3. Todos juntos: por un crecimiento más inclusivo en Perú

Paula Garda
Elena Vidal

Perú ha logrado un éxito notable en la reducción de la pobreza en las dos últimas décadas. La pobreza se contrajo en 38 puntos porcentuales entre 2004 y 2019, un promedio de 2,5 puntos porcentuales al año (Gráfico 3.1), lo que constituye una de las caídas más pronunciadas de ese período en América Latina. El crecimiento económico sostenido y la estabilidad macroeconómica, favorecidos por un marco macroeconómico sólido y reformas estructurales, desempeñaron un papel crucial en la reducción de la pobreza.

Sin embargo, la pandemia de COVID-19 también ha puesto de manifiesto importantes problemas estructurales, como la elevada proporción de trabajadores informales sin derecho a seguridad social, la escasa cobertura de los programas de asistencia social y el desigual acceso a la educación. Perú fue uno de los países más castigados, con altas tasas de infección y mortalidad, así como una importante contracción de la actividad económica. La amplia respuesta ante la situación de emergencia social fue crucial para evitar una caída más pronunciada de los ingresos; no obstante, Perú debe redoblar sus esfuerzos para evitar que los impactos causados por el COVID-19 se conviertan en permanentes y acentúen las desigualdades preexistentes.

El empleo informal generalizado en Perú, que afecta a más del 75% de los trabajadores, plantea importantes retos a la hora de reducir la pobreza, abordar las desigualdades y promover un crecimiento económico inclusivo. Los trabajadores informales carecen de protección laboral, baja por enfermedad y prestaciones de la seguridad social, lo que les hace vulnerables a la pobreza. Aunque la informalidad está muy extendida en toda la distribución de ingresos, muchos de estos trabajadores perciben salarios bajos, apenas pueden disponer de ahorros o crédito en tiempos de crisis, y tienen un acceso limitado a Internet y a herramientas digitales, así como a ayudas públicas (p. ej., subvenciones salariales y préstamos avalados por el Estado). Los trabajadores informales suelen estar expuestos a condiciones de vivienda precarias, y sufren problemas como el hacinamiento e instalaciones sanitarias inadecuadas. Las mujeres, los jóvenes y las zonas rurales enfrentan una mayor tasa de informalidad. Todos estos factores agravaron el impacto de la pandemia de COVID-19. Los trabajadores informales normalmente tienen un acceso limitado a la formación y suelen trabajar en empresas pequeñas y poco productivas que eluden ampliar sus negocios para así evitar ser detectados por las autoridades, lo que lastra la productividad y la recaudación de impuestos.

Muchos peruanos ejercen trabajos informales porque carecen de la educación y las cualificaciones necesarias para desempeñar empleos formales. El aprendizaje no sólo es deficiente, sino que, además, está muy condicionado por la situación socioeconómica de las familias, lo que perpetúa las desigualdades y la pobreza. El bajo rendimiento escolar es producto del acceso limitado a infraestructuras y materiales educativos de calidad, la insuficiente capacitación del profesorado y una financiación pública inadecuada. A menudo, la enseñanza superior no se ajusta a las necesidades del mercado laboral y ello provoca que las cualificaciones sean muchas veces inadecuadas. La pandemia ha empeorado la situación, ya que el prolongado cierre de escuelas ha supuesto una gran interrupción del aprendizaje y ha abierto brechas entre los que tenían acceso a la enseñanza a distancia y los que no.

Entre las múltiples raíces de la informalidad, tales como escaso acceso a una educación y formación de alta calidad, un marco institucional débil y escasa aplicación de las leyes, los elevados costos laborales destacan como un factor clave, y se traducen en una baja cobertura de la seguridad social. Los elevados costos laborales, derivados de estrictas regulaciones del empleo y altas cotizaciones sociales obligatorias (que financian prestaciones de la seguridad social como pensiones, sanidad y protección por desempleo), desincentivan la creación de empleo formal, sobre todo en el caso de los trabajadores vulnerables y con bajos ingresos. Los elevados costos no salariales, unidos a un salario mínimo relativamente alto (cercano al salario mediano) y a una regulación del empleo formal estricta y de gran complejidad, dejan a muchas personas con trabajos informales. Como el cumplimiento de las leyes y regulaciones es deficiente, las empresas eluden sistemáticamente los costos de la seguridad social, contratando a trabajadores asalariados de manera informal.

Con el objetivo de aumentar la cobertura de la protección social, las autoridades han creado múltiples regímenes que permiten a las empresas más pequeñas pagar cotizaciones e impuestos más bajos. Sin embargo, estos regímenes generan incentivos contraproducentes, al incentivar a las empresas a permanecer pequeñas e informales, con la consiguiente baja productividad. Un sistema sanitario fragmentado provoca deficiencias que disminuyen el acceso a servicios de alta calidad. La coexistencia de un régimen público de pensiones de reparto con un régimen privado de capitalización ha generado competencia en lugar de complementariedad, provocando ineficiencias y desigualdades en el acceso a un sistema con escasa cobertura y prestaciones de jubilación. La popularidad de los retiros de fondos de pensiones privados desde la pandemia indica descontento con el sistema de pensiones y conlleva una importante amenaza de pobreza en la vejez, que podría convertirse en un riesgo fiscal contingente.

Para corregir la falta de cobertura de protección social, en las dos últimas décadas Perú ha establecido pilares no contributivos en materia de pensiones y salud, que se han complementado con programas de asistencia social, como las transferencias monetarias condicionadas para luchar contra la pobreza. Sin embargo, las pensiones no contributivas y los programas de transferencias monetarias tienen bajos niveles de cobertura y beneficios debido a la escasez de presupuesto. El sistema de salud no contributivo brinda cobertura universal, pero fomenta la informalidad, al ofrecer a los trabajadores informales, gratuitamente o a un costo reducido, idénticas prestaciones sanitarias que a los trabajadores formales.

Se necesita una estrategia integral a largo plazo para aumentar significativamente la formalización y la cobertura de la protección social en Perú. Esto requiere profundas reformas de la seguridad social, incluyendo los sistemas pensionales y de salud, y de los regímenes de asistencia social, en paralelo a cambios en las políticas laborales, educativas y de formación. Estas reformas deben ir acompañadas de una mayor vigilancia del cumplimiento de la legislación laboral y tributaria, así como de la flexibilización del mercado laboral y la reducción de los costos laborales no salariales, el fortalecimiento del marco institucional, la simplificación del sistema tributario y la mejora de la regulación del mercado de bienes. La puesta en práctica de estas reformas requiere recursos fiscales adicionales, pero Perú dispone de amplia holgura para lograrlos, dado que los ingresos tributarios peruanos son bajos en comparación con los estándares internacionales y latinoamericanos, y también hay margen para elevar la eficiencia del gasto, como se ha señalado en el Capítulo 1. Será esencial garantizar que estas reformas del gasto sean fiscalmente sostenibles. Para lograr esto, es necesario primero aumentar los ingresos públicos de forma permanente, permitiendo una implementación gradual de reformas de gasto manteniendo al mismo tiempo la responsabilidad fiscal. Es probable que la remodelación de las instituciones y los marcos existentes, junto con la aplicación de reformas tributarias para garantizar ingresos adicionales, conlleve claros desafíos de economía política. Los beneficios de tales reformas –en forma de aumento del nivel de vida para todos, reducción de la informalidad, mayor recaudación de ingresos e incremento de la productividad– merecen la pena. La necesidad de revertir el impacto de la pandemia de COVID-19, así como el proceso que ha iniciado Perú para ser miembro de la OCDE, podrían actuar como catalizadores del necesario debate político sobre las reformas.

Un programa de reformas políticamente viable debe ser gradual y seguir una secuencia y un orden de prioridades adecuados. En primer lugar, se podrían reforzar gradualmente los programas de asistencia social, incluidas las pensiones no contributivas y los programas de lucha contra la pobreza. Una reforma integral de las pensiones debería abordar también las desigualdades existentes. En segundo lugar, la reducción gradual de los costos laborales asociados a la creación de empleo formal en el caso de los trabajadores de bajos ingresos disminuiría la informalidad y redundaría en aumentos de productividad, equidad y fortalecería las finanzas públicas. Para ello será necesario modificar gradualmente los regímenes actuales que imponen cotizaciones a la seguridad social según el tamaño de la empresa, y adoptar un sistema de cotizaciones sociales progresivas en función de los ingresos de los trabajadores. Mejorar el acceso a servicios de salud de alta calidad exigirá aumentar gradualmente la financiación del sistema sanitario con cargo a los impuestos generales y acabar con la fragmentación del sistema sanitario. La mejora en la calidad y el acceso a la educación debería realizarse gradualmente. Esto aumentaría la formalidad y la productividad, al tiempo que reduciría las desigualdades e impulsaría la participación femenina en la fuerza laboral. Reducir los costos laborales de los trabajadores de bajos ingresos no sólo beneficiaría particularmente a los trabajadores de bajos ingresos al impulsar el empleo formal, sino que también reduciría las desigualdades de género en el mercado laboral al impulsar la creación de trabajos formales para mujeres. Una comunicación clara de los costos y beneficios de las reformas también será decisiva para lograr el apoyo para llevar a cabo las reformas.

En este capítulo se analizan los retos y las deficiencias de los actuales marcos del mercado laboral, la protección social y la educación, y se revisan las posibilidades de actuación para impulsar el empleo formal, que es una de las prioridades más destacadas de las políticas de Perú. Los beneficios de las reformas examinadas deberían potenciarse mediante la adopción simultánea de medidas en otros ámbitos, en particular reformas encaminadas a impulsar la productividad y la inversión (estancadas y estructuralmente bajas), como se expone en el Capítulo 2 del presente Estudio Económico.

La pobreza y la desigualdad han disminuido significativamente en Perú en las dos últimas décadas (Gráfico 3.2, Paneles A y B). La caída de la pobreza fue especialmente intensa durante el superciclo de los precios de las materias primas entre 2004 y 2015, pero, desde entonces, el ritmo de reducción de la pobreza se ha ralentizado, estancándose desde 2018, y llegó incluso a invertirse durante la pandemia y 2022. La desigualdad también ha caído en comparación con otros países latinoamericanos, sobre todo durante el período de bonanza de los precios de las materias primas (Gráfico 3.2, Panel B). La clase media, definida como aquella con ingresos diarios comprendidos entre 5 y 12,4 dólares, también creció significativamente durante el mismo periodo, en torno a 25 puntos porcentuales, hasta representar el 75% de la población, pero en 2017 el 42% de la población seguía siendo vulnerable a sumirse en la pobreza (de la Cruz, Manzano and Loterszpil, 2020[1]).

