Capítulo 1. Afrontar la coyuntura macroeconómica estructural para impulsar la transición verde

Tras registrar una fuerte reactivación económica en 2021, el crecimiento de las economías de ALC se ralentizará en 2022. Esto se debe a una coyuntura internacional cada vez más adversa, a la reducción de estímulos fiscales y monetarios y al bajo crecimiento potencial. Las presiones inflacionarias se están intensificando y la mayoría de los bancos centrales de la región están subiendo las tasas de interés.

Aún persisten retos sociales derivados de la pandemia y se vaticina un aumento de la pobreza en 2022. Si bien es cierto que en 2020 y 2021 se observó un descenso de los niveles de pobreza total, se prevé que estos aumenten en 2022 debido en gran parte a la mayor inflación, especialmente de los precios de los alimentos. En el caso de la pobreza extrema, no retrocedió en 2021 y se pronostica un incremento en 2022. Se estima que en 2022 el 33.0% de la población de ALC estará en situación de pobreza y el 14.5% en situación de pobreza extrema (ECLAC, 2022[1]). Esto se ha traducido en una movilidad regresiva en términos socioeconómicos. La incidencia de la pobreza es heterogénea, no solo entre los países de la región, sino también entre los grupos de población. Por ejemplo, las mujeres de 25 a 39 años tienen tasas de pobreza más altas que los hombres de la misma edad en todos los países. La desigualdad en la distribución de los ingresos también ha aumentado en la mayoría de los países, y la elevada inflación actual plantea el riesgo de un nuevo aumento (ECLAC, 2022[2]).

En un contexto de condiciones monetarias restrictivas, la gestión de la política fiscal será un elemento central para la recuperación. Al igual que en otras regiones, las tasas de inflación han aumentado considerablemente, lo que ha llevado a la mayoría de los bancos centrales a responder oportunamente con subidas de las tasas de interés. Desde finales de 2021, muchas de las economías de la región han empezado a retirar algunos estímulos fiscales, al tiempo que los ingresos tributarios han aumentado gracias a la mejora de la coyuntura económica, lo que ha permitido reducir los déficits públicos primarios. Las economías de ALC deben apoyar las condiciones económicas y la sostenibilidad fiscal, al tiempo que protegen a los más vulnerables mediante el fortalecimiento de los sistemas de protección social. De cara al futuro, el cambio climático y la transición verde podrían pesar en las cuentas públicas, ya que las catástrofes naturales, la salida de los combustibles fósiles de la matriz energética o la existencia de activos inutilizados podrían menoscabar los ingresos. Por lo tanto, la región tendrá que movilizar recursos para compensar las carencias e invertir más, mejor y de forma más ecológica para reducir los efectos adversos del cambio climático y financiar la transición verde. Una transición verde va más allá de la lucha contra el cambio climático. También pretende avanzar en un modelo de producción y consumo más sostenible e inclusivo que cree nuevos empleos verdes de calidad, genere las condiciones necesarias para que los trabajadores afronten con éxito la transición y apoye a las empresas para que adopten esquemas de producción más sostenibles y a los ciudadanos para que cambien sus hábitos de consumo (Capítulo 2).

Las perspectivas económicas mundiales se están debilitando debido a la invasión de Ucrania por parte de la Federación Rusa (en adelante “Rusia”), y a los efectos persistentes de la pandemia del coronavirus (COVID-19) y las estrategias para contenerla. El impacto de la invasión rusa a Ucrania variará de unas regiones a otras, en función de su exposición comercial y financiera a Rusia o Ucrania. Este conflicto también ha hecho subir los precios de las materias primas, alimentando la inflación. Las perturbaciones en las cadenas de suministro internacionales, los elevados costos de los fletes y los desequilibrios entre oferta y demanda han contribuido a la acumulación de presiones inflacionistas no vistas en décadas y que van más allá de los alimentos y la energía. Además, la política de cero COVID adoptada por la República Popular China (en adelante, “China”) sigue pesando en las perspectivas mundiales y los flujos comerciales (OECD, 2022[3]; OECD, 2022[4]).

Este capítulo examina, en primer lugar, el contexto mundial, prestando especial atención a las consecuencias de la guerra lanzada por Rusia contra Ucrania y a las crecientes presiones inflacionarias. A continuación, presenta el desempeño económico de ALC, poniendo énfasis en la heterogeneidad de la región, las cuentas exteriores, las presiones inflacionarias y la limitada solvencia fiscal, en particular para financiar la transición verde y hacer frente a los efectos adversos del cambio climático. Por último, el capítulo examina las secuelas sociales que subsisten tras la crisis del COVID-19, haciendo hincapié en la pobreza y la desigualdad, el vínculo con la inflación y la importancia de reforzar sistemas de protección social universales, integrales, sostenibles y resilientes.

Tras la profunda recesión desatada por la pandemia en 2020, el crecimiento de la economía mundial fue sólido en 2021, respaldado por el avance de los programas de vacunación y los grandes paquetes de estímulo fiscal y monetario aplicados por la mayoría de los países. La reactivación económica de 2021 fue generalizada, y se estima que el crecimiento mundial ascendió al 5.8%, claramente superior a la contracción del 3.4% registrada en 2020 (IMF, 2022[5]; OECD, 2022[3]; OECD, 2022[4]).

En 2022, el crecimiento económico mundial se ha desacelerado debido al deterioro de las condiciones internacionales, propiciado por la guerra en Ucrania y cuestiones todavía vinculadas al coronavirus, en especial la política de cero COVID adoptada por China. La guerra que libra Rusia contra Ucrania afectó a la recuperación mundial. Antes del estallido del conflicto, la previsión de crecimiento mundial apuntaba a una vuelta a tasas similares a las previas a la pandemia, y la inflación se veía como un fenómeno temporal. La política china de cero COVID ha socavado también las perspectivas mundiales, al crear cuellos de botella en el comercio internacional y aumentar las presiones inflacionistas. Las estimaciones sugieren que para 2022 el crecimiento mundial podría ralentizarse hasta alrededor del 3.0%, y 2.2% en 2023 (OECD, 2022[3]; OECD, 2022[4]).

El impacto de la guerra depende en cada región de sus vínculos con Rusia y Ucrania, sus principales socios comerciales, la composición de sus exportaciones y su exposición financiera. En los países emergentes de Asia, la incidencia será probablemente menos acusada, ya que los lazos económicos con los países implicados en la guerra no son muy fuertes. Asimismo, los vínculos de África con Rusia y Ucrania en materia de inversión son relativamente limitados. No obstante, la agresión a gran escala perpetrada por Rusia contra Ucrania afectará significativamente a sus principales socios comerciales y de inversión, a lo que hay que sumar las presiones inflacionarias, que ya están provocando una crisis alimentaria. En ALC, la guerra puede tener repercusiones diversas y considerables, si bien principalmente de forma indirecta, a través del aumento de los precios de los productos básicos, una desaceleración del crecimiento mundial, alteraciones del comercio y volatilidad financiera.

El primer canal es el aumento de los precios de la energía y los alimentos. Dada la importancia de Rusia en el mercado mundial de materias primas energéticas, la guerra contra Ucrania ha provocado una subida de los precios en un contexto de desequilibrios preexistentes entre oferta y demanda (Gráfico 1.1).

En lo que se refiere a la guerra de Rusia contra Ucrania, el riesgo geopolítico y la incertidumbre derivada de la aplicación de posibles sanciones de mayor escala han fomentado la volatilidad en los mercados energéticos mundiales (Recuadro 1.1). Como consecuencia de la incertidumbre, los precios del petróleo, el gas, el carbón y los metales industriales se dispararon en marzo de 2022 y fluctuaron en niveles más altos durante los meses siguientes. Los precios de la energía se han mantenido elevados, pero una menor demanda de China ha aliviado algunas de las presiones sobre los precios de los metales (OECD, 2022[4]).

Más allá de la energía, el precio de las materias primas alimentarias ha seguido subiendo debido a la interrupción de canales comerciales esenciales en los segmentos de cereales y fertilizantes. Ucrania y Rusia aportan el 30% del trigo que se vende en el mundo y son importantes productores de maíz, avena y girasol. Bielorrusia (país fronterizo con Ucrania) y Rusia son grandes exportadores de potasio y fósforo a nivel mundial, minerales que son insumos fundamentales para producir fertilizantes utilizados en múltiples cultivos. Los acuerdos que permitieron algunas exportaciones agrícolas desde Ucrania han contribuido a aliviar las presiones sobre los precios de los alimentos (OECD, 2022[4]).

El aumento de los precios de las materias primas debilitará la recuperación económica tras la pandemia al acelerar la inflación. El alza en los precios de la energía y los alimentos afecta directamente al poder adquisitivo de los hogares, lo cual limita el consumo privado, el comercio y el crecimiento mundial, además de generar tensiones sociales.

El segundo canal es la perturbación del comercio mundial. Si bien, en términos generales, el peso de Rusia y Ucrania en el comercio y la producción mundial es relativamente pequeño, estos países son proveedores críticos de insumos para ciertas cadenas de valor de la industria. Rusia es uno de los principales productores mundiales de paladio (26% de las importaciones mundiales) y rodio (7% de las importaciones mundiales), que son necesarios en la fabricación de catalizadores para automóviles. Ucrania suministra más del 90% del neón utilizado en la producción de los láseres empleados en la fabricación de microchips en Estados Unidos. La posible interrupción del suministro de estas materias primas podría afectar al abastecimiento de semiconductores para las industrias automotriz y de equipos electrónicos, agudizando la situación de escasez crítica sufrida por estos sectores desde el inicio de la pandemia. Asimismo, Rusia y Ucrania representan conjuntamente alrededor del 30% de las exportaciones mundiales de trigo, el 15% de las de maíz, el 20% de las de fertilizantes minerales y gas natural, y el 11% de las de petróleo. En el caso de China, las perturbaciones comerciales provienen de las repercusiones de su estricta estrategia de cero COVID. En Shanghái y otras grandes ciudades, esta política ha provocado escasez de mano de obra, lo cual afecta a la capacidad de transporte, ralentiza las operaciones en los puertos y reduce el tráfico aéreo (OECD, 2022[3]).

