4. Recursos para el bienestar futuro en América Latina

Este capítulo describe cuatro tipos distintos de recursos que ayudan a respaldar el bienestar en el tiempo. De acuerdo con el marco de bienestar de la OCDE (OCDE, 2020[1]), estos recursos se expresan en términos de cuatro clases de capital (es decir, reservas que permanecen en el tiempo pero también se ven afectadas por las decisiones que se toman a día de hoy). El capital natural engloba los activos naturales tanto renovables (p. ej., bosques, peces) como no renovables (p. ej., minerales), así como los ecosistemas (p. ej., arrecifes coralinos oceánicos, humedales, bosques, tierra y atmósfera) y los servicios que proporcionan. El capital económico incluye los activos antropogénicos y financieros. El capital humano se refiere a las competencias y la salud futura de las personas. Por último, el capital social engloba las normas sociales, los valores compartidos y las disposiciones institucionales que promueven la cooperación (OCDE, 2020[1]). Además de examinar los saldos y flujos de capitales, también se analizan algunos de los principales factores de riesgo y resiliencia que podrían afectar el valor de bienestar de los saldos y flujos en el futuro. Las distintas secciones hacen hincapié en las principales brechas estadísticas que deben corregirse para mejorar la medición de recursos para el bienestar futuro.1

Como se ha mencionado en los capítulos anteriores, la pandemia de COVID-19 ha supuesto un cambio radical en la vida de las personas. Nuevas vulnerabilidades han quedado al descubierto, otras se han agravado; además, la pandemia ha centrado nuevamente la atención en la necesidad de “construir un futuro mejor”, a través de formas de desarrollo más resilientes y sostenibles. En el momento de redactarse este informe, los datos disponibles no reflejan todavía el impacto total de la crisis y sus consecuencias a largo plazo. Siempre que están disponibles, el capítulo presenta también datos contrastados sobre la manera en que la crisis del COVID-19 está afectando estos recursos.

El capital natural está formado por los activos de origen natural y los ecosistemas (OCDE, 2020[1]). Los “activos ambientales” son los distintos componentes del medioambiente, mientras que los “ecosistemas” hacen referencia al funcionamiento conjunto o las interacciones entre distintos activos ambientales presentes en un territorio determinado. Con arreglo al Sistema de Contabilidad Ambiental y Económica (SCAE) de la Comisión de Estadística de las Naciones Unidas, cuyo marco central constituye una norma internacional (UNSC, 2014[2]), existen siete conjuntos de activos naturales y ambientales: los recursos minerales y energéticos, la tierra, los recursos del suelo, los recursos madereros, los recursos acuáticos, otros recursos biológicos (distintos de los madereros y acuáticos) y los recursos hídricos.

Algunos de los beneficios aportados por los recursos naturales se sienten “aquí y ahora” (p. ej., respirar aire limpio o beber agua potable), y algunos de ellos se incluyen en la dimensión relativa a la “calidad del medioambiente” abordada en el Capítulo 3 (sobre calidad de vida). De todos modos, muchos de los beneficios que aportan los activos naturales se deben a su papel generador de servicios para las generaciones futuras, así como para otros capitales (p. ej., suministro de espacio físico, energía y materias primas para actividades económicas, o agua y alimentos en apoyo al capital humano) (OCDE, 2015[3]).

América Latina reúne el 60% de la biodiversidad mundial (UNEP-WCMC, 2016[4]), así como gran variedad de regiones climáticas, topografías y modalidades de uso de la tierra. La cuenca amazónica alberga nada menos que en torno al 40% de los bosques tropicales que quedan en el mundo y una de las colecciones de biodiversidad más ricas de la Tierra (UNFCCC, 2007[5]). La biodiversidad es la base de los servicios ecosistémicos de los cuales dependen las personas, y contribuye a garantizar la resiliencia (es decir, una mayor diversidad ayuda a los ecosistemas a seguir prestando servicios y mostrarse más resilientes a las presiones). Gracias a la abundancia de recursos naturales, América Latina es uno de los principales actores del desarrollo de energías renovables, en particular de la hidroeléctrica, si bien el peso de esta en la matriz energética de la región viene disminuyendo desde 2020. A pesar de ello, las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), cuando incluyen los cambios de uso de la tierra, se sitúan en niveles cercanos al promedio mundial: con el 8,5% de la población, la región es responsable del 8,3% de las emisiones mundiales de GEI. Además, la región es muy vulnerable a los efectos del cambio climático, en particular en los sectores hídrico, agrícola y sanitario, los glaciares andinos, el Amazonas y otras regiones vulnerables a fenómenos meteorológicos extremos y la variabilidad climática (los cambios de temperatura, tiempos de lluvia, etc. perturban las interacciones en el seno de las comunidades ecológicas). El reto decisivo es proteger esta riqueza natural única de los efectos del cambio climático, las formas perjudiciales de explotación comercial, la expansión urbana, la agricultura de subsistencia, los cambios en el uso de la tierra, la sobreexplotación de los recursos naturales, la contaminación y las especies exóticas invasivas.

Los indicadores que aquí se presentan incluyen cuatro medidas de las reservas (ocupación del suelo con vegetación natural y seminatural, paisajes forestales intactos, y zonas terrestres y marinas protegidas); una medida de flujos (huella material per cápita), un factor de resiliencia (consumo de energía renovable), y tres factores de riesgo que ejercen presión sobre las reservas naturales (especies amenazadas, emisiones de gases de efecto invernadero per cápita y estrés hídrico).

La “diversidad biológica” —o “biodiversidad”— se define como “la variabilidad de organismos vivos de cualquier fuente, incluidos, entre otros, los ecosistemas terrestres, marinos y otros sistemas acuáticos, y los complejos ecológicos de los que forman parte; comprende la diversidad dentro de cada especie, entre las especies y de los ecosistemas” (UNEP, 2006[6]). El uso actual de los ecosistemas terrestres no es sostenible (Naciones Unidas, 2020[7]; OCDE, 2021[8]). La pérdida de biodiversidad y las presiones a las que se someten los servicios ecosistémicos son dos de los retos ambientales más acuciantes a escala mundial; los cambios en la ocupación del suelo y el uso de las tierras son dos de los principales factores de la pérdida de biodiversidad terrestre (Haščič and Mackie, 2018[9]). El ritmo de destrucción mundial sin precedentes del capital natural plantea una serie de riesgos significativos, a menudo ignorados, para el bienestar de las generaciones presentes y futuras, la economía y el sector financiero. La aparición de enfermedades infecciosas como la del COVID-19, de las cuales son artífices, entre otros, el cambio en el uso de la tierra y la explotación de la fauna y flora silvestres, es solo un ejemplo de los riesgos diversos asociados a la mala gestión del capital natural (OCDE, 2021[8]). El Convenio sobre la Diversidad Biológica, suscrito por 150 jefes de gobierno en la Cumbre para la Tierra de Río en 1992, fue diseñado como herramienta práctica para traducir en hechos los principios del Programa 21. En él se reconoce que la diversidad biológica no se refiere únicamente al hecho de preservar plantas, animales y microorganismos y sus ecosistemas, sino también a las personas y sus necesidades en materia de seguridad alimentaria, medicamentos, aire y agua limpios, vivienda y un entorno limpio y saludable donde vivir. Asimismo, el Objetivo de Desarrollo Sostenible 15 aborda la necesidad de “proteger, restablecer y promover el uso sostenible de los ecosistemas terrestres, gestionar sosteniblemente los bosques, luchar contra la desertificación, detener e invertir la degradación de las tierras y detener la pérdida de biodiversidad”; el Objetivo 14, por su parte, insiste en la necesidad de “conservar y utilizar sosteniblemente los océanos, los mares y los recursos marinos para el desarrollo sostenible”.

La cubierta terrestre es la ocupación física y biológica observada de la superficie de la Tierra, e incluye la vegetación natural, las superficies abióticas (no biológicas) y las aguas interiores (UNSC, 2014[2]). En 2018, el 76% de las tierras de América Latina estaban cubiertas por vegetación natural o seminatural, un porcentaje ligeramente superior al promedio de la OCDE, que era del 75% (Gráfico 4.1, panel A). No obstante, en Colombia, Ecuador y Perú, la vegetación natural o seminatural cubre más del 80% de la superficie terrestre total, mientras que en Chile y la República Dominicana el porcentaje es inferior al 70%. En líneas generales, entre 2004 y 2018, la superficie terrestre total cubierta por vegetación natural y seminatural se mantuvo estable. La mayor ganancia neta se produjo en Costa Rica, con un incremento superior a los 3 puntos porcentuales; en Paraguay, sin embargo, se observó una reducción de 2 puntos.

Los cambios en el uso de la tierra son uno de los principales factores impulsores de la degradación de los suelos. Más allá de la variación en las reservas netas de cubierta terrestre natural, las pérdidas y ganancias de vegetación natural y seminatural deben considerarse por separado, puesto que las ganancias en zonas seminaturales (con una biodiversidad pobre) podrían no compensar las pérdidas en áreas naturales ricas en biodiversidad (p. ej., la pérdida de un bosque primario o de edad madura) (OCDE, 2020[1]). La pérdida de tierras con vegetación natural y seminatural puede medirse por el porcentaje de cubierta forestal, pastizales, humedales, monte y vegetación rala convertida en cualquier otro tipo de cubierta terrestre. Las ganancias de superficie terrestre con vegetación natural y seminatural son el resultado de efectuar la conversión en el sentido contrario. El denominador utilizado son las “reservas” de superficie terrestre natural y seminatural al inicio del período. La pérdida de tierras con vegetación natural y seminatural es un buen indicador de las presiones que soportan la biodiversidad y los ecosistemas.

Esta estabilidad regional de la cubierta terrestre enmascara la divergencia de patrones entre los países de América Latina. Brasil, Argentina, México y Paraguay son algunos de los países que han registrado cambios especialmente alarmantes en la cubierta terrestre:2 desde 2004, la pérdida de vegetación natural y seminatural ha sido superior a 10.000 kilómetros cuadrados en cada uno de ellos. Las pérdidas también son relativamente elevadas en Costa Rica y la República Dominicana, aunque estuvieron acompañadas de las mayores ganancias en vegetación natural y seminatural (superiores al 4%) de los países analizados,3 lo cual se consiguió mediante forestación y reforestación4 (Gráfico 4.1, panel B).

Los indicadores de alto nivel de la cubierta terrestre no ofrecen información sobre el valor de las zonas perdidas y ganadas en términos de biodiversidad. Los paisajes forestales intactos son ecosistemas muy valiosos, caracterizados por las extensiones continuas de ecosistemas naturales dentro de los límites actuales del bosque, sin señales de actividad humana detectadas a distancia, y lo suficientemente grandes para que toda la biodiversidad autóctona, incluidas las poblaciones de un vasto número de especies, pueda mantenerse (Potapov et al., 2017[10]). América Latina y el Caribe albergan el 36% de los paisajes forestales intactos del mundo. Diez de los países analizados cuentan todavía con paisajes forestales intactos. Brasil tiene el tercer paisaje forestal intacto más grande del mundo (por detrás de Canadá y la Federación de Rusia); en 2016, estos tres países juntos reunían dos terceras partes de las zonas de paisajes forestales intactos del mundo. En comparación con el año 2000, las zonas forestales intactas se han reducido en torno a un 9% (unos 400.000 kilómetros cuadrados) en América Latina y el Caribe; la mitad de estas pérdidas se han producido en Brasil. Las pérdidas también han sido significativas en Perú (más de 44.000 kilómetros cuadrados) y Paraguay (una reducción del 80%, lo que suponen unos 36.000 kilómetros cuadrados); el país que menos pérdidas ha registrado ha sido Colombia (0,2 kilómetros cuadrados).

Otros ecosistemas terrestres y marinos, como los pastizales y los humedales, también son importantes para la biodiversidad y los servicios ecosistémicos, y sufren presiones considerables en América Latina (p. ej., las pampas). Lamentablemente, los datos comparables aparecen dispersos.

La extinción de especies altera el equilibrio en la naturaleza y aumenta la fragilidad y la falta de resistencia de los ecosistemas ante las perturbaciones (Naciones Unidas, 2020[7]). La importancia del control de las especies amenazadas está reconocida internacionalmente por el Convenio sobre la Diversidad Biológica (UNEP, 2006[6]) y el Objetivo de Desarrollo Sostenible 15; de su supervisión se encarga el Índice de la Lista Roja (Indicador 15.5.1), para el cual se tiene en cuenta el riesgo de extinción combinado de aves, mamíferos, anfibios, cícadas y corales.

El Índice de la Lista Roja de los países analizados ha registrado un descenso del 3% desde el año 2000, un ritmo que dobla el descenso medio de la OCDE (Gráfico 4.2). La principal reducción se ha observado en Chile, Ecuador y México, todos ellos países con una tasa de riesgo ya elevada.

La expansión de la producción agrícola y las incursiones humanas en zonas naturales para desarrollar actividades de explotación forestal y minera, entre otros, han provocado la pérdida y fragmentación de hábitats, así como un aumento del contacto entre personas, ganado, y fauna y flora silvestres. Este mayor contacto también facilita que la fauna transmita a los humanos enfermedades frente a las cuales tienen poca o nula resistencia, como es el COVID-19 (UICN (La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), 2020[11]). Uno de los instrumentos de política que promueven la conservación de especies y ecosistemas (entre los cuales se cuentan los impuestos, las tasas, los cánones, las compensaciones de la biodiversidad y los pagos por servicios ecosistémicos) es la creación de áreas protegidas, cuya importancia para la sostenibilidad también está reconocida por los Objetivos de Desarrollo Sostenible 14 y 15.5

Los países de América Latina y el Caribe están ampliando la protección de los entornos terrestres y marinos, si bien no al mismo ritmo en toda la región. En el conjunto de ALC, el 25% de las áreas terrestres y el 24% de las marinas están protegidas6 (Gráfico 4.3). Este porcentaje supera el promedio de la OCDE, que es del 16% y el 22%, respectivamente, y la Meta de Aichi para la Diversidad Biológica7 11 para 2020, que prevé una cobertura mínima del 17% para áreas terrestres protegidas y del 10% para áreas costeras y marinas (UNEP-WCMC, 2016[4]). En 2000, la proporción de áreas terrestres protegidas en los países analizados y la OCDE era muy parecida (10,4% y 9,7%, respectivamente). En cambio, entre 2000 y 2020, la cobertura de áreas terrestres protegidas se incrementó en casi 9 puntos porcentuales, en promedio, en los países analizados, situándose por encima de la tasa media de crecimiento de la OCDE (6,3 puntos). Los aumentos más significativos (superiores a 14 puntos) se registraron en Brasil, Perú y la República Dominicana. Durante el mismo período, la proporción de áreas marinas protegidas se duplicó con creces en 10 de los países analizados, con la excepción de Ecuador, cuyo porcentaje era el más elevado de los países analizados en 2000 y se mantuvo estable en el tiempo. La mayoría de los países analizados han alcanzado la Meta de Aichi para la Diversidad Biológica 11 en cuanto a cobertura,8 excepto Uruguay (en relación con las áreas terrestres y marinas), Argentina, México y Paraguay (en relación con las áreas terrestres), y Costa Rica y Perú (en relación con las áreas marinas).

