3. Calidad de vida en América Latina

En el marco de bienestar de la OCDE, el indicador Calidad de vida abarca la salud, los conocimientos y las competencias, la seguridad, la calidad del medioambiente, el compromiso cívico, las relaciones sociales, la conciliación de la vida personal y laboral y el bienestar subjetivo. En relación con cada una de estas dimensiones, este capítulo ofrece un resumen de los niveles y las tendencias observadas en cada indicador cuando se dispone de datos relativos al grupo de países analizados, antes de comentar la posible repercusión de la pandemia de COVID-19 y los aspectos para el desarrollo estadístico. Las tendencias generales en cuanto a calidad de vida en el grupo de países analizados antes de la pandemia son alentadoras y señalan una mejora significativa del bienestar de la población durante las últimas dos décadas. Sin embargo, en una serie de resultados examinados en este capítulo, algunos países en los que las posibles consecuencias de la pandemia preocupan de manera especial lastran los niveles promedio del grupo de países analizados.

En materia de salud, los indicadores ponen de manifiesto un considerable avance dentro del grupo de países analizados1, aunque la satisfacción con la atención sanitaria ha disminuido a lo largo del tiempo y los gastos directos siguen siendo elevados en cuatro de los seis países sobre los que hay datos disponibles. Pese a las mejoras registradas en las últimas dos décadas, los indicadores sobre conocimientos y competencias subrayan las disparidades existentes tanto entre determinados países del grupo de países analizados como dentro de estos. Esta esfera es también enormemente pertinente en el contexto de la transformación digital, ya que la trascendencia cada vez mayor de las competencias digitales implica que las desigualdades en cuanto a acceso a Internet y competencias TIC podrían empeorar las actuales desigualdades en materia de bienestar en toda la región. Aunque las cifras de homicidios siguen siendo relativamente elevadas en determinados países del grupo analizado y, en otros, han aumentado, en promedio en 2018, descendió el número de personas que denunciaron haber sido agredidas, atacadas o víctimas de delitos durante los 12 meses anteriores, con respecto a 2001. Sin embargo, los indicadores sobre percepción de seguridad y muertes en accidentes de tráfico aún no han mejorado. Por lo que se refiere a la calidad del medioambiente, en el grupo de países analizados, la exposición media promedio de la población a la contaminación atmosférica por MP2.5 se ha mantenido razonablemente estable desde 2000, aunque en 2019, un 91% de la población de los países analizados seguía expuesta a niveles peligrosos (a saber, superiores a 10 microgramos/m3). En algunos países del grupo analizado, el descontento con la esfera pública ha sido motivo de agitación social en los últimos años y los indicadores utilizados en este informe para valorar el compromiso cívico muestran una marcada caída de la proporción de personas que declaran haber manifestado su opinión a un funcionario público, así como un aumento de quienes creen que su país está gobernado por unos pocos grupos poderosos en su propio beneficio. Entre 2006-2009 y 2017-2019, los indicadores de relaciones sociales y bienestar subjetivo se mantuvieron en niveles relativamente altos, próximos a los registrados en la OCDE.

La pandemia de COVID-19 ha afectado radicalmente la calidad de vida de las personas del grupo de países analizados, pues han tenido que lidiar de todas las formas posibles con las olas de incrementos en los fallecimientos y la incidencia de la enfermedad, con prolongados confinamientos y también con penurias económicas. Según los primeros datos contrastados comunicados en este capítulo, en América Latina la pandemia agravó carencias preexistentes en cuanto a acceso a la atención sanitaria, además de incrementar el sentimiento de soledad, la incidencia de la depresión y el abuso de sustancias entre la población. Los cierres de centros escolares podrían haber afectado a niños, niñas y adolescentes de manera desigual, pues los estudiantes de entornos socioeconómicos más pobres corren el riesgo de padecer consecuencias persistentes en el tiempo en cuanto a descenso de sus resultados académicos y de sus oportunidades laborales. Pese a que los confinamientos prolongados impuestos en la mayoría de países de América Latina y el Caribe mantuvieron a la población alejada de las calles, las consecuencias en términos de delincuencia y calidad ambiental fueron dispares. Sin embargo, el malestar social y la polarización política previos a la pandemia ponen de relieve que es urgente que los países generen oportunidades para los ciudadanos y las partes interesadas, y que les permitan participar en actividades encaminadas a reconstruir la confianza, mejorar los servicios y aumentar la cohesión social.

Con respecto a los indicadores seleccionados de los que hay datos disponibles procedentes de la Encuesta Gallup Mundial, este capítulo analiza con mayor detenimiento su variación entre 2019 y 2020. En promedio, en el grupo de países analizados, el nivel de satisfacción con los servicios de atención sanitaria se mantuvo relativamente estable, aunque existen tendencias divergentes entre los distintos países. Por otra parte, la satisfacción con el sistema educativo cayó en la mayoría de los países, de modo que, en 2020, aumentaron las disparidades entre los del grupo analizado. Por último, en determinados países, los niveles promedio de apoyo de las redes sociales y satisfacción con la vida disminuyeron considerablemente entre 2019 y 2020 con respecto a años anteriores, al tiempo que el aumento del equilibrio de afecto negativo pone de manifiesto la carga que ha supuesto esta crisis para la salud mental de la población.