El tercer canal es el aumento de la volatilidad financiera. Desde que Rusia lanzó una ofensiva a gran escala contra Ucrania, los mercados mundiales de capitales han experimentado gran volatilidad; tras el desplome inicial del 24 de febrero de 2022, se produjo un repunte en las semanas siguientes. El Índice de Volatilidad de la Bolsa de Opciones de Chicago, un indicador indirecto de la volatilidad estándar del mercado internacional de capitales, alcanzó su punto más alto de 2022 en marzo y se ha mantenido relativamente elevado, pero todavía significativamente por debajo de los niveles de volatilidad observados en 2020, tras el brote de COVID-19. En general, las repercusiones en los mercados mundiales de capitales de la guerra entre estos dos países y la desaceleración económica de China han sido más moderadas que las de la pandemia. No obstante, a medida que los bancos centrales han respondido a las tasas de inflación por encima del objetivo, las condiciones financieras se han endurecido y las salidas de capital de las economías de mercado emergentes se han intensificado (OECD, 2022[4]).

Uno de los principales retos que plantea esta guerra a la hora de formular políticas económicas es la subida de los precios de las materias primas, que alimenta aún más la inflación. Las interrupciones en las cadenas de suministro mundiales, los elevados costos de los fletes y los desequilibrios entre oferta y demanda han contribuido a la acumulación de presiones inflacionistas no vistas en décadas. Por su parte, la política de cero COVID de China puede acentuar las presiones inflacionarias a través de los precios de producción (OECD, 2022[3]; OECD, 2022[4]).

En un principio, los bancos centrales de las principales economías calificaron de transitoria esta mayor inflación. Sin embargo, está persistiendo mucho más tiempo del estimado inicialmente por las autoridades, dando paso a un inesperado escenario inflacionista global. En Estados Unidos, la inflación alcanzó el 8.6% interanual en marzo de 2022, su nivel más alto en 40 años. En algunas economías avanzadas, mayo de 2022 fue el mes con la tasa de inflación más elevada. Este fue el caso en la zona euro, cuya inflación se situó en torno al 8.0%, en Canadá (alrededor del 7.7%) y en el Reino Unido (por encima del 9.0%), donde las tasas de inflación general y subyacente ya han superado con creces los respectivos objetivos oficiales de inflación.

El principal riesgo de esta prolongada desviación con respecto al objetivo de inflación es el “desanclaje” de las expectativas de inflación a mediano y largo plazo. Los bancos centrales de las economías desarrolladas están acelerando el ritmo de normalización de la política monetaria mediante la reducción de las compras de activos y el aumento de las tasas de interés desde niveles mínimos históricos.

El primer gran banco central en iniciar el proceso de normalización de las tasas de interés fue el Banco de Inglaterra, con una subida de su tasa de referencia desde el 0.10% hasta el 0.25% en diciembre de 2021 y desde entonces la ha aumentado hasta el 1.75%. En marzo de 2022, la Reserva Federal de EE.UU. comenzó su ciclo de subidas con el primer aumento de la tasa de los fondos federales en cuatro años, del 0.50% al 0.75%. Desde entonces, las subidas de las tasas de interés han continuado. En junio y septiembre de 2022, la Reserva Federal estadounidense aprobó incrementos de 0.75 puntos básicos, hasta el 2.37%, el mayor desde 1994 (OECD, 2022[4]).

El Banco Central Europeo (BCE) también ha tomado medidas de normalización monetaria, fundamentalmente porque esta región está más directamente expuesta a la guerra que Rusia libra en Ucrania. En marzo de 2022, el BCE anunció la finalización del Programa de Compras de Emergencia frente a la Pandemia, así como la reducción gradual de sus compras de deuda hasta finales de junio. En julio de 2022, el BCE elevó su tasa de interés principal en medio punto porcentual, la primera subida en más de una década. Asimismo, puso en marcha el Instrumento de Protección de la Transmisión (IPT) para garantizar que las decisiones de política monetaria se transmiten sin problemas a todos los países de la zona euro.

Si bien muchas economías emergentes, particularmente en América Latina, han avanzado desde el año pasado en la retirada de estímulos monetarios vinculados al COVID-19, los retos para los mercados emergentes persistirán mientras continúen las subidas de las tasas de interés en las economías avanzadas. Tasas de interés más elevadas podrían plantear un riesgo para las empresas y los hogares muy endeudados, con la consiguiente amenaza para el sector bancario (IMF, 2022[5]). Además, tras el fuerte incremento de la deuda pública ligado a la pandemia, mayores tasas de interés podrían amenazar la sostenibilidad, especialmente en aquellos países con menor crecimiento.

La actividad económica en ALC registró un fuerte repunte en 2021. El crecimiento del PIB en ALC remontó por encima del 6% en 2021, impulsado por el estímulo fiscal, condiciones externas más favorables y la aceleración de las campañas de vacunación en la región, que permitieron reabrir las economías. Esto ocurrió después de que la región sufriera en 2020 una de las contracciones de la producción más severas (6.9%) a nivel mundial, que provocó un aumento de la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, la recuperación fue dispar. Aunque varios países recuperaron los niveles de PIB anteriores a la pandemia, la disminución de los flujos del turismo y la limitada holgura fiscal para aplicar medidas de estímulo restringieron una recuperación más completa en el Caribe y México (ECLAC, 2022[1]).

En 2022, se prevé una desaceleración del crecimiento de ALC, en la medida que las condiciones exteriores se deterioren, los efectos de la reapertura de las economías se disipen y las autoridades locales reduzcan los estímulos fiscales y monetarios. La rápida convergencia hacia tasas de expansión modestas refleja el bajo crecimiento potencial. El crecimiento económico previsto en la región será insuficiente para revertir el aumento de la pobreza y la desigualdad que la pandemia ha acentuado. Las presiones inflacionarias han llevado a los bancos centrales a aumentar las tasas de interés desde 2021, y el ciclo de endurecimiento monetario continuará mientras las tasas de inflación se mantengan por encima de los objetivos oficiales. Los déficits públicos se reducirán en 2022 a medida que las Administraciones Públicas retiren partidas de gasto y la actividad se estabilice. Sin embargo, los niveles de deuda seguirán siendo elevados, y podría ser necesario un mayor esfuerzo de consolidación a mediano plazo que permita recuperar la capacidad de maniobra fiscal y la sostenibilidad de la deuda. Los riesgos para estas perspectivas se derivan de un endurecimiento más pronunciado y rápido de lo previsto de las condiciones financieras, nuevas olas de la pandemia, interrupciones más duraderas en las cadenas de suministro mundiales, incertidumbre política en la región y repercusiones tanto de la invasión de Rusia a Ucrania como de la desaceleración económica de China.

El crecimiento potencial, un problema estructural de ALC que antecede a la pandemia, sigue estancado en niveles bajos. Además, independientemente de cómo se calcule el crecimiento potencial, este se ha debilitado. El crecimiento potencial del PIB per cápita ha estado por debajo del 1% desde 1980, con un ligero aumento tras el auge de las materias primas (entre 2003 y 2013). Desde entonces, el crecimiento de la producción potencial per cápita se ha estancado. Asimismo, el crecimiento potencial del PIB per cápita sigue siendo inferior al de las economías avanzadas, lo que dificulta la convergencia. A lo largo de las últimas décadas, la brecha del PIB per cápita entre ALC y las economías avanzadas se ha reducido, pero los avances se detuvieron después de 2015, al flaquear el crecimiento de la región (Gráfico 1.2).

El primer canal es el efecto del aumento de los precios de los productos básicos en las cuentas exteriores. La escasa exposición a Rusia y Ucrania, que no supera el 1% del comercio total de ALC, limita el impacto directo en el comercio de la región. Solo Ecuador (4% del comercio total) y Paraguay (8% del comercio total) presentan una exposición más significativa al comercio con Rusia. Desde el punto de vista de los flujos de inversión, la implicación de Rusia en la región es escasa, con la salvedad de su participación en algunos proyectos energéticos en Brasil y México. Por lo tanto, la incidencia de la crisis en la región de ALC tiene lugar principalmente a través de la relación de intercambio debido al aumento de los precios de la energía y de algunas materias primas agrícolas.

El resultado depende de si los países son exportadores o importadores netos de energía y alimentos. Los exportadores netos de América del Sur se benefician de una relación de intercambio más favorable, que mejorará el saldo por cuenta corriente y generará ingresos fiscales adicionales que podrían estimular la demanda y, de ese modo, el crecimiento y el empleo. No obstante, la mejora de la relación de intercambio podría no ser significativa debido a los aumentos acumulados de los precios de los insumos importados como consecuencia de las interrupciones en las cadenas de suministro mundiales. Los países de América Central y el Caribe experimentan los efectos contrarios (Gráfico 1.3, Panel A). Por otro lado, la desaceleración económica experimentada por China y a nivel mundial afecta al circuito comercial, especialmente en economías como Brasil, Chile, Perú y Uruguay, para las que China es un socio comercial clave. Los países perjudicados, como Chile, Panamá, Paraguay y Perú, tienen suficientes reservas internacionales para hacer frente al revés transitorio (Gráfico 1.3, Panel B) y mantener el acceso a los mercados financieros mundiales a un costo relativamente bajo.