El factor que más ha contribuido al descenso de la desigualdad ha sido la reducción de la desigualdad intra regional (Castillo, 2020[2]). Aunque entre 2004 y 2019 el crecimiento económico benefició en mayor medida a las zonas más pobres del ámbito rural, la sierra y la selva (Gráfico 3.2, Panel C), estas regiones aún se enfrentan a disparidades persistentes y niveles de pobreza más elevados. Sin embargo, la pobreza se ha vuelto cada vez más urbana. La pobreza en las zonas urbanas aumentó 6 puntos porcentuales entre 2011 y 2022, mientras que en las zonas rurales se redujo 15 puntos porcentuales. Por último, aunque los niveles de pobreza empezaron a descender de nuevo en 2021, siguen siendo elevados y experimentaron un aumento en 2022 debido a las intensas presiones inflacionistas, sobre todo en ciertas regiones (Gráfico 3.2, Panel D).

Perú es un país diverso, con una rica composición étnica. Los mestizos constituyen el grupo étnico más numeroso de Perú, con aproximadamente el 60% de la población, y en él se incluyen individuos de ascendencia mixta indígena y europea. La población quechua es el grupo indígena más numeroso, con aproximadamente el 20% de la población. Se calcula que la población aimara ronda el 5% de la población total. Según el Censo de 2017, los afroperuanos representan alrededor del 4% de la población y la población blanca –individuos de ascendencia principalmente europea– en torno al 6%. Las desigualdades económicas entre grupos étnicos también se han reducido en las dos últimas décadas, y el colectivo mestizo ha superado al blanco en gasto per cápita debido a la migración del campo a la ciudad y al mayor acceso a la educación. La población indígena también ha experimentado una reducción de la brecha de ingresos en relación con la población blanca, aunque a un ritmo más lento que la mestiza, en parte debido a una menor tasa de migración del campo a la ciudad (Salinas, Zamora and Chavez, 2022[3]). No obstante, los pueblos indígenas y la población afroperuana suelen padecer índices de pobreza más elevados que el resto de la población. En 2021, la tasa de pobreza era entre 7 y 8 puntos porcentuales más alta para los indígenas y afroperuanos que para la población blanca o mestiza (World Bank, 2023[4]).

En las últimas dos décadas, el crecimiento económico ha sido el principal promotor de la reducción de la pobreza y la desigualdad y también del aumento de la clase media en Perú (Mazeikaite, 2022[5]; World Bank, 2023[4]; OECD, 2016[6]). Asimismo, los programas de asistencia social han desempeñado un papel crucial (Mazeikaite, 2022[5]; Correa, 2021[7]). Las transferencias en especie, en particular los servicios educativos y sanitarios, también han ayudado significativamente a elevar el nivel de vida (Lustig, 2016[8]). Sin embargo, los impuestos y las transferencias tuvieron un impacto redistributivo relativamente menor en comparación con otros pares de América Latina debido al bajo gasto social (Lustig, 2016[8]; Jaramillo, 2013[9]).

A pesar de haber disminuido en las dos últimas décadas gracias al crecimiento económico, la informalidad sigue siendo persistentemente elevada e incluso volvió a aumentar en 2019 (Gráfico 3.4, Panel A). Aproximadamente tres de cada cuatro trabajadores son informales, y aún más en el caso de mujeres y las áreas rurales, una de las proporciones más elevadas de América Latina (Gráfico 3.4, Panel B). Aunque la informalidad está presente en toda la distribución de ingresos, los hogares de bajos ingresos son en su mayoría informales (Gráfico 3.4, Panel B), y la informalidad se asocia a altos niveles de pobreza, desigualdad de ingresos y exclusión social (Recuadro 3.1), sobre todo en las regiones de la sierra y la selva, donde las tasas de informalidad superan el 85% (Gráfico 3.4, Panel C). Las pequeñas empresas, por lo general, son informales y suelen tener una mayor proporción de trabajadores informales (Gráfico 3.4, Panel D). Las empresas más grandes, que suelen estar formalmente establecidas, también contratan trabajadores de manera informal. Más de la mitad de la población vive en un hogar que depende exclusivamente del empleo informal, mientras que otro 30% vive en hogares con al menos un trabajador informal (OECD et al., 2021[10]). Las altas tasas de informalidad son la otra cara de la moneda de la baja tasa de desempleo, que registró un promedio del 3,9% en el periodo comprendido entre 2015 y 2019 y aumentó al 5,7% en 2021. Los trabajadores suelen recurrir al trabajo informal, a menudo por cuenta propia, para mantener sus ingresos durante los periodos de desempleo.

La persistencia de desigualdades entre hombres y mujeres en el mercado laboral socava el bienestar económico y social. Aunque la brecha en la tasa de participación entre hombres y mujeres es relativamente baja en comparación con otros países de América Latina y de la OCDE (Gráfico 3.3, aumentó del 17% en 2019 al 20,5% en 2020. Las mujeres que trabajan suelen ocupar puestos de menor calidad. Las mujeres tienen más probabilidad de trabajar por cuenta propia (38%, frente al 35% de los hombres) y en empleos informales (75%, frente al 68% de los hombres). La informalidad entre las mujeres se agudizó con la pandemia de COVID-19 y es una causa importante de las disparidades entre hombres y mujeres en el mercado laboral (OECD, 2022[11]). Alrededor del 22,1% de las mujeres son trabajadoras familiares no remuneradas o tienen empleos domésticos, frente a sólo un 5,7% de los hombres. Las mujeres soportan una mayor carga de responsabilidades en cuidados en el hogar, lo que limita aún más sus perspectivas laborales y su desarrollo. Estas diferencias entre hombres y mujeres se traducen en divergencias de ingresos procedentes del trabajo. La brecha salarial entre géneros ya era significativa antes de la pandemia. En 2019 las mujeres ganaban, de media, un 12% menos que los hombres. Sin embargo, esta diferencia aumentó hasta el 19% durante la pandemia, y la disparidad llega incluso al 23% en el caso de las mujeres de hogares con hijos en edad escolar. El acceso a servicios de cuidado infantil de alta calidad es insuficiente y muy desigual en toda la distribución de ingresos, lo que agrava el impacto de la pandemia en la situación laboral de las mujeres.

La etnia y la condición de emigrante son también factores que contribuyen a las disparidades del mercado laboral y a la informalidad en Perú. La informalidad es muy alta entre los indígenas (89%) y los afroperuanos (82%). Los inmigrantes venezolanos también son vulnerables. Había más de 1,4 millones residentes en Perú en 2022, y a pesar de su potencial para contribuir a la economía, tropiezan con importantes barreras. Aunque la mayoría están en edad de trabajar y tienen más años de educación que la media peruana, el 94% de los inmigrantes venezolanos ocupan empleos informales y carecen de acceso a una vivienda adecuada y a un seguro médico. Los ingresos por hora de los trabajadores venezolanos son aproximadamente un 37% inferiores a los de sus homólogos peruanos en funciones similares. La seguridad laboral de estos trabajadores se ve aún más amenazada por su condición de inmigrantes y por su limitada capacidad para convalidar sus títulos académicos, lo que agrava su vulnerabilidad en el mercado laboral (World Bank, 2023[4]).

La pandemia de COVID-19 ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de una parte importante de los trabajadores informales. A menudo carecen de ahorros y de acceso a prestaciones de desempleo y suelen desempeñar trabajos que no pueden realizarse a distancia, lo que se tradujo en pérdidas de empleo e ingresos mayores que en el caso de los trabajadores formales en los primeros meses de la pandemia (Gráfico 3.5). Las mujeres y los jóvenes se vieron afectados de forma desproporcionada por la pandemia, al desempeñar con más frecuencia trabajos informales. La participación de las mujeres en la población activa se redujo de forma drástica, principalmente porque tuvieron que atender a niños y ancianos, ante el cierre de escuelas y el menor apoyo de los sistemas de asistencia (World Bank, 2023[4]). Transcurridos los primeros meses de la pandemia, los trabajadores informales no pudieron permitirse seguir las recomendaciones de salud pública de quedarse en casa, lo que se tradujo en altas tasas de contagio de COVID-19. Desde que la economía empezó a recuperarse, los empleos informales están liderando el crecimiento del empleo, lo que amenaza con aumentar la informalidad de forma permanente y ampliar las brechas de ingresos y calidad del empleo. La pandemia de COVID-19 ha tenido un profundo impacto en la pobreza y la desigualdad, y ni siquiera desde 2021 se han revertido totalmente estos efectos. Aunque la actividad económica ha vuelto a los niveles anteriores a la pandemia, la pobreza y la desigualdad no lo han hecho.

En Perú, la regulación laboral para los contratos indefinidos es ligeramente menos estricta que en el promedio de la OCDE y en la mayor parte de América Latina (Gráfico 3.8, Panel A). Sin embargo, una normativa sobre reincorporación de trabajadores despedidos, poco común en los países de la OCDE y de América Latina, limita las posibilidades de que las decisiones de despido sean admitidas como justificadas (por ejemplo, por mala conducta, incapacidad o razones económicas). Si un trabajador lleva el caso a los tribunales y el despido se considera improcedente, la reincorporación es casi automática y prevalece sobre la indemnización, lo que desincentiva la contratación de trabajadores indefinidos y con contrato formal. La experiencia muestra que, para sortear este problema, las empresas optan por contratar trabajadores de manera informal o con contratos formales a tiempo limitado, lo que genera una mayor rotación de trabajadores, desincentiva la inversión en formación y reduce la productividad y los ingresos de los trabajadores (Jaramillo, Aknibacud and de la Flor, 2017[15]).

Una gran asimetría de la regulación entre contratos indefinidos y temporales (Gráfico 3.8, Paneles A y B), junto con la escasa vigilancia del cumplimiento de las normas laborales, hace que haya una elevada proporción de empleos informales y de contratos temporales formales (OECD, 2020[16]). Alrededor del 80% de los empleado formales son empleados con contratos de duración determinada o regímenes especiales (de corta duración), frente al promedio del 12% en un país típico de la OCDE, lo que da lugar a una elevada rotación laboral, comparable, no obstante, a la de México y Brasil (Jaramillo and Campos, 2021[17]). El sistema de inspección laboral es débil, ya que carece de suficientes recursos financieros, infraestructuras, inspectores y formación del personal (Leyva De Amat, 2020[18]). Además, el marco jurídico, con sus más de 1.800 páginas, es difícil de entender y, por tanto, de cumplir y fiscalizar. El monitoreo resulta muy difícil a causa de los múltiples regímenes especiales y las excepciones totales o parciales en materia de contratación (Ñopo, 2021[13]).