La salud es fundamental para el bienestar de la población y se considera sistemáticamente uno de los aspectos más valorados de las vida de las personas.2 Las posibilidades de tener una vida larga y saludable no solo tienen un claro valor intrínseco, sino que además revisten una importancia instrumental para aumentar las oportunidades que tiene la población de participar en la educación, el mercado de trabajo y la vida de la comunidad. El término “salud” en su más amplio sentido se refiere a “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente a la ausencia de afecciones o enfermedades” (OMS, 1948[1]). Pese a que la salud se puede entender como un concepto multidimensional y positivo, las restricciones en materia de datos tienen como consecuencia que, en la mayor parte de los casos, se mida centrando el interés en las enfermedades, la discapacidad y la mortalidad, en lugar de hacerlo en la presencia de estados de salud más positivos. Para conocer el nivel de salud de la población en términos más generales, los marcos de bienestar suelen utilizar indicadores de longevidad, años vividos con buena salud, autoevaluación sobre la salud propia, síntomas de salud mental y, en ocasiones, conductas relacionadas con la salud.

Desde 2000, la esperanza de vida en el grupo de los 11 países analizados se ha incrementado en 3,5 años en promedio, y tanto la mortalidad infantil como la derivada de la maternidad han descendido. Sin embargo, los avances registrados en los diferentes países siguen siendo desiguales, y persisten las divergencias en cuanto a niveles. Por ejemplo, entre los países que presentan mejores y peores resultados sobre esperanza de vida al nacer de este grupo de 11 de América Latina y el Caribe (ALC), existe una diferencia de seis años, mientras que la mortalidad infantil del país con peores datos cuadruplica la cifra registrada en el país con mejores datos. Antes de la pandemia de COVID-19, la satisfacción de la población con la disponibilidad de servicios de atención sanitaria de calidad ya estaba bajando en la mayoría de los países del grupo analizado, pese a la mejora general de la cobertura sanitaria. Casi 1 de cada 5 personas de los países del grupo analizado afirma ver limitadas sus actividades diarias debido a la mala salud, un dato próximo a los niveles promedio de la OCDE, aunque la prevalencia de suicidios registrados se mantiene considerablemente por debajo del promedio de la OCDE en la mayoría de estos países. El tabaquismo, el alcoholismo y, en especial, la prevalencia de sobrepeso y obesidad son factores de riesgo fundamentales de mala salud en América Latina, aunque estos indicadores se tratan en la sección relativa al “Capital humano” del Capítulo 4 sobre Recursos para el bienestar futuro.

América Latina se ha visto gravemente afectada por la pandemia de COVID-19 y ha sido una de las regiones más golpeadas del mundo en términos de fallecimientos (Dong, Du and Gardner, 2020[2]). Además, las estimaciones indican que un 21% de su población tiene al menos un factor (p. ej., la obesidad) que incrementa su riesgo de que el COVID-19 les afecte de manera más grave en caso de contagiarse (LSHTM CMMID COVID-19 working group, 2020[3]). Estos datos son especialmente preocupantes en un contexto en el que los países de América Latina tienen dificultades para ofrecer una atención sanitaria accesible, asequible y segura, debido a los altos niveles de informalidad y desigualdad.

La esperanza de vida al nacer es la medida más utilizada para resumir el estado de salud de la población y suele emplearse para valorar la salud general de un país. Este indicador mide durante cuánto tiempo se puede esperar, en promedio, que viva un recién nacido si las tasas de mortalidad actuales no varían. La esperanza de vida al nacer se ha incrementado en 3,7 años en todos los países del grupo analizado desde 2000, de los 73 años a los 76,7 años en promedio en 2018 (Gráfico 3.1). En general, este incremento se ha visto impulsado por la reducción constante de la mortalidad a todas las edades, en particular la mortalidad infantil y en la niñez (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]). La convergencia con los niveles alcanzados en países en los que la esperanza de vida es máxima ha sido relativamente lenta y la diferencia entre el grupo de países analizados y la OCDE ha aumentado ligeramente, en 0,4 años en promedio desde 2000. Entre los países del grupo analizado existen grandes divergencias: en Costa Rica, la esperanza de vida de un recién nacido es 6,2 años superior a la registrada en la República Dominicana, pese a la mejora de 4,5 años que ha experimentado este último país, uno de los que más han avanzado en este sentido desde 2000 junto con Colombia (4,2 años), Perú (5,4 años) y Brasil (5,6 años). Durante ese mismo período, la esperanza de vida al nacer se ha mantenido relativamente estable en México (Gráfico 3.1).