El cambio climático amenaza el bienestar futuro y su urgencia se reconoce internacionalmente en el Objetivo de Desarrollo Sostenible 13: “Acción por el clima: Adoptar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos”. Por su geografía, clima, estructuras socioeconómicas, demografía y activos naturales (como son los bosques y la biodiversidad), todos los países de América Latina y el Caribe, y en particular los de América Central y el Caribe, se ven seriamente afectados por las variaciones del clima, la subida de las temperaturas, el aumento del nivel del mar, la acidificación de los océanos y el aumento de la intensidad y la frecuencia de los desastres naturales relacionados con el clima (CEPAL/ACNUDH, 2019[12]). El año 2019 fue el segundo más cálido de los que se tienen registro y cerró la década más cálida (2010-2019), marcada por enormes incendios forestales, huracanes, sequías, inundaciones y otras catástrofes climáticas en todos los continentes. Para ceñirse al objetivo de un aumento de la temperatura de 1,5 °C —o incluso 2 °C — estipulado en el Acuerdo de París, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero deben comenzar a reducirse un 7,6% cada año a partir de 2020 (Naciones Unidas, 2020[7]).

En los seis países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) per cápita derivadas de la producción interna (excluidas las emisiones por uso de la tierra, cambio de uso de la tierra y silvicultura [UTS]) se sitúan en torno a las 5 toneladas de CO2 equivalente, la mitad del nivel medio de la OCDE (Gráfico 4.4, panel A). Las emisiones de GEI en los países con el peor desempeño (Argentina y Chile) doblan con creces las de los países con mejor desempeño (Costa Rica y Colombia). Desde el año 2000, Chile (1,1 toneladas) y Brasil (0,8 toneladas) vienen impulsando el moderado aumento del promedio de los países analizados, mientras que las emisiones de GEI atribuibles a la producción interna se han mantenido en general estables en los demás países analizados sobre los cuales hay datos disponibles.

Las emisiones totales de la región, incluidas las derivadas del uso de la tierra, el cambio de uso de la tierra y la silvicultura (UTS), registraron una subida considerable entre mediados del siglo XIX y 1992, año en que se adoptó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Desde entonces, la tasa de crecimiento de las emisiones se ha moderado, y el período posterior al Protocolo de Kioto9 (a partir de 2012) viene registrando la tasa de crecimiento de las emisiones más baja hasta la fecha. Según datos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), América Latina y el Caribe fue responsable del 8,3% de las emisiones mundiales, un nivel en general acorde con la proporción de la población mundial que vive en la región (8,5%). No obstante, muchos de los países de la región se encuentran en una situación asimétrica en lo que al cambio climático se refiere: su responsabilidad histórica en cuanto a las causas es menor, pero su vulnerabilidad a los efectos es muy elevada (Bárcena et al., 2020[13]).

La estructura de las emisiones de la región también es distinta de la de las emisiones mundiales. Mientras que el 70% de estas provienen del sector de la energía, esa proporción apenas alcanza el 45% en la región, seguida de la agricultura y ganadería (23%) y el cambio de uso de la tierra y la silvicultura (19%). Las variaciones en las emisiones por uso de la tierra contribuyen de forma considerable al total de emisiones; además, los resultados en cuanto a promedio por cápita coinciden con el promedio mundial, a pesar de que la matriz energética interna de la región es limpia, con un uso limitado del carbón y el uso generalizado de la energía hidroeléctrica (Bárcena et al., 2020[13]).

La generación de electricidad, principalmente por medio de combustibles fósiles, es el factor que más contribuye a las emisiones de GEI mundiales (OCDE, 2019[14]). Por tanto, es indispensable catalizar el cambio a través de un sector energético sostenible para alcanzar las metas de reducción de GEI. Gracias a su riqueza de recursos hídricos, el 35% del suministro de energía primaria total en los países analizados proviene de fuentes renovables, un porcentaje muy superior al promedio de la OCDE (11%) (Gráfico 4.4, panel B). En Paraguay y Uruguay, más del 50% del suministro de energía primaria total se obtiene de fuentes renovables. En particular, el 100% de la energía primaria generada en Paraguay es renovable (y el 100% de las exportaciones de energía tienen su origen en fuentes de energía renovables: energía hidroeléctrica y carbón vegetal producido en carboneras, razón por la cual el valor de Paraguay supera el 100%) (UNCTAD, 2018[15]). En el extremo opuesto del espectro, la proporción de renovables en Argentina y México apenas se sitúa en torno al 8%. Entre 2000 y 2019, la proporción de energías renovables con respecto al suministro de energía primaria total cayó casi 4 puntos porcentuales; en cambio, el promedio de la OCDE registró un ascenso de casi 5 puntos. Se observaron incrementos de más de 4 puntos en Costa Rica (4,4 puntos), Brasil (7 puntos) y Uruguay (con un aumento de casi 27 puntos porcentuales). Por el contrario, en la mayoría de los países analizados, la tónica dominante ha sido una combinación de estabilidad y disminución de la proporción de renovables en el suministro de energía primaria total. El descenso más pronunciado se produjo en Perú (casi 12 puntos) y Paraguay (casi 65 puntos). En el conjunto de la región, la energía hidroeléctrica está perdiendo peso, aun habiendo recibido cuantiosas inversiones. Ello se debe en parte a la reducción de las precipitaciones, pero también a la inversión en combustibles fósiles (sobre todo en gas de esquisto); algunos países de la región se están carbonizando, en vez de descarbonizarse. Los costos irrecuperables,10 la inexistencia de infraestructura para la transmisión y el almacenamiento de energías renovables, los retrasos en la internalización de los factores externos y la importancia de los hidrocarburos en las exportaciones de algunos países son los principales obstáculos para eliminar la dependencia de los combustibles fósiles (Bárcena et al., 2020[13]).

El agua es fundamental no solo para la salud, sino también para la reducción de la pobreza, la seguridad alimentaria, la paz y los derechos humanos, los ecosistemas y la educación, como se reconoce internacionalmente en el Objetivo de Desarrollo Sostenible 6: “Agua limpia y saneamiento: Garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua y el saneamiento para todos” (Naciones Unidas, 2020[7]). El estrés hídrico —que se produce cuando la relación entre el agua dulce retirada y el conjunto de los recursos de agua dulce renovables supera el umbral del 25%— puede tener consecuencias devastadoras para el medioambiente, así como limitar o revertir el desarrollo sostenible (Naciones Unidas, 2020[7]). El promedio mundial de estrés hídrico se sitúa en el 17%, un nivel considerado “seguro” en el informe de los ODS de 2020. En la región de América Latina, el agua abunda en cantidades importantes, pero su distribución es desigual entre los países y dentro de ellos. En los países analizados, el promedio de estrés hídrico es de solo el 9%, nivel inferior al promedio de la OCDE, que es del 20% (Gráfico 4.5). De todos modos, el coeficiente regional medio oculta los elevados niveles de estrés hídrico de México y la República Dominicana (26% y 44%, respectivamente), que pueden provocar escasez de agua. Además, los recursos hídricos corren peligro de contaminación patógena grave, sobre todo por las aguas residuales domésticas, y de contaminación salina o por nutrientes relacionada con prácticas agrícolas inapropiadas. En la región andina, los glaciares están perdiendo superficie, y algunos de ellos ya han desaparecido, lo cual afecta importantes zonas urbanas y rurales. El cambio climático y la mala gestión climática están provocando la pérdida de reservas de agua dulce estratégicas (CEPAL, 2021[16]).

En cuanto a los recursos hídricos, el acceso a agua potable es el principal reto que enfrenta ALC; en la región, solo el 71% de la población tiene acceso a agua potable salubre, un porcentaje muy inferior al 95% registrado por los países de la OCDE (Capítulo 2). Dentro de la región, se observan amplias diferencias: México es el país con menor acceso a agua potable salubre, con una cobertura de tan solo el 43% de la población, mientras que en Chile casi todo el mundo tiene acceso a ella. Según las Naciones Unidas, la implementación de una gestión integrada de los recursos hídricos (es decir, un marco global que abarque políticas, instituciones, instrumentos de gestión y financiamiento para la gestión integral y colaborativa de los recursos hídricos) es especialmente lenta (entre muy baja y media-baja) en un 90% de los países de América Latina y el Caribe (Naciones Unidas, 2020[7]).

La huella material se refiere a la asignación mundial de materias primas extraídas para satisfacer la demanda final de una economía, e incluye los materiales utilizados en la fabricación de productos importados. Estos datos corresponden a recursos materiales, es decir, materiales procedentes de los recursos naturales que constituyen la base material de la economía: metales (ferrosos y no ferrosos), minerales no metálicos (minerales para la construcción, minerales industriales), biomasa (madera, alimentos) y vectores energéticos fósiles. En términos per cápita, la huella material de los países analizados es más o menos la mitad de la que registran los países de la OCDE (14,4 y 24,8 toneladas, respectivamente) (Gráfico 4.6). Sin embargo, en todos los países analizados, la huella material aumentó entre 2000 y 2018. Los incrementos más importantes (superiores a 15 toneladas) se registraron en Uruguay (el país con la huella material per cápita más elevada del grupo analizado), Brasil y Paraguay. En cambio, el menor incremento (0,3 toneladas) se registró en México.

El uso de materiales en procesos de producción y consumo acarrea un gran número de consecuencias económicas, sociales y ambientales (p. ej., contaminación, desechos, perturbaciones de los hábitats, pérdida de biodiversidad). Las consecuencias son distintas según los materiales y el punto del ciclo de vida de los recursos (extracción, procesamiento, uso, transporte, gestión al final de la vida útil) y suelen sobrepasar las fronteras de países y regiones, en especial cuando esos materiales son objeto de comercio internacional.

Las medidas de prevención y contención de la pandemia, y en especial el confinamiento y el distanciamiento social, han cambiado radicalmente el comportamiento de la población mundial, sobre todo en las ciudades. Como más del 80% de la población de América Latina y el Caribe vive en zonas urbanas, las variaciones en la actividad económica y social de las ciudades han tenido importantes repercusiones sobre el uso del transporte público y privado, la contaminación del aire, las emisiones de gases de efecto invernadero, las emisiones a masas de agua, el consumo energético y la generación de residuos.

El cese de las actividades cotidianas ha limitado el consumo de energía. Durante el primer trimestre de 2020, la demanda mundial de energía se redujo en un 3,8% (150 millones de toneladas equivalentes de petróleo (eMtp)) con respecto al primer trimestre de 2019, revirtiendo el crecimiento de la demanda de energía de 2019 (IEA, 2020[17]). Pese a que el consumo de energía por actividades domésticas se ha incrementado, esto se ha visto compensado con creces por el descenso del consumo energético en otros sectores, como el transporte y la industria. Durante la pandemia, dos de los principales mercados de biocombustible, Argentina y Brasil, han enfrentado una caída de la demanda y los precios en sus mercados nacionales y externos, lo cual ha afectado a un sector cuya tecnología es relativamente costosa. Al mismo tiempo, se ha producido un descenso de los precios de los combustibles fósiles, mermando la competitividad de los biocombustibles y cuestionando el modelo de matriz energética limpia de la región (PNUD América Latina y el Caribe, 2020[18]).

La brusca caída del transporte y la actividad industrial ha provocado que las emisiones a masas de agua y la atmósfera, sobre todo en las ciudades, se hayan reducido significativamente en un breve período de tiempo. Las emisiones de CO2 mundiales disminuyeron en más del 5% en el primer trimestre de 2020 con respecto al mismo período en 2019. La razón principal de esta reducción ha sido el descenso del 8% de las emisiones procedentes del carbón, del 4,5% de las de petróleo, y del 2,3% de las de gas natural. La bajada de las emisiones de CO2 fue superior a la de la demanda de energía, y los combustibles con alto contenido de carbono fueron los que registraron una mayor caída de la demanda durante el primer trimestre de 2020 (IEA, 2020[17]). Las proyecciones de emisiones de GEI para todo el año 2020 apuntan a una disminución del orden del 7% a nivel mundial (Friedlingstein et al., 2020[19]) y, según la CEPAL, todavía superior en la región de América Latina, debido al fuerte descenso de su producto en comparación con el resto del mundo (CEPAL, 2021[16]).