La inversión extranjera directa (IED) es esencial para financiar los déficits por cuenta corriente y la transición verde. Las entradas de IED se incrementaron un 56% en 2021 (hasta 134 000 millones de USD) tras sufrir una importante caída (45%, 86 000 millones de USD) en 2020 (UNCTAD, 2022[7]). La IED de calidad puede contribuir a aumentar la productividad y a lograr una recuperación más sostenible, así como a alcanzar los objetivos de descarbonización (OECD, 2019[8]; OECD, 2021[9]; OECD et al., 2021[10]). En términos de descarbonización, y al igual que en la OCDE, la IED en energías renovables alcanzó un punto de inflexión máximo (tanto en dólares como en número de proyectos) en 2019 y aún no se ha recuperado. No obstante, se mantiene por encima de los niveles anteriores a 2019. En ALC, la IED en energías renovables sigue superando los niveles de la inversión en petróleo, carbón y gas (tanto en dólares como en número de proyectos) (Gráfico 1.4).

El segundo canal de transmisión es a través de los mercados financieros internacionales. Además de la conmoción en los mercados generada por la guerra rusa contra Ucrania, otros factores, como la normalización de la política monetaria en las economías avanzadas, y aspectos internos específicos de los países de ALC, afectaron al comportamiento de los mercados de capitales. Entre marzo de 2022 y octubre de 2022, las primas de riesgo aumentaron, aunque se mantienen por debajo de los niveles observados durante la pandemia del COVID-19. Asimismo, durante el mismo periodo, la mayoría de las monedas locales se han depreciado (Gráfico 1.5), con la excepción de algunas economías como la de México, donde se ha apreciado. Las depreciaciones del tipo de cambio en la mayoría de los países de ALC siguen una tendencia que precede a la guerra y que últimamente es una combinación de factores internos y externos, entre ellos el aumento de las tasas de inflación.

El tercer canal es la intensificación de las presiones inflacionarias. En primer lugar, la pandemia y la posterior recuperación trastocaron el comercio y provocaron cuellos de botella en el suministro, escasez de insumos e incrementos de los costos de transporte y de los precios de los productos básicos (IMF, 2022[11]). A esto hay que añadir que la guerra ha exacerbado la subida de los precios de los productos básicos en la mayoría de los países de ALC. El resultado es que la inflación en 2022 ha estado por encima del objetivo oficial en las economías de ALC (Gráfico 1.6, Panel A). En Chile, por ejemplo, la inflación ha alcanzado el nivel más alto de los últimos 30 años (OECD, 2022[12]). Antes de la ofensiva rusa en Ucrania, el aumento de los precios (Gráfico 1.6, Panel B) ya había llevado a los bancos centrales de toda ALC a elevar las tasas de interés para anclar las expectativas. Conforme se intensifiquen las presiones inflacionistas debido al incremento de los precios de las materias primas, y la Reserva Federal de Estados Unidos suba las tasas de interés, este proceso será difícil de revertir. El marcado aumento de los precios de la energía y los alimentos reduce el poder adquisitivo de los hogares, sobre todo de los más vulnerables, que todavía sufren las consecuencias de la pandemia. Esto no ayuda precisamente a revertir el aumento de la pobreza y la desigualdad en la región, un proceso ya obstaculizado por el menor crecimiento económico previsto.

La política monetaria debe tener en cuenta y estar en sintonía con las metas y las políticas climáticas. Las diferentes políticas climáticas tienen distintas implicaciones para el sistema de precios; por ejemplo, un precio fijo del carbono puede afectar las fluctuaciones de los precios (Chen et al., 2021[13]). Del mismo modo, la incorporación de factores ambientales, sociales y de gobierno corporativo (ASG) en los mandatos de los bancos centrales será fundamental para salvaguardar eficazmente la estabilidad financiera y de precios, dada la gran incidencia que los riesgos climáticos podrían tener en las tradicionales responsabilidades básicas de esta institución. Los bancos centrales de ALC pueden compartir experiencias con otros bancos centrales y aprender de ellas. El BCE pretende supervisar el sistema financiero, incluidos los bancos privados, de tal modo que se incluyan los riesgos derivados del cambio climático (ECB, 2021[14]).

Para hacer frente a la crisis del COVID-19, el gasto público en ALC alcanzó un máximo histórico del 13.6% del PIB en 2020 a nivel de las Administraciones Centrales, un aumento de 2.3 puntos porcentuales en comparación con 2019. Este nivel fue incluso superior al observado durante la última crisis económica de 2008, cuando el aumento fue de 1.1 puntos porcentuales (ECLAC, 2022[2]). El gasto social es la principal partida del gasto público total (ECLAC, 2022[2]). Los países que destacan por los mayores incrementos en 2020 (respecto a 2019) son Brasil y El Salvador (5.3 puntos porcentuales del PIB), así como Argentina, Barbados y la República Dominicana (entre 4.6 y 4.2 puntos porcentuales del PIB) (ECLAC, 2022[2]).

En 2021, las economías de ALC comenzaron a retirar el estímulo fiscal y los ingresos aumentaron con la recuperación económica, de ahí que los déficits públicos primarios de las Administraciones Centrales hayan ido disminuyendo. En promedio, los déficits se redujeron al 4.2% del PIB en 2021, lo que supone una mejora de 2.7 puntos porcentuales con respecto a 2020. Los ingresos tributarios aumentaron en 2021 gracias al fuerte crecimiento del PIB, mientras que el gasto se contrajo a medida que las economías de ALC redujeron las transferencias de emergencia (ECLAC, 2022[15]). Esto se produjo después de una caída de los ingresos tributarios de 0.8 puntos porcentuales en 2020 con respecto a 2019. La crisis por el COVID-19 provocó un desplome histórico tanto de los ingresos tributarios nominales como del PIB nominal, y la caída de los impuestos fue más acusada que la del PIB nominal. Todavía persiste cierto estímulo fiscal relacionado con la pandemia, ya que el gasto corriente se mantiene por encima de los niveles de 2019 (Cavallo et al., 2022[16]; OECD et al., 2022[17]).

Aunque la recuperación de 2021 ayudó a aliviar en parte la presión sobre las cuentas públicas, todavía es necesario mejorar un margen de maniobra fiscal que es estructuralmente reducido en ALC. El ratio deuda pública/impuestos, un indicador indirecto de la capacidad financiera de los países para pagar su deuda pública, era más alto en 2019 que en 2013 y aumentó significativamente en 2020 (Gráfico 1.7).

Los ingresos tributarios siguen siendo bajos en ALC. En 2020, el ratio impuestos/PIB fue del 21.9%, en promedio, frente al 33.5% de la OCDE. Como resultado de ello, la brecha entre ALC y la OCDE en términos del ratio impuestos/PIB se amplió al 11.6% del PIB en 2020 desde el 10.7% en 2019 (OECD et al., 2022[17]). La brecha se explica principalmente por los bajos ingresos de las regiones procedentes de los impuestos sobre la renta y las contribuciones a la seguridad social en relación con el promedio de la OCDE. La proporción combinada de los impuestos sobre la renta y los beneficios y las contribuciones (especialmente los impuestos sobre la renta de las personas físicas) a la seguridad social fue mucho menor en la región de ALC que en la OCDE (44.1% frente al 60.0% en 2019, en promedio).

Tras haber registrado un aumento considerable en 2020, la deuda de ALC disminuyó en 2021, situándose en el 53.7% del PIB, frente al 56.5% de 2020 (ECLAC, 2022[15]). A pesar de los déficits públicos, la recuperación económica y el aumento de la inflación ayudaron a reducir la deuda. No obstante, la volatilidad de los mercados financieros, el aumento de los costos de la deuda y la necesidad de financiar la transición verde ponen de relieve la necesidad de contar con marcos fiscales adecuados (incluyendo reglas fiscales) y una gestión de la deuda coordinada a nivel mundial con arreglo a directrices esenciales (Capítulo 4) (OECD et al., 2021[10]; Arreaza et al., 2022[19]).

De cara al futuro, las economías de ALC deben apoyar las condiciones económicas y la sostenibilidad fiscal, en particular ante el aumento de la inflación de los alimentos, financiando la transición verde, al tiempo que protegen a los más vulnerables mediante el fortalecimiento de los sistemas de protección social. La composición de la consolidación fiscal, el calendario y el equilibrio entre el gasto de capital y el gasto corriente desempeñarán un papel importante en las características y el grado de inclusión de la recuperación. Si se salvaguarda la inversión pública, en relación con el gasto corriente, los efectos contractivos del ajuste fiscal a corto plazo podrían quedar neutralizados y el crecimiento a mediano plazo podría verse estimulado (Ardanaz et al., 2021[20]). A corto plazo, la protección de los más vulnerables contra el aumento de la inflación debe ser prioritaria.

En un contexto de un reducido margen de maniobra fiscal y niveles de deuda elevados, los países de la región tendrán que hacer frente a los crecientes efectos negativos del cambio climático y financiar la transición verde. Los esfuerzos fiscales deben orientarse al desarrollo de marcos integrales que combinen estrategias de descarbonización y resiliencia con la promoción del crecimiento y la inclusión social (D’Arcangelo et al., 2022[21]).