En muchos países de América Latina, las tasas de mortalidad infantil han sido históricamente muy elevadas, y las mejoras en los resultados de salud de los niños y las niñas durante sus primeros cinco años de vida han sido especialmente importantes para el aumento de la esperanza de vida en esta región durante las últimas dos décadas. Las tasas de mortalidad materna e infantil son indicadores de salud especialmente importantes, puesto que ponen de manifiesto las consecuencias de las condiciones económicas, sociales y ambientales en los niños, las niñas y las madres, además de constituir un indicio de la efectividad global de los sistemas de salud dentro de un país.

En promedio, en 2019 la tasa de mortalidad infantil (muertes por cada 1.000 nacidos vivos) era de 13,5, casi la mitad que en 2000 (26,4) y casi el triple de la tasa promedio de la OCDE en 2019 (4,4). Aunque todos los países han experimentado mejoras, entre los del grupo analizado son patentes las mismas diferencias, pues la tasa de la República Dominicana (28) cuadruplica la de Chile (7). Esta cifra supera en tres puntos el objetivo fijado por los ODS para 2030 (como mínimo de tan solo 25 por 1.000 nacidos vivos antes de 2030) (Gráfico 3.2, panel A).

La mortalidad materna —el fallecimiento de una mujer durante el embarazo o el parto o en el plazo de 42 días desde que ha terminado la gestación— es un indicador importante del estado de salud de las mujeres, pero también para valorar el funcionamiento del sistema de salud de un país. Esta cifra ha descendido de 84 muertes por 100.000 nacidos vivos en el año 2000 a 58 en 2017, en promedio, en el grupo de países analizados. Siete de los 11 países del grupo analizado han alcanzado ya la meta de los OSD, fijada en menos de 70 muertes maternas por 100.000 nacidos vivos. Sin embargo, los niveles de 2017 se mantuvieron altos en comparación con los de los países de la OCDE (en promedio). Los mayores avances los han alcanzado los países que presentaban los niveles más elevados en 2000 y que, aún hoy, siguen por encima del promedio del grupo de países analizados: Paraguay, Perú y Ecuador. Por el contrario, la mortalidad materna aumentó casi un 20% en la República Dominicana, de modo que se han revertido las mejoras conseguidas a principios de la década de 2000 (Gráfico 3.2, panel B).

Los resultados nacionales entre los países del grupo analizado son muy similares en los dos indicadores que aparecen en el Gráfico 3.2, pues figuran los mismos países en los primeros y últimos puestos del grupo en ambos casos (Chile, Uruguay y Costa Rica en los primeros puestos; la República Dominicana y Paraguay, en los últimos). Esto pone de manifiesto la existencia de factores habituales que impulsan la mortalidad. Por ejemplo, los nacimientos no asistidos por profesionales de la salud son una causa tanto de mortalidad infantil como de mortalidad materna.

Las tasas de mortalidad prematura permiten una cierta percepción de la salud pública y el éxito de las políticas públicas en cuanto a erradicación de causas de muerte evitables y tratables entre la población no anciana, ya sean accidentes o suicidios, violencia, enfermedades contagiosas y parasitarias (transmisibles) o patologías no transmisibles como enfermedades cardiovasculares, cáncer, enfermedades crónicas respiratorias y diabetes. Así, por ejemplo, las políticas públicas y los sistemas de atención sanitaria efectivos pueden tener una incidencia considerable en la mitigación de ciertos factores de riesgo habituales de muerte prematura por enfermedades no transmisibles, como el tabaquismo, el alcoholismo, dietas poco saludables, el sedentarismo y la contaminación atmosférica (Khaltaev and Axelrod, 2019[6]). Los avances en la atención y la tecnología médicas, por su parte, pueden evitar en ocasiones que estas enfermedades crónicas causen una muerte prematura.

En promedio, en los países analizados, la mortalidad en adultos (definida como la probabilidad de morir entre los 15 y los 60 años, obtenida a partir de tablas de vida) descendió en 2006 a 124 por 1.000, desde una tasa promedio de 152 por 1.000 en el año 2000 (Gráfico 3.3). Pese a que la mortalidad en adultos dentro del grupo de países analizados se mantuvo sistemáticamente por debajo del promedio regional de ALC entre los años 2000 y 2016, esta diferencia se redujo ligeramente hacia el final del período, debido a un descenso de la tasa de mejora en el grupo de países analizados. Durante ese mismo período, la diferencia entre el promedio de la OCDE y el promedio del grupo de países analizados aumentó ligeramente.

