños en comparación con los de otros países de la OCDE, dado que menos del 25 % de las personas de edad avanzada tienen acceso a pensiones contributivas y el costo de las pensiones no contributivas es solo del 0,1 % del PIB debido a las bajas prestaciones y la baja cobertura.

La reforma del 2021 ha reducido los riesgos fiscales de manera significativa. No obstante, dado que más de la mitad del ajuste fiscal previsto para 2023 debe ser implementado por el próximo Gobierno, sigue habiendo importantes riesgos de ejecución en torno a las actuales proyecciones de deuda. Un menor compromiso con la consolidación fiscal en el futuro podría hacer descarrilar fácilmente la estabilización de la deuda, al igual que un pequeño aumento de las tasas de interés (Gráfico 1.17). Esto último podría ser el resultado de un cambio de actitud de los inversores internacionales hacia Colombia o hacia los activos de los mercados emergentes en general, así como de un mayor endurecimiento de la política monetaria nacional. En mayo de 2021, los rendimientos de la deuda pública aumentaron visiblemente después de que dos importantes agencias de calificación retiraran la calificación de grado de inversión a Colombia, tras las protestas sociales y la retirada de una propuesta de reforma fiscal mucho más exhaustiva. La existencia de unos niveles de deuda permanentemente más altos podría dificultar la recuperación de la calificación de grado de inversión y las condiciones de financiamiento que se disfrutaron en el pasado. En el lado positivo, un ambicioso paquete de reformas estructurales tal como recomendado en este estudio (ver Gráfico 1.5), reforzaría el crecimiento y mejoraría la sostenibilidad de la deuda pública. El largo y sólido historial de Colombia en términos de prudencia fiscal apoyará la confianza de los inversores en sus cuentas fiscales.

Aunque la reforma fiscal legislada en septiembre de 2021 contribuirá a estabilizar la deuda pública, no implicará una remodelación más profunda del gasto y los ingresos públicos. Los planes de ajuste actuales se basan en gran medida en recortes de gastos (Gráfico 1.16), lo que implica una reducción de la inversión, una reducción gradual del gasto social relacionado con la pandemia para finales de 2022 e importantes restricciones de gastos en la administración pública, incluida una congelación general de la contratación (Minhacienda, 2021[10]) que puede ser difícil de mantener a lo largo de los años. Las únicas fuentes de ingresos adicionales son el aumento de los impuestos sobre las empresas, que ya son elevados en comparación con las economías de la OCDE, y la mejora de la recaudación tributaria, recomendada en anteriores trabajos de la OCDE (OECD, 2019[12]).

La reforma refleja un amplio compromiso político tras las protestas sociales de mayo, pero dista mucho de ser óptima a la luz de la tradicional necesidad de Colombia de recaudar más ingresos públicos y del agravamiento de los persistentes desafíos sociales tras la pandemia de COVID. El sector público colombiano es pequeño en comparación con la mayoría de países e incluso en su propia región (Gráfico 1.18). Los ingresos públicos –que ascienden tan solo al 20 % del PIB– son insuficientes para satisfacer las crecientes demandas sociales, curar las heridas de la pandemia y preservar la inversión pública esencial. La necesidad de incrementar la recaudación pública y de abordar los problemas del sistema tributario que persisten desde hace tiempo se ha analizado en varios Estudios Económicos anteriores (OECD, 2019[12]; OECD, 2017[13]; OECD, 2015[14]; OECD, 2013[15]).

La baja recaudación tributaria de Colombia se debe esencialmente a unos ingresos muy bajos procedentes de los impuestos a la renta de las personas en comparación con otras economías de la OCDE (Gráfico 1.19). A su vez, los ingresos por el impuesto a la renta de las sociedades son más de 2,5 veces superiores al promedio de la OCDE. Las recomendaciones tributarias anteriores de la OCDE incluían el reequilibrio de la carga fiscal de las rentas de las sociedades a las de las personas, la simplificación del sistema tributario, la reducción de los gastos tributarios y un mayor esfuerzo para reducir la evasión, como se indica en el Estudio Económico de Colombia elaborado por la OCDE en 2019 (OECD, 2019[12]) o el Reporte de Gastos Tributarios de 2021 (OECD, Dian and Ministerio de Hacienda, 2021[16]).

A pesar de las 20 reformas fiscales realizadas en los últimos 20 años, no se han abordado las deficiencias estructurales del sistema tributario colombiano de forma eficaz, y las estructuras fiscales se han mantenido bastante estables (Gráfico 1.20). La mayoría de las reformas anteriores fueron pequeñas y fragmentarias, y aportaron pequeños parches a las deficiencias existentes mientras creaban otras nuevas.

Solo alrededor del 5 % de las personas con ingresos (1,6 millones de individuos) pagan el impuesto a la renta de las personas naturales, debido a una exención básica cercana a 3 veces el salario promedio. Este modelo tributario deja fuera del impuesto a la renta de las personas a toda la clase media y también a muchos asalariados con altos ingresos, reduciendo así la progresividad del sistema tributario (Gráfico 1.21). Colombia tiene un margen considerable para incorporar a más personas al sistema del impuesto a la renta sin que ello afecte a la mitad inferior de la distribución de los ingresos. Además, la situación actual implica que la mayoría de las personas no presentan declaraciones de este impuesto, lo que priva al Estado de un importante mecanismo potencial de redistribución mediante impuestos y transferencias (véase el Capítulo 2). Esta situación explica por qué tradicionalmente el sistema de impuestos y prestaciones de Colombia ha generado un impacto tan escaso sobre las desigualdades de ingresos, en comparación con otros países de la OCDE. Debería llevarse a cabo una reducción gradual de la exención básica del impuesto a la renta de las personas, en consonancia con una reducción de la tasa impositiva de entrada (actualmente del 19 %), que es elevada en comparación con otros países, y en línea con la reducción de las cotizaciones a la seguridad social que se analizan en el Capítulo 2. Una reforma de este tipo reduciría las tasas al tiempo que se amplía la base impositiva y se establecen tasas más progresivas, reforzando a la vez los incentivos para crear empleo formal.

Una prioridad inmediata y un primer paso adecuado de cara a reformar los impuestos a la renta de las personas sería la reducción de los gastos tributarios, tal y como se expone en el Reporte de Gastos Tributarios elaborado por la OCDE en 2021 (OECD, Dian and Ministerio de Hacienda, 2021[16]). Las exenciones de ciertos ingresos y las deducciones fiscales, algunas de las cuales aumentan con los ingresos, provocan un pérdida de recaudación cercana al 0,7 % del PIB y disminuyen de forma considerable la progresividad del sistema tributario (Minhacienda, 2021[10]). La mayoría de las prestaciones van a parar a hogares con altos ingresos. Conceptos como los pagos de intereses hipotecarios, las contribuciones a planes de salud privados, el ahorro voluntario para la jubilación y las indemnizaciones por despido pueden deducirse todos ellos de la base imponible. Las cotizaciones a las pensiones, incluidas las voluntarias, pueden deducirse prácticamente sin limitación y la mayoría de las prestaciones por jubilación tampoco se gravan, a pesar de su elevada regresividad en el actual sistema de pensiones (Capítulo 2). Dada la naturaleza regresiva de los subsidios públicos implícitos a las pensiones, existe un fuerte argumento fuerte en favor de una imposición de las pensiones altas. Eso permitiría además adelantar algunos de los ahorros fiscales que se podrían obtener con una reforma pensional. Actualmente, las exenciones generales del impuesto a la renta tienen un límite del 40 % de los ingresos imponibles, cifra que podría reducirse considerablemente.

En la actualidad, los ingresos por dividendos solo se gravan al 10 % a nivel personal, con una tasa impositiva del 0 % para los primeros 3 000 dólares, lo que equivale aproximadamente a un salario mínimo anual. Se podría aplicar una tasa impositiva más alta para los dividendos y sin exenciones, en un esfuerzo por trasladar parte de la carga fiscal sobre las rentas del capital de las empresas a los accionistas.

La tasa oficial del impuesto de renta sobre las personas jurídicas es del 35 % en el 2022, la cual es elevada en comparación con el promedio de la OCDE del 24 % (Gráfico 1.22). Se habían legislado reducciones graduales de la tasa a partir de 2021, antes de que la reforma tributaria de 2021 implantara una tasa del 35 %. Esta elevada tasa del impuesto sobre sociedades se suma a otros impuestos muy distorsionadores para las empresas, como el impuesto local ICA que se impone sobre las ventas, lo cual debilita los incentivos a la inversión y es probable que tenga efectos negativos sobre el crecimiento (OECD, Dian and Ministerio de Hacienda, 2021[16]; Arnold et al., 2011[17]). Además, muchas de las exenciones y de los beneficios tributarios hoy existentes en el impuesto sobre sociedades podrían reconsiderarse de manera prioritaria, aumentando potencialmente los ingresos hasta en un 1 % del PIB, al tiempo que se establecen unas condiciones más equitativas en vez del desigual entorno actual (Minhacienda, 2021[10]). Por ejemplo, la tasa reducida del impuesto sobre sociedades que se aplica en las llamadas «zonas francas», algunas de las cuales están formadas por una única empresa, y las exenciones simultáneas concedidas con respecto al IVA, nunca han sido objeto de una evaluación sistemática de costos y beneficios, y probablemente generan más distorsiones que ventajas. Las empresas orientadas al mercado nacional son las que más recurren a estas zonas francas. El diseño distorsionador del régimen del impuesto sobre sociedades también explica el gran número de empresas no constituidas en sociedad y debe abordarse a través de una amplia reforma de la tributación de las empresas que cree un sistema más sencillo para todas las entidades, en lugar de añadir exenciones adicionales.