La legislación de protección del empleo debe reformarse para reducir las marcadas diferencias de regulación entre contratos indefinidos y temporales, que incentiva la informalidad y el uso excesivo de contratos temporales, con el resultado de una rotación elevada en el mercado laboral. El Gobierno podría plantearse aliviar la carga de la protección que ofrecen los contratos indefinidos. En el caso de los despidos individuales, podrían flexibilizarse las barreras legales todavía vigentes que impiden a los empresarios alegar despido procedente y, entre los motivos que justifican un cese, podrían reconocerse circunstancias económicas adversas. Además, será clave mejorar la garantía de cumplimiento de la normativa laborales. También hacen falta servicios públicos de empleo más eficaces y una mayor cobertura de la formación para el trabajo para apoyar a los trabajadores en los períodos de transición laboral.

Desde 2022, el salario mínimo mensual de Perú (Remuneración Mínima Vital) se encuentra en 1.025 PEN, aproximadamente 280 USD. Entre abril de 2018 y abril de 2023, el salario mínimo sólo aumentó en una ocasión, en 2022, y en abril de 2023 el salario mínimo real se situaba un 7% por debajo de los niveles anteriores a la pandemia. Sin embargo, el salario mínimo en Perú, equivalente al 77,5% del salario mediano y al 58,7% del salario medio para los empleados a tiempo completo en 2021 (Castellares et al., 2022[19]), es elevado en comparación con las economías de la OCDE (Gráfico 3.9). Menos de la mitad de la población gana el salario mínimo, y el porcentaje es menor entre los trabajadores por cuenta propia, las mujeres, los trabajadores informales, los jóvenes, los trabajadores poco cualificados y los trabajadores rurales (Gráfico 3.10). La normativa sobre el salario mínimo se orienta principalmente a los trabajadores asalariados y no es aplicable a los autónomos y a los trabajadores domésticos. El porcentaje de trabajadores que ganan por debajo del salario mínimo disminuyó entre 2007 y 2015, pero ha ido creciendo desde entonces (Gráfico 3.10).

Los salarios mínimos legales son una herramienta clave de los gobiernos para influir en los niveles salariales. El elevado salario mínimo debe considerarse en el contexto de la escasa afiliación sindical y el limitado papel de la negociación colectiva en Perú (donde sólo el 6% de los trabajadores del sector privado están sindicados), ya que es una de las pocas vías que tienen los sindicatos para mejorar las condiciones laborales (OECD, 2016[20]). Sin embargo, las presiones para aumentar el salario mínimo no deben pasar por alto su impacto en los trabajadores informales y el hecho de que puede reducir las perspectivas de empleo formal, en particular para los trabajadores poco cualificados, los jóvenes y la población residente en regiones rurales y menos desarrolladas. La evidencia internacional muestra que los aumentos moderados del salario mínimo suelen tener un pequeño impacto en el empleo, pero pueden tener efectos más negativos en grupos vulnerables como los jóvenes (OECD, 2015[21]). En los países en desarrollo con una alta proporción de empleo informal, los salarios mínimos elevados que no se hacen cumplir de forma efectiva pueden provocar que los empleados pierdan su empleo o pasen de trabajar de manera formal a hacerlo informalmente (Nataraj et al., 2013[22]; Del Carpio and Pabon, 2017[23]). Algunos estudios internacionales muestran que los incrementos del salario mínimo pueden reducir la desigualdad salarial (Engbom and Moser, 2018[24]; Maurizio and Vázquez, 2016[25]). Sin embargo, fijar un salario mínimo demasiado alto puede provocar la pérdida de empleos y favorecer la transición hacia la informalidad, con efectos distributivos no deseados (Jaramillo, 2013[9]).

El impacto de los aumentos del salario mínimo depende de varios factores, como su nivel actual, su carácter vinculante, su grado de cumplimiento y control de la observancia, la competencia en los mercados de trabajo y de productos y el comportamiento de los empleadores (OECD, 2018[26]; OECD, 2022[27]). En Perú, los resultados de los estudios realizados son mixtos: algunos sugieren efectos negativos en el empleo total y un incremento de la informalidad tras el aumento del salario mínimo (Cespedes, 2006[28]; Cespedes and Sanchez, 2013[29]; Del Valle, 2009[30]; Jaramillo, 2012[31]), mientras que otros señalan un impacto ligeramente positivo o nulo en la generación de empleo asalariado (MTPE, 2022[32]). Los sectores económicos y las regiones con mayor ratio de salario mínimo sobre salario medio suelen tener porcentajes más elevados de informalidad (Castellares et al., 2022[19]).

En adelante, los aumentos del salario mínimo podrían decidirse atendiendo a criterios técnicos y tomando en consideración el impacto sobre el empleo y la informalidad. El Consejo Nacional del Trabajo, dependiente del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo y dirigido por el propio ministro, agrupa a las organizaciones de trabajadores y empresarios más representativas. Su principal responsabilidad es proponer ajustes del salario mínimo, mientras que la decisión final corresponde al poder ejecutivo. Además de los asuntos relacionados con el salario mínimo, en el Consejo se tratan políticas laborales, el fomento del empleo y la protección social para impulsar el desarrollo nacional y regional.

En 2007 se aprobó una metodología para ajustar el salario mínimo en función de la inflación y la productividad, pero nunca se ha aplicado formalmente. Aunque las autoridades intentaron fijar en 2019 criterios técnicos para aumentar el salario mínimo de forma previsible, esto quedó postergado debido a la pandemia de COVID-19. Es importante proseguir los esfuerzos para establecer criterios técnicos y objetivos que sirvan de referencia para aumentar el salario mínimo en función de la inflación y la productividad en el futuro. Podría crearse una secretaría técnica dentro del Consejo o una comisión independiente para hacer un seguimiento de la evolución del mercado laboral y de la productividad y formular recomendaciones sobre el aumento del salario mínimo, a semejanza de lo que hacen otros países de la OCDE, como Francia, Alemania y el Reino Unido (Low Pay Commission UK, 2018[33]; Eurofound, 2018[34]; Vacas-Soriano, 2019[35]). Esta comisión estaría integrada por expertos del mercado de trabajo, nombrados mediante un proceso de selección riguroso y transparente diseñado para minimizar la influencia política. Tendría capacidad para definir su propio programa de trabajo y acceso a los datos y recursos que considere oportunos, lo que le permitiría recopilar y analizar la información de forma independiente. Su asesoramiento se utilizaría para establecer criterios de aumento del salario mínimo y supervisar su repercusión en el empleo y en los puestos de trabajo informales. Esta comisión ayudaría a garantizar la objetividad y la transparencia del proceso de determinación del salario mínimo.

Perú también podría considerar la posibilidad de establecer un salario mínimo diferenciado por edad o región para así favorecer la formalización de trabajadores jóvenes y poco cualificados en zonas rurales. Un salario diferenciado facilitaría la incorporación de los jóvenes al mercado laboral y reduciría el desempleo (OECD, 2019[12]). Aunque las prácticas en materia de salario mínimo varían de un país a otro dentro de la OCDE, muchos tienen un salario mínimo que difiere por grupo de edad (en reconocimiento de que los jóvenes suelen tener menos experiencia, de modo que el salario mínimo constituye un mayor obstáculo para el empleo) y/o por región (para tener en cuenta las diferencias en el costo de la vida y las condiciones locales del mercado laboral). Un sistema de salarios mínimos diferenciados, que permita una aplicación gradual de las diferencias y los aumentos, como en Australia o los Países Bajos, limita los riesgos de despido y favorece la progresión profesional de los jóvenes trabajadores. En América Latina, algunos países, como Chile, diferencian el salario mínimo según la edad. En Uruguay, los salarios mínimos se determinan en función de la categoría profesional en consejos salariales tripartitos a nivel sectorial. Diferenciar el salario mínimo implicaría un cambio constitucional que dificulta políticamente esta reforma y la necesidad de lograr un amplio consenso en el debate político. Además, se justifica un seguimiento y una evaluación continuos al implementar los salarios mínimos para evitar posibles inconvenientes.

Las cotizaciones a los sistemas de salud y pensiones, que recaen tanto en el trabajador como en el empleador, ascienden en Perú al 23,4% en el caso de trabajadores con ingresos medios. Este porcentaje es ligeramente superior al promedio de la OCDE. Sin embargo, la diferencia entre la OCDE y Perú es mayor en el caso de los trabajadores con ingresos bajos y los que perciben el salario mínimo (Gráfico 3.11, Panel A). Aunque las cotizaciones a la seguridad social no parezcan excesivamente elevadas, a menudo el empresario y el trabajador acuerdan no hacer aportaciones para pensiones y salud, de tal forma que el empresario reduce sus costos laborales y el trabajador aumenta su retribución neta, lo que fomenta la informalidad. Las cotizaciones a la seguridad social ponen trabas a la formalidad, sobre todo en los colectivos de ingresos bajos: para los trabajadores asalariados informales en el primer decil de la distribución de ingresos, las cotizaciones a la seguridad social pueden ascender al 124% de sus ingresos laborales, por lo que resulta inasequible (OECD, 2019[36]).

Existen regímenes especiales, con cotizaciones a la seguridad social más bajas (Cuadro 3.1) para los trabajadores por cuenta propia o los asalariados de microempresas y pequeñas empresas (Gráfico 3.11, Panel B). Los trabajadores por cuenta propia que declaran sus ingresos a las autoridades tributarias cotizan menos al sistema de salud, pero si pertenecen a un hogar pobre están exentos. Las cotizaciones para las pensiones son voluntarias en el caso de los trabajadores por cuenta propia. Sin embargo, estas cotizaciones representan el 90% de los ingresos de los trabajadores por cuenta propia del cuarto decil, por lo que constituyen una clara barrera para la formalización (OECD, 2019[36]). Otras normativas relativas a las prestaciones por desempleo, las vacaciones anuales pagas, la redistribución de utilidades y los subsidios familiares también son considerablemente más elevadas para las empresas medianas y grandes.

Aunque estos regímenes especiales y la diferencia de costos se establecieron para fomentar la creación de empresas y de empleo formales, añaden complejidad y generan fuertes distorsiones que desincentivan el crecimiento de las empresas o promueven su fragmentación en pequeñas unidades (Garicano, Lelarge and Van Reenen, 2016[37]; Dabla-Norris et al., 2018[38]) y fomentan el empleo informal (Dabla-Norris et al., 2018[38]). Sería importante reducir las cotizaciones sociales correspondientes a los trabajadores con ingresos bajos, evitando al mismo tiempo grandes saltos en función del tamaño de las empresas. Una posibilidad sería abandonar los regímenes basados en el tamaño de la empresa y optar por cotizaciones a la seguridad social progresivas en función de los ingresos de los trabajadores. Esto eliminaría los factores que actualmente desincentivan el crecimiento y la formalización de las empresas, al tiempo que incentivaría la formalización laboral de forma fiscalmente neutra. Los datos extraídos de la reforma de 2012 en Colombia muestran la importancia de disminuir los costos laborales no salariales para reducir la informalidad (Bernal et al., 2017[39]; Morales and Medina, 2017[40]; Garlati-Bertoldi, 2018[41]). Varios países de la OCDE, incluidos Francia y Alemania, han implementado estrategias para fomentar el empleo de trabajadores de bajos ingresos reduciendo sus contribuciones sociales para este grupo (Cahuc and Carcillo, 2012[42]; Galassi, 2021[43]). Se ha demostrado que las cotizaciones sociales más bajas para los trabajadores de bajos ingresos en Alemania impulsan el empleo femenino (Konle-Seidl, 2021[44]). De manera similar, Chile ha introducido programas destinados a formalizar a los trabajadores vulnerables, particularmente jóvenes y mujeres, a través de subsidios al empleo que cubren una parte del total de las contribuciones sociales y han demostrado ser efectivos para promover el empleo formal (Bravo and Rau, 2013[45]).