A la vez, las políticas de aislamiento preventivo y distanciamiento social aplicadas en la región no han detenido la deforestación en América Latina (PNUD América Latina y el Caribe, 2020[18]). En el último decenio, han aumentado considerablemente las amenazas externas para los bosques de la región causadas por las empresas mineras, petrolíferas, agrícolas y madereras, los ganaderos, los agricultores, los grupos ilegales y los especuladores de tierras (Walker et al., 2020[20]; Ellis et al., 2017[21]). Mientras tanto, los esfuerzos de los gobiernos por controlar las incursiones ilegales en territorios indígenas han disminuido en varios países. Esta situación ha empeorado todavía más con la pandemia, ya que los gobiernos se vieron obligados a reducir sus esfuerzos de vigilancia por motivos tanto de salud como presupuestarios, lo que agravó la vulnerabilidad de los bosques, el agua y otros recursos naturales en territorios indígenas (CEPAL, 2020[22]). Un análisis llevado a cabo por Open Democracy (2020) señala que los incendios forestales han crecido más de un 200% en 2020 en Colombia respecto del mismo período en 2019, debido a que las mafias de tráfico ilícito y los garimpeiros (mineros ilegales) han aprovechado la emergencia sanitaria para quemar la selva sin impedimentos ni restricciones; este aumento de los incendios forestales se produce después de que en 2018 y 2019 se registrara un significativo descenso de la deforestación (López-Feldman et al., 2020[23]). Asimismo, basándose en los datos del Instituto de Investigaciones Espaciales de Brasil (INPE), Open Democracy indica que la deforestación de la selva amazónica de Brasil aumentó un 64% en abril de 2020, coincidiendo con la estación de las lluvias, durante la cual la crecida del río dificulta la expansión de los incendios y la intervención humana (Open Democracy, 2020[24]). La deforestación de la selva amazónica de Brasil también se mantuvo en los meses siguientes (Escobar, 2020[25]). Según Rajão et al. (Rajão et al., 2020[26]), el 2% de las haciendas agrícolas de El Cerrado y Amazonía son responsables del 62% de la deforestación ilegal.

Entre 2019 y 2021, no se han registrado cambios sustanciales en la proporción de áreas terrestres y marinas protegidas, ni en América Latina, ni en la OCDE.

Pese a los enormes esfuerzos por alcanzar el componente de cobertura de la Meta 11 de Aichi para la Biodiversidad11 del Convenio sobre la Diversidad Biológica, la protección de áreas específicas no es representativa desde el punto de vista ecológico.12 Solo la mitad de los biomas (grandes comunidades de flora y fauna presentes de forma natural que ocupan un hábitat amplio) que existen en América Latina y el Caribe cumplen o rebasan la protección del 17% (Meta de Aichi 11 para la Biodiversidad). Algunos biomas, como el bosque y matorral mediterráneo, o los pastizales y sabanas templadas, están particularmente subrepresentados en la región. Evaluar la representatividad de las regiones protegidas —en términos de estatus de protección de las especies regionales y endemismo— es esencial para preservar la biodiversidad. El Índice de la Lista Roja, una medida amplia de la pérdida de biodiversidad, se mantuvo en general estable en los países de América Latina y la OCDE, si bien registró un descenso del 1% en Ecuador, México y Chile. En lo relacionado con la conectividad, la gran mayoría de los países de América Latina todavía están trabajando en el cumplimiento de los criterios de conectividad de la Meta de Aichi 11 para la Diversidad Biológica. De los 51 países y territorios de la región, solo nueve tienen más del 17% de su superficie terrestre protegida y conectada (Meta de Aichi 11 para la Diversidad Biológica). En promedio, el 33% de la extensión de estas áreas protegidas no está bien conectado (es decir, un tercio de las áreas protegidas de América Latina y el Caribe) (RedParques et al., 2021[27]).

La pérdida de biodiversidad y de los servicios ecosistémicos asociados incrementa enormemente el peligro de que varios organismos transporten patógenos infecciosos que terminen afectando a las personas, como ha ocurrido con el COVID-19 (Naciones Unidas, 2020[7]; Gottdenker et al., 2014[28]). El cambio de uso de la tierra y la explotación de la flora y fauna silvestres aumentan el riesgo de enfermedad infecciosa, al poner en contacto directo a las personas y los animales domésticos con fauna silvestre portadora de agentes patógenos, y perturbar los procesos ecológicos que mantienen a raya las enfermedades (OCDE, 2020[29]). Un nivel de diversidad de especies elevado, característica de los ecosistemas sanos, permite regular la población de aquellas especies que actúan como reservorio primario de virus, conteniendo así la transmisión de patógenos. Datos contrastados (IPBES, 2020[30]; OCDE, 2020[29]) indican que la conservación de la diversidad biológica y sus servicios ecosistémicos es necesaria para proteger la salud de las personas, tanto directa como indirectamente (CEPAL, 2020[22]), y evitar una nueva pandemia (cerca de tres cuartas partes de las nuevas enfermedades infecciosas en humanos provienen de otros animales) (OCDE, 2020[29]). Por lo tanto, la pandemia de COVID-19 es un toque de atención para reconocer la importancia del capital natural y la necesidad de preservarlo. Las iniciativas para construir un futuro mejor son acordes con los objetivos relativos al cambio climático. En este sentido, los gobiernos de América Latina y el Caribe vienen reconociendo cada vez más la urgencia de la necesidad de integrar las medidas climáticas y la diversidad biológica en las actividades de recuperación tras la pandemia.13

Los indicadores presentados en esta sección han sido seleccionados porque cumplen una serie de requisitos mínimos en cuanto a cobertura de países, longitud de las series temporales y oportunidad (véase el capítulo 1). Sin embargo, en todos estos ámbitos podrían lograrse progresos. Algunos indicadores claves no se han incluido porque no cumplen los requisitos mínimos (p. ej., recursos del suelo) o por falta de datos disponibles (p. ej., tasas municipales de recuperación de desechos). El conjunto de indicadores puede terminar de pulirse o complementarse con datos sobre la calidad de los recursos naturales (p. ej., suelo, agua), en términos de contaminación (p. ej., uso de fertilizantes total, contaminación de lagos y ríos, acidificación de los océanos) y gestión sostenible (p. ej., reservas pesqueras, reciclaje y compostaje total), diversidad de especies, gestión y ejecución efectiva de las áreas protegidas, y los beneficios que los servicios ecosistémicos tienen para el bienestar de las personas. Debido a la gran variabilidad de los patrones de estrés hídrico a nivel subnacional, sería útil elaborar un indicador adicional de la proporción de la población expuesta a escasez de agua, como complemento de las tasas medias nacionales. Lo ideal sería mostrar el desglose de los distintos gases de efecto invernadero (GEI), en vez de sumarlos todos en carbono equivalente ponderado, ya que cada gas tiene sus propios efectos sobre la atmósfera. Asimismo, deberían elaborarse datos de mejor calidad sobre los desastres naturales.

El capital económico —saldo de activos económicos y financieros producidos de un país— es un factor esencial de apoyo al bienestar material (p. ej., vivienda, empleo, salud e ingresos) y a la producción de bienes y servicios para el consumo privado. Además, el capital económico actúa como reserva de valor y ofrece un colchón para cuando se producen shocks inesperados del ingreso, lo cual permite a hogares, empresas y gobiernos planificar su futuro, así como garantizar el mantenimiento en el tiempo de las condiciones de vida material (OCDE, 2015[3]).

El capital producido abarca los activos antropogénicos tangibles como las carreteras, el ferrocarril, los edificios y la maquinaria; los activos de propiedad intelectual obtenidos a partir del gasto en la investigación y el desarrollo (I+D), la inversión en software y las obras de arte, y las existencias de bienes finales e intermedios. El capital financiero engloba los activos financieros como dinero legal y depósitos, acciones y participaciones de capital, títulos y derivados, tras descontar los pasivos en forma de préstamos y títulos de deuda (OCDE, 2020[1]). La posición crediticia exterior neta de un país, según se deriva de la acumulación de superávits o déficits en cuenta corriente, puede provocar presiones sobre el tipo de cambio si se produce una reversión repentina de los flujos financieros, algo que con frecuencia ha tenido un papel importante en la región de América Latina.

La información sobre saldos (de activos fijos producidos, incluidos los activos de propiedad intelectual), flujos (inversiones en la formación bruta de capital fijo, infraestructura del transporte e I+D) y los factores de riesgo específicos de determinados sectores de la economía (como la deuda pública y privada, o la suficiencia de capital en el sector bancario) repercute en la sostenibilidad del conjunto del sistema económico. En comparación con los países de la OCDE, la disponibilidad general de indicadores comparables y detallados sobre saldos, flujos y riesgos para el capital económico en América Latina es menor. En particular, los indicadores de la distribución de activos entre sectores institucionales y en el seno de estos (hogares, gobiernos, sociedades no financieras y financieras), relevantes para la sostenibilidad del bienestar (CEPE, 2013[31]), no suelen estar disponibles en relación con ALC.

El panorama general del capital económico en América Latina no es uniforme. Después del notable progreso experimentado a principios del siglo XXI, el crecimiento económico disminuyó a partir de 2011 (OCDE et al., 2019[32]). Desde 2014, la región viene experimentando el período de mayor debilidad del crecimiento desde 1950, situándose incluso por debajo del promedio de la OCDE, prácticamente sin expansión económica en 2019 (OCDE et al., 2020[33]). El ya de por sí reducido crecimiento potencial ha venido impulsado principalmente por el aumento del empleo, mientras que la contribución de la productividad ha sido escasa.14 La competitividad de la mayoría de los países de la región es reflejo de la abundancia de recursos naturales y la baja cualificación de la mano de obra. Este es el origen de la “trampa de la productividad”, una estructura productiva mal diversificada, con poco valor agregado y exportaciones especializadas en bienes de baja tecnología (OCDE et al., 2019[32]). Si bien el valor total de los activos fijos producidos en el grupo analizado ha registrado un aumento, la brecha respecto del valor promedio de la OCDE viene ampliándose desde el año 2000. En la década de 2009-2019, el crecimiento de la formación bruta de capital fijo (FBCF) se redujo a más de la mitad con respecto al período 2000-2008. Además, la inversión en tipos de capital económico que podrían contribuir al crecimiento de la productividad y la reducción de la dependencia de los recursos naturales y la mano de obra poco cualificada, anteriormente mencionada, como son la investigación y el desarrollo (I+D) y la infraestructura del transporte, sigue siendo baja. Por lo que se refiere a los activos financieros, no se dispone de información sobre el patrimonio financiero neto del gobierno, o el valor de la riqueza total o la deuda total a nivel de los hogares. Aun así, los indicadores disponibles muestran que, pese a que la relación servicio de la deuda pública/PIB se ha reducido considerablemente desde 2000, los ingresos tributarios de los gobiernos siguen siendo bajos si se comparan con los de los países de la OCDE, poniendo de manifiesto las limitaciones de los gobiernos de la región a la hora de movilizar recursos financieros.

Los activos fijos producidos —como edificios, maquinaria, infraestructura y activos de propiedad intelectual— conforman la capacidad de producción de bienes y servicios de un país. El valor medio del saldo de activos fijos producidos en los países analizados sobre los cuales hay información disponible fue de 36.350 USD per cápita en 2018 (Gráfico 4.7), valor que representa aproximadamente un tercio del nivel medio de la OCDE (unos 134.200 USD); esta brecha es en general acorde con la del INB per cápita (véase el Capítulo 2). El saldo de activos fijos producidos per cápita oscila entre los menos de 20.000 USD de Colombia y los más de 70.000 USD de México. Desde el año 2000, este saldo se ha incrementado en un 55% de media, siendo la República Dominicana y Chile los países donde el crecimiento ha sido mayor (se ha doblado con creces), mientras que Colombia ha registrado una caída (del 8%). Si bien entre 2000 y 2011 el crecimiento del PIB en América Latina y el Caribe se debió principalmente a la inversión, a partir de 2012 es el consumo quien tira de él (privado y público en 2012-2013, público en 2014-2016, y privado entre 2017 y 2019) (Banco Mundial, 2020[34]; Banco Mundial, 2018[35]; Banco Mundial, 2015[36]).

La formación bruta de capital fijo se refiere a la inversión tanto en activos tangibles (como vivienda, edificios y otras estructuras, equipo de transporte, maquinaria y bienes de equipo, activos biológicos cultivados , incluidos los animales de reproducción, de producción de leche, de tiro, etc., y viñedos, huertos y otras plantaciones permanentes de árboles cuyo crecimiento natural y/o regeneración están bajo control, responsabilidad y gestión directa de unidades institucionales (UNECE et al., 2005[37]) como en activos intangibles (como la propiedad intelectual, el software y las obras de arte) dentro de un país (OCDE, 2020[1]). En 2019, la formación bruta de capital fijo (FBCF) se situó en torno a los 1.100 millones de USD (en precios de 2010) en América Latina y el Caribe, un nivel diez veces inferior al de la OCDE (aproximadamente 11.000 millones de USD), pero de magnitud similar si se expresa en proporción del PIB (18% y 21%, respectivamente). Entre 2009 y 2019, la FBCF ha registrado un aumento del 17% en América Latina y el Caribe, por debajo del 31% observado en los países de la OCDE durante ese mismo período. Entre 2009 y 2019, el crecimiento de la inversión fue solo una tercera parte del crecimiento acumulado entre 2000 y 2008 (si bien este triplicó el de la OCDE en este mismo período, 2000-2008) (Gráfico 4.8). La FBCF más elevada se observa en Brasil y México (entre 200 y 400 millones de USD); la más reducida, en Costa Rica, Paraguay y Uruguay (inferior a 10 millones de USD). Pese a la desaceleración general del crecimiento de la inversión entre 2009 y 2019 respecto del período 2000-2008, la FBCF se ha doblado en la República Dominicana, donde en proporción del PIB siempre ha sido una de las más altas de los países analizados (aproximadamente del 27% en 2019). El crecimiento de la FBCF ha sido menor en los países que ya presentaban un nivel elevado (es decir, Brasil y México) en los dos períodos.