Los ingresos por IVA podrían aumentarse de manera considerable si se limitara el alcance de las exenciones y las tasas reducidas y se aumentara el cumplimiento (Gráfico 1.23), adoptando además mecanismos de compensación para proteger a los hogares más desfavorecidos. El impacto tributario general de las exenciones y las tasas reducidas del IVA asciende al 4,9 % del PIB (Minhacienda, 2021[10]). Estas exenciones y tasas reducidas afectan no solo a los artículos básicos de consumo, sino también a una amplia gama de bienes y servicios que incluyen salud, educación, alimentación, medicamentos y transporte, además de computadores, tablets y teléfonos móviles, hasta un límite de precio. La mayor parte de los ingresos no percibidos va a parar a los hogares con mayores ingresos. En su lugar, podría compensarse a los hogares más desfavorecidos mediante transferencias directas, sujetas a una prueba de medios, para mejorar la focalización. Las autoridades empezaron a poner en marcha esta prestación compensatoria en 2020 (Compensación del IVA). Esta transferencia podría integrarse mejor con las prestaciones existentes para los más desfavorecidos, pero una vez que llegue a todos los hogares de bajos ingresos, las autoridades pueden ir eliminando progresivamente las exenciones y tasas reducidas del IVA, aumentando al mismo tiempo las prestaciones compensatorias. Debería abandonarse la práctica de declarar días específicos como días sin IVA, ya que no fomenta ningún objetivo legítimo en materia de políticas.

Para que estas reformas tributarias sean políticamente viables se requiere posiblemente una implementación gradual, y será necesario identificar claramente a los ganadores y a los perdedores. Junto con una reforma de las prestaciones sociales, tal como se aborda en el Capítulo 2, una profunda reforma tributaria mejoraría de manera sustancial los ingresos disponibles de todos los ciudadanos que se encuentran en la mitad inferior de la distribución de la renta y quienes tengan ingresos no muy superiores al salario mínimo. La secuencia de estas reformas podría acometerse de manera más gradual en el caso de la reducción del umbral de ingresos con respecto al impuesto a la renta de las personas, que iría acompañada de una reducción de las cotizaciones a la seguridad social, mientras que la eliminación de los gastos tributarios, que en gran medida son regresivos, podría implantarse de forma más inmediata. En el caso de los hogares con bajos ingresos, los posibles efectos sobre el poder adquisitivo del incremento del IVA en algunos artículos de consumo se compensarían a través de prestaciones sociales.

Colombia ha logrado avances significativos en la mejora de la administración tributaria y la reducción de la evasión fiscal, incluidas mejoras continuadas en los sistemas de información, gestión de recursos humanos, gobernanza de la autoridad tributaria y mejora del intercambio de información con otros países (OECD, 2019[18]; OECD, 2015[14]; IMF, 2021[3]). La recaudación de impuestos ha mejorado como resultado de estos esfuerzos. El acuerdo tributario internacional recientemente negociado en la OCDE y el reciente acuerdo de intercambio de información con Panamá pueden proporcionar un mayor alcance a la cooperación tributaria internacional.

No obstante, existe un margen importante para reducir la evasión fiscal y reforzar la administración tributaria, ya que las estimaciones sugieren que la evasión fiscal provoca actualmente pérdidas de ingresos superiores al 5 % del PIB (Benítez et al., 2021[19]). Tanto la complejidad del sistema tributario colombiano como la informalidad generalizada existente en empresas y trabajadores son factores clave que reducen la recaudación de impuestos (Pinto López and Tibambre, 2019[20]; Benítez et al., 2021[19]). Fortalecer la confianza en el Gobierno también contribuiría a reforzar la disciplina fiscal (OECD, 2019[21]). Asimismo, se deben intensificar los esfuerzos para hacer cumplir la ley, junto con la adopción de mejores incentivos para el cumplimiento a través de la reforma tributaria.

Una forma de avanzar sería aprovechar las mejoras del pasado e impulsar una inversión aún mayor en bases de datos y tecnologías de la información que permitan cruzar datos entre distintas fuentes. Como primer paso, se podrían vincular los registros aduaneros y fiscales. El actual registro de contribuyentes solo incluye al 2 % de la población, frente al 55 % en Chile. Una proporción muy escasa de la gran cantidad de trabajadores autónomos existentes pagan impuestos. Al incluir a más individuos en el sistema del impuesto a la renta de las personas, tal y como se recomendaba anteriormente, permitiría ampliar las bases de datos actuales. La administración tributaria, incluida la de los impuestos sobre la propiedad, también se beneficiaría de la ampliación de la cobertura de los registros de la propiedad, lo que también ayudaría a aplicar el acuerdo de paz y a la lucha contra la deforestación.

La facturación electrónica está consiguiendo avances y tiene un importante potencial para elevar la recaudación tributaria, como demuestra el caso de Chile (Barreix and Zambrano, 2018[22]). Las autoridades podrían aprovechar estos avances limitando el uso del dinero en efectivo, que supone el 90 % de las transacciones privadas, muy por encima de otras economías emergentes como Brasil o Turquía (Pérez and Pacheco, 2016[23]). Prohibir las transacciones en efectivo por encima de un determinado umbral, o gravar el uso del dinero en efectivo, es una medida que se emplea en muchas economías para hacer frente a la evasión tributaria, incluido México (Gobierno de México, 2021[24]). El actual impuesto del 0,4 % sobre la mayoría de las transacciones financieras podría sustituirse por un impuesto sobre las retiradas de grandes montos de dinero en efectivo, como se recomendó en anteriores Estudios Económicos de la OCDE (OECD, 2019[18]; OECD, 2015[14]).

Existe un margen importante para aumentar la eficacia del gasto público mejorando la focalización y evaluando los programas y los gastos tributarios existentes mediante una revisión sistemática de los mismos. De este modo, se mantendrían solo aquellos programas y gastos que tengan un impacto positivo y eficiente con respecto a objetivos de políticas bien definidos, eliminando gradualmente el resto. Esfuerzos recientes en esta dirección podrían acelerarse. Las subvenciones a la electricidad y el gas, por ejemplo, presentan una focalización escasa y no llegan a los hogares desfavorecidos a los que deben servir. El 70 % de las subvenciones implícitas en el sistema público de pensiones contributivas, que alcanzan un valor del 3,4 % del PIB, van a parar a los hogares de los tres deciles superiores de la distribución de los ingresos (Levy and Cruces, 2021[25]). Aun cuando se mantengan determinados programas, al reducir la fragmentación se podrían evitar duplicaciones y conseguir ahorros fiscales. En la agricultura, las subvenciones a los insumos desvían los escasos recursos de que disponen los servicios de extensión y asistencia técnica, que serían más eficaces si desarrollaran un entorno propicio para el crecimiento sostenible del sector (OECD, 2021[26]). En cuanto al gasto social, por ejemplo, las nuevas prestaciones para los trabajadores informales que perdieron sus ingresos durante la pandemia y el nuevo mecanismo de compensación del IVA para los más desfavorecidos no están integrados en los programas existentes, lo que agrava la fragmentación de los programas y la falta de coordinación general. En la Tabla 1.3 se incluye un resumen del impacto fiscal de las recomendaciones presentadas.

Colombia ha contado durante décadas con un sólido marco fiscal basado en reglas que le ha proporcionado estabilidad macroeconómica y disciplina fiscal. Cada año se establecen metas fiscales con vistas a reducir gradualmente el déficit presupuestario estructural, al tiempo que el detallado marco fiscal de mediano plazo, publicado anualmente, proporciona una planificación coherente y transparencia con respecto a los próximos años. La regla fiscal vigente entre 2011 y 2019 ponía un límite al déficit estructural, pero ofrecía una flexibilidad significativa en caso de que se produjeran impactos negativos en los precios del petróleo o en la actividad económica. Esta regla se suspendió en 2020 y 2021 para hacer frente a la pandemia del COVID-19. A pesar de haber sido cumplida integralmente, esta regla fiscal no ha tenido éxito a la hora de frenar la expansión de la deuda pública, que ha pasado del 37 % del PIB en 2011 al 50 % en 2019. Choques macroeconómicos negativos pueden explicar parte de eso.

Para remediar eso, la reforma fiscal de septiembre de 2021 establece una nueva regla que incluye un ancla de deuda explícito. Más concretamente, la nueva regla fija un límite mínimo para el balance estructural primario neto (sin incluir ingresos de interés) en función directa de la deuda pública neta, definida como deuda pública bruta menos activos financieros líquidos de corto plazo (Gráfico 1.24). La nueva regla requiere superávits primarios siempre y cuando la deuda excede los 53% del PIB. Para el nivel actual de la deuda pública neta, por ejemplo, la regla requeriría un balance estructural primario neto de +1,2 % del PIB. Con los parámetros actuales de la tasa de interés implícita y del crecimiento, los resultados fiscales requeridos por la nueva regla desatarán un proceso de conversión gradual hacia un ancla de deuda del 55% del PIB. El balance estructural primario neto requerido tiene un límite de 1,8% del PIB para niveles de deuda por encima de 70% del PIB. En ese nivel de deuda, el balance requerido todavía reduciría la deuda inclusive en el caso hipotético de que las tasas de interés sobre el conjunto de la deuda excedan el nivel de 2019 por unos 220 puntos base. Desde el punto de vista de hoy, parece suficientemente probable que el cumplimiento de la nueva regla fiscal impediría incrementos futuros de la deuda pública. Por el contrario, daría lugar a un proceso gradual de reducción de la deuda pública.

Se entiende que la nueva regla fiscal tal como descrita encima entrará en vigor a partir del año 2026. Para el futuro más cercano, una regla de transición limita el balance estructural primario neto al -4,7 % del PIB en 2022, al -1,4 % del PIB en 2023, al -0,2 % del PIB en 2024 y al +0,5 % del PIB en 2025.

La creación de un consejo fiscal independiente ya se ha recomendado en trabajos anteriores de la OCDE y también por la Comisión sobre el Gasto Público de 2017 (Tabla 1.4) (Bernal et al., 2018[27]; OECD, 2019[12]). La reforma fiscal de 2021 sentó los fundamentos jurídicos para la creación del Comité Autónomo de la Regla Fiscal, formado por 5 miembros externos asalariados y 2 congresistas. Si bien la creación de este comité supone una mejora respecto a los expertos no remunerados con dedicación parcial que formaban el anterior consejo fiscal, el personal, el presupuesto y la independencia financiera del nuevo organismo no están definidos por ley, lo que significa que todavía está lejos de desempeñar el papel de una institución fiscal verdaderamente independiente. En América Latina, países como Brasil, Chile y Costa Rica han tenido éxito a la hora de crear este tipo de instituciones, que suelen elaborar regularmente informes prospectivos sobre los desarrollos fiscales y la sostenibilidad de la deuda y estimar los costos fiscales de las propuestas legislativas. Colombia podría imitar el éxito de otros países y crear un presupuesto razonable y estable, garantizado por ley, para contratar analistas cualificados a tiempo completo, y aislar la selección de los miembros del Comité del proceso político.