Perú tiene un sistema de protección social bien establecido, pero son muchos los retos que afronta, como la fragmentación, la escasa financiación y la baja cobertura, además del hecho de que su diseño incentiva la informalidad. El sistema abarca programas de salud, pensiones y alivio de la pobreza, pero no hay seguro de desempleo. Las prestaciones contributivas de la "seguridad social" están destinadas a los trabajadores formales, mientras que las "políticas de asistencia social" no contributivas prestan apoyo a los pobres. Perú también cuenta con un sistema sanitario semicontributivo para algunos trabajadores, como los trabajadores por cuenta propia, en el que el Estado financia parte de la cotización social. El resultado de esta configuración es una segmentación de la mano de obra en dos categorías: trabajadores formales amparados por prestaciones contributivas y normativas de protección del empleo, y trabajadores informales, beneficiarios de programas de asistencia social no contributiva en caso de ser pobres. La elevada informalidad hace que las prestaciones de protección social no contributivas sean necesarias. Estas prestaciones proporcionan una ayuda vital a los más vulnerables, pero sustentan el sector informal y perpetúan la fragmentación del sistema de protección social.

Esta estructura también genera ineficiencias en la prestación de servicios y lagunas en la cobertura (Gráfico 3.12). Los trabajadores con ingresos más altos suelen estar protegidos por regímenes contributivos y los trabajadores con ingresos más bajos por regímenes no contributivos, pero una amplia población con ingresos laborales intermedios –vulnerable a encontrarse en situación de pobreza y que entra y sale con frecuencia de la formalidad– queda desprotegida, salvo en lo que respecta a la sanidad, cuya cobertura es universal. El bajo gasto social en comparación con las economías desarrolladas y otros países latinoamericanos equiparables (Gráfico 3.13) es otro de los principales factores que explican los grandes déficits de cobertura en materia de protección social.

Desde los años 1990, Perú ha aumentado el gasto social para combatir la pobreza, ha ampliado la cobertura de los servicios sociales y ha desarrollado programas sociales focalizados. Sin embargo, los programas de transferencias monetarias siguen caracterizándose por una cobertura baja y beneficios bajos, lo que deja a muchos hogares sin ningún tipo de ayuda. "Juntos", el principal programa de lucha contra la pobreza, es un instrumento de transferencias monetarias condicionadas introducido en 2005 para las familias peruanas que viven en la extrema pobreza en el ámbito rural. Su objetivo es promover el desarrollo de capital humano y romper el ciclo de pobreza mediante la concesión de incentivos monetarios a los hogares con al menos un miembro identificado como destinatario del programa, como mujeres embarazadas o niños/adolescentes, siempre que el hogar se encuentre dentro de la clasificación socioeconómica de pobreza o pobreza extrema y resida en un distrito con una incidencia de la pobreza superior al 40%. Los datos demuestran que Juntos aumentó la demanda de revisiones médicas para los niños, incrementó el consumo de los hogares y redujo los niveles de pobreza (Perova and Vakis, 2012[46]). También tuvo repercusiones favorables en los resultados nutricionales, cognitivos y educativos (Sánchez, Meléndez and Behrman, 2020[47]; Sánchez and Jaramillo, 2012[48]; Gaentzsch, 2020[49]).

A pesar de sus efectos positivos, una pequeña proporción de las familias peruanas se benefició de Juntos (Gráfico 3.14 3.14), y el gasto es bajo (0,1% del PIB en 2021). Los niveles de las prestaciones también son bajos, lo que limita su impacto sobre las familias y la pobreza. Juntos entrega 100 PEN (26 USD) mensuales por hogar, importe equivalente al 30% del umbral de pobreza en 2021, uno de los más bajos de los mercados emergentes (ILO, 2017[50]), donde de media asciende a 78 USD (Gentilini et al., 2021[51]). La prestación no tiene en cuenta las características de los hogares y el monto no se ha actualizado desde 2005, lo que ha acarreado una pérdida de poder adquisitivo.

Juntos se rediseñó en 2021 para mejorar su cobertura e impacto. El programa se dirige ahora a hogares extremadamente pobres, independientemente de su ubicación geográfica, y ofrece prestaciones complementarias para incentivar un mayor desarrollo del capital humano y mejorar la salud. Una transferencia para la primera infancia de 50 PEN adicionales está condicionada a la utilización de servicios sanitarios básicos, y un programa piloto ofrece una transferencia de 80 PEN adicional para los hogares con hijos en la escuela secundaria en las zonas con mayores tasas de abandono escolar.

La pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de adoptar medidas de mayor alcance para proteger a las poblaciones vulnerables. Si bien las transferencias monetarias de emergencia ayudaron a mitigar el impacto del COVID-19 en términos de pobreza y pérdida de ingresos (Gráfico 3.15 y Recuadro 3.2.), se necesitan soluciones más permanentes para combatir la pobreza y hacer frente a la pérdida de ingresos en períodos de adversidad.

Para brindar mejor apoyo a los más pobres, es crucial ampliar el alcance y los beneficios de los programas de transferencias monetarias. Una opción sería aumentar la cobertura de Juntos para incluir a todas las personas que viven en la pobreza y concederles una prestación equivalente al umbral de pobreza extrema. Esto costaría alrededor del 2,4% del PIB de 2021. Otra alternativa para tomar mejor en consideración las características de los hogares, reducir pobreza y contener los costos fiscales sería transformar Juntos en un régimen de ingreso mínimo garantizado para la población menor de 65 años. Esto implicaría una transferencia monetaria periódica para complementar los ingresos familiares. Este programa podría desarrollarse a partir de Juntos y financiarse con ingresos tributarios generales (en el Capítulo 1 se analizan opciones para aumentar la recaudación tributaria). Si se fija un ingreso mínimo garantizado en el umbral de pobreza, un cálculo ilustrativo, realizado a partir de encuestas de hogares, indica que dicho programa tendría un costo equivalente al 1,1% del PIB de 2021 (Ñopo, de próxima publicación) o el 1% neto del gasto en Juntos. La ventaja de elegir el umbral nacional de pobreza, calculado por el Instituto Nacional de Estadística e Informática, es que los ingresos mínimos se ajustarían automáticamente a las variaciones de los precios de la cesta básica de alimentos. Cuando haya niños en el hogar, la transferencia monetaria podría estar condicionada a la adquisición de capital humano y a comportamientos deseables en materia de salud, como en Juntos, para así incentivar la inversión en educación y salud. La cuantía de la prestación también puede tener en cuenta la edad y el nivel educativo de los niños. Por último, con el tiempo también podría adecuarse a los costos de vida de las distintas localidades de Perú.

Para seguir incentivando el trabajo formal y evitar que los beneficiarios se resistan a aceptar un trabajo formal por miedo a perder su prestación, también debería contemplarse una fase de transición en la que el valor de la transferencia a la que se renuncia sea inferior a los ingresos adicionales obtenidos. En el caso de los que ya trabajan, podría fomentarse un mayor número de horas trabajadas, o mejores empleos, reduciendo la prestación en una cuantía inferior a los ingresos adicionales que se obtengan. Evaluaciones sistemáticas de impacto ex ante y ex post permitirían estimar los efectos sobre la tasa de actividad formal y ajustar el diseño, en caso necesario. Además, sería deseable vincular las transferencias monetarias a conductas individuales que promuevan futuros resultados laborales, como la finalización de los estudios, la formación y la participación en servicios públicos de empleo para ayudar a las familias a superar la pobreza.

Una alternativa a la propuesta de un esquema de ingreso mínimo garantizado es un impuesto a la renta negativo o un crédito fiscal por ingresos del trabajo, que ha mostrado tener efectos positivos sobre la tasa de actividad, la reducción de la pobreza y la disminución de la informalidad en Estados Unidos y en algunos países en desarrollo (Hoynes and Patel, 2017[53]; Gunter, 2013[54]). La principal diferencia entre el esquema propuesto y el impuesto a la renta negativo es que este último se financia directamente a través de un impuesto progresivo a la renta que podría compensar las contribuciones a la seguridad social, incentivando la formalidad laboral (Acosta, Pienknagura and Pizzinelli, 2022[55]). La ventaja de los programas de transferencias monetarias condicionadas es que ofrecen más flexibilidad para supeditar la transferencia a comportamientos educativos y sanitarios positivos.

Con independencia del enfoque seguido, el sistema de información social aún podría mejorarse mediante la recopilación frecuente de datos relevantes con el fin de detectar adecuadamente los hogares vulnerables y mejorar la agilidad para actuar eficientemente ante situaciones de crisis que castigan a los hogares, como la pandemia de COVID-19 o desastres naturales. Es necesario proseguir los importantes esfuerzos realizados recientemente para actualizar el registro social, sobre todo en lo relativo a la recolección de datos para identificar con precisión a los grupos minoritarios y los hogares vulnerables. El método utilizado actualmente para poner al día el registro consiste principalmente en realizar entrevistas en persona. Sin embargo, mediante encuestas telefónicas periódicas se podría hacer un seguimiento más frecuente de los hogares. Se ha constatado en el ámbito internacional que otros métodos, como la inclusión de hogares a instancias del beneficiario, conllevan mejoras en varios aspectos del proceso, como la satisfacción con el programa y una mayor flexibilidad a la hora de identificar a los beneficiarios (Hanna, Khan and Olken, 2018[56]). Por ejemplo, si las comunidades locales verifican la lista final de beneficiarios, se pueden añadir a ella hogares que hayan quedado excluidos. Los hogares que se ajustaran a los requisitos podrían inscribirse en una oficina, y sólo los que estuvieran cerca del umbral de elegibilidad necesitarían una verificación a domicilio.

También es necesario adaptar el Sistema de Focalización de Hogares (SISFOH) para poder llegar eficazmente a los hogares pobres y vulnerables. La elegibilidad se basa en las condiciones materiales del hogar y en las características del cabeza de familia, como el tipo de vivienda, el suministro de agua, la situación laboral y la tenencia de electrodomésticos. Sin embargo, el hecho de que un criterio del sistema sea no cotizar al sistema de salud genera incentivos que van en contra del empleo formal, y crea un importante impuesto implícito. A largo plazo, el sistema de focalización también podría tratar de detectar la pobreza temporal para mejorar su capacidad de respuesta y resiliencia.