La infraestructura del transporte es un activo fijo producido que permite la movilidad de las personas y resulta esencial para la producción y distribución de bienes. Aunque no existe una definición consensuada a nivel internacional, la Comisión Europea ha adoptado medidas para definir la infraestructura del transporte como la totalidad de las vías e instalaciones fijas del transporte por ferrocarril, carretera y vías navegables en la medida en que sean necesarias para garantizar la circulación de los vehículos y la seguridad de dicha circulación (Reglamento CE n.° 851/2006). A nivel internacional no existen reglamentos o definiciones de alcance similares para la infraestructura de puertos y aeropuertos (ITF, 2013[38]). Habitualmente, los datos sobre el saldo de infraestructura del transporte, así como sobre la calidad de esta, no se encuentran disponibles en relación con los países de la región, pero existe consenso en cuanto a que la infraestructura del transporte está relativamente subdesarrollada en América Latina, si se compara con la de otras regiones del mundo (Fay et al., 2017[39]; Foro Económico Mundial, 2020[40]). Por ejemplo, el índice de competitividad del transporte y el turismo elaborado por el Foro Económico Mundial muestra que el desempeño de la región es un 9% inferior a la media mundial en el subíndice de infraestructura (Foro Económico Mundial, 2020[40]). Más importante todavía, la capacidad de infraestructura del transporte de la región se considera que está muy por debajo de sus necesidades, teniendo en cuenta la importancia del turismo para muchas de las economías de la región y la necesidad de aumentar la movilidad de productos y personas para impulsar el crecimiento económico y el desarrollo social, así como para satisfacer las aspiraciones de la creciente clase media (Fay et al., 2017[39]; Foro Económico Mundial, 2020[40]). Se estima que la región enfrenta una brecha de inversión en infraestructura del transporte superior a los 2,0 trillones de USD para los próximos 20 años.15

El desarrollo de la infraestructura del transporte no es tarea sencilla en América Latina, puesto que la población se encuentra relativamente dispersa y existen vastas zonas de terreno difícil de transitar (como cordilleras y bosques tropicales). Además, la región registra niveles reducidos de inversión en infraestructura comparado con la mayoría de las demás regiones en desarrollo. Si se tienen en cuenta todos los tipos de infraestructura (incluidos agua, servicios y transporte) y la inversión tanto pública como privada, se calcula que América Latina invierte en ella en torno al 3% del PIB en promedio, un nivel bastante inferior a los registrados en los países en desarrollo (que oscilan entre el 4% y el 8%), a excepción únicamente de África subsahariana.16 El aumento de la inversión no es de por sí suficiente; igual de importante es que el gasto (en particular de los recursos públicos escasos) esté bien focalizado a las necesidades del país, y que sea eficiente (Foro Económico Mundial, 2020[40]).

A falta de medidas de los saldos de infraestructura del transporte en la región, los datos sobre niveles de inversión pueden dar una idea de la prioridad relativa asignada a la cuestión en cada país. La inversión en infraestructura del transporte comprende los gastos de capital en infraestructura nueva y en ampliación de la existente, lo cual incluye la reconstrucción, la renovación (importantes trabajos de sustitución de la infraestructura existente, sin modificar su desempeño general) y las mejoras (importantes trabajos de modificación para mejorar el desempeño original o la capacidad de la infraestructura). En los países analizados, la inversión en infraestructura del transporte, expresada como porcentaje del PIB, se redujo hasta el 0,92%, en promedio, durante el período 2014-2019, registrando un nivel superior al promedio de la OCDE (0,71%), pero inferior al promedio del 0,97% correspondiente al período 2008-2013 (Gráfico 4.9). Perú, Paraguay y Costa Rica son los países de ALC que más invirtieron en infraestructura del transporte (más del 1,2% del PIB), doblando los montos invertidos por Brasil (menos del 0,2%) y México (0,46%). En comparación con el período 2008-2013, la inversión se ha reducido a más de la mitad en la República Dominicana, y ha disminuido en una tercera parte en Brasil y Colombia. En cambio, la inversión aumentó en un 50% en Paraguay, y en un 25% en Uruguay, con respecto al período 2008-2013.

Los activos de propiedad intelectual (el capital de conocimientos de un país) pueden mejorar el futuro nivel de vida material a través, por ejemplo, de un uso más eficaz de los recursos (aumento de la productividad) o al permitir que un país participe en actividades de mayor valor agregado. En el conjunto de los países analizados, los únicos datos comparables sobre el saldo de activos de propiedad intelectual se refieren a gasto acumulado en software y bases de datos (lo cual excluye, pues, la investigación y el desarrollo, la exploración minera, el ocio, los originales literarios y artísticos, y otros activos de propiedad intelectual no especificados en otra categoría). En 2018, el valor per cápita de estos activos ascendía a 170 USD (Gráfico 4.10, panel A), lo cual representa solo el 9% del nivel medio de la OCDE (casi 1.900 USD). El país con un mayor gasto en este tipo de activos fue Chile (más de 600 USD), mientras que la República Dominicana, Perú, Colombia y México registraron un gasto mucho menor (inferior a 50 USD). Entre 2000 y 2018, el saldo medio de activos de software y bases de datos per cápita prácticamente se triplicó en los países analizados, y se cuadruplicó con creces en Chile, mientras que en Colombia se redujo en una tercera parte, y en la República Dominicana lo hizo en una décima parte.

En relación únicamente con Costa Rica y Perú, existe un panorama más completo de los activos de propiedad intelectual, que incluye el valor de I+D y otros activos de propiedad intelectual más allá del software y las bases de datos, así como el gasto en exploración minera, ocio y originales literarios y artísticos. Tras incorporar estos componentes adicionales, el saldo per cápita de activos de propiedad intelectual de Costa Rica y Perú asciende a 388 USD y 456 USD, respectivamente, un nivel dos y nueve veces superior al obtenido al tener en cuenta únicamente el software y las bases de datos.

La inversión en investigación y desarrollo (I+D) es motor de cambios en el saldo de activos de propiedad intelectual.17 En los países analizados, la inversión media en I+D fue del 0,43% del PIB en 2018, tan solo una sexta parte del nivel medio de la OCDE (2,56%). El crecimiento de la proporción de I+D a partir del año 2000 ha sido mínimo en estos países (0,1 puntos porcentuales, Gráfico 4.10, panel B), y muy inferior a la subida registrada en el promedio de la OCDE (0,3 puntos porcentuales). Excepto en Brasil, donde el crecimiento de la inversión en I+D alcanzó el 1% en 2019, en los demás países analizados las inversiones anuales oscilaron entre el 0,1% y el 0,6%.18 Entre 2000 y 2018, el principal aumento de la proporción de inversión en I+D en el PIB se observó en Uruguay (subida de 0,3 puntos, respecto del 0,2% de 2000), mientras que en Chile, Costa Rica, México y Perú el incremento fue imperceptible.

Al aplicar una medición por solicitudes de patente, en América Latina cada punto porcentual de PIB invertido en I+D genera, en promedio, seis nuevas solicitudes de patente a través del Tratado de Cooperación en materia de Patentes, un nivel muy inferior al promedio de la OCDE, que es de 43 solicitudes de patente por cada punto de PIB invertido en I+D (OCDE et al., 2019[32]).

El servicio de la deuda (pagos del principal y los intereses de la deuda pública y con garantía pública), expresado como proporción de las exportaciones de bienes y servicios, constituye una buena medida de la sostenibilidad de la deuda pública, en particular en los países en desarrollo, como son los de América Latina.19 El crecimiento en el tiempo de la relación deuda/exportaciones, respecto de una tasa de interés determinada, implica que el crecimiento de la deuda es más rápido que el de la fuente básica de ingresos externos de la economía, lo cual significa que el país podría tener dificultades para satisfacer sus obligaciones de servicio de la deuda en el futuro (FMI, 2003[44]). En 2018, el servicio de la deuda como proporción de las exportaciones de bienes y servicios fue del 13%, en promedio, en los países analizados, y de aproximadamente el 11% en la región de América Latina (Gráfico 4.11, panel A). El país con mayor servicio de la deuda fue Argentina (33%); los países con menor servicio de la deuda fueron Paraguay y Perú (menos del 4%). Comparado con el año 2000, el servicio de la deuda sufrió un descenso de más de 9 puntos porcentuales en los países analizados, siendo Brasil y Perú los que registraron una caída más fuerte (superior a los 20 puntos); en cambio, en Costa Rica y la República Dominicana se observaron ligeros incrementos. En términos generales, el servicio de la deuda como proporción de las exportaciones de bienes y servicios descendió entre 2000 y 2016, para repuntar después.

Los ingresos tributarios de los gobiernos no constituyen de por sí “capital”, pero sí son una herramienta esencial que les permite prestar un amplio abanico de bienes y servicios públicos (algunos de los cuales contribuyen al capital humano y social). En los países analizados, los ingresos tributarios de los gobiernos expresados como porcentaje del PIB fueron del 21,4% en 2019, lo cual representa un incremento de 4,1 puntos porcentuales con respecto al año 2000 (Gráfico 4.11, panel B), aunque sigue siendo solo un 60% del promedio de la OCDE (33,8%). Los ingresos tributarios como proporción del PIB oscilan entre el 13,5% de la República Dominicana y el 33% de Brasil, nivel muy similar al promedio de la OCDE. Desde el año 2000, los países que registran un incremento mayor son Argentina (9,4 puntos porcentuales), Ecuador (8,5 puntos) y Uruguay (5,8 puntos), mientras que los que registran un incremento menor son Perú y la República Dominicana (menos de 1,5 puntos). En los países analizados, la proporción del PIB es 1,6 puntos porcentuales inferior al promedio regional de América Latina y el Caribe, que incluye países con una proporción de ingresos tributarios del gobierno superior al 23% (Bolivia, Guyana, Jamaica, Nicaragua, Trinidad y Tobago) o incluso superior al 30% (Barbados, Belice) y el 40% (Cuba).

La estructura tributaria (composición del ingreso tributario según los distintos tipos de impuestos) también informa sobre las repercusiones económicas y sociales de los sistemas tributarios en la región de ALC. Los impuestos sobre bienes y servicios fueron los que más contribuyeron a los ingresos tributarios totales en la región de ALC en 2019, y representaron en promedio la mitad de los impuestos totales, mientras que esta proporción fue de aproximadamente un tercio en las economías de la OCDE. Por contra, la proporción combinada de impuestos sobre la renta y los beneficios, y las contribuciones a la seguridad social (cada vez más de origen privado) en la región de ALC fue muy inferior a la de la OCDE. La región de ALC presenta mayor dependencia de los ingresos procedentes del impuesto sobre la renta de sociedades que los países de la OCDE, y una dependencia significativamente menor del impuesto sobre la renta de las personas físicas (9,1% de los ingresos tributarios totales en la región de ALC, frente al promedio del 23,5% de la OCDE en 2018). Los ingresos tributarios relacionados con el medioambiente supusieron en promedio un 1,2% del PIB en 2019 en los 25 países de ALC sobre los cuales hay datos disponibles, porcentaje inferior al 2,1% de la OCDE (5,7% de los ingresos tributarios totales en la región de ALC, frente al 6,4% de la OCDE en 2019) (OCDE et al., 2021[45]).

El coeficiente de suficiencia de capital ayuda a determinar si el sector bancario dispone de fondos propios suficientes para cubrir las posibles pérdidas y no volverse insolvente. La vigilancia de este coeficiente, así como el cumplimiento de los requerimientos regulatorios para evitar la insolvencia, son importantes para evitar los riesgos que el sector financiero podría generar para la sostenibilidad económica de un país (Fondo Monetario Internacional, 2020[46]). Tras la crisis financiera de 2008-2009, se adoptaron nuevas normas bancarias internacionales en el marco del Acuerdo de Basilea III, por el cual se estableció el requerimiento mínimo de una relación capital/activos ponderados por riesgo del 10,5%, unida a un requerimiento para el capital total del 8% y un colchón de conservación del capital del 2,5% (un nivel adicional de capital disponible para utilizarse cuando se incurre en pérdidas) (Bank for International Settlements, 2019[47]).

En los 10 países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, el coeficiente de suficiencia de capital se ha mantenido bastante estable desde mediados de los años 2000, en torno al 16,6%, un nivel muy por encima del requerimiento mínimo de Basilea III. Esta estabilidad contrasta con el incremento del 50% del promedio de la OCDE más o menos durante el mismo período (del 12,7% en 2008 al 19% en 2019, [Gráfico 4.12]). Los países con un coeficiente de suficiencia de capital más elevado son Colombia (17,6%), Argentina y Costa Rica (17,5%), todavía por debajo del promedio de la OCDE; el país con el coeficiente más bajo es Chile (12,8%). La estabilidad regional de este coeficiente desde 2005 oculta la divergencia de patrones según el país analizado, con descensos en Paraguay (de casi 3 puntos porcentuales) e incrementos en Costa Rica (de 2 puntos).

Más allá de evitar la insolvencia bancaria, el acceso al crédito y a una mayor liquidez en los mercados financieros son fundamentales para que la región de ALC pueda escapar de la “trampa del ingreso medio” (es decir, la desaceleración prolongada del crecimiento de las economías que alcanzan niveles de ingreso medio). Es necesario que el desarrollo financiero de América Latina siga avanzando para incrementar la inversión en determinados sectores productivos (en particular, con uso más intensivo de conocimientos y tecnología), así como para promover el crecimiento inclusivo. Es crucial ampliar el acceso al sistema bancario de las pequeñas y medianas empresas (pymes) y los hogares, así como aumentar la eficiencia de la regulación de los mercados financieros, para promover el desarrollo inclusivo en la región (Arellano et al., 2018[48]).

Cuando la pandemia de COVID-19 comenzó a afectar a América Latina y el Caribe, se adoptaron políticas de mitigación estrictas y multidimensionales. Los principales elementos de los programas de estímulo fiscal han incluido pagos directos a las familias, desgravaciones y aplazamientos fiscales, programas de préstamos a empresas y gasto adicional en salud. Durante el primer semestre de 2020, los ingresos tributarios registraron una caída drástica, si bien al final del año ya mostraban señales de recuperación (OCDE et al., 2021[45]). El aumento del gasto público se ha financiado mayoritariamente mediante deuda pública y préstamos oficiales. La respuesta de política monetaria también ha tenido varias facetas, entre las que se ha incluido el suministro de liquidez; el relajamiento temporal del coeficiente de encaje; las rebajas de la tasa de interés de política monetaria; la intervención en los mercados de divisas y, en el caso de Chile y Colombia, programas de expansión cuantitativa. A pesar de estas medidas, la pandemia provocó en 2020 una contracción del PIB del 6,9% en Argentina, Brasil y México, la más grave de las registradas en las seis regiones de economías de mercados emergentes y en desarrollo (EMED) identificadas por el Banco Mundial20 (Banco Mundial, 2021[49]). Los programas de estímulo fiscal necesarios para amortiguar el golpe que la pandemia ha supuesto para la economía casi han agotado el ya de por sí limitado espacio fiscal disponible en los países de la región. La deuda pública en la economía media de ALC pasó del 53% del PIB en 2019 al 69% en 2020 (Banco Mundial, 2021[49]), lo que convirtió a América Latina y el Caribe en la región en desarrollo más endeudada (CEPAL, 2021[50]). La gran incertidumbre y el endurecimiento de las condiciones de financiamiento durante la pandemia han provocado demoras en el gasto en infraestructura y recortes en investigación y desarrollo, obstaculizando la productividad futura (Banco Mundial, 2021[49]). Para abordar las brechas de desarrollo de la región, será esencial aplicar políticas fiscales activas, que den impulso a la tributación progresiva, con arreglo a una secuencia de políticas bien definida, que pueda adaptarse a las distintas fases de recuperación, y con el respaldo de un marco de sostenibilidad fiscal para financiar el desarrollo sostenible (sobre todo en relación con la vulnerabilidad social y la estructura de producción) (OCDE et al., 2021[45]; Nieto-Parra, Orozco and Mora, 2021[51]).