La pobreza y la desigualdad siguen siendo un grave problema en Colombia y requerirán un crecimiento fuerte y sostenido, así como profundas reformas de las políticas sociales, del mercado laboral y de la educación. Colombia es uno de los países con mayor desigualdad de ingresos e informalidad del mercado laboral de América Latina y del mundo (Gráfico 1.25). Después de años de descenso, la desigualdad de los ingresos ha aumentado desde 2017, y actualmente se ve agravada por la pandemia de COVID-19. La pandemia también ha exacerbado las desigualdades de oportunidades, con efectos desproporcionados en los grupos menos privilegiados, sobre todo en el ámbito de la educación.

La pandemia ha puesto de manifiesto la existencia de importantes lagunas en el ámbito de la protección social, sobre todo entre los trabajadores informales. La informalidad es un fenómeno complejo y debe abordarse con una estrategia múltiple, en la que una reforma profunda de los sistemas de protección social sería un elemento clave. Colombia cuenta con un amplio sistema de seguridad social para quienes participan en el mercado laboral formal. Sin embargo, cerca del 60 % de los trabajadores informales no tienen acceso a estas prestaciones, a excepción de las prestaciones de salud casi universales (OECD, 2019[12]; OECD, 2015[14]). En general, gran parte del gasto social cuenta con una focalización deficiente y reparte los escasos recursos públicos entre beneficiarios que no son las más necesitados. En el caso de las pensiones, las transiciones entre el trabajo formal y el informal implican que más del 65 % de los trabajadores que cotizan a una pensión no la reciban en el futuro (Levy and Cruces, 2021[25]). Casi el 20 % de los ingresos públicos se utiliza para subvencionar las pensiones de apenas el 4 % de la población. Las prestaciones no contributivas llegan a algunos trabajadores informales pero, a pesar de que se ha llevado a cabo una importante expansión en respuesta a la COVID-19, la cobertura y las prestaciones son muy bajas. Las pensiones no contributivas, por ejemplo, solo equivalen a una décima parte del salario mínimo (Levy and Cruces, 2021[25]).

Como se analiza en detalle en el Capítulo 2 del presente Estudio Económico, el sistema de protección social de Colombia genera un círculo vicioso en el que los trabajadores informales quedan excluidos de la mayoría de las prestaciones, mientras que la informalidad se perpetúa por los elevados costos no salariales que financian las prestaciones del sector formal (Levy and Cruces, 2021[25]; Meléndez, Alvarado and Pantoja, 2021[28]; IMF, 2021[3]; OECD, 2019[12]). Las prestaciones sociales de los trabajadores formales se financian en gran medida mediante cotizaciones y costos laborales no salariales que pueden alcanzar el 55 % en el caso de trabajadores que ganen el salario mínimo y son elevados en comparación con otros países (IMF, 2021[3]). Junto a un salario mínimo elevado que se sitúa cerca del salario mediano, implican que los empleos formales resulten muy caros, fomentando así la informalidad.

Una forma de romper este círculo vicioso consistiría en establecer prestaciones no contributivas únicas y universales para cada uno de los tres principales objetivos de políticas, a saber, erradicar la pobreza, proporcionar pensiones de jubilación para todos y suministrar servicios básicos de salud. Estas prestaciones universales sustituirían a los actuales programas sociales, que están muy fragmentados, mal focalizados y se financian a través de las contribuciones del empleo formal. La carga del financiamiento debería desplazarse gradualmente de las cotizaciones sobre el trabajo formal, mediante una reducción sustancial de las cotizaciones a la seguridad social (Levy and Cruces, 2021[25]). Los cálculos de la OCDE sugieren que, a largo plazo, una reforma de este tipo requeriría la recaudación de recursos adicionales de aproximadamente el 1 % del PIB, que se financiaría con recursos de la tributación general (ver Capítulo 2). A medida que se reduzcan las cotizaciones a la seguridad social, podrían ampliarse los impuestos a la renta de las personas y la base del IVA. Es importante notar que los impuestos a la renta de las personas naturales son diferentes desde un punto de vista económico a las contribuciones a la seguridad social en este contexto, incluso si ambos son pagados por los hogares. El impuesto a la renta de las personas cubre todos tipo de ingresos, no sólo aquellos provenientes del trabajo formal, y permiten esquemas de tasas progresivas incluyendo tasas cero para las personas de bajos ingresos.

En el caso de los actuales trabajadores formales, una parte de las cotizaciones a la seguridad social se sustituiría por impuestos a la renta. La reducción de los gastos tributarios y la disminución de la deducción básica del impuesto a la renta de las personas hasta la vecindad del salario mínimo, que actualmente ganan alrededor del 50 % de los trabajadores, ofrece un amplio margen para ello. Someter al impuesto a la renta a algo menos de la mitad de las personas con ingresos, en lugar del 5 % actual, también resolvería un problema de recaudación que persiste ya desde hace tiempo. En el caso de los trabajadores formales con ingresos relativamente más elevados, se podría implementar un régimen impositivo más progresivo que conllevara una mayor carga tributaria que la actual.

Por el contrario, los trabajadores informales y los que tienen ingresos inferiores o cercanos al salario mínimo podrían beneficiarse de mejores oportunidades de trabajo en el sector formal y de salarios más altos. Las reducciones de los costos no salariales ya demostraron ser un eficaz catalizador de la formalización en la reforma de 2012 (Morales and Medina, 2017[29]; Fernandez and Villar, 2017[30]; Bernal et al., 2017[31]; Kugler, Kugler and Herrera-Prada, 2017[32]).

Si se combinara una reforma de los impuestos y de las prestaciones se conseguiría un impacto altamente progresivo, y situaría sin duda a la mitad inferior de la distribución de ingresos en una mejor situación financiera. De este modo, podría eliminarse la pobreza de facto, ya que las prestaciones en efectivo elevarían todos los ingresos hasta el umbral de la pobreza, siempre que se pueda garantizar una sólida acogida de las prestaciones. Las desigualdades de ingresos, medidas por el coeficiente GINI, se reducirían en 13 puntos porcentuales, lo que equivale a un nivel de desigualdades un 25 % menor. Con esta reducción, el coeficiente de GINI de Colombia quedaría unos 7 puntos porcentuales por encima del promedio de la OCDE, frente a los 20 actuales. Este sería un efecto inmediato pero también habría otros beneficios a más largo plazo derivados de la significativa reducción de la informalidad. A la luz de las protestas sociales de 2021, una reforma al impuesto de la renta de personas debe realizarse con cuidado y de forma gradual, y debe incluir un fuerte esfuerzo de comunicación sobre qué partes de la distribución de los ingresos de Colombia saldrían ganando y cuáles perdiendo con reforma combinada de impuestos y prestaciones. Los esfuerzos de cumplimiento de las normativas contra el empleo informal serían un importante complemento de esta mejora de los incentivos a la formalización, y deberían reforzarse simultáneamente.

El sistema educativo se ha visto muy afectado por la pandemia, lo que ha agravado unos problemas que persisten ya desde hace tiempo. Antes de la pandemia, Colombia ya se enfrentaba a unos bajos resultados educativos en educación secundaria en comparación con el promedio de la OCDE (Gráfico 1.26, Panel A.), y a una alta correlación entre estos resultados y los antecedentes socioeconómicos de los alumnos (Gráfico 1.26, Panel B). Colombia ha implementado uno de los cierres de centros educativos más prolongados de la región y de la OCDE, por lo que es probable que estas desigualdades se amplíen aún más.

En octubre de 2021, cerca del 22 % de los alumnos no habían regresado a las aulas (Fundación Empresarios por la Educación, 2021[33]). En el caso de los estudiantes de hogares vulnerables y de zonas rurales, las aulas virtuales apenas compensaron la ausencia de educación presencial, dadas las marcadas diferencias en el acceso a los recursos y conocimientos digitales. Solo el 32 % de los alumnos más desfavorecidos tiene acceso a Internet en casa, frente al 93 % de los estudiantes de entornos más privilegiados (OECD, 2020[34]). Esto respalda los argumentos a favor de un despliegue más rápido de la conectividad a Internet en todo el país.

Para abordar el desigual legado que está dejando la pandemia será necesario centrarse de forma más específica en los alumnos más desfavorecidos. Las tasas de abandono escolar en la educación secundaria han aumentado un 25% entre 2019 y 2020, según datos preliminares, sobre todo entre niños de escuelas públicas y en hogares vulnerables de zonas rurales (Ministerio de Educación, 2021[35]). Sería fundamental poner en marcha programas específicos para revertir el impacto negativo del cierre de centros educativos y, en particular, para reintegrar en el sistema escolar a los jóvenes y niños que lo abandonaron durante la pandemia y ayudar a los alumnos a ponerse al día con los contenidos perdidos por el cierre de las escuelas (OECD, 2018[36]; Kraft and Falken, 2021[37]). La evidencia sugiere que la adopción de programas específicos para atraer a los jóvenes que han abandonado el sistema escolar y a los que se quedan rezagados en la escuela y medidas como la ampliación del acceso a los comedores escolares y los programas de escolarización a jornada completa, pueden reducir el abandono escolar, los embarazos en adolescentes, el consumo de drogas y la delincuencia, y fomentar las habilidades socio-emocionales (Llach et al., 2009[38]; Berthelon and Kruger, 2011[39]).