Perú no cuenta con un sistema de seguro de desempleo y son muy pocos los trabajadores que disponen de alguna protección para sus ingresos en caso de pérdida del empleo. Los principales mecanismos de protección son la indemnización por fin de servicio y las cuentas individuales de ahorro para el desempleo. Las cuentas individuales de ahorro para desempleo (Compensación por Tiempo de Servicios) son financiadas por el empleador y son obligatorias para empresas medianas y grandes, pero no para para empresas pequeñas y microempresas. Por ello, estos instrumentos suelen estar reservados a los trabajadores con contratos a tiempo indeterminado, que constituyen el 5% de la mano de obra total y pertenecen principalmente a los deciles más altos de la distribución de ingresos (de la Cruz, Manzano and Loterszpil, 2020[1]). En 2021, sólo el 40% de los trabajadores asalariados del sector privado estaba cubierto por este mecanismo. Esto deja a una proporción significativa de la población en situación de vulnerabilidad ante la pérdida de empleo. Además, la posibilidad de retirar fondos correspondientes a la Compensación por Tiempo de Servicio para fines no relacionados con el desempleo sugiere que este mecanismo no sirve en la práctica de protección contra la pérdida del empleo. En realidad, funciona más como un sistema de ahorro obligatorio.

Los programas de transferencias monetarias, como el ingreso mínimo garantizado antes mencionado, podrían ofrecer protección a los trabajadores durante periodos de desempleo. Por ejemplo, para los trabajadores que ganan el salario mínimo, una prestación equivalente al umbral de pobreza implicaría una tasa de sustitución no desdeñable del 40%. Esto supondría un costo adicional del 0,1% del PIB si todos los trabajadores desempleados tuvieran que estar cubiertos durante tres meses (la duración media del desempleo). Para los trabajadores que cobren más que el salario mínimo, un pilar contributivo podría completar el ingreso mínimo garantizado y proporcionar prestaciones suplementarias que permitan alcanzar una tasa de sustitución más acorde con la de otros países de la OCDE (60% de promedio). Este pilar contributivo podría basarse principalmente en las cuentas individuales de desempleo existentes, o ser mixto, como sucede en Chile, donde el ahorro individual se complementa con un fondo de solidaridad financiado por cotizaciones patronales e impuestos generales. La ventaja de las cuentas individuales de ahorro para el desempleo es que limitan el riesgo moral e incentivan a los trabajadores a evitar la pérdida del empleo y a reincorporarse rápidamente al trabajo (ILO, 2019[57]; OECD, 2018[26]). Sin embargo, las cuentas individuales de desempleo no prevén la distribución de riesgos. Las personas con menor capacidad contributiva corren un mayor riesgo de desempleo y tienen una protección más débil, por lo que los programas de transferencias monetarias, como el ingreso mínimo garantizado, podrían servir de suelo mínimo de protección. Otra opción propuesta por la OIT es introducir un sistema de prestaciones por desempleo basado en cotizaciones individuales del 1,16% del salario de todos los trabajadores asalariados con contrato indefinido o temporal a un fondo común de desempleo (ILO, 2022[58]).

Reforzar la protección mediante el programa transferencias monetarias protegería a todos los trabajadores contra el desempleo, incluidos los autónomos, que no suelen cotizar a los regímenes de seguro de desempleo. También tendría la ventaja añadida de reducir los costos laborales para los empleadores y fomentar la creación de trabajos formales. En la actualidad, los empleadores tienen la obligación de aportar alrededor del 9,8% de los salarios a las cuentas individuales de ahorro para el desempleo, un porcentaje elevado en comparación con un promedio del 2,8% en los países avanzados o del 1,5% en las economías emergentes (ILO, 2019[57]). Por ejemplo, en Chile las cotizaciones a cargo de trabajadores y empleadores ascienden a un máximo del 3% de los salarios en un esquema muy similar al existente en Perú. Además, restringir los retiros de las cuentas de ahorro individuales a casos de despido y consignar cualquier aportación extra como derecho a pensión en el momento de la jubilación ayudaría a lograr el objetivo original del sistema de protección durante la fase de desempleo. Las cotizaciones también pueden limitarse a un número máximo de años necesarios para acumular recursos suficientes para cubrir las contingencias del desempleo, como es el caso de Chile, donde el límite es de 11 años.

Todos los trabajadores desempleados –que hayan ocupado con anterioridad empleos informales o formales– deben inscribirse en los Centros de Empleo (servicios de intermediación del mercado laboral) para que les asistan en la búsqueda de empleo y formación. Para eso, habrá que reforzar los servicios de orientación e intermediación laboral, incluida mejor capacitación del personal, y ayudar a los desempleados a inscribirse en los programas de transferencias monetarias o subsidios de desempleo mientras reciben apoyo en su búsqueda de empleo. En la actualidad, los Servicios Públicos de Empleo carecen de personal suficiente y es necesario reforzar la contratación y los programas de cualificación de los trabajadores sociales (OECD, 2019[12]) para prestar un apoyo eficaz.

Una consecuencia de la informalidad generalizada es que muy pocas personas tienen derecho a una pensión de jubilación en Perú (Gráfico 3.16). El sistema de pensiones peruano consta de dos regímenes contributivos paralelos y un pequeño régimen no contributivo denominado Pensión 65. También existen regímenes especiales para las fuerzas armadas, la policía y los funcionarios públicos. En 2019, menos de la mitad de la población mayor de Perú cobraba pensiones (Gráfico 3.16); un 26,1% percibía pensiones contributivas y un 21,1% no contributivas. Los dos regímenes contributivos paralelos, uno público y otro privado, se rigen por normas diferentes y no hay coordinación ni integración entre las instituciones supervisoras (Cuadro 3.3). Los trabajadores formales pueden elegir libremente a qué sistema cotizan, pero muy pocos lo hacen. En 2021, el 18% de los trabajadores cotizaba al régimen privado y el 8% al público, en su mayoría trabajadores de ingresos altos.

La escasa cobertura de las pensiones en Perú se debe en gran medida a la elevada informalidad y a la baja regularidad de las cotizaciones. Aproximadamente el 50% de los hombres en edad de trabajar en Perú nunca han cotizado al sistema de pensiones, y entre las mujeres esta proporción es aún mayor, en torno al 75%. Quienes cotizan no lo hacen sistemáticamente debido a la frecuente rotación laboral hacia el sector informal (Jaramillo and Campos, 2021[17]). De hecho, en promedio, los trabajadores cotizan durante el 36% de su vida activa, mientras que los del quintil más bajo de ingresos lo hacen tan sólo el 28% en el sistema privado de pensiones (Bernal, 2020[59]). La pandemia ha agravado esta situación debido a los seis retiros extraordinarios de fondos de pensiones privados que se sucedieron entre 2020 y 2022 (por un importe equivalente al 10% del PIB) y que han dejado sin pensión al 80% de los afiliados (2,3 millones de trabajadores). Si bien al principio de la pandemia estos retiros podían justificarse por la fuerte ralentización de la actividad económica, los retiros posteriores siguieron esquilmando el sistema privado de pensiones, cuyos activos pasaron del 22% del PIB en 2020 a alrededor del 12% en 2022.

No todos los trabajadores que cotizan al sistema público llegan a percibir una pensión. El sistema exige al menos 20 años de cotización y sólo uno de cada cinco trabajadores cumple este requisito, normalmente los pertenecientes al quintil más alto de ingresos (Ñopo, 2021[13]). Una reforma de 2021 facilitó el acceso a quienes tuvieran al menos 10 años cotizados, pero son muy pocos los cotizantes que cumplen este umbral mínimo. Los que no satisfacen los requisitos no reciben ninguna prestación ni reembolso, lo que implica una redistribución de ingresos desde los trabajadores con ingresos bajos hacia los de ingresos altos.

Tanto los regímenes contributivos públicos como privados de Perú ofrecen prestaciones bajas (Gráfico 3.17, Panel A). Además, trabajadores con trayectorias profesionales similares pueden percibir pensiones diferentes en cada uno de los dos regímenes (Gráfico 3.17, Panel B). En el sistema público, las pensiones mínimas y máximas solo se han actualizado en una ocasión (en 2019), lo que ha provocado una gran pérdida de poder adquisitivo y tasas de reemplazo extremadamente bajas. En el sistema privado, las reducidas tasas de reemplazo, inferiores al 30% (Freudenberg and Toscani, 2019[60]), se deben a la baja tasas de cotización obligatoria en comparación con los estándares internacionales, los bajos ingresos laborales y la escasa frecuencia de las cotizaciones debido a la informalidad. Como las pensiones tienen un máximo (que es relativamente bajo) en el sistema público, los trabajadores con ingresos elevados tienden a afiliarse al sistema privado. Si bien los trabajadores con bajos ingresos preferirían permanecer en el sistema público para acceder a la pensión mínima, los estrictos requisitos para jubilarse les disuaden. Los retiros anticipados del sistema privado son posibles en numerosas situaciones (OECD, 2019[61]). La mayoría de las personas (95%) retira casi todo el ahorro acumulado (hasta el 95,5%) al alcanzar la edad de jubilación (Ñopo, 2021[13]), ya que está permitido. Así, el sistema privado se ha convertido en una forma de ahorrar hasta la edad de jubilación, socavando uno de los principales objetivos de un sistema de pensiones, que es proteger a las personas en la vejez, más allá del momento de la jubilación.

El programa de pensiones no contributivas, Pensión 65, cubre principalmente a los trabajadores más pobres, lo que deja a muchos trabajadores en situación de vulnerabilidad, sin ninguna prestación de jubilación. Aunque ha conseguido aliviar la pobreza extrema en la vejez, las prestaciones y la cobertura siguen siendo bajas (125 PEN mensuales o 32 USD, el 36 % del umbral de pobreza o el 13 % del salario mínimo en 2021). Si bien es cierto que la cobertura se ha ampliado desde el inicio del programa hace once años, a finales de 2022 solo beneficiaba al 24% de los ancianos (627.924 perceptores). Las prestaciones se han mantenido sin cambios desde el inicio del programa, pese a que el costo mensual de la cesta de alimentos por persona en el umbral de la pobreza extrema ha aumentado en más de un 38%. A pesar del aumento de presupuesto, el gasto sigue siendo bajo, con un presupuesto igual al 0,1% del PIB (0,45% del presupuesto público) en 2021.