La no aplicación de políticas que den impulso a la productividad, actualmente reducida, como son la inversión en nuevas tecnologías e infraestructura, podría mermar y prolongar la recuperación económica tras la pandemia (Beylis et al., 2020[52]).

La disponibilidad de los indicadores de capital económico de América Latina y el Caribe es limitada. Es habitual que falte información esencial, como el patrimonio financiero neto del conjunto de la economía o del gobierno general, o el nivel de deuda de los hogares, o que esta sea incompleta. Pese a que anteriormente se han presentado algunas medidas de saldos, flujos de inversión y factores de riesgo, la cobertura de países, las series temporales y la oportunidad son limitadas. Además, en su mayoría, estos indicadores solo proporcionan una perspectiva de alto nivel del estado del capital económico de un país. Normalmente, los datos sobre la posición financiera de los distintos sectores de la economía (hogares, gobierno general, sociedades financieras), así como la información sobre la distribución de activos en los distintos grupos, no están disponibles. Para poder elaborar un panorama más completo de la resiliencia económica y la estabilidad financiera de la región, sería necesario contar con un cuadro de indicadores más detallado (Consejo de Estabilidad Financiera; Fondo Monetario Internacional, 2019[53]).

El capital humano se refiere a la salud, las competencias (tanto educación formal como conocimiento tácito) y las habilidades de las personas (OCDE, 2015[3]). La salud, los conocimientos y las competencias tienen un valor intrínseco para el bienestar de las personas. Además de contribuir a la creación de otros resultados de bienestar en un momento dado (OCDE, 2020[1]), también forjan el bienestar futuro de las personas (Exton and Fleischer, a continuación[54]). Algunos de los indicadores de la salud y las competencias de la población se describen en el Capítulo 3, mientras que esta sección se centra en las competencias de los jóvenes y los factores de riesgo y resiliencia en materia de salud como determinantes del desarrollo futuro. Invertir en los niños y jóvenes de hoy es la forma más rápida de garantizar el bienestar de las generaciones futuras. La proporción de población joven en América Latina y el Caribe (unos 160 millones) seguirá siendo muy significativa en las próximas décadas en la mayoría de los países, y estos jóvenes enfrentan retos específicos (CEPAL, 2020[55]).21

El seguimiento de la participación de los jóvenes en la educación o el empleo, y su transición de la escuela al trabajo, permite hacerse una idea de los conocimientos y competencias que estarán disponibles en el futuro. La población juvenil que ni estudia, ni trabaja, ni recibe formación no está desarrollando las competencias y conocimientos necesarios para asegurar su participación activa en la sociedad futura, lo cual significa una pérdida de oportunidades y recursos para el bienestar futuro.

La proporción de jóvenes (personas de 15 a 24 años) que ni estudian, ni trabajan, ni reciben formación (ninis) se ha reducido muy ligeramente en los países analizados (hasta el 16% en 2018-2019, respecto del 17% de 2008-2009) (Gráfico 4.13, panel A), situándose en un nivel 5 puntos porcentuales por encima del promedio de la OCDE. La disminución no ha sido uniforme en el tiempo. Un examen del promedio de América Latina revela que, tras la caída registrada en 2006-2007, que coincidió con un período de fuerte crecimiento del PIB, la proporción aumentó durante la crisis mundial de 2009 y, con mayor fuerza, en torno a 2014-2015, en paralelo a la caída de la productividad causada por el final del auge de los precios de las materias primas. La proporción de ninis varía enormemente dentro de los 11 países analizados, siendo superior al 20% en Colombia y situándose en el 10% en la República Dominicana (por debajo del promedio de la OCDE, que es del 11% (Gráfico 4.13, panel B)). Chile fue el país que registró la mayor caída de la tasa de ninis (unos 7 puntos porcentuales menos en 2019 comparado con 2000), seguido de México (6 puntos menos), mientras que la disminución fue apenas perceptible en Argentina, Ecuador y Uruguay (inferior a 2 puntos).

La transición de los jóvenes de la escuela a la vida laboral es una función de las oportunidades educativas y los contextos social y económico. Para entender mejor la situación de la población juvenil en el mercado de trabajo, es importante también tener en cuenta la proporción de jóvenes en empleos vulnerables e informales (OIT, 2015[56]; OCDE, 2014[57]; OCDE, 2019[58]). Como sucede con la tasa de ninis, la proporción de jóvenes en empleos informales se ha reducido, en promedio, en los países analizados (hasta el 67% en 2019, una reducción de 1 punto porcentual respecto de 2010). La proporción sigue siendo muy elevada en Perú, Ecuador y Paraguay, donde más del 80% de los jóvenes empleados tienen trabajos informales; este porcentaje no llega al 40% en el caso de Uruguay y Chile. La proporción de jóvenes en empleos informales ha aumentado sobre todo en Ecuador (casi 11 puntos porcentuales), mientras que los países que han registrado una reducción mayor han sido Paraguay (casi 9 puntos), Colombia y Perú (6 puntos, respectivamente) (Gráfico 4.14, panel A). No existe correlación entre la tasa de ninis y la proporción de jóvenes en empleos informales. Un nivel reducido de la tasa de ninis se asocia a una proporción de jóvenes en empleos informales relativamente elevada en Perú, Ecuador y Paraguay, lo cual indicaría que la informalidad puede ser percibida como un trampolín en la transición de la escuela al trabajo en algunos países. Por otro lado, en Chile y Uruguay, las tasas de ninis se sitúan en niveles cercanos al promedio regional y están vinculadas a una proporción relativamente baja de jóvenes en empleos informales (inferior al 40%). La proporción tanto de ninis como de jóvenes en empleos informales supera el promedio regional en Argentina y Colombia (Gráfico 4.14, panel B).

El examen de los logros educativos pone de manifiesto que el 70% de los adultos jóvenes (de entre 20 y 24 años) de los países analizados habían completado el segundo ciclo de enseñanza secundaria en 2019, nivel que casi dobla el observado en 2000 (Gráfico 4.15). La proporción de adultos jóvenes con el segundo ciclo de enseñanza secundaria oscilaba entre menos del 60% en México y más del 80% en Chile y Perú. Sin embargo, en Uruguay, solo 4 de cada 10 adultos jóvenes han completado el segundo ciclo de enseñanza secundaria. En general, todos los países analizados sobre los cuales hay datos disponibles registraron una mejora sustancial de los logros educativos de los jóvenes. Esta fue de casi 30 puntos porcentuales en Ecuador, mientras que en Argentina y Uruguay fue un 50% inferior (en torno a 13-14 puntos).

El sobrepeso, el tabaquismo y el consumo de alcohol son factores de riesgo clave para la salud futura en América Latina (OCDE/Banco Mundial, 2020[59]). En particular, una nutrición suficiente y segura, y una dieta equilibrada, son necesarias para una vida sana (OCDE/Banco Mundial, 2020[59]). La malnutrición puede afectar la salud y provocar retraso del crecimiento (baja estatura para la edad) o emaciación (pérdida de peso reciente y grave) si la alimentación es insuficiente y desequilibrada, o sobrepeso y obesidad cuando es excesiva y desequilibrada.

Por lo general, las tasas de retraso del crecimiento de América Latina son inferiores a las de Asia Oriental y Sudoriental, Asia Central, Oriente Medio y África del Norte, y África Subsahariana, y han ido disminuyendo con el paso del tiempo. En los países analizados, 1 de cada 10 niños menores de cinco años sufre retraso del crecimiento (Gráfico 4.16, panel A), en porcentajes que van desde menos del 2% en Chile y casi el 13% en Colombia. En promedio, las tasas de retraso del crecimiento se han reducido casi a la mitad con respecto a 2000; Paraguay y Perú son los países donde la disminución ha sido más pronunciada (más de 10 puntos porcentuales), mientras que la menor reducción se registra en Argentina y Chile (1 punto o menos), donde las tasas ya estaban situadas por debajo del promedio regional.

El sobrepeso es uno de los principales factores de riesgo para la salud en América Latina (OCDE/Banco Mundial, 2020[59]). En estos países, el 60% de la población tiene sobrepeso, y el 25% obesidad, porcentajes ligeramente superiores al promedio de la OCDE, que es del 58% y el 23%, respectivamente (Gráfico 4.17). El problema es especialmente grave en México, donde casi el 65% de la población tiene sobrepeso, y el 30% obesidad (las tasas más elevadas de la región), pero no lo es tanto en Paraguay (con un 54% de población con sobrepeso), o en Ecuador y Perú (con un porcentaje de población obesa del 20%, aproximadamente). Pese a que el aumento del sobrepeso y la obesidad son fenómenos globales, su frecuencia ha aumentado en aquellos países que, en los últimos tiempos, han registrado una rápida urbanización y han pasado de una dieta rica en proteínas a una dieta rica en grasas y azúcares. En los países de América Latina, la prevalencia de sobrepeso y obesidad ha aumentado desde el año 2000 (en 10 y 8 puntos porcentuales), y lo ha hecho a un ritmo superior al de la OCDE (7 y 6 puntos, respectivamente), sobre todo la obesidad.22

Estos dos fenómenos (retraso del crecimiento entre los más jóvenes y sobrepeso en los adultos) no son casuales. En los países analizados sobre los cuales hay datos disponibles, una tasa elevada de retraso del crecimiento se asocia a tasas de obesidad adulta reducidas (Colombia y Perú). Argentina y México presentan tasas de retraso del crecimiento cercanas al promedio y tasas de obesidad de la población adulta relativamente elevadas, mientras que Paraguay registra tasas reducidas tanto del retraso del crecimiento en niños como de obesidad en adultos (Gráfico 4.16, panel B). La relación entre desnutrición y sobrepeso no se debe a la simple coexistencia de fenómenos no vinculados, ya que la desnutrición en los primeros años de vida —e incluso en el vientre materno— podría predisponer al sobrepeso y enfermedades no transmisibles como la diabetes y las cardiopatías en etapas posteriores de la vida. Asimismo, también existe relación entre el sobrepeso de la madre y el sobrepeso y la obesidad de sus hijos (OMS, 2017[60]). Por otro lado, el descenso de las tasas de retraso del crecimiento y el incremento del sobrepeso en adultos en América Latina y el Caribe reflejan también el desplazamiento hacia dietas más calóricas y un aumento general de la disponibilidad de alimentos.

El consumo de tabaco es el segundo factor de riesgo principal de muerte prematura y discapacidad en todo el mundo, por detrás de la dieta23 (OCDE/Banco Mundial, 2020[59]). En el grupo analizado, prácticamente 1 de cada 6 personas mayores de 15 años fumaba a diario en 2018. Esta proporción se ha reducido casi a la mitad con respecto a 2000 y se sitúa ahora muy por debajo del promedio de la OCDE (1 de cada 4 personas). La proporción de consumidores habituales de tabaco varía considerablemente según el país: en Chile el 45% de la población es fumadora habitual, mientras que en Colombia y la República Dominicana el porcentaje no alcanza el 10% (Gráfico 4.18, panel A). Desde el año 2000, la reducción más significativa del tabaquismo se observa en Argentina y Perú, donde la proporción de fumadores se ha reducido en más de 24 puntos porcentuales.

En comparación con el promedio de la OCDE, América Latina registra también tasas medias de consumo de alcohol inferiores (5,5 litros per cápita en 2018, casi la mitad de los 9 litros por cápita de los países de la OCDE), en parte como consecuencia de los ingresos más reducidos de los latinoamericanos (OMS, 2018[61]). El país con un menor consumo de alcohol es Ecuador (ligeramente por encima de 3 litros per cápita), mientras que el país con mayor consumo es Argentina (más de 8 litros per cápita) (Gráfico 4.18, panel B). El promedio de los países analizados ha fluctuado entre 5,4 y 5,8 litros per cápita en el período 2000-2018, estabilizándose en 5,5 en los últimos tres años. Durante este período, el consumo de alcohol ha descendido en torno a 1 litro per cápita en Brasil, Ecuador, México, la República Dominicana y Uruguay, mientras que en Chile ha aumentado en 1,6 litros per cápita (26%).

La pandemia tiene un profundo impacto en el capital humano, con consecuencias para el desempeño en educación y salud. Estas se analizan con mayor detalle en secciones específicas del Capítulo 3 (Conocimientos y competencias, y Salud). Tales efectos tienen, además, repercusiones a largo plazo. Se ha estimado que las pérdidas de aprendizaje, capital humano y productividad podrían traducirse en un descenso de aproximadamente 1,7 trillones de USD en los ingresos agregados de la región de América Latina y el Caribe, un 10% de los niveles de la línea de base (World Bank, 2021[62]).

Los efectos del COVID-19 han azotado con especial fuerza a los jóvenes trabajadores, sobrerrepresentados en los sectores que más perjudicados se han visto por la pandemia, como el comercio minorista, la hostelería y el turismo, y que ya tenían dificultades para acceder al mercado de trabajo formal. Los países de ALC deben prestar apoyo prioritario a la búsqueda de empleo y la orientación profesional, así como a los programas formativos y de aprendizaje que habilitan la capacitación de los jóvenes y les ayudan a encontrar oportunidades de empleo adecuadas en un mundo cambiante (OCDE, 2020[63]).