Es necesario priorizar la asignación de más recursos hacia las primeras etapas de la educación, no solo para mitigar los efectos de la pandemia, sino también para que el sistema educativo sea más equitativo. En 2019, algo más del 50 % de los niños de entre 3 y 5 años estaban escolarizados (Fedesarrollo, 2021[40]), frente al 90 %-100 % de la mayoría de los países de la OCDE, lo que refuerza estas desigualdades desde el inicio. La educación de primera infancia y el cuidado infantil disminuyen de forma considerable la probabilidad de que los alumnos más desfavorecidos abandonen el sistema educativo más adelante (OECD, 2016[41]). Una educación de primera infancia y cuidado infantil de alta calidad también contribuye a mejorar los resultados de los niños en el futuro, como su participación en el mercado laboral, la reducción de la pobreza, el aumento de la movilidad social intergeneracional y la integración social (OECD, 2018[42]). Se calcula que el costo de la cobertura universal para los niños de 3 a 5 años es del 0,3 % del PIB (Forero and Saavedra, 2019[43]).

El aumento de las igualdades de oportunidades en la educación es fundamental para incrementar la movilidad intergeneracional, que ha sido especialmente baja en Colombia (Gráfico 1.27). La reciente decisión de ofrecer enseñanza superior gratuita a 700 000 estudiantes vulnerables (Matrícula Cero) permitirá que un mayor número de alumnos con bajos ingresos accedan a la educación superior. Sin embargo, los beneficios de esta costosa medida dependerán fundamentalmente de que haya una mayor igualdad de oportunidades de educación desde la primera infancia hasta el final de la escuela secundaria. Para los niños de entornos más desfavorecidos, la falta de preparación y las escasas aspiraciones suelen ser un impedimento fundamental para cursar estudios superiores, tanto como los costos de matriculación.

Dado que las zonas geográficas y centros educativos más desfavorecidos suelen carecer de profesores de alta calidad, se deberían mejorar los incentivos para que los docentes más cualificados se trasladen, al menos temporalmente, a estos centros y puedan contribuir a reducir las desigualdades, como ha sucedido en Chile (Bertoni et al., 2018[44]; Elacqua et al., 2019[45]). Sin embargo, la actual bonificación salarial del 15 % que se ofrece en Colombia ha demostrado ser insuficiente para conseguir este objetivo. En función del centro escolar y del grado de lejanía, estas primas salariales podrían aumentarse y combinarse con una aceleración de la carrera profesional y el aumento automático de grado para los profesores que completen al menos 3 años de estancia en zonas desfavorecidas (Forero and Saavedra, 2019[43]). Estas medidas podrían complementarse facilitando el intercambio profesional y la formación de los profesores a través de redes, herramientas y recursos digitales, y mejorando las condiciones contractuales (Radinger et al., 2018[46]).

El crecimiento de la productividad ha sido escaso durante dos décadas y Colombia se ha quedado atrás con respecto a sus homólogos regionales en términos de productividad laboral (Gráfico 1.28, Panel A). En la última década, el crecimiento se ha debido en su totalidad a la acumulación de mano de obra y capital, mientras que la productividad total de factores ha restado al crecimiento económico (Gráfico 1.28, Panel B) (Rivera and Robledo, 2021[47]). Estas tendencias se asemejan a las de otras economías latinoamericanas, pero contrasta con las economías de alto crecimiento de Asia. La inmigración y, en particular, la reforma de 2021 que concede la residencia legal a los inmigrantes de la vecina Venezuela, tendrá un efecto positivo en la fuerza laboral y el crecimiento, impulsando los niveles del PIB hasta un 0,4 % (Pulido and Varón, 2020[48]). Sin embargo, el envejecimiento de la población terminará por eliminar durante los próximos años el impulso al crecimiento provocado por el aumento de la fuerza de trabajo y, a menos que la productividad y la inversión compensen esa pérdida, el crecimiento potencial se reducirá drásticamente (Gráfico 1.3).

Una forma en que las políticas pueden impulsar la productividad consiste en aliviar los factores más comunes que determinan los costos de producción, como puedan ser los cuellos de botella existentes en las infraestructuras. En la última década, Colombia ha reducido la brecha con respecto a sus homólogos regionales (Misión de Internacionalización, 2021[49]). Sin embargo, si se mejoran aún más las infraestructuras, se podrían conseguir importantes beneficios para el crecimiento (Ramírez-Giraldo et al., 2021[50]). Siguen existiendo complicaciones importantes en muchos ámbitos, como los puertos marítimos, los aeropuertos, las infraestructuras de comunicación, las carreteras y los ferrocarriles (Gráfico 1.29). Tan solo 25 000 de los 213 000 km de carreteras existentes están pavimentados, y a menudo en mal estado (Misión de Internacionalización, 2021[51]). Esta situación perjudica tanto a las exportaciones como al desarrollo de las regiones más atrasadas, que tienen menos oportunidades de empleo, sobre todo en el sector formal. La adopción de un importante paquete de infraestructuras en respuesta a la pandemia, equivalente a 1,4% del PIB, y una nueva política nacional de logística, aliviará algunas de esta limitaciones, apoyando la recuperación y aprovechando la amplia experiencia de Colombia en materia de asociaciones público-privadas en el sector vial (Misión de Internacionalización, 2021[49]). Estas acciones también conducirán a reducir los tiempos y costos de las operaciones logísticas. Puede llevarse a cabo mayor avance en el desarrollo en el transporte intermodal, como puedan ser las conexiones ferrocarril-carretera, y en la reducción de los tiempos de manipulación en los puertos, incluidos los provocados por las aduanas y otros organismos.

Mejorar los incentivos para las empresas ha de ser otra de las prioridades en materia de políticas públicas para fortalecer la productividad. Muchas de las políticas actuales y de la configuración institucional obstaculizan la competencia, tanto en las empresas existentes como en los nuevos participantes del mercado (Jaramillo Londoño, Gómez Márquez and Rodríguez Reyes, 2021[52]; CONPES, 2020[53]). Este entorno reduce los incentivos tanto para que las empresas existentes innoven y adopten mejores tecnologías, como para que los recursos se desplacen hacia las empresas más productivas, incluidos nuevos participantes del mercado. Dada la actual situación, caracterizada por unos recursos fiscales limitados, avanzar en estas prioridades ha de ser más relevante que nunca, ya que las reformas para reforzar la competencia pueden conllevar fuertes beneficios para el crecimiento económico sin exigir demasiados recursos públicos adicionales.

Son varios los indicadores que sugieren que existen unas presiones competitivas débiles y cada vez menores entre las empresas colombianas. Las percepciones de los directivos empresariales sugieren que muchos mercados de Colombia están dominados por un escaso número de actores, lo que sitúa a Colombia en el puesto 102 de 141 países encuestados (WEF, 2019[54]) (Gráfico 1.30, Panel A). Cuando los mercados están dominados por unas pocas empresas, existe muy poco margen para los nuevos participantes y, de hecho, la incorporación a nuevos mercados es menos frecuente que en otras economías, según los indicadores basados en datos de empresas (Gráfico 1.30, Panel B).

Los nuevos participantes de los mercados en las economías avanzadas suelen enfrentarse a dinámicas «up or out» (o ascienden con fuerza y rapidez o abandonan el mercado) en sus primeros años de existencia, pero en Colombia esta dinámica se ve debilitada por las importantes barreras al emprendimiento y por la supervivencia de pequeñas empresas escasamente productivas (Eslava, Haltiwanger and Pinzón, 2019[55]). Esto puede deberse a la informalidad generalizada existente en empresas y puestos de trabajo, que puede aportar una ventaja competitiva y genera unas condiciones escasamente equitativas para la competencia. La informalidad también frena el crecimiento de las empresas, ya que las entidades informales intentan permanecer pequeñas y al margen del control de los organismos oficiales. Esto refuerza aún más la necesidad de mejorar los incentivos a la formalización, además de las consideraciones sociales expuestas en el Capítulo 2. Evidencia preliminar sugiere que la pandemia puede haber motivado la salida de pequeñas empresas, menos productivas, y haber potenciado también la automatización (Flórez et al., 2020[56]; Bonilla et al., 2021[57]).

Los datos de empresas del censo industrial sugieren que la competencia se ha debilitado aún más entre 2008 y 2018, ya que los márgenes de ganancias, que reflejan la diferencia entre precios y costos, y la rentabilidad operativa, han aumentado un 37 % y un 11 %, respectivamente. Las rentas económicas resultantes tienen efectos regresivos en la distribución de los ingresos y pueden traducirse en poder político que, a su vez, refuerza el poder de los monopolios, generando así un círculo vicioso (UNDP, 2021[58]). Las empresas con mayores márgenes de ganancias han tendido a ganar cuota de mercado a pesar de ser menos productivas y estar menos dispuestas a invertir en tecnologías de la información (Iootty et al., 2021[59]). Estas empresas tienden a estar sobrerrepresentadas en sectores que tienen una elevada protección comercial (García et al., 2019[60]). Los indicios de falta de competencia se extienden también al sector servicios (Iootty et al., 2021[59]). Un ejemplo de ello es la persistencia de los elevados márgenes por tipos de interés existente en los servicios financieros (Gráfico 1.31). El análisis empírico sugiere que la reducción de los márgenes en la industria y los servicios –como resultado de una mayor competencia– generaría un mayor crecimiento de la productividad (Iootty et al., 2021[59]).

Las regulaciones pueden restringir la competencia, a menudo como daño colateral al tratar de alcanzar otros objetivos de políticas públicas. Las políticas regulatorias de Colombia son menos favorables a la competencia que en la mayoría de las 46 economías cubiertas por los indicadores de regulación de mercado de productos de la OCDE (Gráfico 1.32). Los subindicadores específicos sugieren que Colombia es mucho más restrictiva por la complejidad de sus procedimientos regulatorios (Gráfico 1.32, Panel B.). Resulta complicado comprender las normas vigentes ya que no existe un registro en línea de la legislación secundaria, y la agenda regulatoria de aprobaciones o modificaciones previstas no se publica con la frecuencia adecuada en línea (OECD, 2018[61]). A diferencia de los demás países de la OCDE, Colombia no concede el derecho a recurrir las decisiones regulatorias.