Una reforma integral del sistema de pensiones para mejorar la cobertura, aumentar las prestaciones y hacer frente a la informalidad es necesaria. Es preciso ampliar la cobertura y las prestaciones de la pensión no contributiva. Una opción sería ofrecer una pensión mínima universal no contributiva a todos los residentes de 65 años o más. Por ejemplo, proporcionar una pensión mínima universal equivalente al umbral de pobreza a todos los peruanos con más de 65 años –alrededor de 3 millones de personas– costaría el equivalente al 1,6% del PIB (1,5% del PIB neto del gasto actual en Pensión 65), porcentaje que aumentaría hasta el 1,8% del PIB en 2050. Dicha prestación brindaría una tasa de reemplazo del 40% a los perceptores del salario mínimo. Para favorecer la creación de empleo formal, esta pensión mínima se financiaría con impuestos generales, lo que exigiría movilizar ingresos tributarios adicionales, cuyas opciones para recaudar más ingresos se discuten en el Capítulo 1. La instauración de un régimen de pensión mínima universal de este tipo ofrece la ventaja de poder reducir las tasas de cotización dentro del sistema contributivo para los trabajadores con bajos ingresos, fomentando así el empleo formal.

Para complementar la pensión no contributiva, los trabajadores cotizarían al sistema de pensiones, cuya afiliación sería automática y obligatoria para todos los trabajadores. Para preservar los incentivos a la formalización, las tasas de cotización obligatorias podrían hacerse progresivas; más bajas para los trabajadores de salarios inferiores al mínimo (donde los incentivos a la informalidad importan más) y gradualmente más elevadas para los salarios más altos. Las tasas de cotización podrían calcularse para alcanzar tasas de reemplazo de al menos el 50% de los ingresos previos a la jubilación, cerca de la tasa de reemplazo media de la OCDE para los hombres (59%), a fin de garantizar pensiones adecuadas y sostenibilidad fiscal. Esto podría implicar cotizaciones muy bajas, cercanas a cero, para los trabajadores con ingresos más reducidos, y cotizaciones superiores a las actuales para los trabajadores con ingresos más elevados. Por último, un tercer nivel de ahorro voluntario individual podría complementar los otros dos pilares.

Una forma de combatir la informalidad y reducir los costos laborales alternativa a las tasas de cotización progresivas sería subvencionar las cotizaciones a la seguridad social de los trabajadores de ingresos bajos y medios (OECD, 2019[61]), e ir disminuyendo la subvención en función de los ingresos. La experiencia de Chile muestra que la subvención de las cotizaciones sociales ha aumentado el empleo formal de los grupos vulnerables (OECD, 2022[62]). Se corre el riesgo de incentivar la permanencia en la informalidad o la infradeclaración de ingresos, por lo que debe diseñarse con sumo cuidado.

La fragmentación de los sistemas contributivos de pensiones de carácter público y privado también necesita una profunda reforma para abordar la complejidad, las ineficiencias y las desigualdades, tal y como se analiza en el Estudio de la OCDE sobre el Sistema de Pensiones (OECD, 2019[61]). Ante tales desafíos, en julio de 2022, se encargó a una Comisión Multisectorial, integrada por los Ministerios de Trabajo, Economía y Finanzas, el Consejo de Ministros, el Banco Central y la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP, la elaboración de informes técnicos de evaluación del sistema de pensiones y la preparación de una propuesta de reforma.

Una de las prioridades debe ser eliminar la competencia existente entre los sistemas público y privado y hacer que las prestaciones sean complementarias. El sistema contributivo podría basarse en la provisión pública o privada, en ambas o en el establecimiento de cuentas nocionales, como se hace en otros países de la OCDE. Mantener la provisión de pensiones privadas como sistema principal tiene la ventaja de contribuir al desarrollo de los mercados financieros locales y de establecer un vínculo claro entre cotizaciones y prestaciones, incentivando a los trabajadores a cotizar regularmente. La pensión mínima universal antes mencionada también podría diseñarse de forma que ofrezca tanto los incentivos adecuados para cotizar al sistema de pensiones como prestaciones de jubilación más elevadas conforme aumente el número de años cotizados.

Para aumentar la cobertura de las pensiones de los trabajadores autónomos, podrían implantarse cotizaciones obligatorias de forma gradual, como se hace en otros países de América Latina y en varios países de la OCDE. También podría estudiarse la posibilidad de mejorar los incentivos para aumentar las contribuciones voluntarias. Por ejemplo, mediante la afiliación automática a una cuenta de pensión voluntaria. Asimismo, podrían mejorarse los incentivos financieros para las contribuciones voluntarias. Esto debería ir acompañado de un calendario progresivo de contribuciones, y de mecanismos de recaudación innovadores, utilizando tecnología avanzada, como los teléfonos inteligentes, para facilitar la aportación, o a través de las facturas de los servicios públicos (por ejemplo, teléfono móvil, agua, electricidad). Fomentar el ahorro a largo plazo abre la puerta a la posibilidad de ahorrar cantidades más pequeñas, algo que no suele ocurrir, debido a los elevados costos de transacción (Bosch et al., 2019[63]). Las innovaciones tecnológicas también pueden ayudar a llegar a quienes no tienen ningún contacto con los sistemas de ahorro tradicionales. Entre los ejemplos que encontramos en países miembros de la OCDE, cabe citar una plataforma llamada "Millas para el Retiro" en México, que fomenta el ahorro para la jubilación de los trabajadores autónomos y con bajos ingresos. En Chile, la plataforma U-Zave asigna ahorro a un fondo mutuo personal a través de las compras realizadas en comercios asociados al sistema. De forma similar, una start-up española desarrolló una aplicación móvil llamada "Pensumo" o "Pensión por Consumo", que permite a los afiliados ahorrar mediante compras en comercios asociados y participando en actividades socialmente responsables (por ejemplo, iniciativas de reciclaje y seguridad vial).

Son necesarias otras reformas al sistema privado de pensiones, como se expone en la Revisión de las pensiones de la OCDE (OECD, 2019[61]). Una cuestión prioritaria sería limitar los retiros anticipados de las cuentas individuales para así mejorar las prestaciones de jubilación. Los retiros anticipados podrían quedar restringidas a las cotizaciones voluntarias o a casos extremos, como una enfermedad terminal. Entre otras prioridades figura la optimización del periodo de acumulación de activos, mediante un ajuste de la estrategia de inversión por defecto para adoptar un enfoque del ciclo de vida más idóneo. También es importante alinear costos y comisiones y fomentar la competencia mediante una mejor transparencia y notificación de los costos y las comisiones correspondientes a los fondos de pensiones. Además, poner límites a la frecuencia con que se cambia de fondo y de proveedor podría contribuir a evitar el aumento de costos derivado de transferencias innecesarias. En general, la reforma de las pensiones también se beneficiaría de cambios en ciertos parámetros, como limitar la jubilación anticipada, eliminar la diferencia de 5 años entre hombres y mujeres para la jubilación anticipada y vincular la edad de jubilación a la esperanza de vida.

En las últimas décadas, Perú ha realizado importantes avances hacia la cobertura de salud universal (Gráfico 3.18, Panel A). Según el registro del seguro sanitario universal, la cobertura de salud aumentó del 37% en 2004 al 95% en 2019, pero persisten desigualdades socioeconómicas y geográficas, (Gráfico 3.18, Paneles B y C). Los servicios hospitalarios están muy concentrados en zonas urbanas, y algunas regiones tienen peor acceso a la atención sanitaria que otras (OECD, 2017[64]). Perú presenta una baja densidad de trabajadores sanitarios per cápita, 16,8 por cada 10.000 habitantes en 2021, que es muy inferior a la de América Latina (23) y la OCDE (30) (World Bank, 2021[65]) y está desigualmente distribuida por el territorio nacional (Gráfico 3.18, Panel D).

La pandemia de COVID-19 ha puesto de manifiesto que el sistema de salud está desbordado. Perú ha sido el país del mundo con mayor número de muertes por cada millón de habitantes, con más de 6.000 (según Our World in Data). La edad y la región de residencia han sido los principales determinantes de la probabilidad de morir por COVID-19, mientras que las tasas de mortalidad fueron homogéneas en toda la distribución de ingresos (World Bank, 2023[4]). Las deficientes infraestructuras de atención primaria y hospitalaria, la falta de personal especializado y los problemas de gobernanza son algunas de las posibles explicaciones (Schwalb and Seas, 2021[66]). Durante la pandemia, las visitas a los centros sanitarios disminuyeron significativamente, ya que el sistema se vio desbordado por los casos de COVID-19, y en 2021 todavía no se habían recuperado los niveles previos a la pandemia (World Bank, 2023[4]). Incluso antes de la pandemia, muchas personas confiaban en las farmacias para resolver sus necesidades de servicios de salud, en lugar de acudir a proveedores de atención médica acreditados; el 45% de la población que precisaba atención no acudía a un centro de salud, y la cifra ascendió al 55% en 2021.

El sistema de salud de Perú está muy fragmentado, y existen múltiples regímenes y normas diferentes. El sistema se compone de tres regímenes: uno no contributivo, denominado Sistema Integral de Salud (SIS); uno contributivo denominado Seguro Social de Salud (EsSalud); y complementos de carácter privado a través de las Entidades Prestadoras de Salud (EPS). El sistema no contributivo (SIS) cubre en torno al 60% de la población, correspondiente en su mayoría a los percentiles más bajos de ingresos y a trabajadores informales, y se financia principalmente con impuestos generales. Parte de este sistema también es semicontributivo, ya que los microempresarios y los autónomos no pobres pueden afiliarse cotizando una pequeña cantidad (aunque constituyen una minoría de los afiliados al SIS). El régimen contributivo, EsSalud, cubre al 26% de la población, en su mayoría trabajadores con salarios altos, y se financia exclusivamente con cotizaciones laborales. Sólo el 3% de la población con mayores ingresos tiene un seguro médico privado. Cada sistema presta los mismos servicios a su población afiliada y cuenta con su propio presupuesto, todos operan en paralelo, sin coordinación de funciones, y son gestionados por distintos ministerios, con una limitada tutela efectiva del Ministerio de Salud.

Los regímenes sanitarios prestan servicios diferentes, lo que provoca desigualdades. El SIS ofrece una amplia cobertura primaria, pero con infraestructuras y equipos inadecuados (Phillips, 2022[67]). Por ejemplo, el SIS cuenta con 40 centros de atención primaria por cada 100.000 afiliados, mientras que EsSalud sólo tiene cuatro, lo cual conlleva mayores tiempos de espera para conseguir cita. Por otro lado, en EsSalud la provisión de servicios de salud más complejos es superior (Ñopo, 2021[13]) y la cobertura de costos es más alta (Seinfeld et al., 2021[68]). En consecuencia, los "gastos de bolsillo" (pagos que asume el paciente durante las atenciones) pueden diferir significativamente en función del sistema y suelen ser más elevados para los hogares afiliados al SIS en el caso de enfermedades complejas.