El cambio climático ya supone un reto para la sostenibilidad fiscal cuando se producen catástrofes naturales. Su frecuencia en la región ha aumentado en las últimas décadas. Entre 2000 y 2019 se registró una media de 17 huracanes al año y hubo 23 huracanes de categoría 5 en total, que afectaron sobre todo a los países del Caribe y Centroamérica (OCHA, 2020[22]).

Otras catástrofes naturales, como inundaciones, incendios forestales y sequías, son habituales en ALC y han afectado gravemente a toda la región. Las inundaciones y los incendios forestales son los fenómenos más frecuentes en el Cono Sur de Sudamérica. La sequía es la contingencia que afecta a un mayor número de personas en la región; el rendimiento de los cultivos se redujo en 2018 entre el 50% y el 75% en el este de El Salvador, el centro y el este de Guatemala, el sur de Honduras y partes de Nicaragua (OCHA, 2020[23]). En 2022, el Cono Sur, tradicionalmente una despensa para el mundo, tanto de cereales como de carne, sigue sufriendo graves niveles de sequía. Esto ha provocado una disminución de la productividad agrícola y ha suscitado una preocupación generalizada por la seguridad alimentaria (Amaya, 2022[24]). A su vez, esto tiene efectos negativos en el PIB de la mayoría de los países de la región (Banerjee et al., 2021[25]), en sus cuentas públicas y sobre los más vulnerables (Capítulo 2) (Bárcena et al., 2020[26]).

El costo económico de los efectos de cada catástrofe natural depende del nivel de desarrollo del país, que está relacionado con su nivel de preparación y capacidad de respuesta ante desastres naturales. En promedio, una catástrofe natural provoca un aumento del déficit público equivalente al 0.3% del PIB en los países de renta media-alta, 0.8% en los de renta media-baja y 0.9% en los de renta baja. El principal impacto negativo es el descenso de los ingresos públicos como consecuencia de la caída del PIB. Para los países de renta media-baja y baja, esta contracción de los ingresos públicos equivale al 0.8% y al 1.1% del PIB, respectivamente (Alejos, 2021[27]). La magnitud de la reacción de los gobiernos en caso de catástrofe no solo depende de la gravedad de esta, sino también del grado en que las Administraciones Públicas cumplan las obligaciones relacionadas con sus pasivos, es decir, de su capacidad y voluntad de respetar o superar sus compromisos previos a la hora de asumir los costos específicos derivados de la catástrofe (OECD/World Bank, 2019[28]).

Los déficits públicos pueden resultar especialmente perjudiciales para las economías con poco margen de actuación fiscal y pueden dejar cicatrices a largo plazo en las cuentas públicas. Las catástrofes naturales pueden provocar aumentos drásticos de la deuda pública, el abandono o aplazamiento de nuevos proyectos de inversión y el carácter procíclico de la política fiscal, especialmente en el caso de los países que no disponen de mecanismos adecuados de aseguramiento de los riesgos de catástrofes naturales (como bonos de catástrofe o seguros contra catástrofes) (Capítulo 4) (Delgado, Huáscar y Pereira, 2021[29]). Es importante considerar también que pueden producirse efectos fiscales negativos similares por la concentración de múltiples eventos no extremos en un período corto, especialmente cuando existen condiciones de alta exposición y vulnerabilidad en el país.

Algunas economías del Caribe presentan los mayores niveles de endeudamiento: en 2020, casi tres cuartas partes de los pequeños Estados con niveles de deuda insostenibles eran del Caribe. Las catástrofes naturales, junto con debilidad económica, insuficiente contención fiscal y elevados costos de financiación en los mercados de capitales, son las principales razones de estos altos niveles de deuda. El costo del servicio de la deuda para estas economías reduce en gran medida su margen de maniobra fiscal y socava su capacidad para reaccionar ante nuevos embates, así como para financiar los servicios públicos y la inversión pública necesarios para impulsar su proceso de desarrollo (OECD et al., 2021[10]).

A medida que el mundo transite hacia fuentes de energía limpias, la demanda de recursos no renovables disminuirá, y ello supondrá una caída de los ingresos públicos en un grupo de países de ALC que exportan hidrocarburos. Conforme se vayan abaratando las tecnologías alternativas y se pongan en marcha medidas para hacer frente al cambio climático y aplicar el Acuerdo de París, se prevé una contracción de la demanda de petróleo (Delgado, Huáscar y Pereira, 2021[29]). Antes del ataque ruso contra Ucrania, se estimaba que, en escenarios en los que se cumplieran los objetivos del Acuerdo de París, la producción de petróleo en ALC tendría que caer un 60% hasta 2035, lo que implicaría la pérdida de unos 3 billones de USD en ingresos tributarios (Solano-Rodríguez et al., 2019[30]; Vogt-Schilb, Reyes-Tagle y Edwards, 2021[31]). Análogamente, el papel que desempeña el gas natural en la economía de la región irá disminuyendo progresivamente, la mitad de las reservas se quedarán sin explotar y se reducirán los ingresos tributarios asociados hasta en un 80% (Welsby et al., 2021[32]).

Esta reducción progresiva de la producción de las grandes compañías del sector de hidrocarburos tendrá importantes efectos negativos en los ingresos fiscales y en las tasas de cambio. Los hidrocarburos son una importante fuente de divisas, y sus exportaciones constituyen un tercio o más de las exportaciones totales en varios países. En cuanto a los ingresos fiscales, la exploración y la producción de petróleo y gas representan, de media, alrededor del 3% del PIB (Gráfico 1.8, Panel A). Esa proporción puede llegar a superar el 15% de los ingresos totales en Bolivia, México y Trinidad y Tobago y el 24% en Ecuador (Titelman et al., 2022[33]). Estos ingresos pueden exceder, en promedio, el 3% del PIB y en algunos casos el 7%, como sucede en Ecuador y Trinidad y Tobago (Gráfico 1.8, Panel B) (OECD et al., 2022[17]). Si el descenso de los ingresos aportados por los hidrocarburos no se compensa con un aumento de los procedentes de otras fuentes o mediante la diversificación económica, estos países podrían incurrir en grandes déficits públicos (Titelman et al., 2022[33]).

A medida que las políticas contra el cambio climático avancen en la región y los combustibles fósiles se vayan abandonando progresivamente, las reservas e infraestructuras de hidrocarburos corren el riesgo de convertirse en activos abandonados o en desuso, con las consiguientes pérdidas financieras para las economías de ALC.

Muchas economías de la región siguen desarrollando nuevos proyectos en el ámbito del petróleo y el gas que corren el riesgo de terminar como activos abandonados. Por ejemplo, Argentina, Brasil y México tienen planes ambiciosos para aumentar la producción de hidrocarburos; otros, como Guyana, prevén iniciar su explotación a una escala transformadora para sus economías (IEA, 2017[34]). Si se construyeran todas las centrales eléctricas alimentadas con combustibles fósiles proyectadas, las “emisiones comprometidas” de la región aumentarían un 150% (Delgado, Huáscar y Pereira, 2021[29]). Además, en la pasada década se inauguraron diez centrales eléctricas de carbón, lo que ilustra que, entre 2009 y 2016, los países seguían optando por la energía térmica de carbón frente a otras opciones más limpias, como la solar, la eólica o la hidráulica (Bermúdez, 2020[35]).

Algunos tipos de activos inutilizados conllevarán costos más elevados. Por ejemplo, se estima que las tecnologías de carbón supondrán una pequeña proporción de la capacidad total abandonada en la región de ALC. Sin embargo, el costo asociado a la paralización de estos activos es el más elevado. Esto se debe a que son más intensivos en capital que las plantas de gas y petróleo y se supone que tienen una vida útil más larga (60 vs. 45 años) y, por tanto, una menor tasa de amortización (Binsted et al., 2020[36]).

Las economías de la región más avanzadas en su transición hacia la producción de energía con bajas emisiones de carbono ya están clausurando centrales de carbón. Por ejemplo, en Chile se han cerrado 6 centrales termoeléctricas alimentadas con carbón desde que se anunció el Plan de Descarbonización en 2019. Otras 5 serán clausuradas a finales de 2024, y las 17 restantes lo harán antes de 2040 (Parra, 2021[37]).

ALC debería subsanar su brecha de inversión, asignando más recursos a infraestructuras con el fin de elevar la resiliencia y lograr sus objetivos de descarbonización. La región ya presenta un retraso en materia de inversión. En 2021, invirtió alrededor del 19.5% del PIB, una proporción inferior al 22% invertido en las economías avanzadas y al 39% invertido en los países emergentes y en desarrollo de Asia (IMF, 2022[5]). Para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas (incluidos los objetivos de resiliencia y descarbonización), la región tendrá que aumentar su inversión en infraestructuras en torno al 5% del PIB (Galindo, Hoffman y Vogt-Schilb, 2022[38]). A pesar de la necesidad de una elevada inversión, la región debe continuar buscando el equilibrio entre gasto en inversión y gasto corriente, aprovechando el impulso para financiar la transición verde.