El Gobierno está realizando una revisión del abanico de regulaciones existentes y de su impacto en la competencia, la cual será un primer paso de gran utilidad, pero que deberá ampliarse y acelerarse. Además, el hecho de evaluar el impacto sobre la competencia de cualquier nuevo proyecto de ley o reglamento debe convertirse en un requisito sistemático, ya que actualmente solo se aplica a determinadas leyes secundarias (Jaramillo Londoño, Gómez Márquez and Rodríguez Reyes, 2021[52]). La autoridad de la competencia (Superintendencia de Indústria y Comercio – SIC) debe desempeñar un papel más importante en la defensa de la competencia y su capacidad podría reforzarse al revisar sus bajas sanciones actuales y ajustarlas con las prácticas internacionales (CPC, 2020[62]).

Las barreras de entrada y las cargas administrativas sobre la creación de empresas son elevadas, lo que refleja los requisitos excepcionalmente onerosos de Colombia en el ámbito de la concesión de licencias y permisos (Gráfico 1.32, Panel C). No se dispone de información completa en Internet sobre los requisitos de licencias y no existe una ventanilla única donde se emitan todas las licencias y autorizaciones. Se ha avanzado en la reducción de las tasas de renovación del registro de empresas, si bien puede que estas tasas sigan siendo uno de los factores que promueven la informalidad en las pequeñas empresas (Salazar et al., 2017[63]). En 2018 se puso en marcha un programa para simplificar algunos procedimientos administrativos en los ámbitos de los distintos ministerios, consiguiendo probablemente efectos positivos en la productividad y el alcance de la corrupción. Además del progresivo despliegue de las ventanillas únicas, este es sin duda un paso importante en la dirección correcta. La política nacional de emprendimiento adoptada en 2020 y la nueva ley aprobada en este ámbito pretenden superar las barreras existentes en el ámbito del emprendimiento (CONPES, 2020[53]).

Una fuerte participación en el comercio internacional y en los flujos de inversión también es clave para la productividad. El comercio es otra fuente fundamental para establecer presiones competitivas, promover la adopción de técnicas de producción competitivas a nivel internacional y ofrecer oportunidades para explotar las economías de escala a través de las exportaciones. Las llegadas de inversiones no solo constituyen una importante fuente de financiamiento externo, sino que a menudo aportan nuevas tecnologías y generan importantes beneficios indirectos (Javorcik, 2004[64]; Arnold et al., 2016[65]), entre otras razones porque las filiales extranjeras suelen ser más productivas que las empresas domésticas (Arnold and Javorcik, 2009[66]). Tal y como se analiza en el Estudio Económico de 2019 (OECD, 2019[12]), Colombia no ha aprovechado al máximo estas ventajas ya que su participación en el comercio internacional es baja (Gráfico 1.33). Las exportaciones representan el 15 % del PIB, ligeramente por debajo del nivel registrado hace 50 años y, a pesar de las recientes mejoras, siguen muy concentradas en unos pocos productos y mercados, con una fuerte concentración en recursos naturales.

La integración de Colombia en las cadenas de valor mundiales es mínima (García Guzman, Rivera and Robledo, 2021[67]). La llegada de inversiones puede ser clave para aumentar la integración de la economía en las cadenas de valor mundiales. En muchos mercados emergentes, suministrar a las filiales nacionales de multinacionales extranjeras es una de las fórmulas más prometedoras para que muchas pequeñas y medianas empresas aumenten su integración hacia adelante en las cadenas de valor mundiales (López González, 2017[68]). Aunque Colombia impone relativamente pocas restricciones a la llegada de inversión extranjera directa (IED), los flujos de entrada se han estancado desde la crisis de los precios de las materias primas de 2014 (Li and Aranda Larrey, 2021[69]; OECD, 2018[70]). Además, estos flujos se concentran en gran medida en las industrias extractivas, en donde las filiales extranjeras en Colombia son menos productivas, están menos integradas en las cadenas de valor mundiales y son menos propensas a generar efectos indirectos positivos para las empresas nacionales que en la industria manufacturera (Li and Aranda Larrey, 2021[69]). Las filiales extranjeras con sede en Colombia apuntan que los principales desafíos a los que se enfrentan son las tasas de impuestos y la administración tributaria, la corrupción, la electricidad, el transporte, la mano de obra cualificada, las licencias, los tribunales y la competencia de empresas informales (Li and Aranda Larrey, 2021[69]). Según los análisis realizados en varios países latinoamericanos, los factores clave que influyen en el volumen de inversión extranjera directa son los costos laborales, la corrupción, el estado de derecho y las habilidades (Cadestin, Gourdon and Kowalski, 2016[71]). En otras palabras, las mismas mejoras de políticas públicas que pueden impulsar el crecimiento de la productividad de las empresas domésticas también permitirían a Colombia obtener mayores beneficios en el ámbito de la IED.

Las importantes barreras comerciales son una explicación de la escasa internacionalización de Colombia, ya que el éxito al exportar exige la exposición a la competencia internacional y el acceso a insumos, sobre todo dentro de las cadenas de valor. Las barreras arancelarias son mayores que las de sus homólogos regionales. Aunque, en promedio, estas barreras se han reducido y el número de tarifas cero ha aumentado, la dispersión arancelaria se ha incrementado (Rivera et al., 2021[72]; García Guzman, Rivera and Robledo, 2021[67]). En consecuencia, los aranceles promedio ocultan unas tasas arancelarias elevadas en sectores clave que tienen una importante producción nacional. Las tasas arancelarias máximas superiores al 25 % son más habituales en los últimos años (Gráfico 1.34, Panel A). Estas tasas se concentran en sectores como el textil, la confección, el calzado, la agricultura y la automoción, y a menudo se aplican solo a líneas arancelarias específicas que son relevantes para determinados productores nacionales (Echavarría, Giraldo and Jaramillo, 2019[73]; García Guzman, Rivera and Robledo, 2021[67]), lo que sugiere que hay margen para aislar mejor la formulación de la política comercial con respecto a los grupos de intereses especiales del país (véase el apartado siguiente).

Dado que existen unos aranceles tan dispersos, los promedios arancelarios simples o ponderados no resultan fáciles de interpretar. Una forma más ilustrativa de comparar los aranceles con otros países y a lo largo del tiempo es el índice de restrictividad del comercio (Trade Restrictiveness Index, TRI), que mide el arancel uniforme que es equivalente en términos de bienestar a una determinada estructura de protección (Anderson and Neary, 1996[74]). Este índice muestra que el nivel de protección de Colombia está más cerca del de Brasil que del de Chile, México o Perú, con un aumento visible de dicho nivel desde 2015 (Gráfico 1.34, Panel B). Entre los sectores que presentan una protección especialmente elevada se encuentran los alimentos, las bebidas, los aceites naturales y la automoción (Rivera et al., 2021[72]).

La protección arancelaria se ve agravada por las barreras no arancelarias, que han pasado de 300 en la década de 1990 a 5 120 en 2014. El 61 % de los productos y el 64 % de los volúmenes comerciales están actualmente sujetos a barreras no arancelarias (Kee and Forero, 2021[76]). Estas pueden alcanzar equivalentes ad-valorem del 20 % en vehículos, del 40 % en calzado y de hasta el 89 % en el arroz procesado, muy por encima de lo que es habitual en sus homólogos regionales (García Guzman, Rivera and Robledo, 2021[67]; Cadot, Gourdon and van Tongeren, 2018[77]). Las barreras no arancelarias aplicadas por Colombia incluyen la exigencia de formalidades de inspección pre-embarque para 1811 productos, mientras que Chile las exige sólo para 720 productos (Kee and Forero, 2021[76]). Las licencias de importación no automáticas se aplican a 1890 productos en Colombia, frente a 136 en Chile. Entre estos productos se encuentran los automóviles, el arroz o la leche en polvo. Por último, una medida muy poco común en la región son los requisitos de puertos de entrada autorizados que Colombia aplica a más de 1700 productos. Un ejemplo de ello es la norma que exige que todas las importaciones de azúcar entren por un puerto del Pacífico, aunque muchos proveedores potenciales podrían acceder más fácilmente a Colombia a través de un puerto de la costa del Caribe. La racionalización de estos requisitos y la eliminación de los que no tienen una justificación técnica, como consideraciones de salud pública o de seguridad, tienen un importante potencial para reducir las barreras de comercio (Kee and Forero, 2021[76]).

El comercio también podría impulsarse abordando las deficiencias en infraestructuras, logística y procedimientos aduaneros. Desde 2004 se ha ido desplegando progresivamente una ventanilla única digital para el comercio exterior y un número cada vez mayor de las 21 entidades del sector público que participan en la compensación de las transacciones de comercio exterior permiten ahora realizar sus trámites por Internet a través de este mecanismo. El programa pretende reducir los retrasos en las importaciones y exportaciones y fomentar la coordinación entre los distintos organismos, incluyendo la realización de inspecciones conjuntas. Con la ratificación del Acuerdo sobre Facilitación del Comercio de la OMC en 2020, Colombia se ha comprometido a reducir el tiempo de despacho de importaciones, exportaciones y tránsitos a 48 horas. Se tratan sin duda de pasos importantes en los que se pueden basar los esfuerzos que se adopten en el futuro. Sin embargo, a Colombia le queda camino por recorrer para alcanzar las mejores prácticas (CPC, 2020[62]; Misión de Internacionalización, 2021[49]). El proyecto de ventanilla única podría desarrollarse aún más, mejorando la cooperación y el intercambio de información entre las entidades, por ejemplo, garantizando la interoperabilidad de los sistemas de gestión entre la ventanilla única y los organismos aduaneros y fronterizos existentes, o la aplicación de perfiles de riesgo comunes para orientar las inspecciones. Las autoridades han encargado recientemente un análisis detallado en el marco de una «Misión de Internacionalización», que ofrece recomendaciones de utilidad sobre las que poder realizar un seguimiento (DNP, 2021[78]).