La financiación del sistema de salud incentiva la informalidad (Torres, 2021[69]). Mientras que el sistema no contributivo (SIS) proporciona acceso gratuito, en EsSalud hay que aportar un 9% del salario mensual (a partir del salario mínimo) de los trabajadores formales. Sin embargo, la satisfacción de los usuarios con ambos sistemas es similar (Ñopo, 2021[13]). Esto significa que los trabajadores formales pagan por lo que los informales reciben gratis o a muy bajo costo, y hace que las cotizaciones al sistema de salud sean vistas como un impuesto a la formalidad por parte de trabajadores y empleadores. El sistema de salud presenta otras complicaciones que dan lugar a incentivos no adecuados. Por ejemplo, los regímenes semicontributivos que obligan a los autónomos y microempresarios a pagar por una cobertura idéntica a la de los regímenes gratuitos.

Además, la sanidad pública en Perú está insuficientemente financiada y los recursos están fragmentados en los diferentes subsistemas, lo que provoca desigualdades en el acceso. Si bien el gasto público en salud aumentó hasta el 3,3% del PIB en 2019 (Gráfico 3.19), dicho gasto no ha seguido el ritmo de expansión de la cobertura. A efectos comparativos, el gasto per cápita en EsSalud es un 40% superior al gasto per cápita en el SIS (World Bank, 2021[65]). Aunque las ineficiencias técnicas –como los problemas de capacidad del sector público señalados en el Capítulo 2– pueden explicar en parte el bajo gasto público, la insuficiente financiación sigue siendo un problema evidente que se traduce en un elevado gasto de bolsillo. El gasto de bolsillo en sanidad (equivalente al 30% del gasto sanitario total) es uno de los más elevados de la OCDE. El gasto de bolsillo recae principalmente en los hogares más ricos, pero sólo porque pueden permitirse esos gastos, lo que significa que los hogares más pobres carecen de acceso a determinados servicios.

Para lograr el acceso universal a servicios sanitarios de alta calidad y reducir las desigualdades y los incentivos a la informalidad, es necesario aumentar el gasto público en salud. Según el Banco Mundial, se necesita un 1,2% adicional del PIB para lograr la universalización y aumentar la calidad de los servicios sanitarios (World Bank, 2021[65]). Dado que la financiación de la sanidad a través de cargas laborales desincentiva la creación de empleo formal, sería útil aumentar la financiación procedente de los impuestos generales. En el Capítulo 1, se examinan las opciones para aumentar la tributación general. Para potenciar los incentivos a la formalización, las cotizaciones sanitarias en el caso de los trabajadores con bajos ingresos podrían ser reducidas, sobre todo en niveles próximos al salario mínimo, que es donde más cuentan los incentivos a la formalización. Un plan progresivo de cotizaciones al sistema de salud podría basarse en los ingresos de los trabajadores, trasladando una mayor parte de la carga a los tramos de ingresos más altos, desde la zona próxima al salario mínimo; las aportaciones partirían de cero para los trabajadores pobres e irían aumentando para los grupos de ingresos más elevados (World Bank, 2021[65]).

Resolver las ineficiencias y desigualdades actuales pasa por fortalecer la coordinación entre las múltiples aseguradoras públicas e integrar gradualmente estos los sistemas paralelos existentes. Esto podría lograrse mediante un mayor uso de acuerdos de intercambio de servicios entre SIS y EsSalud, la estandarización de tipologías de proveedores de atención sanitaria en todos los subsistemas y el establecimiento de normas mínimas de calidad (OECD, 2017[64]). En junio de 2019 se aprobaron las directrices para los intercambios de servicios, y algunas instituciones han empezado a aplicarlas. Sin embargo, las dificultades que plantea la definición de los servicios y su alcance obstaculizan su adopción generalizada. Durante la pandemia de COVID-19, se dio un impulso al intercambio de servicios de salud, que debería continuar en el futuro. La legislación podría definir mejor los niveles de coordinación para guiar las acciones conjuntas de las aseguradoras públicas. Una mayor integración de los sistemas requeriría mancomunar todos los recursos financieros disponibles, distribuirlos entre los regímenes de seguro existentes en función de un valor por afiliado predefinido –ajustado de acuerdo a riesgos de salud y parámetros sanitarios– y desarrollar una tarifa común para las prestaciones generales que facilite la movilidad de los asegurados entre las distintas redes de proveedores. Un sistema público de salud unificado de acceso universal y con un conjunto común de prestaciones sanitarias de alta calidad podría complementarse con seguros privados voluntarios regulados; un esquema seguido en algunos países de la OCDE, como Francia.

La cobertura de salud universal no puede alcanzarse sin mejorar la calidad de los servicios de salud. Una tutela eficaz por parte del Ministerio de Salud será esencial para marcar las prioridades sanitarias y establecer una metodología estándar de cálculo de tarifas con el fin de mejorar la compraventa de servicios (OECD, 2017[64]; World Bank, 2021[65]). Reforzar la coordinación y la coherencia de los servicios prestados entre las aseguradoras públicas permitiría lograr economías de escala y reducir desigualdades e ineficiencias en el acceso a la asistencia sanitaria. Debería instaurarse un marco normativo que establezca un plan de prestación de servicios y una estructura tarifaria comunes, con mecanismos que garanticen su cumplimiento por parte de aseguradoras y proveedores de servicios. También es imperativa una infraestructura de datos transparente que garantice el cumplimiento de estándares de calidad y de resultados, reduzca los retrasos en los pagos y haga un seguimiento de los costos. Mejorar las infraestructuras sanitarias y la densidad del personal sanitario es esencial, como también lo es optimizar su distribución por todo el territorio peruano.

Una educación de alta calidad es clave para aumentar la productividad y reducir las desigualdades. Una mano de obra bien formada puede contribuir a disminuir la informalidad laboral, ya que una mayor productividad de los trabajadores permite pagar costos laborales más elevados. A pesar de que el gasto público en educación es bajo en Perú (2,7% del PIB en 2018, en comparación con un promedio del 4,4% en la OCDE), el país ha logrado avances notables en el accesoa la educación básica universal, y al menos el 96% de los adultos completaron la educación primaria en 2020, superando así a otros países latinoamericanos (Gráfico 3.20). El impacto de la pandemia de COVID-19 en el nivel educativo en Perú ha sido significativo. Las estimaciones del Banco Mundial indican que se perdieron 1,7 años de escolarización ajustados en función del aprendizaje, una de las tasas más altas de la región (World Bank, 2023[4]).

Priorizar el acceso universal a una educación infantil de alta calidad resulta decisivo para mejorar los resultados educativos en etapas posteriores de la vida, sobre todo para los niños de hogares con bajos ingresos (Alcázar, 2020[70]; Karoly, 2005[71]). La educación y la atención en la primera infancia también son cruciales para desarrollar las capacidades de los futuros alumnos y facilitar la participación de ambos progenitores en el mercado laboral (OECD, 2023[72]), en particular, de las mujeres. En 2022, el 6,4% de los niños de 0 a 2 años estaban inscritos en Cuna Más, una iniciativa a gran escala para el desarrollo infantil temprano que ha ofrecido buenos resultados escolares (OECD, 2019[12]). Si bien la cobertura para niños de 3 a 5 años mejoró significativamente del 77% en 2013 al 94% en 2019 (INEI, 2022[73]), los cierres de escuelas relacionados con la pandemia provocaron una caída en las tasas de escolarización hasta aproximadamente un 85% en 2020 y 2021, con una leve recuperación en 2022 (90%). Existen grandes disparidades en el acceso a la educación infantil de alta calidad, y las zonas rurales y remotas quedan rezagas. El Programa No Escolarizado de Educación Inicial (PRONOEI) ha facilitado el acceso de los niños de entornos vulnerables, pero ha resultado ser menos eficaz en términos de calidad educativa que las escuelas formales (Recuadro 3.3). El acceso a las escuelas formales de educación infantil sigue siendo reducido para las familias con pocos ingresos de zonas rurales remotas, ya que dichas escuelas se encuentran principalmente en áreas urbanas y las vías de comunicación y de transporte son limitadas. Para mejorar el acceso de los niños a la educación y la atención temprana es necesario ampliar los servicios educativos para niños de 0 a 2 años, incluyendo el programa de cuidado diurno Cuna Más. Además, aumentar la accesibilidad de los niños de 3 a 5 años a las escuelas públicas formales de educación temprana exigiría una mayor inversión para ampliar la capacidad y el número de escuelas formales en todo el país. Aunque el programa PRONOEI ha contribuido a facilitar el acceso de los niños de entornos vulnerables, un refuerzo de la financiación de las instituciones podría mejorar los resultados y permitir su transformación en escuelas formales en el futuro. Estas reformas reducirían la pobreza, aumentarían la movilidad social y la integración (OECD, 2018[74]) y ayudarían a prevenir el abandono escolar (Heckman and Masterov, 2007[75]; OECD, 2016[76]). Además, las madres –para quienes la asequibilidad de la educación infantil es la principal barrera para acceder al mercado laboral– tendrían más incentivos para buscar trabajo.

El acceso a la educación secundaria ha mejorado, y en 2021 el 41% de la población de 25 años o más había recibido educación secundaria, frente al 36% en 2010 (INEI, 2022[73]); un porcentaje que excede el de algunos países latinoamericanos y se acerca al promedio de la OCDE. Sin embargo, la exclusión educativa sigue siendo preocupante. La brecha de género en el nivel de estudios sigue siendo relativamente alta, ya que el 34% de las mujeres mayores de 25 años, frente al 42% de los hombres, completan la educación secundaria (INEI, 2022[73]). Las obligaciones laborales de las adolescentes fuera de la escuela y los embarazos en la adolescencia son los principales factores que explican el abandono escolar femenino, especialmente en el medio rural (OECD, 2022[11]). En el ámbito rural, sólo el 32% de la población completa la enseñanza secundaria y el 8% la superior. Aunque los programas de transferencias monetarias condicionadas y de becas, como Juntos y PRONABEC (becas y préstamos educativos para estudiantes con talento procedentes de entornos pobres), han reducido la exclusión, siguen existiendo disparidades entre regiones y grupos étnicos. Por ejemplo, los estudiantes de Lima alcanzan un nivel educativo superior al de los estudiantes de regiones vulnerables (INEI, 2022[73]), y las personas de comunidades indígenas estudian, en promedio, cuatro años menos que aquellas que hablan español. Estas desigualdades se han visto agravadas por la pandemia. Según el Ministerio de Educación, la tasa media de escolarización en la educación secundaria pasó del 90% en 2019 al 56% en 2020, y las personas de entornos vulnerables se vieron más afectadas. Un apoyo académico focalizado podría reducir la exclusión educativa. Por ejemplo, extender el programa de educación bilingüe para niños indígenas a la educación secundaria, dando prioridad a aquellas áreas geográficas donde se encuentra el mayor número de niños con un dominio limitado del español, ayudaría a reducir el abandono escolar. La ampliación del programa Jornada Escolar Completa, dando preferencia a los alumnos de entornos vulnerables, también contribuiría a proporcionar apoyo académico y un entorno seguro. Debe prestarse especial atención a la calidad de la enseñanza impartida durante este horario ampliado. Las transferencias monetarias condicionadas, como las que ofrece el programa Juntos, podrían resultar una herramienta útil si se condicionan las ayudas a la prevención de embarazos de adolescentes y al fomento de la asistencia regular y a la finalización de los estudios (OECD, 2019[12]).