ALC debería invertir más para aumentar su resiliencia de cara a los efectos negativos del cambio climático, que aumenta la frecuencia de catástrofes naturales y provoca alteraciones en las precipitaciones y la temperatura, así como inundaciones de zonas costeras. La infraestructura actual de la región puede ser vulnerable a contingencias como estas. Los nuevos proyectos en los sectores de energía, transporte, agua o telecomunicaciones deben considerar el riesgo que estos fenómenos entrañan. Además, hay que dotar a las infraestructuras existentes de capacidad de adaptación a estos eventos, al tiempo que es necesario construir nuevas infraestructuras para reducir sus efectos (por ejemplo, presas de control de inundaciones, muros de contención o presas para preservar y redistribuir el agua en las zonas que sufren sequías). Se calcula que, por cada dólar invertido en aumentar la resiliencia de las infraestructuras y las economías, se evitan USD 4 en costos por impacto (Galindo, Hoffman y Vogt-Schilb, 2022[38]). Del mismo modo, la región podría explorar el papel de las soluciones basadas en la naturaleza (SbN) para limitar y gestionar los impactos actuales y futuros del cambio climático. Las SbN son medidas que protegen, gestionan de forma sostenible o restauran la naturaleza, con el objetivo de mantener o mejorar los servicios de los ecosistemas para hacer frente a una serie de retos sociales, medioambientales y económicos (OECD, 2022[39]).

Aunque la inversión necesaria para conseguir una buena resiliencia es elevada, la reasignación del gasto y la planificación temprana pueden ayudar a aminorar los costos. Las estrategias climáticas son importantes para anticipar los objetivos a largo plazo en la planificación gubernamental, gestionar adecuadamente los riesgos y hacer más verde el gasto público. Para lograr la neutralidad en carbono y la resiliencia climática en 2050 se necesita una estrategia climática multisectorial, que alinee todas las estrategias sectoriales e incorpore criterios de descarbonización y resiliencia en los sistemas de inversión y presupuesto públicos (Galindo, Hoffman y Vogt-Schilb, 2022[38]).

Paralelamente a infraestructuras idóneas, se necesitan marcos financieros que permitan abordar los riesgos relacionados con el clima y aumentar la resiliencia financiera. Las economías de ALC deben desarrollar marcos que posibiliten la gestión de los riesgos nacionales y, al mismo tiempo, promuevan la resiliencia financiera mundial frente al cambio climático. En consecuencia, los marcos que identifican los riesgos, con una mejor comprensión de sus componentes (peligros, exposición y vulnerabilidad) y sus fuentes, pueden desempeñar un papel clave, mitigando las pérdidas financieras mediante la reducción de riesgos.

A pesar de los esfuerzos, siempre habrá riesgos. Por lo tanto, hay que poner en marcha estrategias financieras gubernamentales coherentes e integradas en varios frentes (OECD, próximo a publicarse[40]). Algunas opciones para minimizar el riesgo son la optimización de los códigos de construcción, una mejor ordenación del territorio y de las cuencas hidrográficas, el análisis del impacto presupuestario del riesgo y una buena preparación financiera, lo que incluye el uso de instrumentos financieros de seguro y reaseguro (Galindo, Hoffman y Vogt-Schilb, 2022[38]). También es necesario aumentar las inversiones en instrumentos financieros como los bonos verdes, sociales, sostenibles y vinculados a criterios de sostenibilidad dentro de marcos armonizados a nivel internacional que incluyan estándares verdes y taxonomías sostenibles (Capítulo 4). Esto permitiría una reorientación mayor y más eficaz del gasto hacia proyectos sostenibles que contribuyan a la mitigación y adaptación al cambio climático. Además, como algunas medidas de adaptación son costosas, las Administraciones Públicas deben evaluar cuidadosamente los impactos ex post y la probabilidad de que ocurran desastres. La valoración de las pérdidas tras una catástrofe puede proporcionar información cualitativa y cuantitativa valiosa a la hora de identificar los puntos fuertes y débiles de la evaluación de riesgos.

Toda política o reforma fiscal, para ser eficaz, debe articular de forma coordinada políticas tributarias, de gasto y de deuda, teniendo en cuenta el contexto socioeconómico y político a través de una secuencia de acciones bien definida. Asimismo, debe estar respaldada por un amplio consenso, alcanzado a través del diálogo nacional y una comunicación clara (Capítulo 5). La economía política de la política fiscal es más importante que nunca (Nieto-Parra, Orozco y Mora, 2021[41]).

Además, será necesario un marco de sostenibilidad fiscal que se centre en el fortalecimiento de los ingresos públicos para garantizar la viabilidad de una trayectoria creciente del gasto guiado con criterios ecológicos. En el corto plazo, la región tendrá que hacer hincapié en reducir la evasión fiscal (6.1% del PIB en 2018) y revisar los gastos tributarios (ECLAC, 2021[42]). También resultará esencial que los países adapten mejor sus códigos fiscales a las mejores prácticas internacionales más recientes y que refuercen los marcos fiscales aplicados al sector extractivo (Titelman, 2022[43]). A mediano plazo, la región tendrá que apostar por impulsar pactos fiscales más progresivos y verdes, encaminados a aumentar la recaudación tributaria y reforzar la cuantía procedente de los impuestos sobre los ingresos y la propiedad. También hará falta un verdadero replanteamiento de las políticas tributarias y de subvenciones de los hidrocarburos (Capítulo 4) (Titelman et al., 2022[33]). Además, para garantizar una transición justa, será necesario realizar inversiones públicas que atraigan la inversión privada verde (efecto “crowding-in”); generar incentivos fiscales directos en favor de las energías renovables y la descarbonización, la inclusión digital y la investigación y el desarrollo; y sentar las bases de sistemas de protección social universal (Capítulo 4) (Titelman, 2022[43]). En cuanto a los incentivos fiscales verdes, se debe prestar especial atención en su diseño a los objetivos de las políticas. Si se utilizan de forma incorrecta, pueden mermar la capacidad de recaudación; provocar distorsiones económicas; erosionar el principio de equidad; aumentar los costos administrativos y de cumplimiento; y, potencialmente, generar una competencia fiscal perjudicial, así como ganancias extraordinarias no justificadas para los inversores en proyectos que también se habrían llevado a cabo en ausencia del incentivo (Celani, Dressler y Wermelinger, 2022[44]).

La pobreza y la pobreza extrema en ALC se mantienen por encima de los niveles prepandémicos. Para 2022, la CEPAL estima que el 33% de la población estará en situación de pobreza, y el 14.5% vivirá en la pobreza extrema como consecuencia de los limitados resultados económicos y la creciente inflación (ECLAC, 2022[1]). Las tasas de pobreza en 2022 son las más altas observadas desde 2008, antes de la crisis financiera global. Tras experimentar un fuerte aumento en 2020 debido a la crisis del COVID-19, la pobreza retrocedió ligeramente en 2021 gracias a la fuerte recuperación de la actividad (Gráfico 1.9). Sin embargo, el débil crecimiento económico y el aumento de la inflación en 2022 revirtieron estos pequeños avances. La pobreza extrema ha aumentado de forma constante todos los años desde 2014; inclusive en 2021, a pesar de la fuerte reactivación económica registrada ese año (ECLAC, 2021[45]; ECLAC, 2022[1]). El aumento de la pobreza y la pobreza extrema obedece a la pérdida masiva de empleos y medios de vida, el bajo crecimiento potencial, las altas tasas de inflación, la falta de sistemas de protección social suficientemente robustos y, en algunos países, una reducción de las transferencias de ingresos de emergencia que no se vio compensada con la mejora prevista de los ingresos procedentes del empleo (ECLAC, 2021[45]; OECD et al., 2021[10]; OECD, 2022[12]).

Desde la pandemia, también se ha producido un empobrecimiento generalizado de gran parte de la población en América Latina, que se ha traducido en una movilidad descendente. Esto significa que, desde 2020, la proporción de población de los estratos de ingreso bajo y medio-bajo ha aumentado, en detrimento de la de los estratos de ingreso alto y medio-alto. Las medidas de recuperación adoptadas y la reactivación económica de 2021 supusieron una clara mejora para las clases medias, que recobraron parte de sus ingresos. Aun así, la situación de las clases con ingresos medios y bajos empeoró, y la pobreza extrema aumentó (ECLAC, 2022[2]).

Las transferencias monetarias de emergencia resultan fundamentales para paliar los efectos negativos de la pandemia y los reveses externos sobre los ingresos del trabajo y, por tanto, para hacer frente a la pobreza. Sin embargo, en la mayoría de los países no bastan para frenar el aumento de la pobreza. Por ejemplo, en la mayoría de los países de la región, el aumento de los ingresos totales de los hogares que recibieron transferencias en 2020 fue menor que la caída de sus ingresos procedentes del trabajo con respecto a los años anteriores. La gran excepción fue Brasil, donde la caída de los ingresos laborales representó una pérdida de ingresos totales de alrededor del 4%, mientras que las transferencias supusieron un aumento de los ingresos totales del 7% (ECLAC, 2022[2]).

La pobreza es heterogénea no solo entre los países de la región, sino también por grupos de población. En todos los países, la tendencia muestra que las mujeres de 25 a 39 años tienen tasas de pobreza más altas que los hombres de la misma edad. Asimismo, las tasas de pobreza pueden ser de 1.3 a 1.8 veces más altas para los menores de 15 años que para el siguiente grupo de edad (de 15 a 39 años). Además, las mayores diferencias se observan en países con bajos índices de pobreza, tales como Brasil, Chile, la República Dominicana y Uruguay. En los países donde la incidencia de la pobreza es mayor, la brecha entre grupos de edad tiende a reducirse (ECLAC, 2022[2]).