La adopción más a fondo de la internacionalización potenciaría la productividad, la adopción de tecnologías y la inclusión social simultáneamente. La evidencia sugiere que las reducciones arancelarias anteriores han impulsado el crecimiento de la productividad en Colombia (Eslava et al., 2013[79]). Al mismo tiempo, las empresas exportadoras tienden a pagar salarios más altos y a contratar más trabajadores que las no exportadoras (Brambilla, Depetris Chauvin and Porto, 2017[80]). Análisis anteriores de la OCDE sugieren que la reducción de los aranceles a la mitad aumentaría el poder adquisitivo de los hogares más desfavorecidos, es decir, los ingresos del decil más bajo, en más de un 10 %, mientras que, en general, el promedio de ingresos de los hogares aumentaría en un 3,5 % (OECD, 2019[12]). Este importante impulso en beneficio de los más desfavorecidos a través de la reducción de los aranceles se explica por el hecho de que los hogares con menores ingresos gastan más en bienes comercializados en proporción a sus ingresos.

Las reformas podrían comenzar con una revisión exhaustiva de las barreras arancelarias y no arancelarias, empezando por las más altas en un intento de reducir la dispersión. Esta revisión podría respaldarse con nuevas mejoras en la facilitación del comercio, incluida una mejor logística aduanera y coordinación entre los distintos organismos, aprovechando los avances realizados anteriormente a través de la Ventanilla Única. Colombia también puede aprovechar el éxito de las políticas adoptadas recientemente para superar los fallos de coordinación e información, como la promoción de las exportaciones y las mesas redondas sectoriales, así como los servicios de impulso tecnológico a través del programa «Fábricas de Productividad». La adopción de una agenda comercial proactiva, que participe activamente en las negociaciones comerciales plurilaterales y bilaterales, podría reforzar el impulso político para reducir las barreras comerciales nacionales y permitir mejoras en el acceso al mercado para las empresas colombianas. Por ejemplo, mientras que Chile cuenta con acuerdos bilaterales con 32 socios comerciales, Colombia solo tiene 22.

La reducción de las barreras comerciales suele conllevar beneficios a mediano plazo, como puede ser la creación de más y mejores puestos de trabajo, así como una serie de costos de ajuste a corto plazo para los trabajadores, que se producen mientras desaparecen los puestos de trabajo en algunas empresas y surgen en otras. Las políticas pueden contribuir en gran medida a reducir la carga del ajuste para los hogares más desfavorecidos y vulnerables. Redes de protección social sólidas son un amortiguador clave a corto plazo, ya que ayudan a los trabajadores desplazados durante los periodos temporales de desempleo. Por tanto, la ampliación de la cobertura de la protección social, tal y como se analiza en el Capítulo 2 de este Estudio, es una prioridad clave. El ajuste será más rápido, y los costos serán menores, cuanto más acomoden los mercados laborales y de productos estas reasignaciones sin que se produzcan fuertes fricciones que impidan la entrada de nuevas empresas o la creación de nuevos empleos (Winters, McCulloch and McKay, 2004[81]). La reducción de la carga regulatoria en los mercados de productos, como se ha comentado anteriormente en este apartado, y el costo del empleo formal, como se aborda en el Capítulo 2, pueden ayudar en ese sentido.

Por último, pero no por ello menos importante, los movimientos laborales suelen requerir nuevas competencias. La ampliación de las oportunidades de capacitación puede ayudar a los trabajadores a prepararse para los nuevos puestos de trabajo en las empresas en expansión, y facilitar así la transición a empleos mejor remunerados. La evidencia de Brasil sugiere que se producen importantes mejoras en la empleabilidad de los trabajadores desplazados, sobre todo cuando los cursos de formación y capacitación están bien alineados con las necesidades del mercado laboral (Grundke et al., 2021[82]). Los datos de Colombia también indican que los programas de capacitación pueden ofrecen importantes beneficios (Attanasio, Kugler and Meghir, 2011[83]; Attanasio et al., 2017[84]). La reciente creación de un Sistema Nacional de Cualificaciones puede mejorar la adecuación de los programas de capacitación a las necesidades existentes en materia de competencias.

La existencia de unas instituciones sólidas es fundamental para aumentar la productividad y la competencia, y también para que el crecimiento sea más inclusivo (Acemoglu, Johnson and Robinson, 2005[85]). La debilidad de la gobernanza y la corrupción obstaculizan el crecimiento y las oportunidades de los colombianos de a pie ya que afectan a la calidad y la cobertura de los bienes y servicios públicos, desviando los escasos recursos públicos, distorsionando las asignaciones de los recursos laborales y del capital, erosionando la confianza en las instituciones públicas y debilitando la gobernanza, al tiempo que mantienen una burocracia y una arbitrariedad excesivas (Perry and Saavedra, 2019[86]). Por ejemplo, cuando el acceso a los recursos y a los mercados depende de los contactos y acuerdos individuales que eluden el estado de derecho, en lugar de basarse en los sólidos resultados conseguidos, se pueden poner en peligro las recompensas de los esfuerzos en productividad e innovación de las empresas. La existencia de intereses particulares poderosos de ciertos grupos o personas también puede impedir la viabilidad política de las reformas favorables a la competencia, incluida la reducción de las barreras comerciales.

Colombia ha conseguido importantes avances con la adopción reciente de iniciativas y esfuerzos en materia anticorrupción encaminados a fomentar la integridad y combatir la corrupción en el sector público (OECD, 2017[87]). Sin embargo, los niveles de percepción de corrupción existentes denotan que quedan importantes desafíos por abordar en materia de gobernanza, y superan a otros países de la región como Argentina y Costa Rica. Además, estas percepciones sugieren que la situación se ha deteriorado a lo largo de los años (Gráfico 1.35). El 48 % de los colombianos considera que la corrupción es el principal problema de Colombia (CID Gallup, 2021[88]). El problema es especialmente grave en el ámbito subnacional, donde los indicadores de corrupción tienden a ser más altos en las jurisdicciones locales que reciben mayores transferencias y regalías de fuentes centrales (Alvarez Villa et al., 2019[89]). Existe margen de mejora en una amplia gama de ámbitos, entre los que se incluyen la contratación pública, la protección de los denunciantes, la regulación del financiamiento de campañas, los grupos de presión y la aplicación de la ley, que incluye el funcionamiento del sistema judicial.

La contratación pública y los proyectos de infraestructuras son un ejemplo clásico en el que existe un elevado riesgo de corrupción. Es fundamental que se refuerce la competencia entre los posibles proveedores y para ello es necesario que existan unas condiciones equitativas y una total transparencia. Los datos sugieren que las compras públicas en Colombia suelen caracterizarse por la falta de competencia, una importante concentración de los contratistas, las frecuentes renovaciones y modificaciones de contratos sin que existan nuevas licitaciones, y la falta de claridad de las normas en materia de conflictos de intereses (Zuleta, Saavedra and Medellín, 2018[90]; Zuleta, Ospina and Caro, 2018[91]; Palacios Lleras, 2019[92]). Hay más de 800 proyectos de infraestructuras sin terminar, que a menudo son resultado de irregularidades descubiertas antes de su finalización, y que representan un costo perdido cercano al 2,2 % del PIB (Contraloría General de la República, 2021[93]).

La racionalización de los procedimientos burocráticos y la mejora de la transparencia pueden contribuir a aislar a las instituciones frente a los grupos de interés, al igual que la capacitación sistemática de los funcionarios de contratación pública sobre el diseño eficaz de licitaciones y la detección efectiva de prácticas colusorias (OECD, 2012[94]). Colombia no cuenta con una normativa que exija transparencia en las interacciones entre los grupos de interés y los responsables políticos, como se refleja su bajo puntaje en el indicador de regulación del mercado de productos (PMR por sus siglas en inglés) de la OCDE sobre interacciones con grupos de interés (Gráfico 1.36).

Los organismos de compras centralizadas y de contratación electrónica son un mecanismo eficaz para reducir el alcance de los pagos paralelos y la colusión. Colombia ha conseguido importantes avances en este sentido al establecer una entidad central de compras (Colombia Compra Eficiente), tal como se analizó en el anterior Estudio Económico (OECD, 2019[12]). Aun así, las compras directas seguían representando cerca del 70 % del total de las operaciones de contratación pública en 2019 y 2020 (Agencia Nacional de Contratación Pública, 2021[95]). El mayor componente es la prestación de servicios personales y el apoyo a la gestión, que tienden a estar correlacionados con el ciclo electoral (Zuleta, Saavedra and Medellín, 2018[90]). Las compras directas y el margen de actuación de los comportamientos ilícitos podrían restringirse mediante una definición más clara de los casos en los que las compras centralizadas son obligatorias, incluido a nivel subnacional.

Mejoras pueden derivarse de una evaluación exhaustiva de las leyes y regulaciones que afectan a la contratación pública. Una de ellas sería reducir el costo de participación en las licitaciones. Actualmente, solo las empresas que pagan una cuota anual por inscribirse en el Registro Público de Proponentes pueden competir en las licitaciones públicas, lo que limita indebidamente la participación de las empresas más pequeñas en las compras públicas, así como el uso de las compras centralizadas para los contratos más pequeños, a la luz de una cuota anual de inscripción cercana a 150 USD. La Superintendencia de Industria y Comercio ha asumido un papel de liderazgo en el descubrimiento de los cárteles de contratación pública a posteriori, pero sus actuaciones se ven a menudo obstaculizadas por las limitaciones de sus estatutos y de la ley de competencia (Palacios Lleras, 2019[92]). Las multas de la autoridad de la competencia son bajas, al tiempo que carecen de poder para inhabilitar a los implicados en la manipulación de licitaciones a participar en futuros procesos de contratación (Jaramillo Londoño, Gómez Márquez and Rodríguez Reyes, 2021[52]).