Debido al confinamiento y al cierre de los centros educativos, las actividades se han realizado a distancia, siempre que ha sido posible. No obstante, a pesar de las mejoras considerables registradas en los últimos años, la insuficiencia de las competencias y las divergencias en cuanto a acceso y uso de Internet de los distintos grupos socioeconómicos persisten, y el COVID-19 no ha hecho sino agrandar las disparidades. Por ejemplo, menos de la mitad de los latinoamericanos tenía experiencia suficiente en el uso de computadoras y herramientas digitales para realizar tareas profesionales, lo cual excluye de forma tácita a más de la mitad de la población de la región del desempeño de actividades a distancia (OCDE et al., 2020[33]).

Los datos contrastados disponibles indican que una proporción significativa de los adultos aumentaron de peso durante los confinamientos, aunque no todos; un estudio concluye que los adultos mayores (más de 60 años) tenían un riesgo superior de pérdida de peso y posible malnutrición.24 Debido al aumento del peso corporal, es posible que los confinamientos aplicados durante la pandemia provoquen una subida de la incidencia de sobrepeso, obesidad y riesgos para la salud relacionados, así como de otras enfermedades no transmisibles. Se requieren estudios adicionales para evaluar los efectos específicos sobre cada grupo, en especial por lo que se refiere al aumento de peso entre los jóvenes y el riesgo de pérdida de peso, malnutrición y sarcopenia en adultos mayores.

Los riesgos para la salud observados a día de hoy en la población podrían elevar el costo humano de la pandemia: por ejemplo, es posible que la población con sobrepeso y obesidad tenga mayor propensión a desarrollar complicaciones graves, en particular vinculadas a enfermedades respiratorias, como la neumonía. La obesidad afecta negativamente tanto la función respiratoria como la función inmunitaria, que se ven amenazadas con el COVID-19. La disfunción del tejido adiposo en caso de sobrepeso y obesidad puede hacer que este actúe como un órgano enfermo (a través de la inflamación crónica) (Rancourt, Schellong and Plagemann, 2020[64]). En un estudio de pacientes franceses ingresados en las unidades de cuidados intensivos (UCI) por COVID-19 y que requerían ventilación mecánica invasiva (VMI), la proporción de pacientes obesos era superior a la del conjunto de la población;25 los hombres con un índice de masa corporal (IMC) elevado fueron los que presentaron una tasa de VMI superior (Simonnet et al., 2020[65]). Un metanálisis de los resultados de obesidad y COVID-19 en PubMed (incluido MEDLINE) y Google Scholar de mayo de 2020 indica que la obesidad estaría relacionada con una mayor gravedad de la enfermedad por COVID-19, pero no con una mayor mortalidad (Zhang et al., 2021[66]).

Además de la obesidad, otro factor de riesgo es un peso inferior al normal (Gaiha, Cheng and Halpern-Felsher, 2020[67]), puesto que las personas con bajo peso presentan deficiencias en las funciones pulmonares dinámicas (Azad and Zamani, 2014[68]). Según datos clínicos contrastados, los fumadores de tabaco tienen mayor predisposición (1,4 veces) a desarrollar síntomas graves de COVID-19, y su probabilidad de ingresar en una unidad de cuidados intensivos (UCI), necesitar ventilación mecánica o morir es aproximadamente 2,4 veces superior a la de los no fumadores (Vardavas and Nikitara, 2020[69]). Las conclusiones extraídas de una muestra nacional de adolescentes y adultos jóvenes de Estados Unidos, el consumo de cigarrillos electrónicos y el consumo combinado de estos y cigarrillos normales constituyen importantes factores de riesgo subyacentes en la enfermedad por COVID-19 (Gaiha, Cheng and Halpern-Felsher, 2020[67]). Todavía existen muchos interrogantes en torno al mecanismo que influye en la gravedad de las infecciones de las vías respiratorias cuando se combinan factores de riesgo.

Los datos contrastados sobre educación y retraso del crecimiento están dispersos, tanto en términos de países como de cobertura temporal. En cuanto al consumo de alcohol, es posible que la metodología utilizada para convertir las bebidas alcohólicas en alcohol puro no sea la misma en todos los países. Además, los datos hacen referencia a estimaciones anuales de la producción y el comercio de bebidas alcohólicas, suministrados por los ministerios nacionales de Agricultura y Comercio a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) (es decir, alcohol registrado), y excluyen las fuentes caseras, las compras transfronterizas y otras fuentes no registradas (OCDE/Banco Mundial, 2020[59]). La proporción de jóvenes (de entre 15 y 24 años) que ni estudian, ni trabajan, ni reciben formación (ninis) no constituye una medida perfecta de la infrautilización de las competencias, puesto que muchos jóvenes trabajan en empleos informales o sin remuneración (p. ej., en voluntariado para la comunidad, o como cuidadores familiares).

En términos generales, el capital social se refiere a las redes, normas, entendimientos y valores compartidos que facilitan la cooperación dentro de un grupo o entre grupos de población en el seno de una sociedad (OCDE, 2020[1]). La literatura dedicada al capital social es muy amplia y engloba las relaciones personales entre ciudadanos (redes y conducta social de las personas que contribuyen a establecer y mantener estas relaciones), el apoyo social (recursos emocionales, materiales, prácticos, financieros, intelectuales y profesionales a disposición de las personas a través de las redes personales de estas), el compromiso cívico (actividades a través de las cuales las personas participan en la vida cívica y comunitaria) y la confianza y las normas de cooperación (valores y expectativas compartidos sobre los que se basa el funcionamiento de la sociedad, y que permiten una cooperación mutuamente beneficiosa) (Scrivens and Smith, 2013[70]). Los dos tipos de confianza más importantes para el capital social son la confianza interpersonal generalizada (es decir, la confianza en “los demás”, también en los desconocidos) y la confianza institucional (es decir, la confianza en las instituciones públicas).

El marco de bienestar de la OCDE, y este informe también, distingue entre aquellos activos sociales facilitados y de “propiedad” a título individual (como las relaciones personales y el apoyo de la red social) y los bienes públicos relacionales que el conjunto de la sociedad comparte y tiene a su disposición, y pueden transmitirse de generación en generación (confianza y normas de cooperación). Los primeros se abordan en la dimensión “Relaciones sociales” del capítulo 3; los segundos son objeto de análisis en esta sección.

La confianza y las normas de cooperación tienen un valor instrumental sólido y amplio, y contribuyen al buen funcionamiento de los sistemas sociales —mercado, infraestructura estatal, estabilidad social— esenciales para muchos aspectos del bienestar (OCDE, 2017[71]). Las normas, valores y expectativas que fomentan la cooperación —como la solidaridad, la honestidad, la generosidad, la amabilidad, la buena educación, la equidad, la justicia social o la tolerancia— permiten generar una serie de beneficios para la sociedad, que van desde un aumento de la productividad hasta la mejora de los resultados de bienestar. Otras normas y expectativas, como la corrupción o la discriminación, tienen el efecto contrario (Scrivens and Smith, 2013[70]). Esta sección presenta información sobre el voluntariado, la confianza interpersonal, la confianza institucional, la percepción de la corrupción en el gobierno nacional, el apoyo a la democracia, la moral tributaria (voluntad de pagar impuestos) y la percepción de la discriminación y la desigualdad en los ingresos.

En general, según varios indicadores, los países analizados (y el conjunto de América Latina) muestran señales de debilitamiento del capital social, cuyo punto de partida ya era bajo. Las tasas de voluntariado, confianza en el gobierno, apoyo a la democracia y moral tributaria han registrado todas una disminución con respecto a los años 2000, mientras que la percepción de la corrupción en el gobierno ha aumentado. En otros indicadores, como los de confianza interpersonal, confianza en la policía y proporción de personas que afirman pertenecer a un grupo discriminado, la estabilidad observada en el grupo analizado o el promedio regional oculta amplias divergencias entre países. El único indicador que muestra una mejora clara (aunque moderada) es el de la proporción de personas que declaran que la desigualdad en los ingresos es injusta. Los indicadores correspondientes a la confianza en los sistemas e instituciones políticas obtienen resultados particularmente preocupantes. Las revueltas sociales de 2019 en Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador constituyen un claro ejemplo de pérdida de confianza en el gobierno, cuyos riesgos se ven agravados por la crisis del COVID-19.

El voluntariado se refiere a la provisión de tiempo y mano de obra no remunerada a personas que no forman parte del núcleo familiar. Puede ser formal (si se realiza en el seno de una organización o grupo legalmente constituido) o informal (si se realiza de forma no estructurada, fuera del contexto de las organizaciones o grupos legalmente constituidos) (Scrivens and Smith, 2013[70]). En los países de América Latina solo existen datos armonizados sobre el voluntariado formal realizado a través de organizaciones.

En 2017-2019, alrededor de 1 de cada 6 ciudadanos de los países analizados habían donado voluntariamente su tiempo a una organización durante el mes anterior, un nivel similar al promedio de la OCDE (Gráfico 4.19). Este porcentaje oscila entre el 14% de Chile y México, aproximadamente el 20% de Paraguay y Perú, y hasta el 30% de la República Dominicana. En el conjunto de la región, el voluntariado formal ha perdido un poco de fuerza (1,4 puntos porcentuales en los países analizados) desde 2006-2009, una evolución similar a la de los países de la OCDE; el descenso más pronunciado ha sido el de Colombia y Costa Rica (más de 4 puntos porcentuales), mientras que algunos países registran incrementos modestos (1 punto en Uruguay y 0,6 puntos en la República Dominicana).

La confianza en los demás es la base de la cooperación (Scrivens and Smith, 2013[70]) y se refiere a la percepción y las expectativas de que los demás se comportarán de forma confiable. Pese a que la mayoría de las medidas de la confianza disponibles se basan en las autoevaluaciones de los encuestados, datos contrastados indican que estas medidas están estrechamente relacionadas con la credibilidad de la conducta de las personas en modelos semiexperimentales.26

En los países analizados, solo el 14% de personas declararon que se puede confiar en la mayoría de la gente (Gráfico 4.20). La confianza en los demás es especialmente escasa en Brasil, donde solo el 4% de la población considera que se puede confiar en la mayoría de la gente, mientras que en Colombia y Uruguay el porcentaje es cinco veces mayor. En comparación con el año 2000, México es el país que registra la caída acumulada más importante (16 puntos porcentuales menos), si bien sigue mostrando niveles relativamente elevados, seguido de Costa Rica y Uruguay (3 puntos menos). En el extremo opuesto del espectro, el mayor incremento acumulado se registra en Argentina (7 puntos porcentuales), seguido de Colombia (5 puntos). Otros datos disponibles obtenidos de la Encuesta Mundial de Valores (no representados) en relación con siete de los países analizados y 30 países de la OCDE indican que la confianza media en los demás en la OCDE es cuatro veces superior a la del grupo analizado (en torno al 38% y el 9%, respectivamente) (World Values Survey, 2021[72]).

La confianza en las instituciones es un aspecto fundamental de la gobernanza pública y afecta la voluntad de cooperación de los ciudadanos con las instituciones públicas en pos del bien común (Praia Group on Governance Statistics, 2020[73]). La percepción que la población tiene de las distintas dimensiones del buen gobierno (como la calidad de los servicios y la integridad de los funcionarios) también influye en la confianza en las instituciones, así que puede utilizarse como medida para “tomar la temperatura” al conjunto de relaciones entre los ciudadanos y los responsables políticos.

Un tercio de la población de los países analizados confía en el gobierno de la nación (Gráfico 4.21, panel A), 10 puntos porcentuales menos que en 2006-2009, y nivel muy inferior al promedio de la OCDE (45%). Los países con menos confianza en el gobierno son Brasil y Perú, donde menos del 25% de los ciudadanos confían en el gobierno nacional; los índices de confianza más elevados son los de Ecuador, la República Dominicana y Uruguay, donde más del 40% de la población confía en el gobierno nacional. En Brasil, Chile y Colombia, la confianza en el gobierno de la nación se ha reducido a la mitad con respecto a 2006-2009. En cambio, Perú es el país que registra un mayor incremento de la confianza en el gobierno (4,5 puntos porcentuales).

La mitad de la población de los países analizados confía en la policía local, un nivel 5 puntos porcentuales superior al de 2006-2009 (Gráfico 4.21, panel B). Los índices de confianza en la policía más elevados son los de Ecuador y Uruguay, donde en torno al 60% de la población confía en la policía; los más bajos son los de México, donde menos del 40% de la población confía en ella. En comparación con 2006-2009, la confianza en la policía ha aumentado sobre todo en Ecuador, Costa Rica y Paraguay (10 puntos porcentuales o más), mientras que la principal caída (7,5 puntos) se ha observado en México, situado anteriormente justo por debajo del promedio regional y que ahora es el farolillo rojo.

La integridad es la piedra angular del buen gobierno y garantiza a los ciudadanos que el gobierno trabaja en interés de todos, y no de unos pocos (OCDE, 2020[74]). La medición de la corrupción plantea dificultades, y los indicadores disponibles —principalmente basados en evaluaciones de expertos o encuestas de hogares— suelen centrarse en distintos aspectos de esta. Si bien las distintas medidas, de forma aislada, podrían ofrecer un panorama parcial aunque posiblemente distorsionado del asunto en cuestión, el uso combinado de distintas medidas de la corrupción nos permite entender sus múltiples facetas (Exton and Fleischer, a continuación[54]).

En los países analizados, el 76% de la población considera que la corrupción es generalizada en el gobierno de la nación (Gráfico 4.22, panel A); esta proporción ha registrado un incremento de 5 puntos porcentuales con respecto a 2006-2009 y se sitúa muy por encima de los niveles observados en los países de la OCDE (55%). La percepción de la corrupción en el gobierno es elevada sobre todo en Perú (87%), Colombia y Paraguay (en ambos, superior al 80%), y más reducida en Uruguay (55%), donde es acorde con el promedio de la OCDE.