Además de los niveles de mortalidad, resulta esencial conocer las causas de las muertes para evaluar la efectividad del sistema de atención sanitaria de un país, pero también para identificar prioridades nacionales en términos de salud pública y otras esferas políticas, como la seguridad (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]). El Gráfico 3.4 ofrece una imagen general de la carga que suponen las enfermedades, las lesiones y otros factores de riesgo para la salud de las personas en América Latina. Las enfermedades no transmisibles (entre otras las enfermedades cardiovasculares y el cáncer) son la causa más habitual de muerte en el mundo, y el grupo de países analizados no es una excepción, pues en ellos este tipo de enfermedades son en promedio responsables del 79% de todas las muertes. El porcentaje más elevado se observa en Chile y Uruguay (86%), aunque se mantiene por debajo de los niveles promedio de la OCDE (89%). Sin embargo, las enfermedades transmisibles, entre otras infecciones respiratorias, enfermedades diarreicas y tuberculosis, así como patologías maternas y perinatales, siguen constituyendo causas importantes de muerte en muchos de los países analizados, al representar, en promedio, un 11% de todas las muertes. En Costa Rica, este porcentaje se sitúa tan solo en el 6%, pero en Perú es más del triple (20%). El 10% de muertes restante del grupo de países analizados se atribuye a lesiones y sucesos violentos, cuyos niveles van del 6% en Argentina al 13% en Colombia y Ecuador.3 En la región de ALC, en promedio, el porcentaje de muertes atribuido a lesiones y sucesos violentos (12%) duplica el de la OCDE en promedio (6%).

Los trastornos mentales y neurológicos (que van desde la depresión y la ansiedad hasta el trastorno bipolar) representan casi una cuarta parte de la carga de morbilidad en América Latina y el Caribe (OMS, 2013[8]).4 Con frecuencia estos trastornos no se tratan adecuadamente: en 2016, el déficit en el tratamiento de trastornos mentales graves (es decir, el porcentaje de personas con trastornos que no recibía ningún tratamiento) en América Latina alcanzó prácticamente el 70% (Kohn et al., 2018[9]). Además del perjuicio directo que supone para la salud, el estado mental puede afectar a muchos otros aspectos del bienestar e interactuar con ellos, como ocurre en el caso del trabajo y la calidad del empleo (p. ej., debido a licencias por enfermedad, falta de implicación en el trabajo, discapacidad y desempleo) (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]) así como de los ingresos, la educación y las relaciones sociales. Existe una relación bidireccional entre los trastornos mentales y el estado socioeconómico. Los trastornos mentales suelen provocar un descenso del empleo y los ingresos, lo que consolida la pobreza, mientras que esta aumenta, a su vez, el riesgo de padecer un trastorno mental (OMS y Calouste Gulbekian Foundation, 2014[10]).

No se dispone de datos comparables sobre la prevalencia e intensidad de los problemas de salud mental en la región de América Latina. No obstante, existen datos contrastados sobre suicidios, que pueden considerarse una manifestación extrema de problemas de salud mental, en particular, de la depresión. En 2018, los suicidios fueron responsables de unas 800.000 muertes en todo el mundo, un 79% de los cuales se produjeron en países de ingresos medios bajos (OMS, 2019[11]). Al no disponer de medidas comparables sobre salud mental, las tasas de suicidio pueden ofrecer una cierta perspectiva sobre el nivel de problemas graves de salud mental en los diferentes países, pese a que puedan encontrarse dificultades al interpretar y comparar dichos datos (Gráfico 3.5).5

La mayoría de los países analizados registra tasas de suicidio inferiores al promedio de la OCDE. A diferencia del promedio de la OCDE, que indica un descenso de los suicidios a lo largo del tiempo, las tendencias regionales y del grupo de países analizados desde 2000 se han mantenido relativamente estables, y se ha registrado un notable aumento en Brasil (1,7 muertes más por 100.000 hasta las 6,5 muertes en 2016) e incrementos de al menos un fallecimiento por 100.000 en México, Ecuador y Uruguay. Sin embargo, existen marcadas disparidades entre los países en lo que a niveles se refiere: en 2016, se registraron menos de cinco suicidios por 100.000 habitantes en Perú, pero más de 18 en Uruguay (Gráfico 3.5), una cifra que duplica el promedio regional de ALC y es considerablemente superior al promedio de la OCDE como consecuencia del constante incremento de las últimas décadas (Fachola et al., 2015[12]).

La cobertura sanitaria universal se consigue cuando todas las personas, comunidades y grupos sociales tienen acceso a los servicios sanitarios que necesitan, cuando estos tienen un alto nivel de calidad y cuando los usuarios pueden acceder a ellos sin incurrir en dificultades económicas (OCDE/OMS/Grupo del Banco Mundial, 2018[13]). De acuerdo con esta definición, los sistemas de salud de los países de América Latina presentan importantes deficiencias y, con frecuencia, carecen de financiación y están segmentados y fragmentados, lo que genera importantes obstáculos de acceso (CEPAL-OPS, 2020[14]).