La protección a denunciantes es un mecanismo habitual a la hora de detectar cárteles y manipulaciones de licitaciones en casos de contratación pública, pero también en otros casos de corrupción en general. El reciente enjuiciamiento por casos de corrupción a gran escala en Brasil, que han tenido ramificaciones en toda América Latina, puede estar directamente relacionado con las mejoras adoptadas en los incentivos para que los denunciantes presenten informaciones, tal y como se analiza en los Estudios Económicos de la OCDE sobre Brasil (OECD, 2020[96]; OECD, 2018[97]) La mayoría de los países de la OCDE cuentan con leyes dedicadas a la protección de los denunciantes, como la implantada por Australia en 2019, pero no es el caso de Colombia (Sanclemente Arciniegas, 2020[98]; OECD, 2019[99]; OECD, 2016[100]). Las personas sancionadas por fraudes en los procesos de licitación pueden ser juzgadas según el código penal, lo que supone un importante desincentivo. Los esfuerzos realizados para solucionar estas deficiencias no fueron aprobados por el Congreso durante la legislatura 2020-21. En uno de esos intentos, se excluyeron secciones relevantes de un proyecto de ley antes de su aprobación por el Congreso (Ley 341/2020). Asimismo, se archivaron otros proyectos similares que habrían proporcionado protección a los denunciantes (Transparencia por Colombia, 2021[101]; Transparencia por Colombia, 2021[102]; OECD, 2019[99]). Esta falta de ambición constituye una oportunidad perdida en la lucha contra la corrupción.

Regular el financiamiento de los partidos políticos puede evitar que poderosos intereses controlen el diseño de las políticas públicas, lo que hace que el crecimiento resulte menos inclusivo y disminuya la confianza en el Gobierno (OECD, 2016[103]). En vista del limitado financiamiento público existente, en Colombia las campañas dependen en gran medida del financiamiento privado, para el que no hay limitación (Pachón Buitrago, 2018[104]). El financiamiento privado es especialmente predominante en las elecciones regionales y locales. Esta situación genera incentivos para que los candidatos devuelvan las aportaciones a la campaña a través de favores políticos una vez en el cargo, lo cual afecta la eficiencia del gasto o a la calidad de los funcionarios nombrados (Perry and Saavedra, 2019[86]; Fedesarrollo, 2021[40]). La justicia ha investigado varios casos de gran envergadura que afectan a distintos partidos y sectores políticos (Escallón Arango, 2014[105]; Garay, Salcedo-Albarán and Álvarez, 2020[106]). La rendición de cuentas con respecto al financiamiento de las campañas es especialmente limitado en el caso de los candidatos independientes, cuyas campañas electorales están sujetas a normas más débiles en materia de registro y financiamiento de campañas y están exentas de los plazos habituales de las campañas electorales (Pachón Buitrago, 2018[104]; Fedesarrollo, 2021[40]). La adopción de unos límites y requisitos de transparencia más estrictos para las aportaciones privadas a las campañas, tanto en el caso de los partidos políticos como de candidatos independientes, reduciría los incentivos a la corrupción, entre otras medidas, mediante la sustitución total del financiamiento privado de las campañas por fondos públicos, asignados de forma transparente y con estrictas normas de rendición de cuentas (Fedesarrollo, 2021[40]).

El cumplimiento de las leyes y los contratos privados también depende de la eficacia de las instituciones, sobre todo del funcionamiento del sistema judicial (Perry and Saavedra, 2019[86]). El débil desempeño de Colombia guarda relación con los gravosos requisitos procesales, la baja automatización en los tribunales, la ausencia de un límite en los aplazamientos y los escasos recursos destinados a las herramientas electrónicas para la gestión de casos. También hay margen para mejorar la gobernanza dentro del sistema judicial, reforzar los incentivos a la performance de los jueces y mejorar la capacitación de investigadores, abogados, fiscales y jueces, incluido en asuntos económicos y «delitos de guante blanco», además de establecer mecanismos de protección claros frente a la injerencia política para proteger las investigaciones y los enjuiciamientos (Fedesarrollo, 2021[40]; OECD, 2019[99]). Por último, la escasa confianza de los colombianos en la integridad de los jueces, según se recoge en las encuestas, sugiere la necesidad de conseguir una mayor transparencia en materia de conflictos de interés (Villadiego and Hernández, 2018[107]; Pring and Vrushi, 2019[108]).

Colombia ha hecho progresos tangibles en la lucha contra la impunidad en los últimos dos años. La Fiscalía General de la Nación ha priorizado la investigación de la violencia contra sindicalistas y ha introducido una estrategia de investigación dedicada y equipos especializados. Estos esfuerzos dieron como resultado el esclarecimiento del 43% de los homicidios de sindicalistas entre 2017 y 2020. En comparación, solo el 30% de los homicidios dolosos se esclarecieron durante el mismo periodo. A pesar de estos avances, el país sigue sufriendo la violencia contra los sindicalistas, con 22 homicidios de sindicalistas registrados entre abril de 2020 y marzo de 2021.

Las mejoras en la gobernanza son fundamentales para aumentar la confianza de los ciudadanos en las instituciones, la cual se sitúa en niveles bajos en Colombia (Gráfico 1.37). Por ejemplo, la confianza conduce a un mayor cumplimiento de las normas y del sistema tributario (OECD, 2017[109]; Batrancea et al., 2019[110]). Una mayor confianza en el buen uso de los recursos públicos reforzaría el apoyo político a la captación de recursos públicos adicionales. La escasa confianza en las instituciones públicas también puede disuadir a los denunciantes de comunicar casos de corrupción. El 58 % de los colombianos considera poco probable que las denuncias presentadas tengan alguna consecuencia, mientras que el 78 % indica que sufriría represalias si denuncia (Pring and Vrushi, 2019[108]). La confianza en las instituciones también puede haberse visto afectada negativamente por la violencia policial supuestamente ejercida durante las recientes protestas sociales (OAS/ CIDH, 2021[111]). En mayo de 2021, el 56 % de los encuestados desaprobaba el comportamiento de la policía (Portafolio, 2021[112]). Colombia es uno de los pocos países en los que la policía está subordinada al Ministerio de Defensa, lo que hace evidente la necesidad de adaptar las fuerzas policiales al actual contexto posconflicto. La integración de la policía bajo el Ministerio del Interior, con un mayor hincapié en la formación en derechos humanos y el enjuiciamiento de los agentes de policía en tribunales ordinarios –en lugar de militares– son propuestas útiles que se están debatiendo en la actualidad.

La implantación del acuerdo de paz de 2016 también es clave para reforzar las instituciones colombianas y en este ámbito se han conseguido avances continuados (ver Recuadro 1.2). Para completar el acuerdo se requerirán esfuerzos fiscales sustanciales en la próxima década. Los costos totales de implementación entre 2017 y 2031 se esperan alcancen el 12,9% del PIB (Contraloría General de la República, 2021[93]). Luego de cinco años de implementación del acuerdo de paz, el último informe elaborado por los observadores independientes indica que el 30% de las estipulaciones están totalmente implantadas (Instituto Kroc, 2021[113]). Las disposiciones relacionadas con los títulos de propiedad de las tierras, el apoyo a las víctimas del conflicto y la reducción de las drogas ilícitas han mostrado avances significativos en el último año. Ya se han recogido muchos de los frutos más sencillos del acuerdo, y es probable que se necesite una mayor ambición para avanzar en el futuro, sobre todo en lo que respecta al acceso y uso de las tierras (Procuraduría Nacional de la Nación, 2021[114]). La reforma agraria destinada a facilitar el acceso a la tierra de los colombianos que lo necesitan, como los excombatientes, los desplazados por el conflicto interno y los campesinos pobres sin acceso a la tierra, ha avanzado relativamente poco, entre otras cosas porque requiere importantes recursos. Asimismo, algunos compromisos del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito aún no se han iniciado o presentan un nivel mínimo de ejecución. Sin embargo, el programa abarca 56 municipios y apoya a cerca de 100.000 familias que participan en el proceso de sustitución voluntaria de cultivos, de las cuales el 70% ha recibido asistencia alimentaria de emergencia. Estas áreas requerirán esfuerzos constantes y a largo plazo para lograr cambios sustantivos que aborden las causas estructurales de la violencia.

El despliegue a nivel nacional del catastro multipropósito favorecería un mejor uso de la tierra, reduciría la inseguridad jurídica, fomentaría la inversión y facilitaría las transacciones (OECD, 2019[12]). De este modo, se conseguiría un entorno de paz más sostenible al dar un impulso al desarrollo rural, además de apoyar la lucha contra la deforestación ilegal (véase el siguiente apartado). Al mismo tiempo, la adopción de este catastro puede enfrentarse a una fuerte oposición de los fuertes intereses específicos de algunos grupos. En enero de 2021, solo el 15,7 % de las tierras tenía información catastral actualizada, frente al 6 % de 2018 (Procuraduría Nacional de la Nación, 2021[114]). Llegar al 60 % en 2022, uno de los objetivos del acuerdo, requerirá intensificar los esfuerzos de manera significativa, sobre todo en los municipios afectados por el conflicto. Además, se podrían tomar medidas adicionales para cumplir el compromiso del acuerdo de distribuir de forma efectiva las tierras entre las víctimas del conflicto que carecen de ellas. Los terrenos cultivables de Colombia no solo están muy concentrados en unas pocas manos, sino que además están infraexplotados.

La corrupción en la implementación del acuerdo podría fomentar la desconfianza y la pérdida de legitimidad en el proceso de transición hacia una paz sostenible (Transparencia por Colombia, 2020[115]). Los recientes escándalos de corrupción en los que funcionarios locales aplicaron cambios en la planificación urbana y territorial para obtener beneficios privados ponen de manifiesto la relevancia de esta amenaza. El fortalecimiento de los comités locales de supervisión ciudadana podría aumentar la transparencia y la legitimidad del proceso.

Las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) son relativamente bajas en términos per cápita. Sin embargo, las emisiones netas han tendido a aumentar durante la última década (Gráfico 1.38). Los objetivos de reducción de las emisiones de GEI se han hecho más ambiciosos recientemente, con el fin de lograr una reducción del 51 % con respecto al escenario de referencia para el año 2030 (CAT, 2021[116]; UNEP, 2019[117]). Con ello, se pretende allanar el camino para alcanzar la neutralidad en materia de carbono en 2050, aunque puede que no sea suficiente para lograr dicho objetivo (CAT, 2021[116]).