La informalidad sigue siendo uno de los principales retos en la lucha contra la pobreza y la pobreza extrema. En ALC, los hogares informales y mixtos representan dos tercios de la población total. En promedio, casi la mitad (45.3%) de las personas de los países de ALC viven en un hogar que depende únicamente del empleo informal, el 21.7% vive en hogares con trabajadores formales e informales (hogares mixtos), y el 33.1% restante vive en hogares completamente formales. En Bolivia, Honduras y Nicaragua, más del 60% de los hogares dependen totalmente del empleo informal, lo que los hace especialmente vulnerables a sacudidas como la crisis del COVID-19 (Gráfico 1.10) (OECD, próximo a publicarse[46]).

Disponer de una visión de la informalidad de los hogares es clave para aportar nuevos elementos esclarecedores a la elaboración de políticas públicas, ya que la situación de informalidad de los miembros activos de un hogar tiene implicaciones para sus miembros dependientes, y es indicativa de las diversas vulnerabilidades a las que están expuestos. Esta mirada también resulta esencial para analizar las oportunidades que la agenda verde brindará para crear nuevos empleos formales de alta calidad en ALC (Capítulo 3) (OECD et al., 2021[10]; OECD, próximo a publicarse[46]). Lo mismo puede decirse del análisis que vincula la informalidad con los elementos estructurales de la matriz de desigualdad social en la región, incluyendo una perspectiva territorial de la informalidad, ya que no se trata de un fenómeno que se distribuya uniformemente dentro de los países (Abramo, 2022[47]; Espejo, 2022[48]). También es muy importante que las estrategias para reducir la informalidad, incluidas las relacionadas con una transición verde, tengan en cuenta sus diversas expresiones.

La disparidad en la distribución de la renta también ha aumentado en la mayoría de los países de la región de ALC. En 2020, el deterioro de la distribución afectó en mayor medida a los sectores más pobres, deteniendo la tendencia de descenso de la desigualdad, que se había ralentizado desde 2002 y había perdido fuelle desde 2010. El coeficiente de Gini de América Latina, en promedio, pasó de 0.54 en 2002 a 0.46 en 2020, con reducciones muy ligeras a partir de 2010. Entre los países que presentaban los índices de desigualdad más elevados en 2020 se encontraban Brasil, Colombia y Panamá, con promedios superiores a 0.50. Los índices más bajos se observaron en países como Argentina, la República Dominicana y Uruguay, con un coeficiente de 0.40. La comparación de la situación en 2017 con la de 2019 y 2020 muestra que la desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, aumentó en nueve países y disminuyó en seis (ECLAC, 2022[2]). El deterioro distributivo afectó en mayor medida a los segmentos más pobres de la población (ECLAC, 2022[2]).

Para explicar mejor la evolución de los cambios en la desigualdad entre países, es necesario referirse a la trayectoria de la renta media de los hogares. Aunque se produjo un descenso del promedio total, el factor diferencial determinante es la forma en que se distribuyeron las pérdidas. En los países donde aumentó la desigualdad, los quintiles más acomodados perdieron menos que los más pobres. La caída de los ingresos del quintil más pobre fue, por término medio, 3.2 veces la reducción de los ingresos totales del quintil más rico. Así, los ingresos salariales del quintil más pobre se desplomaron de media un 39.4%, lo que representa 5.1 veces la disminución de los ingresos salariales experimentada por el quintil más rico (-7.8%). En cambio, en los países donde la desigualdad disminuyó, el quintil más rico experimentó la mayor contracción (ECLAC, 2022[2]). Las transferencias monetarias de emergencia también contribuyeron a reducir la desigualdad. Las transferencias realizadas por los Estados específicamente para responder a la caída de los ingresos provocada por la pandemia de COVID-19 fueron esenciales para evitar un mayor aumento de la desigualdad. Sin ellas, el coeficiente de Gini habría aumentado en promedio un 4%, frente al aumento del 1% que se produjo en Bolivia, Chile, Costa Rica, Ecuador, Paraguay, Perú y la República Dominicana. Asimismo, sin las transferencias el índice de Atkinson habría aumentado en estos países hasta el 13.8%, frente al crecimiento que efectivamente se observó del 5.1% (ECLAC, 2022[2]). En otras economías, como Chile, la desigualdad se redujo de hecho de 0.45 en 2020 a 0.39 en 2021 gracias a las políticas de apoyo a las importaciones (OECD, 2022[12]).

La implementación de medidas de protección social en respuesta a la pandemia ha sido fundamental para el bienestar de la población, pero también ha puesto de manifiesto aspectos mejorables. Durante los últimos 15 años, los países de América Latina y el Caribe han ampliado la cobertura de los regímenes de seguridad social tanto contributivos (financiados por los salarios) como no contributivos (financiados vía impuestos) (OECD et al., 2021[10]). Si bien se han logrado avances notables en la creación de sistemas de protección social, muchos trabajadores informales todavía están excluidos de ellos (OECD et al., 2021[10]; OECD/ILO, 2019[49]). Más de la mitad de los trabajadores de la región no participan en ningún régimen contributivo de seguridad social frente a riesgos tales como enfermedad, desempleo y los relacionados con la vejez (ILO, 2018[50]). En promedio, más del 60% de los trabajadores económicamente vulnerables e informales de la región de ALC no se benefician de una protección social vinculada al trabajo o de un programa de asistencia social (OECD et al., 2021[10]). A pesar de sus menores ingresos y de su mayor necesidad de protección, los trabajadores informales suelen quedar al margen de los sistemas de protección social, lo que hace que muchos tengan ingresos inseguros o sean vulnerables a que la pobreza económica afecte a sus familias. Por lo tanto, es fundamental que los países avancen hacia sistemas de protección social universales, integrales, sostenibles y resilientes (ECLAC, 2022[2]).

En ALC hay una larga tradición de redes informales de apoyo mutuo entre individuos y hogares para hacer frente a los riesgos y a la incertidumbre, especialmente en contextos en los que las opciones públicas son inexistentes o limitadas, como en las zonas rurales. El apoyo informal suele organizarse en torno al ciclo vital o al riesgo y la vulnerabilidad de los medios de vida. Las transferencias privadas recibidas de amigos, familiares y otros hogares son otro elemento de esta forma de protección informal entre hogares. Hacia mediados de la década de 2010, la proporción de las transferencias privadas en los ingresos de los hogares variaba del 4% en Bolivia y Honduras a alrededor del 15% en Costa Rica (OECD/ILO, 2019[49]). No obstante, depender de los lazos o mecanismos informales de protección tiene varias limitaciones y es esencial contar con sistemas públicos de protección social fuertes como parte de un contrato social para avanzar hacia el ejercicio de los derechos económicos y sociales. En ausencia de un acceso universal a las políticas de protección y seguridad social, los estudios sugieren que los mecanismos informales de distribución del riesgo se acercan a la eficiencia cuando protegen de los choques idiosincrásicos vinculados a los individuos, los hogares o los acontecimientos del ciclo vital, como la enfermedad o la muerte. No obstante, pueden ser insuficientes cuando se trata de convulsiones más generalizadas que afectan a una zona geográfica más amplia, como un barrio o una comunidad, como es probablemente el caso de los riesgos ambientales para la salud y los profundos cambios que conllevan las agendas verdes. Esto puede perjudicar especialmente a los hogares más pobres, que ya tienen limitaciones financieras (Watson, 2016[51]). Por lo tanto, es crucial fortalecer los sistemas de protección social que sean universales, integrales, sostenibles y resilientes, y que puedan ampliar progresivamente la cobertura a los trabajadores informales, garantizando una transición verde y justa para todos (OECD/World Bank, 2020[52]; ITF, próximo a publicarse[53]; OECD, 2021[54]; ECLAC, 2021[55]).

En cuanto al régimen contributivo, algunos países latinoamericanos han ampliado su cobertura a los trabajadores de la economía informal. Son varias las razones para el éxito, como la combinación del apoyo a la formalización de las empresas con el acceso a los regímenes de protección social; la ampliación de la cobertura legal a trabajadores que antes no estaban cubiertos; la adaptación de las prestaciones, las cotizaciones y los procedimientos administrativos para reflejar las necesidades de los trabajadores informales; y la subvención de las cotizaciones para las personas con ingresos muy bajos. Además, varios países reforzaron el margen de maniobra fiscal necesario para ampliar los programas de protección social financiados mediante ingresos de las Administraciones Públicas. Estos esfuerzos han contribuido significativamente a la creación de umbrales mínimos de protección social, que garantizan la cobertura sanitaria universal y al menos la seguridad de los ingresos básicos a lo largo del ciclo vital, a través, por ejemplo, de pensiones financiadas con impuestos, ayudas por discapacidad, subvenciones por hijos, prestaciones por maternidad o sistemas de garantía de empleo (OECD et al., 2021[10]) (Capítulo 3).

En lo que respecta al régimen no contributivo, según información oficial, entre el 1 de marzo de 2020 y el 31 de octubre de 2021, 33 países de ALC adoptaron 468 medidas de emergencia no contributivas y otras medidas de apoyo. Entre estas, cabe destacar tres modalidades: 1) transferencias monetarias; 2) transferencias en especie (incluyendo el suministro de alimentos, material médico y educativo, así como el apoyo a la inclusión laboral y productiva); y 3) garantía y facilitación del acceso a los servicios básicos (agua, energía, teléfono e Internet). También se tomaron medidas destinadas a contener y reducir las cargas de los hogares, mediante desgravaciones fiscales, la fijación y el control de los precios de los bienes básicos, y los alquileres y las facilidades de pago (Brooks, Jambeck y Mozo-Reyes, 2020[56]; ECLAC, 2022[2]). Si bien la mayoría de estas medidas se pusieron en marcha en 2020, dada la persistencia y profundidad de las consecuencias económicas y sociales de la pandemia, ha sido necesario ampliar algunas de ellas o adoptar otras nuevas (ECLAC, 2021[45]).