Una medida del acceso de la población a los servicios de atención sanitaria es el índice de cobertura sanitaria universal,6 que mide el acceso de la población a 14 servicios sanitarios esenciales, utilizado por el DAES de las Naciones Unidas para determinar el avance hacia la consecución de la meta 3.8 de los ODS (“Lograr la cobertura sanitaria universal, en particular la protección contra los riesgos financieros, el acceso a servicios de salud esenciales de calidad y el acceso a medicamentos y vacunas seguros, eficaces, asequibles y de calidad para todos”). De acuerdo con esta métrica, el grupo de países analizados ha avanzado hacia la consecución de dicha meta pues, en 2017, un 76% de la población tenía acceso a estos “servicios esenciales” (panel A). En 2000, 8 de los 11 países analizados habían conseguido cobertura sanitaria para tan solo un 60% de la población o menos, mientras que, en 2017, todos los países salvo Paraguay habían llegado a una cobertura del 70%. Este avance es congruente con los logros registrados en la región de ALC en general, donde la cobertura sanitaria ha aumentado del 56% al 75% de la población. Sin embargo, el ritmo de progreso ha descendido desde 2010. En consecuencia, aunque la cobertura sanitaria en el promedio del grupo de países analizados aumentó más de 20 puntos porcentuales en las últimas dos décadas, el ritmo de mejora tendrá que duplicarse (como mínimo) para alcanzar la meta de los ODS de aquí a 2030 (Gráfico 3.6, panel A).

El acceso a la atención sanitaria también depende de si los hogares pueden permitirse hacer uso de los servicios de salud. La proporción de la población que destina más de un 10% de sus ingresos (o gastos) a servicios de atención sanitaria puede constituir un indicio de las dificultades económicas vinculadas a los pagos directos relacionados con la salud en los países analizados (ONU-DESA, 2019[15]). En el Gráfico 3.6, el panel B muestra que, en promedio, de los seis países analizados sobre los que se dispone de datos, en el período 2010-2018, aproximadamente el 9% de los hogares incurrió en gastos sanitarios directos superiores al 10% de sus ingresos, un porcentaje que se ha mantenido estable en términos generales en relación con la década anterior. Esta cifra ha ido descendiendo en Colombia pero ha aumentado cerca de 3 puntos porcentuales o más en Chile y Costa Rica. Algo menos del 2% de la población ha incurrido en gastos directos muy superiores (el 25% o más de sus ingresos o gastos totales en promedio en los países analizados), un porcentaje que se ha mantenido estable, en términos generales, con el paso del tiempo.

Algunos hogares se ven arrastrados a la pobreza como consecuencia de los gastos directos excesivos en que han de incurrir para hacer uso de servicios de atención sanitaria. En los países analizados sobre los que hay datos disponibles, un 1,7% de la población se ha visto arrastrada por debajo del “umbral de pobreza social debido a los gastos directos en atención sanitaria, en comparación con el 1,3% en los países de la OCDE (Gráfico 3.7). En el Gráfico 3.6, el panel B muestra que un porcentaje relativamente alto de la población cae en la pobreza en países en los que una proporción elevada de los hogares incurre en gastos directos superiores al 10% de sus ingresos o gastos (p. ej., en Chile y Colombia). De la misma manera, en México, donde los gastos directos en atención sanitaria son relativamente bajos, menos de un 1% de la población se ha situado por debajo del umbral de pobreza social a consecuencia de ellos.

En todo el mundo, organizaciones, departamentos y organismos hacen un seguimiento periódico de la satisfacción de los usuarios con los servicios de salud públicos, para evaluar el impacto de las reformas e identificar ámbitos en los que es necesario adoptar más medidas. Los datos recopilados periódicamente mediante la Encuesta Gallup Mundial permiten un cierto análisis comparativo de la satisfacción de los ciudadanos con una serie de servicios públicos, incluida la atención sanitaria (OCDE, 2017[16]). En los países analizados, la mitad de la población (50%) estaba satisfecha con la disponibilidad de atención sanitaria de calidad en la ciudad o zona en la que vivían en 2017-2019, una cifra próxima al promedio regional general (48%) y 20 puntos porcentuales inferior al promedio de la OCDE, del 69%. Más de 2 de cada 3 consultados declaró estar satisfecho en Uruguay (69%) y Costa Rica (64%). Sin embargo, en otros cuatro países, la mayoría de las personas consultadas no estaban satisfechas (Colombia, Perú, Brasil y Chile). En el grupo de países analizados, se encuentran tendencias dispares: en promedio, la satisfacción con la atención sanitaria cayó 5 puntos porcentuales durante este período, con descensos que son entre 3 y 4 veces superiores en Chile y Colombia. Por otra parte, la satisfacción con la atención sanitaria aumentó ligeramente en Paraguay (del 46% al 51%), aunque se mantiene relativamente estable en la República Dominicana (56%) (Gráfico 3.8).