Históricamente, los sectores más emisores han sido el uso de la tierra y la silvicultura, la agricultura, el transporte y el sector energético. Las emisiones procedentes del uso de la tierra, que es el mayor componente, han disminuido de forma considerable desde los años 90, con altibajos asociados a los cambios en la deforestación, en contraste con la tendencia al alza generalizada en los otros tres sectores.

Alcanzar los objetivos de emisiones dependerá sobre todo de los avances que se consigan en la lucha contra la deforestación, que es la principal actividad generadora de emisiones de GEI. Según los planes del Gobierno, se espera reducir la deforestación en 50 000 hectáreas al año para 2030, frente a las 172 000 hectáreas anuales de 2020 (IDEAM, 2018[118]). Al final de 2021, fue formulado en las reuniones de Glasgow un objetivo más ambicioso de cero deforestación neta en 2030. Los bosques de Colombia son un activo natural de valor incalculable, no solo por su importante papel a la hora de absorber el CO2, sino también por su biodiversidad y el papel clave que desempeñan como medio de vida para las comunidades locales. Las masas boscosas abarcan diversos ecosistemas, desde los bosques andinos hasta la selva amazónica. La deforestación actual genera ganancias privadas a corto plazo que son muy inferiores a su valor social. Entre 2011 y 2015, la deforestación se redujo drásticamente, pero en 2006-2017 experimentó un nuevo repunte (Gráfico 1.39). En el año 2020 se produjo un aumento del 8 % en la deforestación, que se concentró en la región amazónica. Esta evolución pone en peligro los objetivos de protección forestal de Colombia.

Entre las causas de la deforestación se encuentra la expansión de la frontera agrícola –a menudo para ganadería extensiva de baja productividad–, la simple apropiación de tierras –con la esperanza de que en futuro derivará en la concesión de un título de propiedad– y también los cultivos ilícitos. La ganadería extensiva, que se basa en la conversión de bosques en pastizales, es una de las principales causas de la deforestación en la región amazónica (Murcia García et al., 2015[119]). Tanto en la región andina como en la amazónica, gran parte de la deforestación total está relacionada con el cultivo de coca, que agota los recursos del suelo y agua por el excesivo uso de fertilizantes que conlleva (UNODC, 2018[120]). Al mismo tiempo, los intentos de erradicación de la coca a través de la fumigación pueden dañar no solo la salud humana y los ecosistemas, sino que podrían empujar a los cultivadores a zonas más remotas, contribuyendo así a una mayor deforestación. La aplicación de un impuesto sobre los plaguicidas no orgánicos, que se propuso recientemente a una tasa del 8 % pero que no se aplicó, podría contribuir a internalizar más ampliamente los efectos externos de los plaguicidas y a recaudar ingresos adicionales (OECD, Dian and Ministerio de Hacienda, 2021[16]).

La extracción de carbón y minerales, en parte ilegal, también ha impulsado la deforestación y es responsable de grandes emisiones de sustancias químicas peligrosas. Además, la rápida expansión de las infraestructuras secundarias y terciarias ha mejorado el acceso a zonas remotas y, por tanto, ha facilitado la deforestación (IDEAM, 2018[118]).

Desde 2015 se ha producido un aumento muy significativo de la deforestación en el contexto del acuerdo de paz, que afecta al 80 % de las zonas protegidas y a sus zonas de amortiguamiento tras el fin del conflicto armado (Clerici et al., 2020[121]). Es probable que esta situación tenga que ver con varias razones, entre ellas el repentino repliegue de las fuerzas guerrilleras, las debilidades en el control territorial por parte del gobierno central, el interés de algunos grupos armados de exguerrilleros disidentes por fortalecer su posición en algunos territorios, la extracción ilícita de recursos forestales, la expansión de la frontera agrícola, el acaparamiento de tierras, la ganadería extensiva y la creciente demanda internacional de cocaína (González et al., 2018[122]).

Los esfuerzos institucionales de Colombia para frenar la deforestación han incluido un sistema de detección temprana basado en imágenes por satélite y la creación de un consejo nacional interinstitucional para combatir la deforestación. La nueva Ley de Delitos Ambientales tipifica como delitos la deforestación, su financiamiento y las apropiaciones ilegales de tierras, y eleva las penas por daños ambientales. Se ha emitido un nuevo documento de política en relación con la lucha contra la deforestación y la gestión forestal sostenible para coordinar las actuaciones de 40 entidades nacionales. Sobre la base de este sólido marco, deben desplegarse recursos adicionales permanentes para acelerar la lucha contra la deforestación, tal y como se recomienda en el Estudio Económico de Colombia de 2019 (Tabla 1.6, (OECD, 2019[18])). En la actualidad, solo se aplican medidas normativas a una parte mínima de los casos que se detectan. A la luz de las externalidades mundiales, los argumentos a favor de conseguir apoyo económico internacional para potenciar esta aplicación normativa son muy sólidos. Además, es necesario resolver las incertidumbres existentes sobre la propiedad de las tierras en relación con la irregular cobertura de los registros de la propiedad en regiones remotas para evitar la deforestación oportunista, sobre todo alrededor de los parques naturales.

El aumento de las emisiones derivadas de la agricultura está relacionado principalmente con el crecimiento de los rebaños de ganado (IDEAM, 2017[123]), que es una de las causas de la deforestación. La deforestación para llevar a cabo ganadería extensiva no solo es perjudicial para los ecosistemas, sino también ineficiente, ya que se lleva a cabo en tierras de baja productividad que no son adecuadas para esta actividad. Si se reorientara parte de esta actividad a terrenos de mayor productividad y se implantaran técnicas modernas de producción se podrían ceder millones de hectáreas a la reforestación y la silvicultura sostenible, recuperando el terreno y actuando como sumidero de carbono. Los acuerdos de deforestación cero procedentes del sector privado, sobre todo en las cadenas de suministro de carne vacuna, productos lácteos, aceite de palma y cacao, pueden formar parte de la estrategia para frenar la deforestación relacionada con la agricultura.

Las emisiones relacionadas con la energía han aumentado cerca de un 73 % desde 1990, aunque esta tendencia ha empezado a invertirse en los últimos años (Gráfico 1.38). Estas emisiones proceden de la combustión cada vez mayor de combustibles fósiles como el carbón y el petróleo (Gráfico 1.40), sobre todo en el transporte, la producción de energía y la actividades manufactureras. El transporte de superficie es un gran generador de emisiones y la transición a los vehículos eléctricos y a otros modos de transporte sostenibles ayudaría a reducir las emisiones de forma considerable, sobre todo porque la generación de electricidad en Colombia es, en gran medida, limpia y procede de fuentes renovables. Las matriculaciones de vehículos eléctricos e híbridos crecen a buen ritmo, apoyadas por las ventajas fiscales.

En 2019, casi el 80 % de la electricidad procedía de fuentes hidroeléctricas (Gráfico 1.41), una cifra superior al promedio de la OCDE en generación renovable de electricidad. Las renovables no tradicionales, como la energía solar, donde Colombia tiene un importante potencial (Suri et al., 2020[124]) y la generación eólica, en la que existe un elevado potencial en el departamento de la Guajira (Carvajal-Romo et al., 2019[125]), están menos desarrolladas que en otros países de la OCDE, incluso si la trayectoria reciente es prometedora. Si se consiguieran avances en estos frentes se podría disminuir la exposición a las sequías y se apoyaría la seguridad energética.

Si se deja atrás parte del consumo de energías fósiles, sobre todo carbón, y se adoptan en su lugar fuentes de energía más limpias, se conseguiría materializar una importante reducción de emisiones. Los usuarios industriales tienen margen para sustituir el carbón (30 % del consumo total) por el gas natural, aunque ello requeriría inversiones adicionales en plantas de regasificación. Además, los hogares obtienen el 38 % de su consumo energético de la madera, parte de la cual podría sustituirse por electricidad, gas natural o gas licuado de petróleo (GLP) en las zonas rurales.

Los precios de los combustibles fósiles aplicados en Colombia no logran internalizar –por un amplio margen– los impactos ambientales y sociales relacionados (Fedesarrollo, 2021[40]). Un primer paso importante sería eliminar todas las subvenciones a los combustibles fósiles, que actualmente ascienden al 0,4% del PIB, al tiempo que se aplican medidas para proteger a los hogares de bajos ingresos contra las pérdidas de ingresos reales. En el marco de una estrategia dirigida a modificar los patrones de producción y consumo, debería hacerse un mayor uso del impuesto sobre el carbono introducido. Colombia también fue el tercer país latinoamericano en introducir un impuesto sobre el carbono en 2016, que tiene el potencial de lograr importantes reducciones del CO2 en Colombia (Calderón et al., 2016[126]). El impuesto cubre actualmente alrededor del 25 % de las emisiones nacionales. Los elementos más importantes que no están cubiertos son el carbón, incluidas las centrales térmicas, el gas natural y el GLP para usos no industriales (MADS, 2017[127]).

Si se ampliara el impuesto sobre el carbono al carbón y al gas natural se contribuiría a reducir las emisiones y la contaminación atmosférica, facilitando la transición al uso de las energías renovables en la generación de electricidad. A 5 dólares por tonelada de CO2 equivalente, el impuesto sobre el carbono es también mucho más bajo que en otros países con niveles de ingresos similares (Federsarrollo, 2021[128]). Esto explica que los impuestos relacionados con el medio ambiente, que en Colombia también incluyen los impuestos sobre la venta de vehículos, representen tan solo el 0,6 % del PIB, muy por debajo del 1,6 % del promedio de la OCDE. Si se ajustara la tasa impositiva con los niveles promedio actuales de la OCDE durante los próximos años, se podrían generar unos ingresos adicionales cercanos al 0,2 % del PIB, parte de los cuales podrían utilizarse para compensar a los hogares con bajos ingresos por los aumentos de precios asociados (Carbon Pricing Leadership Coalition, 2019[129]). Actualmente no existe un régimen de comercio de derechos de emisión, aunque en 2018 se creó la base jurídica para poder establecerlo (Sousa et al., 2020[130]).

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