Las medidas de la corrupción obtenidas a partir de las encuestas de hogares capturan solo la corrupción a pequeña escala y no revelan otros aspectos menos visibles para los hogares, como la corrupción política, la presión o la manipulación del proceso político por parte de grupos de interés especial (UNODC, 2018[75]). Para recabar información sobre estos otros aspectos, pueden emplearse medidas basadas en evaluaciones de expertos, aunque estas también tienen sus propios sesgos. El examen de las evaluaciones de expertos y empresarios incluidas en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparency Internacional (2019) revela que el nivel medio de corrupción en el sector público de los países analizados era de 43, en una escala de 0 (altamente corrupto) a 100 (ausencia total de corrupción), inferior al nivel medio de la OCDE, que es de 67 (Gráfico 4.22, panel B). Esto significa que en el grupo analizado existe más corrupción. De acuerdo con esta medida, la integridad percibida del sector público más elevada es la de Chile y Uruguay (cuyos resultados son acordes con el promedio de la OCDE, o ligeramente superiores), mientras que la más reducida es la de México, Paraguay y la República Dominicana (con resultados por debajo de 30). El promedio regional de Transparency International se ha mantenido estable desde 2012, con mejoras en Argentina y Ecuador (aumento de 10 y 6 puntos, respectivamente) y descensos en Brasil (una caída de 8 puntos), seguido de Chile y México (5 puntos).

En muchos países de América Latina, la democracia electoral es un fenómeno relativamente reciente. El legado de los regímenes autoritarios, los golpes militares y las injerencias exteriores de épocas pasadas aún perdura en la opinión pública: casi la mitad (49%) de la población de los países analizados apoya la democracia por encima de todas las demás formas de gobierno, porcentaje que se ha reducido en 10 puntos desde el año 2000 (Gráfico 4.23, panel A). El respaldo a la democracia más bajo se registra en Brasil y México (inferior al 40%), mientras que el más alto se observa en Costa Rica y Uruguay (superior al 60%). En los últimos años, el apoyo a la democracia ha perdido fuerza sobre todo en Perú, la República Dominicana y Uruguay (más de 20 puntos porcentuales). Entre los demás países analizados, solo ha aumentado en Chile y Colombia (4 puntos).

En los países de América Latina, el apoyo a la democracia está estrechamente vinculado a las medidas de la integridad gubernamental: la correlación con el Índice de Percepción de la Corrupción es de 0,80 (Gráfico 4.23, panel B). Ambas medidas son comparativamente elevadas en Chile, Costa Rica y Uruguay, pero bastante inferiores en Brasil, México y Paraguay. El apoyo a la democracia también suele ir acompañado de la confianza en la policía, pero no es estadísticamente significativa su relación con la confianza en los gobiernos nacionales.27

Como en el caso del apoyo a la democracia, menos de la mitad (45%) de la población de los países analizados está de acuerdo con la afirmación de que nunca está justificado no pagar los impuestos que a uno le corresponden, porcentaje que en 2003 todavía era del 65% (Gráfico 4.24, panel A). La aversión a la elusión fiscal completa más elevada se registra en Argentina y Uruguay (superior al 55%), mientras que la más reducida se observa en México, Paraguay y Perú (inferior al 40%). En comparación con 2003, solo la República Dominicana experimenta una mejora (16 puntos porcentuales), mientras que la caída de mayor envergadura se observa en Costa Rica y México (30 puntos porcentuales menos) y Paraguay (51 puntos menos). La aversión a la elusión fiscal completa está estrechamente vinculada con el apoyo a la democracia (0,69) (Gráfico 4.24, panel B), la confianza en la policía (0,65) y la integridad gubernamental (IPC) (0,64). Estos datos coinciden con los de estudios anteriores (OCDE, 2019[76]), que también vinculan la reducción de la moral tributaria (definida como la motivación intrínseca para pagar impuestos) con la desaceleración económica, el aumento de la pobreza y la desigualdad, y el descontento social en América Latina.

Las normas de tolerancia y no discriminación de personas y grupos que pertenecen a grupos de procedencia, aspecto o creencias distintas son esenciales para la cooperación justa e inclusiva (Scrivens and Smith, 2013[70]). Además, constituyen elementos fundamentales del capital social.

En los países analizados, la proporción de la población que declara pertenecer a un grupo discriminado es del 17%, porcentaje que no ha variado sustancialmente con respecto al nivel de 2006 (Gráfico 4.25). La proporción oscila entre menos del 10% en Colombia y Ecuador, y casi el 30% en Chile. En el conjunto de países analizados, la percepción media de la discriminación se incrementó en 2010 y 2011, pero volvió a situarse en los niveles anteriores (2006 y 2009) en 2015. Comparado con 2006, Brasil registró el descenso más fuerte (23 puntos porcentuales), si bien allí la percepción de la discriminación sigue siendo de las más altas de la región, seguido de Colombia y Ecuador, cuya percepción de la discriminación es de las más bajas. Chile (país con mayor percepción de la discriminación), así como Costa Rica y Argentina, registraron los incrementos más destacados (10, 9 y 7 puntos porcentuales, respectivamente).

Los sentimientos de discriminación por motivos que escapan al control de uno mismo se traducen en insatisfacción con la desigualdad en los ingresos; el 81% de los latinoamericanos encuestados declaran que la distribución del ingreso es injusta o muy injusta, un porcentaje inferior al 86% de 2001 (Gráfico 4.26, panel A). Los países donde el porcentaje es más elevado son Brasil y Chile (en torno al 90%), mientras que el porcentaje más bajo se observa en Ecuador (70%), país que registró una caída de más de 20 puntos porcentuales respecto de 2001, la más importante de la región. La percepción de que la desigualdad en los ingresos es injusta se redujo en más de 10 puntos porcentuales en Paraguay y Uruguay, pero aumentó en 7 y 8 puntos, respectivamente, en Brasil y la República Dominicana. La percepción de la discriminación y la de la desigualdad en los ingresos están estrechamente relacionadas (Gráfico 4.26, panel B); ambas medidas son especialmente elevadas en Chile y Brasil, pero relativamente reducidas en Ecuador y Uruguay.

Para poder responder de forma efectiva a la pandemia de coronavirus (COVID-19), se requieren medidas coordinadas y la voluntad de los ciudadanos de respetar las restricciones e introducir los cambios de comportamiento necesarios, por el bien común. Los reducidos niveles de capital social puestos de manifiesto por muchos de los indicadores analizados en esta sección señalan la fragilidad del contrato social entre gobierno y ciudadanos en la región: antes de la pandemia, existía una importante insatisfacción con las permanentes desigualdades y con el funcionamiento del sistema político, además de una creciente desconfianza en las instituciones y un decreciente apoyo a la democracia (Zechmeister, 2019[77]; CEPAL, 2021[78]). En algunos casos, las demandas por mayor igualdad y no discriminación han derivado en movilizaciones y protestas sociales que exigen transformaciones sustantivas para construir sociedades más justas e inclusivas28 (CEPAL, 2021[78]).

La ampliación de los estratos de ingresos medios y la consolidación de una ciudadanía más demandante de espacios de participación y menos tolerante frente a las desigualdades y la corrupción contribuyó a los procesos de movilización y protesta. En toda la región, la ciudadanía cuestiona crecientemente los patrones de discriminación y desigualdad que permean las instituciones y las relaciones sociales. Estas características cristalizan en la cultura del privilegio de origen colonial que naturaliza las profundas desigualdades socioeconómicas, de género, étnicas y raciales (CEPAL, 2021[78]; OCDE, a continuación[79]).

La tendencia a la pérdida de apoyo a la democracia observada en la región es especialmente preocupante. En un Informe de las Naciones Unidas (ONU, 2020[80]), se explican las tres maneras en que la pandemia amenaza la democracia en la región. En primer lugar, al incrementar las desigualdades y ampliar aún más las diferencias en cuanto a resultados de bienestar de los distintos grupos sociales, reforzando la apreciación de que los gobiernos democráticos no han respondido de forma adecuada a las necesidades de los más vulnerables. En segundo lugar, en algunos casos, las medidas de emergencia adoptadas para limitar la interacción social podrían haber infringido los derechos humanos, al reducir la capacidad de los actores de la sociedad civil para movilizarse y exigir responsabilidades a los gobiernos. También podrían haber creado oportunidades para que agentes ilegítimos (como grupos armados y organizaciones delictivas) reafirmen el control sobre los territorios. En tercer lugar, la liberación de grandes cantidades de fondos públicos para las medidas de lucha contra el virus, a menudo de manera poco transparente, ha provocado un aumento de las acusaciones de corrupción y malversación de fondos, lo cual probablemente minará todavía más la confianza en los gobiernos democráticos.

La percepción del desempeño de los gobiernos de la región durante la pandemia es muy diversa. Los resultados de una encuesta de opinión basada en las respuestas de 317 líderes de opinión y destacados periodistas que suelen publicar periódicamente sus opiniones en los medios de comunicación de América Latina revelan que, entre abril y agosto de 2020, el respaldo de los líderes de opinión a la forma en que el gobierno abordaba la crisis del COVID-19 en general disminuyó en casi todos los países de la región sobre los cuales hay datos disponibles. El descenso más pronunciado se produjo en Perú: mientras que en abril de 2020 el 91% de los encuestados respaldaban su gestión en 2020, en agosto de ese año el porcentaje cayó al 23%. México es el único país que registró un aumento del respaldo de los líderes de opinión, pasando del 7% de abril de 2020 a un todavía reducido 28% en agosto de ese mismo año. El porcentaje de respaldo más elevado fue el de Argentina y Colombia (superior al 70%), mientras que el más reducido fue el de Brasil (17%), el país con el mayor número de muertes por COVID-19 (CEPAL, 2021[78]).

Aunque no se observan cambios estadísticamente significativos entre el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de 2019 y el IPC de 2020, los datos contrastados procedentes de la Encuesta Gallup Mundial —principalmente en relación con el período que va de finales de agosto de 2020 y noviembre o diciembre de 2020— indican un ligero aumento de la confianza en el gobierno nacional (aumento de 5 puntos porcentuales respecto de 2019) y una caída de la percepción de la corrupción (disminución de similar magnitud) en los países analizados (Gráfico 4.27, paneles A y B), en línea con la evolución observada en los países de la OCDE.

En 2020, la confianza en el gobierno nacional y la percepción de la corrupción mostraban una fuerte correlación (-0,92) (Gráfico 4.27, panel C). Cuanto más elevada es la percepción de la corrupción, menor es la confianza en el gobierno nacional: en Perú, menos de 1 de cada 5 personas confían en el gobierno, y más del 90% de la población considera que la corrupción es generalizada en todos los niveles de la administración pública. A la inversa, cuanto menor es la percepción de la corrupción, mayor es la confianza en el gobierno nacional: en la República Dominicana y Uruguay, más del 60% de la población confía en el gobierno, y menos del 55% considera que la corrupción es generalizada en todos los niveles de la administración pública.

El incremento de la confianza en las instituciones, también observado en los países de la OCDE, lleva implícitos muchos elementos de un efecto de unión en torno a la bandera, es decir, de unidad nacional ante una amenaza común. Este efecto se caracteriza por un incremento repentino del respaldo público a los gobiernos nacionales o los líderes políticos durante períodos de crisis o guerra (OCDE, 2021[81]).

El ligero incremento medio de la confianza en la política local en el grupo de países analizados (3 puntos porcentuales) oculta la divergencia de patrones (Gráfico 4.27, panel D). La confianza en la policía aumentó sobre todo en Costa Rica (en 13 puntos porcentuales), Uruguay (en 9 puntos) y Chile (en 7,3 puntos), pero se redujo en Paraguay (en 7 puntos).

En los países de América Latina solo existen datos armonizados sobre el voluntariado formal realizado a través de organizaciones. Esto significa que el voluntariado informal se ha omitido por completo. Tampoco está disponible la información sobre la cantidad de tiempo dedicado a actividades de voluntariado, o su frecuencia. Sí hay datos disponibles sobre la confianza interpersonal, pero la formulación de la pregunta no es acorde con las recomendaciones incluidas en las Directrices de la OCDE sobre la medición de la confianza (OECD Guidelines on Measuring Trust) (OCDE, 2017[71]) De acuerdo con las Directrices, el conjunto de datos ideal para medir la confianza institucional debe tener en cuenta no solo la confianza en el sistema político (es decir, el gobierno, los partidos políticos, el parlamento) y el sistema judicial (es decir, la policía, las fuerzas armadas, los tribunales), sino también la confianza en las instituciones no políticas (es decir, la administración pública). Actualmente, no se dispone de información sobre esta dimensión particular de la confianza institucional en los países de América Latina y el Caribe.

La recolección de datos sobre corrupción se lleva a cabo mediante evaluaciones de expertos o encuestas de hogares centradas en la percepción de la corrupción o experiencias de soborno. Las encuestas de hogares están orientadas a la corrupción a pequeña escala y dejan de lado otros aspectos menos visibles, como el fenómeno de las “puertas giratorias” y las presiones indebidas, mientras que las evaluaciones de expertos carecen de transparencia y no tienen en cuenta el punto de vista del ciudadano (Exton and Fleischer, a continuación[54]). El grupo de estudio de Praia de las Naciones Unidas recomienda elaborar varias medidas de la corrupción para entender sus diferentes facetas (Praia Group on Governance Statistics, 2020[73]).

El incremento de la frecuencia de recolección de datos sobre normas, valores y expectativas fenómeno bastante reciente en la región. La cobertura de países sigue siendo limitada (a 17 países, en la mayoría de los indicadores) y, en algunos casos, es urgente mejorar la oportunidad (por ejemplo, cuando los últimos datos disponibles son de 4 o 5 años atrás).

Aunque la medición de la no discriminación ha sido reconocida como principio y norma fundamental en el derecho internacional de los derechos humanos, su desarrollo sigue planteando dificultades, como que la discriminación solo es directamente observable en contadas ocasiones. Esto ha hecho que para su medición se empleen metodologías diversas. Una de ellas es la autoevaluación de las propias experiencias de discriminación capturadas a través de encuestas, que tienen la ventaja de que aproximan la prevalencia de la discriminación en la sociedad con niveles de validez aceptables, y permiten identificar los grupos que más se ven afectados por esta (CEPAL, 2021[84]). Las Naciones Unidas supervisan los progresos en el logro de la meta 10.3 de los ODS a partir de una medida de la proporción de adultos que declaran haberse sentido personalmente discriminados o acosados en los últimos 12 meses.