A lo largo del año 2020, la región de América Latina y el Caribe fue una de las más golpeadas por la pandemia de coronavirus (COVID-19), en relación tanto con el número de casos detectados como de fallecimientos. Hasta abril de 2021, esta región representaba un 19% de los casos confirmados en todo el mundo, y un 28% de las muertes confirmadas, pese a constituir solo un 9% de la población mundial (Dong, Du and Gardner, 2020[2]; Worldometer, 2021[17]).7 En Perú, las muertes confirmadas por 100.000 habitantes fueron superiores a las de cualquier otro país del mundo hasta mediados de 2021 (586,41), seguidas de Brasil (239,15), Colombia (201,24) y Argentina (200,90). Brasil (18,1 mill.), Argentina (4,3 mill.) y Colombia (4 mill.) también se situaron entre los diez primeros países del mundo por número de casos confirmados (Dong, Du and Gardner, 2020[2]). La pandemia ha afectado gravemente a adultos de todas las edades, incluidos los jóvenes (OPS, 2021[18]). Sin embargo, el número de fallecimientos confirmados por COVID-19 puede diferir del verdadero costo en vidas que ha tenido la pandemia, debido a la metodología utilizada para contabilizar las muertes y a que el COVID-19 ha influido en el número de fallecimientos que se deben a otras causas (Lopez-Calva, 2020[19]).

Las persistentes consecuencias de la pandemia podrían ser peores en el caso de los trabajadores informales y los hogares económicamente vulnerables de la región. Casi un 60% de los trabajadores de ALC realiza su actividad de manera informal (OCDE et al., 2020[20]). Muchos trabajan por cuenta propia en una economía de subsistencia, en la que viven al día y corren el riesgo de volver a caer en la pobreza (OCDE et al., 2020[20]). Las personas que carecen de acceso a los sistemas de protección social deben seguir trabajando para ganarse la vida, independientemente de las medidas de distanciamiento social implantadas, lo que limita su capacidad para protegerse tanto ellos mismos como sus familias. Como se puede ver en el Gráfico 3.6, panel A, antes de la pandemia, aproximadamente el 25% del conjunto de la población de América Latina no tenía acceso a servicios sanitarios esenciales. Estas personas habrán visto su acceso aún más restringido a lo largo del año 2020. Además, en la región de ALC, casi un 8% de la población tiene 65 o más, más del 80% vive en entornos urbanos, y un 21% de la población urbana vive en suburbios, asentamientos informales o viviendas que no disponen de los servicios básicos (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]). La falta de acceso a información y atención sanitaria de calidad también es acuciante en zonas rurales remotas, donde vive un elevado porcentaje de la población indígena. Otra de las barreras que afecta al acceso de los pueblos indígenas a la atención sanitaria es la ausencia de un enfoque intercultural que incluya los idiomas y las costumbres nativas en la gestión y prestación de los servicios de salud (ONU, 2020[21]). Sin embargo, como puede verse en el Gráfico 3.6, panel B, de los seis países analizados sobre los que se dispone de datos, en el período 2010-2018, aproximadamente el 9% de los hogares incurrió en gastos sanitarios directos superiores al 10% de sus ingresos. Además, el Gráfico 3.8 destaca que la mayoría de los latinoamericanos no están satisfechos con la disponibilidad de servicios de atención sanitaria de calidad, frente a un 69% de la población de la OCDE que, en promedio, sí está satisfecha. Estos factores, combinados, están acentuando los riesgos que plantea la pandemia. De cara al futuro, resolver la fragmentación, la mercantilización y la jerarquización de los sistemas sanitarios constituirá, por lo tanto, un desafío crucial para la región (CEPAL, 2020[22]).

Desde el inicio de la pandemia de COVID-19, la labor tanto de prevención como de tratamiento de enfermedades crónicas y no transmisibles se ha visto enormemente perjudicada, lo cual significa que quienes conviven con tales dolencias corren un riesgo mucho mayor de que, en caso de contraer el COVID-19, les afecte de manera grave y mueran (CEPAL-OPS, 2020[14]; OMS, 2020[23]). Las estimaciones indican que un 21% de la población de América Latina presenta al menos un factor que incrementa su riesgo de que el coronavirus les afecte de manera más grave en caso de contagiarse (LSHTM CMMID COVID-19 working group, 2020[3]).8 La obesidad es uno de esos factores de riesgo (Sattar, McInnes and McMurray, 2020[24]): en América Latina, un 60% de la población tiene sobrepeso y un 25% es obesa (véase la sección “Capital humano” del siguiente capítulo). Por otra parte, la tasa de mortalidad por enfermedades respiratorias en América Latina supera con creces el promedio de la OCDE, en particular en países analizados como Argentina, Brasil y Perú (OMS, 2018[25]). Durante la pandemia, también ha disminuido el acceso a servicios de salud sexual y reproductiva, que son fundamentales para la salud de la mujer y pueden socavar los esfuerzos de los países por luchar contra la mortalidad materna (Banco Mundial, 2006[26]). Esta circunstancia podría dar lugar a una falta de atención en el caso de las enfermedades de transmisión sexual y, en consecuencia, a un aumento de los contagios (UNFPA, 2020[27]). Los embarazos no deseados también podrían convertirse en un problema de mayor importancia, en una región con la segunda mayor tasa de embarazos en adolescentes del mundo (se calcula que es de 66,5 nacimientos por 1.000 mujeres de entre 15 y 19 años), después del África Subsahariana (OPS/FPNU/UNICEF, 2017[28]). Por último, la elevada proporción de adultos de avanzada edad que vive con generaciones más jóvenes en esta región (un 52% vive con uno o más hijos (ONU-DESA, 2017[29])) es un factor que aumenta el riesgo de contagio.