Aunque en la última década se han producido avances sustanciales en el rendimiento escolar, persisten los retos relacionados con la calidad y la equidad. Los resultados escolares de Perú siguen estando por debajo de la media de la OCDE y de otros pares latinoamericanos (Gráfico 3.21). El rendimiento de los alumnos está muy condicionado por su estatus socioeconómico, y los alumnos de educación primaria procedentes de entornos socioeconómicos modestos tienen un 16% menos de probabilidad de llegar al nivel educativo mínimo exigido en matemáticas (Alcázar, 2020[70]). El origen étnico y la ubicación geográfica también influyen claramente en los resultados del aprendizaje. Las diferencias de cualificación entre hombres y mujeres también son significativas. Una mayor proporción de chicas de 15 años obtienen resultados inferiores a la media en matemáticas y ciencias en comparación con sus compañeros varones, mientras que las chicas obtienen mejores resultados que los chicos en lectura. Esto se refleja en las posteriores decisiones educativas y profesionales de las mujeres; en 2019, el 25% de las licenciadas universitarias habían estudiado una titulación de ciencia, tecnología, ingeniería o matemáticas, frente a más del 35% de los licenciados varones (OECD, 2022[11]).

La pandemia profundizó la desigualdad educativa. El gobierno puso en marcha rápidamente un programa de educación a distancia (Aprendo en Casa) y distribuyó tabletas con acceso a Internet al 24% de los alumnos de primaria y secundaria (Plan Cierre de Brecha Digital) para hacer frente al prolongado cierre de las escuelas. Sin embargo, menos del 50% de los alumnos de primaria tenían un ordenador en casa y sólo el 25% de los hogares tenían acceso a Internet. Los estudiantes de entornos vulnerables se vieron especialmente perjudicados, ya que sólo el 17% de ellos utilizó herramientas digitales para conectarse a las clases, frente al 59% de los estudiantes de hogares con mayores ingresos (IPE, 2021[79]). Incluso los estudiantes que participaron en clases virtuales experimentaron un declive en los resultados académicos; se constató una caída media del 14% en el rendimiento en lectura y matemáticas entre 2019 y 2021 (MINEDU, 2021[80]). La proporción de estudiantes con resultados por debajo del nivel mínimo en la prueba PISA aumentó al menos un 22% con respecto a la edición de 2018 (IPE, 2021[79]). Para corregir esto será necesario un apoyo académico y de tutoría personalizado a cargo de profesores bien preparados, otorgando prioridad a aquellos alumnos más desaventajados. Un ejemplo son los programas de recuperación extraescolar o de verano, que han demostrado su eficacia en Finlandia, Portugal, Francia o la India. Las autoridades también podrían ampliar la cobertura del Plan de Cierre de Brecha Digital para garantizar que todos los estudiantes del país tengan acceso a las tecnologías digitales y las aprovechen de forma activa.

Incrementar el acceso a una educación de alta calidad exige mejorar la calidad de la enseñanza, el material didáctico y las infraestructuras. La esperada reforma magisterial de 2012 pretendía mejorar la calidad educativa, ofreciendo condiciones laborales más atractivas y una promoción profesional basada en los méritos (Recuadro 3.4), mientras que un programa de incentivos monetarios (Bono escuela) puesto en marcha en 2014 recompensaba a los profesores en función de los logros de los alumnos. Sin embargo, es necesario proseguir los esfuerzos para reforzar los itinerarios profesionales del profesorado, ya que sólo el 64% de los docentes cumplen los requisitos mínimos de calidad exigibles en la enseñanza secundaria (UNESCO, 2023[81]). Es fundamental mejorar la calidad de la formación inicial del profesorado. Condiciones de trabajo difíciles, formación inadecuada y salarios más bajos que en otras profesiones limitan el atractivo de la profesión docente en Perú (UNESCO, 2017[82]).

También es necesario que el número de candidatos a profesores se ajuste mejor a las necesidades del sistema educativo, sobre todo en zonas rurales, donde hay una gran proporción de estudiantes de etnias indígenas. Mientras que en las zonas urbanas se presentan demasiados candidatos a plazas públicas de profesor, en las zonas rurales hay un problema de escasez, y en 2020 únicamente se cubrieron el 11% de los puestos ofertados (World Bank, 2022[85]). Por este motivo, los profesores interinos, que carecen de la cualificación requerida, tienden a ocupar puestos que los titulares, con más cualificación, rechazan, normalmente en escuelas de entornos vulnerables. Los profesores con alta cualificación de centros de educación infantil de Chile, Dinamarca, Turquía y Noruega tienen un 11% más de probabilidades de enseñar a alumnos de entornos desfavorecidos (OECD, 2019[86]). Además, el número de escuelas multigrado en el medio rural es elevado, y el 78,3% de todas las escuelas primarias cuenta con un solo profesor para toda la educación primaria (CIES, 2021[87]). Satisfacer las distintas necesidades de todos los alumnos en los centros multigrado requiere profesores con una alta cualificación y especialización en muchas materias. Reasignar profesores muy cualificados a los centros más desfavorecidos, mejorar las condiciones de trabajo y reducir el número de cursos que debe impartir un docente permitiría acortar la brecha en el rendimiento académico. Perú podría inspirarse en la experiencia del sistema de Corea del Sur, con planes de asignación y rotación obligatoria de docentes en función de las necesidades de cada escuela, e incentivos adicionales para atraer buenos profesores a escuelas desfavorecidas, como por ejemplo un complemento salarial, clases más reducidas, menos horas lectivas, crédito adicional para futuros ascensos a puestos administrativos y la posibilidad de elegir la siguiente escuela en la que trabajar (OECD, 2018[88]; IDB, 2020[89]).

Una infraestructura escolar adecuada es crucial para fomentar la implicación en la educación y mejorar los resultados académicos. Sin embargo, en Perú solo el 26,2% de todas las aulas de las escuelas públicas de preescolar, primaria y secundaria estaban en buenas condiciones en 2018, y el porcentaje era aún menor, un 24%, en las escuelas rurales (INEI, 2018[90]). Alrededor del 60% de las escuelas de todo el país carecen de algún servicio básico; el 40% no tienen agua, el 36% no disponen de sistemas de desagüe y el 30% carecen de electricidad, lo que dificulta el proceso de aprendizaje. En 2014, la Secretaría de Educación creó el Programa Nacional de Infraestructura Educativa (Pronied) con el objetivo de reducir las carencias en infraestructura educativa. Sin embargo, su aplicación ha sido deficiente debido a la escasa coordinación entre el gobierno nacional y los subnacionales y a la baja capacidad de ejecución. En 2021, el 30% del presupuesto asignado al Pronied y a los gobiernos regionales no llegó a ejecutarse. Las reformas para mejorar la contratación pública, reducir la corrupción y optimizar el proceso presupuestario y la coordinación, analizadas en el Capítulo 2, son fundamentales a este respecto.

El acceso a la enseñanza superior ha aumentado en Perú, pero en detrimento de la calidad. El 30% de la población peruana mayor de 25 años posee un título universitario, una proporción más elevada que en muchos otros países latinoamericanos. Sin embargo, más del 80% de la población de 16 a 25 años presenta los niveles más bajos de competencia en lectoescritura y cálculo, según la encuesta PIAAC de la OCDE (OECD, 2023[91]). Además, el número de universidades en activo casi se ha duplicado, de 74 en 2000 a 139 en 2019 (OECD, 2016[83]), aunque muchas de ellas no están reguladas, lo que conlleva una relajación de los requisitos de admisión y una escasa cualificación de los estudiantes (OECD, 2019[12]). En 2020, el gobierno lanzó la Política Nacional de Educación Superior y Técnico-Productiva, con el objetivo principal de que, en el año 2030, al menos el 50% de los jóvenes del país accedan a una educación terciaria, especialmente el colectivo de jóvenes procedentes de entornos vulnerables. La ley de instituciones de enseñanza superior de 2014 intentó mejorar la regulación y la calidad en todos los programas y organismos, creando una entidad responsable de garantizar estándares mínimos de calidad. Hasta ahora, 92 universidades y dos escuelas de postgrado han cumplido los requisitos mínimos de calidad en la fase inicial del proceso de concesión de licencias para impartir enseñanza superior. Sin embargo, sólo 73 institutos de enseñanza cumplen los criterios de calidad. Es imprescindible seguir aumentando la calidad de estas instituciones mediante el refuerzo de los mecanismos de garantía de calidad y el apoyo a los procesos de mejora continua.

Perú necesita fortalecer su sistema de educación y formación profesional (EFP), que actualmente no está bien diseñado para satisfacer las necesidades del mercado laboral (OECD, 2019[12]). La demanda de trabajadores de alta cualificación ha ido superando a la oferta. Los programas de EFP podrían aumentar la oferta de las profesiones más demandadas, como por ejemplo, los técnicos informáticos, los trabajadores de cuidado personal o los profesionales sanitarios. El sistema de EFP de Perú se caracteriza por la existencia de buenas escuelas sectoriales (por ejemplo, en la industria manufacturera, la construcción y el turismo), pero éstas únicamente representan en torno al 15% de los estudiantes matriculados en EFP. El resto de los centros públicos y privados no sectoriales no son tan buenos, ofrecen muy pocas oportunidades de adquirir competencias avanzadas y de ellos salen técnicos poco cualificados y con escasa práctica laboral. Implicar a las empresas en el diseño y la gestión de los programas de escuelas no sectoriales y ofrecer prácticas formativas podría ajustar mejor la capacitación a las demandas del mercado laboral, generando a su vez más oportunidades de aprendizaje en el entorno laboral. Una mayor actividad de capacitación en centros de trabajo aumentaría la empleabilidad y reduciría los desajustes en las cualificaciones. Algunos países de la OCDE ofrecen incentivos financieros y fiscales para ofrecer aprendizajes en sistemas de FP dual. Por ejemplo, en Francia los estudiantes reciben ayuda financiera y las empresas reciben incentivos financieros y fiscales para contratar aprendices, aliviando las limitaciones financieras y potencialmente promoviendo el empleo formal. Los empresarios también deberían desempeñar un papel más activo en el diseño y la aplicación de políticas activas en el mercado laboral, y en los programas universitarios para así mejorar la calidad y la adecuación de las cualificaciones.

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