En el futuro, será necesario reforzar los sistemas de protección social (no solo aumentando la cobertura, sino también mejorando la coordinación y la interoperabilidad), hacerlos más flexibles frente a diferentes tipos de perturbaciones, velar por que tengan efectos positivos a largo plazo y mejorar su funcionamiento, garantizando al mismo tiempo su adecuado financiamiento.

Los regímenes de protección social o las transferencias monetarias deben tener objetivos de desarrollo a largo plazo. Además de garantizar unos niveles adecuados de ingresos, estos objetivos pueden ser la promoción de una educación justa y verde, el empleo o la formalización. Por ejemplo, hay pruebas de que las transferencias monetarias adecuadamente asignadas, especialmente las condicionadas, pueden estimular la inversión en la escolarización de los niños (OECD et al., 2021[10]; OECD, 2019[57]). A su vez, los pagos por servicios ambientales pueden fomentar un cambio de comportamiento a largo plazo que evite la futura degradación de los ecosistemas (Porras y Asquith, 2018[58]). Un buen ejemplo de ello es Perú. Entre 2014 y 2018, el Ministerio de Medio Ambiente y la Deutsche Gesellschaft für Internationale Zusammenarbeit (Agencia Alemana para la Cooperación Internacional [GIZ]) desarrollaron un mecanismo de transferencias monetarias condicionadas para estimular la protección comunitaria de los bosques tropicales en la región amazónica. Hasta la fecha, se han beneficiado 188 comunidades indígenas y se han protegido más de 1 800 000 hectáreas (ha) de bosque tropical. Las transferencias monetarias condicionadas están beneficiando a las familias indígenas, que han podido mejorar sus niveles de ingresos y medios de vida sin poner en peligro sus bosques. También se están potenciando habilidades de desarrollo sostenible, ya que se asesora a los beneficiarios sobre cómo utilizar la transferencia monetaria condicionada para iniciar y gestionar proyectos y para controlar la transformación de los bosques (deforestación) (GIZ, 2014[59]).

Los gobiernos también deben mejorar la flexibilidad de los programas no contributivos con estrategias que proporcionen protección contra diferentes tipos de contingencias graves, tales como catástrofes naturales, en algunos casos exacerbadas por el cambio climático. Dichos programas deberían complementar las estrategias y los programas que hacen hincapié en la pobreza estructural con otros que garanticen el apoyo a los ingresos cuando se producen shocks sistémicos (o idiosincrásicos). Por lo tanto, la protección social debe articularse conjuntamente con la gestión de las catástrofes y coordinarse con ella, a fin de aumentar la resiliencia social e institucional para hacer frente a los impactos derivados de catástrofes cada vez más frecuentes y permitir una recuperación equitativa y de naturaleza transformadora (ECLAC, 2021[55]). De ahí que deban promoverse programas de asistencia social dotados de capacidad de respuesta para que los países puedan adaptarse rápidamente a las contingencias y encontrar formas flexibles de atender las necesidades de las personas y los hogares afectados por las crisis. Esto también es fundamental para evitar que los shocks se traduzcan sistemáticamente en niveles más altos de pobreza y desigualdad (Stampini et al., 2021[60]).

Los países deben abordar los retos más acuciantes que afectan el funcionamiento de sus sistemas de protección social. Los esfuerzos en este sentido incluyen, entre otros: optimizar los sistemas de información y las plataformas digitales para identificar más eficazmente a los posibles beneficiarios y participantes; aumentar los niveles de cobertura y la información actualizada; mejorar el marco institucional, considerando los distintos niveles territoriales que trabajan para lograr un registro social unificado, y elevar el grado de interoperabilidad; perfeccionar los sistemas de pago electrónico; y hacer que los programas de respaldo a los ingresos sean más sostenibles (Stampini et al., 2021[60]; Berner y Van Hemelryck, 2021[61]; Alvarez et al.,, 2021[62]). Además, la crisis del COVID-19 puso de manifiesto la necesidad de aumentar la coordinación y la interoperabilidad entre los sistemas laborales, sanitarios y educativos para mejorar los regímenes de protección social generales de los países (Cabutto, Nieto-Parra y Vázquez-Zamora, 2021[63]; IPCC, 2022[64]). Es importante aprovechar los avances en la coordinación sectorial que se consolidaron durante la pandemia, ya que incidieron en la corrección de la distribución desigual de factores sociales determinantes de la salud, tales como la pobreza y el desempleo (IPCC, 2022[64]).

Además, es importante tener en cuenta una visión global de los hogares a la hora de diseñar los sistemas de protección social. Por ejemplo, los hogares en los que solo hay trabajadores informales se enfrentan a vulnerabilidades diferentes o en distinta magnitud que los hogares mixtos, o aquellos con miembros del hogar que trabajan en la economía formal. Estas diferencias presentan una oportunidad para diseñar políticas públicas diferenciadas que atiendan necesidades específicas para mitigar efectivamente las vulnerabilidades y consecuencias negativas de la informalidad en el bienestar de los individuos y los hogares.

Finalmente, es esencial que los sistemas de protección social cuenten con fuentes de financiamiento que garanticen su sostenibilidad financiera. Esto puede lograrse, en parte, aumentando los recursos fiscales mediante la reducción de subvenciones generalizadas y exenciones fiscales. Por ejemplo, las subvenciones energéticas tienen externalidades negativas (Capítulo 4). Entre otras medidas para garantizar su sostenibilidad financiera figuran: la reducción de la evasión fiscal (ECLAC, 2017[65]); la creación de fondos de reserva, seguros y bonos para catástrofes (Capítulo 4); y el desarrollo de mecanismos regionales de reparto de riesgos. El sistema de protección social se vuelve así más resiliente y receptivo, lo cual contribuye a la lucha contra el cambio climático y apoya una transición justa hacia sociedades sin emisiones netas (Stampini et al., 2021[60]). Esto pone de manifiesto la importancia de políticas de protección social integrales que estimulen los rendimientos de la inversión; un motor de cambio estructural. La inversión debe canalizarse en la buena dirección a través de instrumentos públicos —como la fiscalidad, la política financiera, la política tecnológica y la política regulatoria— para aumentar los rendimientos relativos en beneficio de los sectores que impulsan la recuperación (ECLAC, 2022[66]). Sin embargo, un pacto fiscal por la igualdad y la sostenibilidad requiere primero un pacto social que lo haga posible. El nuevo contrato social necesita un acuerdo político y un amplio consenso, así como un equilibrio diferente entre el Estado, el mercado, la sociedad y el medioambiente (OECD et al., 2021[10]; ECLAC, 2022[67]).

Podría valer la pena explorar la adopción de políticas innovadoras de apoyo a los ingresos que busquen aumentar la progresividad y la formalización de los sistemas fiscales. Aunque aún es necesario seguir investigándolos ya que hasta ahora solo se han utilizado en las economías avanzadas. Las políticas que podrían resultar interesantes para ALC son el Impuesto Negativo sobre la Renta (INR), el crédito fiscal por ingresos del trabajo (EITC, por sus siglas en inglés) o el impuesto sobre el valor agregado personalizado (IVA P). Los programas INR o EITC causan menos distorsiones o desincentivos a la formalización del empleo que los tradicionales programas de bienestar no contributivos (Pessino et al., 2021[68]). Asimismo, evitan que se genere más presión fiscal, al tiempo que corrigen el impacto en la equidad de los impuestos indirectos y reducen la pobreza, de una forma muy parecida a los programas de transferencias monetarias. El INR garantiza los ingresos de una transferencia monetaria tradicional, independientemente de que la persona esté desempleada, empleada en el sector informal o empleada en el sector formal. Así, cuando una persona consigue un empleo formal, no se retiran los beneficios fiscales sobre los ingresos (como sucede en los programas tradicionales de asistencia social), sino que los ingresos netos del trabajador aumentan y, conforme va ganando un mayor salario, el crédito fiscal reembolsable se reduce gradualmente hasta llegar al punto en que se empieza a pagar. El hecho de que la persona siga recibiendo la ayuda pública en paralelo a un salario formal garantiza que los salarios de los empleos formales sean más altos, más atractivos y más asequibles. Hay que tener en cuenta que el INR se dirige a una población específica, no a todos los individuos (Pessino et al., 2021[68]). Hay datos que demuestran que los programas EITC tienen muchos efectos positivos, como el aumento de la tasa de participación en la población activa y la reducción de la pobreza, ya que recompensan el empleo. La diferencia entre el EITC y el INR es que, para salarios bajos, las transferencias aumentan proporcionalmente al salario; una vez que este es lo suficientemente alto, se reducen gradualmente hasta llegar a cero. Los datos también han demostrado que el EITC ayudó a reducir la informalidad en los Estados Unidos, ya que puede complementarse con otras medidas, como créditos fiscales reembolsables (siempre que la persona esté empleada formalmente) o subvenciones del lado de la demanda para empresas con el fin de incentivar la demanda de empleo formal (Pessino et al., 2021[68]). En general, las iniciativas propuestas se han desarrollado y evaluado hasta ahora solo en los países desarrollados. Antes de avanzar con estas medidas, se necesitan más investigaciones y políticas que establezcan los elementos básicos, por ejemplo, la mejora del registro/identificación de los trabajadores informales.