Si bien se ha prestado una gran atención a los efectos de la pandemia de COVID-19 en las patologías médicas físicas, también existe preocupación por su efecto en la salud mental, que puede manifestarse en forma de miedo, preocupación o inquietud por el contagio, entre la población en general y en grupos específicos. Por ejemplo, en un estudio global de YouGov, 1 de cada 2 mexicanos aseguró que la pandemia había incidido negativamente en su salud mental (51%), y casi 1 de cada 4 indicó sufrir al menos un problema de salud mental (22%) (YouGov, 2020[30]). En términos más generales, el 27% de los jóvenes latinoamericanos (de 13 a 29 años) aseguró haber sentido ansiedad y el 15%, depresión en los siete días previos, durante los primeros meses de la pandemia (UNICEF, 2020[31]). Es probable que las medidas de confinamiento hayan incrementado la soledad de las personas, el abuso de sustancias adictivas y las autolesiones (OMS, 2020[32]). Por lo tanto, resulta esencial incluir la salud mental y el apoyo psicológico en los planes nacionales de respuesta a la pandemia. En una encuesta realizada a participantes designados en 29 países del continente americano (27 de los cuales pertenecen a América Latina y el Caribe), un 93% de los países manifestó que dichos sistemas de apoyo sí estaban incluidos en sus planes de respuesta, pero solo un 7% (2 países) garantizaba su plena financiación en el presupuesto gubernamental, mientras que un 31% (9 países) afirmaron carecer de financiación para las actividades relacionadas con la salud mental (PAHO, 2020[33]). Un país de la región que sí ha adoptado medidas es Chile. En 2018, era el que menor porcentaje del gasto sanitario asignaba a la salud mental de todos los países de la OCDE, un 2,1% del gasto público en sanidad. Sin embargo, en febrero de 2021 anunció un aumento del 310% en el presupuesto para salud mental con respecto al presupuesto anterior (Ministerio de Salud, 2021[34]; OCDE, 2021[35]). De cara al futuro, resultará crucial conocer en qué medida están los países prestando los servicios y aplicando las políticas pertinentes para conseguir buenos resultados en materia de salud mental de acuerdo con el Mental Health System Performance Benchmark de la OCDE, por ejemplo (OCDE, 2021[35]).

Por último, los datos de la Encuesta Gallup Mundial de 2020 muestran que durante el primer año de la pandemia de COVID-19, la satisfacción con la atención sanitaria se vio afectada de diferentes maneras en el grupo de países analizados en comparación con 2019. En promedio, el nivel de satisfacción se mantuvo relativamente estable en el 48% (Gráfico 3.9). No obstante, unos pocos países registraron descensos claros en el porcentaje de personas satisfechas con la disponibilidad de servicios de atención sanitaria de calidad en la ciudad o zona en la que viven: algunos de los descensos más notables se produjeron en Brasil (-6 puntos porcentuales), la República Dominicana (-8), Paraguay (-10) y Perú (-14). Por el contrario, la proporción aumentó en Argentina (en 4 puntos porcentuales), Colombia (+5 puntos), Costa Rica (+8) y Chile (+12). En general, estas tendencias ampliaron las disparidades entre los países analizados, pues el nivel de satisfacción con la atención sanitaria de Costa Rica (71%) prácticamente triplica el de Perú (25%). Se facilitará un análisis más amplio de la satisfacción con la atención sanitaria en esta región después de la pandemia en (OCDE, a continuación[36]).

La frecuencia y puntualidad con la que se publiquen los datos sobre esperanza de vida, mortalidad y comorbilidad son fundamentales para conocer las tendencias en materia de salud de un país, aunque las prácticas difieren entre los distintos países de América Latina. Los datos tanto sobre esperanza de vida como sobre mortalidad se basan en sistemas de registros vitales que en muchos países en desarrollo están incompletos, pues un tercio de los países de América Latina carece de datos recientes. Las defunciones no certificadas son habituales en Perú y también abundan en Colombia y Ecuador (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]). Además, pese a encontrarse disponibles datos administrativos sobre patologías concretas como el cáncer y la diabetes, no abordan la comorbilidad (personas afectadas por diferentes patologías). Sin embargo, esta cuestión es esencial para conocer la prevalencia de diferentes enfermedades entre la población y facilitar información sobre la calidad de vida de las personas en relación con la salud (OCDE, 2020[39]).