Actualmente, la mayoría de las oficinas nacionales de estadística (ONE) de América Latina y el Caribe no recolectan la información necesaria para elaborar indicadores basados en las experiencias de discriminación declaradas por los propios encuestados. En una serie de seminarios virtuales organizados por la OCDE, la CEPAL y la Comisión Europea29 en septiembre de 2020, se compararon experiencias acerca de las metodologías más adecuadas para medir la discriminación a través de encuestas, haciendo hincapié en la importancia de utilizar módulos breves en las encuestas de hogares de propósitos múltiples llevadas a cabo por las ONE de la región.

Las recomendaciones formuladas por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) y las experiencias recabadas en estudios académicos, estudios de la opinión pública y encuestas realizadas por algunos países de la región son elementos esenciales para avanzar en la medición de la discriminación. La discriminación no se manifiesta de la misma manera en todos los contextos, por lo que es inevitable que existan diferencias de medición, aunque ello no debería impedir la creación de un indicador construido sobre la base de preguntas comparables. La escasez de países que recopilan esta clase de información indica que existen oportunidades para generar un diálogo que permita alcanzar el consenso sobre una medida regional armonizada (CEPAL, 2021[84]).

Por último, también es fundamental que las ONE avancen en la producción de datos que permitan elaborar medidas de la discriminación desagregadas en función de un atributo determinado, para identificar de forma adecuada los grupos especialmente vulnerables a la discriminación, como los pueblos indígenas y los afrodescendientes, las personas con discapacidad, los inmigrantes y otras minorías, así como los contextos en los que se produce tal discriminación. Pese a que cada vez hay más información sobre discriminación, todavía queda mucho por mejorar (CEPAL, 2021[84]).

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[2] UNSC (2014), System of Environmental-Economic Accounting 2012 Central Framework, https://unstats.un.org/unsd/envaccounting/seeaRev/SEEA_CF_Final_en.pdf.

[69] Vardavas, C. and K. Nikitara (2020), COVID-19 and smoking: A systematic review of the evidence, International Society for the Prevention of Tobacco Induced Diseases, https://doi.org/10.18332/tid/119324.

[20] Walker, W. et al. (2020), “The role of forest conversion, degradation, and disturbance in the carbon dynamics of Amazon indigenous territories and protected areas”, Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, Vol. 117/6, pp. 3015-3025, https://doi.org/10.1073/pnas.1913321117.

[62] World Bank (2021), Acting Now to Protect the Human Capital of Our Children : The Costs of and Response to COVID-19 Pandemic’s Impact on the Education Sector in Latin America and the Caribbean, https://openknowledge.worldbank.org/handle/10986/35276.

[72] World Values Survey (2021), WVS Database, https://www.worldvaluessurvey.org/WVSContents.jsp.

[77] Zechmeister, E. (ed.) (2019), Pulse of Democracy, https://www.vanderbilt.edu/lapop/ab2018/2018-19_AmericasBarometer_Regional_Report_10.13.19.pdf.

[66] Zhang, X. et al. (2021), “A systematic review and meta-analysis of obesity and COVID-19 outcomes”, Scientific Reports, Vol. 11/1, https://doi.org/10.1038/s41598-021-86694-1.

Notas

← 1. Pese a que el análisis de estos cuatro capitales se efectúa principalmente a nivel nacional, cabe señalar que, por definición, son sistémicos y sus repercusiones van más allá de las fronteras de cada país (p. ej., biodiversidad, cambio climático). Los acuerdos multilaterales y las normas internacionales también tienen un papel decisivo en la conservación de estos cuatro tipos de capital, interconectados a nivel mundial.

← 2. Estos resultados son acordes con el Indicador 15.3.1 de los ODS (Proporción de tierras degradadas en comparación con la superficie total). Los indicadores de la cubierta terrestre natural y los cambios en el uso de la tierra son de uso preferente debido a la elevada comparabilidad entre países, la transparencia de su diseño y que incorporan series temporales más largas y actualizadas.

← 3. A lo largo del informe, la expresión “países analizados” se refiere a los 11 países siguientes: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Paraguay, Perú, la República Dominicana y Uruguay.

← 4. La forestación es el acto de plantar árboles en una zona terrestre con el objetivo de crear un bosque. La reforestación es el acto de plantar árboles en una zona terrestre que ha quedado vacía o se ha deteriorado.

← 5. Un área protegida es “un espacio geográfico claramente definido, reconocido, dedicado y gestionado, mediante medios legales u otros tipos de medios eficaces para conseguir la conservación a largo plazo de la naturaleza y de sus servicios ecosistémicos y sus valores culturales asociados” (definición de la UICN, 2008).

← 6. Los indicadores de áreas terrestres y marinas protegidas no resuelven algunos importantes interrogantes de relevancia para las políticas, como hasta qué punto estas áreas están protegiendo la biodiversidad nacional o mundial (puesto que las áreas protegidas no necesariamente se establecen de forma óptima con arreglo a los objetivos de conservación de la diversidad biológica) o cuán efectiva es su gestión y aplicación.

← 7. Las Metas de Aichi para la Diversidad Biológica son un conjunto de 20 objetivos mundiales definidos con arreglo al Plan Estratégico para la Diversidad Biológica 2011-2020, adoptado en la décima reunión de la Conferencia de las Partes (CP 10) celebrada en Nagoya, Prefectura de Aichi, Japón, del 18 al 29 de octubre de 2010. La Conferencia de las Partes (CP) es el órgano decisorio responsable de supervisar y examinar la aplicación de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Un total de 197 naciones y territorios, denominados Partes, se han adherido a la Convención.

← 8. Estos indicadores ofrecen información sobre cobertura, pero no sobre eficacia, equitabilidad, representatividad y conectividad, aspectos a los cuales también se refiere la Meta.

← 9. https://unfccc.int/kyoto_protocol

← 10. Los costos irrecuperables son inversiones realizadas en el pasado que ya no se tienen en cuenta a efectos contables, pero que eran gastos esenciales para la rentabilidad actual.

← 11. https://www.cbd.int/sp/targets/rationale/target-11/

← 12. La Meta de Aichi 11 para la Diversidad Biológica estipula lo siguiente: “Para 2020, al menos el 17% de las zonas terrestres y de aguas continentales y el 10% de las zonas marinas y costeras, especialmente aquellas de particular importancia para la diversidad biológica y los servicios de los ecosistemas, se conservan por medio de sistemas de áreas protegidas administrados de manera eficaz y equitativa, ecológicamente representativos y bien conectados y otras medidas de conservación eficaces basadas en áreas, y están integradas en los paisajes terrestres y marinos más amplios.”

← 13. Por ejemplo, este reconocimiento se produjo durante la Semana del Clima de América Latina y el Caribe 2021 (LACCW21), organizada en formato virtual por el gobierno de la República Dominicana en mayo de 2021 (UNFCCC, 2021[89]). Este evento, coorganizado por ONU Cambio Climático, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), el Grupo Banco Mundial (BM) y sus socios comerciales, como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), tenía por objetivo acelerar la respuesta de la región al cambio climático y aprovechar el dinamismo regional en el período previo a la Conferencia sobre Cambio Climático CP26 de noviembre de 2021 en Glasgow (UNFCCC, 2021[88]).

← 14. En promedio, a lo largo de las dos últimas décadas, el 76% del crecimiento del PIB se ha atribuido al empleo (y no a la productividad); este porcentaje es del 54% en Europa, del 36% en Estados Unidos y del 4% en China (OCDE et al., 2020[33]).

← 15. Basado en la suma de las necesidades de inversión en aeropuertos, puertos, ferrocarril y carreteras en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay, Perú y Uruguay, según cálculos de la edición de febrero de 2020 de las Perspectivas de la infraestructura mundial del Centro Global de Infraestructura (Foro Económico Mundial, 2020[40]).

← 16. La proporción estimada de PIB (en porcentaje) destinado a todas las infraestructuras mediante inversión tanto pública como privada es del 7,7% en Asia Oriental y el Pacífico, del 4,0% en Asia Central, del 2,8% en América Latina y el Caribe, del 6,9% en Oriente Medio y África del Norte, del 5,0% en Asia Meridional, y del 1,9% en África Subsahariana (Fay et al., 2017[39]).

← 17. Las estimaciones de los recursos asignados a I+D facilitadas por el Banco Mundial se ven afectadas por las características del país (periodicidad y cobertura de las encuestas de I+D nacionales a sectores institucionales e industrias, uso de diferentes metodologías de muestreo y estimación). Pueden no coincidir con los datos de las cuentas nacionales, en parte debido al tratamiento diferente que se da a la I+D en software en los totales.

← 18. Estos niveles están muy por debajo del promedio regional de América Latina y el Caribe (0,71%). La última medida está ponderada por la población y, como tal, asigna mayor peso a Brasil, el país con mejor desempeño de la región.

← 19. Esta medida es uno de los indicadores (17.4.1) elaborados por el Grupo Interinstitucional y de Expertos para vigilar el desempeño de los países en relación con la meta 17.4 de los ODS de las Naciones Unidas: “Ayudar a los países en desarrollo a lograr la sostenibilidad de la deuda a largo plazo con políticas coordinadas orientadas a fomentar la financiación, el alivio y la reestructuración de la deuda, según proceda, y hacer frente a la deuda externa de los países pobres muy endeudados a fin de reducir el endeudamiento excesivo”.

← 20. Las seis economías de mercados emergentes y en desarrollo identificadas por el Banco Mundial son las siguientes: Asia Oriental y el Pacífico (que incluye a China, Indonesia y Tailandia), Europa y Asia Central (que incluye a Polonia, la Federación de Rusia y Turquía), América Latina y el Caribe (que incluye a Argentina, Brasil y México), Oriente Medio y África del Norte (que incluye a Egipto, Irán y Arabia Saudita), Asia Meridional (que incluye a Bangladesh, India y Pakistán) y África Subsahariana (que incluye a Angola, Nigeria y Sudáfrica).

← 21. Como se explica en CEPAL (2020): “Para esa población se requiere un mayor nivel educativo, una formación pertinente y mejor preparación para el aprendizaje a lo largo de toda la vida. Junto a las persistentes brechas estructurales, hay desigualdades en el desarrollo de capacidades y en el mundo laboral. Esas inequidades, que afectan especialmente a los y las jóvenes, requieren de respuesta si se desea avanzar en el camino de la sostenibilidad con igualdad.”

← 22. La OMS define el sobrepeso y la obesidad en adultos a partir del índice de masa corporal (IMC). El IMC es un número simple que evalúa la relación entre peso y altura de una persona, y se calcula como el peso en kilogramos dividido por el cuadrado de la talla en metros. Se considera que los adultos con un IMC de entre 25 y 30 tienen sobrepeso. Los adultos con un IMC de 30 o superior se consideran obesos.

← 23. La mala alimentación se define a partir de un conjunto de 14 factores de riesgo que incluyen el bajo consumo de fruta, frutos secos y semillas; una ingesta elevada de sodio; bajo consumo de verdura; elevado consumo de carnes procesadas, y otros elementos. (OCDE/Banco Mundial, 2020[59])

← 24. El examen sistemático y el metanálisis de las bases de datos PubMed®, Scopus®, Web of Science® y EMBASE® y 36 estudios observacionales (35 transversales y 1 de cohorte) para evaluar los efectos del primer período de confinamiento (marzo-mayo de 2020) sobre el peso corporal y el índice de masa corporal (IMC) tanto de adultos como de adolescentes (>16 años) reveló que una parte significativa de las personas (11,1%-72,4%) ganaron peso corporal, si bien entre un 7,2% y un 51,4% declararon haber perdido peso (Bakaloudi et al., 2021[87]). Durante el período posterior al confinamiento y en comparación con el período previo a este, se observó un peso corporal significativamente superior con una diferencia entre grupos de la media ponderada. Contrariamente a la tendencia general, un estudio de adultos mayores (>60 años de edad) reveló una pérdida de peso corporal significativa, lo cual revela la existencia de un mayor riesgo de pérdida de peso y posible malnutrición, provocadas por el confinamiento, entre la población anciana.

← 25. Pese a que seguramente los resultados no son generalizables a otros centros de Francia, ni a otros países, con arreglo a los criterios aplicados a la indicación de VMI en otros centros, otro estudio del Hospital Universitario de Lyon, en Francia, tiende a confirmar la observación realizada en el Centro Hospitalario Universitario de Lille, según la cual la obesidad severa aumenta la necesidad de recurrir a VMI en comparación, respecto de los pacientes delgados (Caussy et al., 2020[86]).

← 26. Por ejemplo, (Knack and Keefer, 1997[85]) habla de la alta correlación que existe entre los niveles de confianza de la Encuesta Mundial de Valores y que la gente devuelva las carteras que encuentra por la calle, en el marco de un experimento para medir la credibilidad de las personas.

← 27. La correlación con la percepción de la corrupción en el gobierno por parte de los ciudadanos no es estadísticamente significativa.

← 28. En Chile, si bien las protestas comenzaron en octubre de 2019 por un aumento en el precio del transporte público, desde 2006 ya se observaban varias movilizaciones orientadas a mejorar la calidad de vida de la población. En Ecuador, las movilizaciones se desencadenaron a raíz de la molestia causada por la eliminación de los subsidios a los combustibles, una de las medidas gubernamentales para reducir el déficit fiscal, adoptadas para acceder a un crédito del Fondo Monetario Internacional (FMI) y solventar la deuda externa del país. En un contexto en el que ya existía una insatisfacción ciudadana con las políticas de austeridad, las protestas se enmarcaron en un malestar originado a partir de la apreciación de que el gobierno estaba retrocediendo en la entrega de garantías sociales y económicas. Tras el acuerdo político de dejar sin efecto la eliminación al subsidio a la gasolina y establecer mecanismos para localizar los recursos hacia quienes más los necesitan, las protestas disminuyeron. Sin embargo, estas se reanudaron por la aprobación de la Ley Orgánica de Apoyo Humanitario para Combatir la Crisis Sanitaria Derivada del COVID-19, que contenía una serie de nuevas políticas de austeridad, y tras el anuncio del proceso de cierre de ocho empresas públicas (CEPAL, 2021[78]).

← 29.  https://www.cepal.org/es/eventos/webinar-la-medicion-la-discriminacion-cuestiones-metodologicas-programa-estadistico-cara-al

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