El IVA P puede ser otra opción por explorar para aumentar los recursos fiscales y, al mismo tiempo, subsanar el impacto de los impuestos indirectos y la informalidad en la equidad. Esta estrategia consiste en aplicar el IVA a todos los productos y servicios a un tipo normalizado y practicar una devolución de impuestos basada en la incidencia del IVA en el consumo de los deciles más pobres. El uso de estos instrumentos selectivos también hace frente al alto grado de informalidad presente en la mayoría de los países en desarrollo. Como la informalidad hace invisibles a los individuos de los deciles más bajos, este colectivo rara vez se beneficia de la concesión de transferencias y de la prestación de servicios sociales públicos. El IVA P resulta útil para resolver esta situación, ya que incluye a los individuos del sector informal (Barreix et al., 2022[69]).

Uno de los efectos más preocupantes de la invasión rusa de Ucrania en las economías de ALC es el aumento de los precios mundiales de las materias primas. Las tasas de inflación están ejerciendo presión sobre los ingresos reales y los ahorros de los hogares, y son las familias con ingresos medios y bajos las más vulnerables (Gill y Nagle, 2022[70]). Se calcula que un aumento del 1% en la inflación aumenta la proporción de hogares con bajos ingresos en torno al 7%, mientras que reduce la proporción de hogares con altos ingresos en solo un 1% (Nuguer y Powell, 2020[71]). De este modo, la inflación también podría agravar la desigualdad, agudizando las tensiones sociales existentes en una de las regiones menos equitativas del mundo (Jaramillo y O’Brien, 2022[72]).

Son tres los canales principales a través de los cuales la inflación golpea con especial dureza a los más pobres. El primer canal es la falta de protección de sus activos, que socava su poder adquisitivo durante las crisis. Esto obedece a un escaso acceso a productos financieros y a activos financieros distintos del efectivo, como las cuentas remuneradas, que podrían proteger sus activos contra la inflación. El segundo canal es la composición de sus ingresos. En el sector formal, depende de los salarios, las pensiones y las prestaciones sociales, que en su mayoría son rígidos a corto plazo y responden de forma más lenta a la volatilidad de los precios que los ingresos no salariales de los hogares más ricos (Ha, Kose y Ohnsorge, 2019[73]). Como el 45.3% de la población de ALC vive en un hogar que depende exclusivamente del empleo informal, sus ingresos no suelen estar indexados y no están protegidos por los sistemas de protección social (Nuguer y Powell, 2020[71]). El tercer canal es la composición de la cesta de consumo de cada hogar en relación con la estructura de las subidas de precios. En las economías emergentes, el 50% del gasto de las personas con menores ingresos corresponde a alimentación, frente a un 20% en el caso de las personas adineradas (Gill y Nagle, 2022[70]). Estos canales explican por qué los más vulnerables son quienes están sufriendo en mayor medida los precios actuales de los alimentos, que se encuentran en máximos históricos, como muestra el Índice de Precios de los Alimentos de la FAO. La situación del sector agrícola hace que los precios sigan subiendo, ya que la producción agrícola está expuesta al aumento de los costos de los insumos, especialmente de los fertilizantes y los combustibles (FAO, 2022[74]).

Reconociendo la heterogeneidad de ALC, cabe destacar que aproximadamente una quinta parte de los hogares pobres de los países en desarrollo son productores netos de alimentos; por lo tanto, este segmento podría verse beneficiado por mayores precios de los mismos (Gill y Nagle, 2022[70]). Sin embargo, el reciente incremento de los precios de los fertilizantes ha sido tan pronunciado que ha superado las ganancias derivadas del aumento de los precios de los alimentos, incluso para los hogares productores netos de alimentos (FAO, 2022[75]).

La inflación está afectando a la población en situación de pobreza extrema en mayor medida que al hogar representativo a nivel nacional de los países de ALC y está arrastrando a millones de personas a esa situación. Hay constancia de que los hogares en situación de pobreza extrema se enfrentan a un incremento medio de los precios 3.55 puntos porcentuales más que el total de los hogares en los países seleccionados de ALC (Gráfico 1.11). En Argentina, aunque el crecimiento interanual del Índice de Precios al Consumo (IPC) es mayor para la población en general en los cuatro primeros meses de 2022, en abril la inflación interanual era 1.41 puntos porcentuales más alta para los extremadamente pobres. Los precios están arrastrando a más personas por debajo del umbral de la pobreza, sumiendo a millones de personas en la inseguridad alimentaria y energética. Se estima que en ALC, si el precio aumentara 2 puntos porcentuales por encima de una hipótesis de base, la pobreza extrema se elevaría en 1.1 puntos porcentuales con respecto a los niveles de 2021, y ello implicaría que 7.8 millones de personas se sumarían a los 86.4 millones que sufren inseguridad alimentaria. Esto refuerza la tendencia de reversión de la reducción de la pobreza iniciada en 2020 respecto a 2019, con un aumento de la pobreza y la pobreza extrema de 2.5 y 1.7 puntos porcentuales, respectivamente (ECLAC, 2022[1]).

Es necesario adoptar políticas públicas para reducir los efectos negativos de las tasas de inflación sobre los más vulnerables. A corto plazo, políticas de protección social no contributiva, tales como transferencias de efectivo, programas de alimentación escolar y contribuciones de alimentos y en especie, podrían mitigar los impactos negativos en los hogares pobres, como ocurrió con millones de latinoamericanos durante la pandemia (Jaramillo y O’Brien, 2022[72]). A largo plazo, los gobiernos deberían poner en marcha reformas para corregir los cauces estructurales que hacen que los activos de los hogares pobres sean más vulnerables a la inflación. Promover el acceso a productos financieros y aumentar la formalización laboral resguardaría el valor de los activos de los hogares pobres y los protegería a través de los sistemas de seguridad social (Ha, Kose y Ohnsorge, 2019[73]). Además, una evaluación más detallada de los impactos asimétricos de la inflación en los distintos grupos de ingresos permitiría orientar mejor el diseño de las políticas de protección social (Gill y Nagle, 2022[70]).

Es preciso abordar la seguridad alimentaria, energética y de los fertilizantes. A corto plazo, los gobiernos deben mantener los mercados abiertos, evitar las restricciones comerciales y utilizar instrumentos tales como la reducción de los impuestos sobre el valor agregado en las cestas de consumo básicas. A largo plazo, una mayor integración comercial a nivel regional podría tener efectos positivos en la seguridad alimentaria, y la coordinación regional en la producción de fertilizantes podría ayudar a alcanzar el objetivo a largo plazo de reducir la dependencia de fertilizantes fósiles o minerales (ECLAC, 2022[1]). Las disposiciones en materia de energías renovables ya han generado beneficios a largo plazo y tienen el potencial de mitigar los efectos regresivos derivados de las subidas de precios de las energías fósiles (World Bank Group, 2022[76]). La construcción de un ecosistema regional favorable a la transformación verde podría permitir a los países desarrollar matrices energéticas ecológicas más inclusivas (ECLAC, 2022[1]).

En general, se prevé que la región de ALC sufra una fuerte desaceleración económica en 2022 debido a los desafíos estructurales que aún persisten, como el bajo crecimiento potencial y una coyuntura mundial delicada. A nivel internacional, la guerra de Rusia contra Ucrania y la desaceleración económica de China están complicando aún más el ya desfavorable escenario de bajo crecimiento potencial y grandes vulnerabilidades sociales en la región de ALC. En particular, los principales canales indirectos de esta guerra están relacionados con un menor crecimiento del PIB mundial, interrupciones en el comercio y una mayor volatilidad tanto en los precios de las materias primas como en los mercados financieros.

El repunte de los precios de las materias primas afecta a las economías de la región de forma diferente, ya que los exportadores netos de América del Sur se benefician mientras que los países de América Central y el Caribe experimentan lo contrario.

La volatilidad en los mercados de capitales y la normalización de las políticas monetarias en las economías avanzadas podrían afectar a ALC. Hasta ahora, desde marzo de 2022, las primas de riesgo aumentaron, pero se mantienen por debajo de los niveles observados durante la pandemia de COVID-19, y las monedas se han depreciado en la mayoría de las economías de ALC, debido a factores internos y externos.

Los países de la región se enfrentan al reto de lograr un crecimiento sostenible, y una transición verde y justa, al tiempo que protegen a los más vulnerables. Sin embargo, esto se está volviendo cada vez más difícil, ya que el margen de maniobra de las políticas públicas —tanto monetarias como fiscales— es cada vez menor. Las crecientes presiones inflacionistas han empujado a las autoridades monetarias a buscar controlar las tasas de inflación y a anclar las expectativas de inflación para promover la estabilidad macroeconómica y evitar los efectos sociales negativos. En cuanto a la política fiscal, las mayores necesidades de gasto para apoyar la recuperación económica se topan con una menor solvencia presupuestaria consecuencia de la mayor carga de deuda derivada de la pandemia y costos más elevados del servicio de la deuda. En el futuro, el cambio climático y la transición verde pueden pesar mucho en las cuentas fiscales. Por lo tanto, la región tendrá que movilizar recursos para compensar los déficits e invertir más, mejor y más ecológico para reducir los efectos adversos del cambio climático y financiar la transición verde.

Aunque los niveles generales de pobreza disminuyeron en 2021 en comparación con 2020, la desaceleración económica de 2022 y el aumento de la inflación han anulado los avances. Dado que la inflación afecta en mayor medida a las personas vulnerables, y que se observa una tendencia a la baja en el número y el alcance de los programas de protección social aplicados para hacer frente a la crisis del COVID-19, es fundamental que los países refuercen los sistemas de protección social universales, integrales, sostenibles y resilientes.

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