La medida de la esperanza de vida que se utiliza en este capítulo hace referencia a la duración de la vida, independientemente del estado de salud del que se goce durante esos años. Existen medidas de la esperanza de vida “con salud” (denominada también “esperanza de vida sin discapacidades” pero todavía no son comparables a nivel internacional (salvo en el caso de Europa). Por otra parte, aunque el Grupo de Washington sobre Estadísticas de la Discapacidad ha recomendado medidas de la capacidad funcional de las personas (es decir, de su capacidad para realizar actividades cotidianas) y existen directrices internacionales al respecto, no se encuentran disponibles medidas armonizadas relativas a esta región (Naciones Unidas, 2005[40]; Washington Group on Disability Statistics, 2016[41]). Este ámbito de desarrollo estadístico es enormemente pertinente para los países de América Latina, puesto que estimaciones anteriores indican que cerca de 66 millones de personas de esta región conviven con una discapacidad, como mínimo (CEPAL, 2013[42]).

Las medidas comparables de los resultados en materia de salud mental son escasas en todo el mundo, también en América Latina. Identificar medidas comparables al nivel de la población (en oposición a las personas diagnosticadas o tratadas por profesionales médicos) sigue planteando un reto. Además, el estigma asociado a la salud mental puede generar otras dificultades, como el que no se facilite información al respecto, lo que podría repercutir en la comparabilidad entre países o en la interpretación de los cambios en las tasas de prevalencia a lo largo del tiempo (OCDE, 2020[39]). Los datos sobre suicidios, entre ellos los incluidos en el Gráfico 3.5, no reflejan con exactitud el alcance de este fenómeno, además de que no tienen en cuenta los intentos de suicido, que suelen constituir una cifra mucho más elevada. Las estimaciones indican que por cada adulto que se suicida en el mundo, puede haber más de 20 que intentan poner fin a su vida (OMS, 2021[43]). Asimismo, cuando los datos sobre intentos de suicido son facilitados por los propios afectados a través de encuestas, podrían presentar problemas considerables, por no reflejar la situación real y no resultar comparables, y puede presumirse que estos problemas se presentarán en mayor medida que en el caso de otros síntomas de trauma psicológico.

Por último, en el contexto de la pandemia de COVID-19, se han elaborado estadísticas internacionales a un ritmo que no tiene precedentes. No obstante, las divergencias en cuanto a comunicación de datos estadísticos sobre mortalidad (mencionados anteriormente) resultan especialmente problemáticos para valorar la repercusión de la pandemia en la salud en América Latina. Pese a que la mayoría de los países han publicado estadísticas de mortalidad relacionadas con el COVID-19, los modelos de certificado de defunción varían entre unos y otros países, y las prácticas para realizar pruebas de detección del virus también son dispares. Como consecuencia, en algunas jurisdicciones se podrían clasificar algunos fallecimientos como decesos relacionados con la pandemia y en otras, no. Es más, algunos pacientes pueden haber muerto por los problemas que la pandemia ocasionó en los sistemas de atención sanitaria y no por el virus en sí. La comparabilidad de las estadísticas de mortalidad relacionadas con el COVID-19 a nivel internacional se ve dificultada por las diferencias en las prácticas de codificación e información, lo cual subraya la importancia de otras medidas, como que se comuniquen datos sobre el número de fallecimientos por todas las causas con una frecuencia elevada, a partir de los cuales se podrían extraer datos estadísticos sobre el exceso de mortandad (Morgan et al., 2020[44]). Comparando las cifras totales con el nivel de fallecimientos previsto en un país determinado de acuerdo con el mismo período de años anteriores, las estadísticas sobre exceso de mortandad pueden ofrecer una indicación de la repercusión global de la pandemia. Esto se puede conseguir teniendo en cuenta no solo los fallecimientos atribuidos directamente al COVID-19, sino también aquellos que pueden no haberse contado o que puedan estar indirectamente vinculados con la enfermedad, como los decesos provocados por el retraso o abandono de tratamientos debido a una sobrecarga del sistema de salud (Morgan et al., 2020[44]).

De cara al futuro, aprovechar las soluciones digitales y los datos para detectar, prevenir y responder mejor a la crisis sanitaria y económica, y para recuperarse de ella, constituirá un desafío principal para esta región. Además, será esencial gestionar de manera suficiente los riesgos que plantea desviar recursos para herramientas digitales ineficaces, el empeoramiento de las desigualdades y la vulneración de la privacidad, tanto durante el brote como después de este (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]).

La educación y las competencias aportan una amplia serie de ventajas a la sociedad, entre otras, un aumento del crecimiento económico, una mayor cohesión social y un descenso de la delincuencia (OCDE, 2011[45]). A nivel personal, recibir una buena educación posee un valor intrínseco y responde a la necesidad básica de aprender y adaptarse a un entorno cambiante. Los conocimientos y las competencias tienen una influencia positiva en las condiciones materiales de vida, puesto que a mayor nivel educativo, mayores ingresos y mayor capacidad para obtener empleo, mejor estado de salud y más probabilidades de trabajar en un entorno que presente menos riesgos para la salud. Las personas que tienen un nivel de estudios más elevado también tienen más probabilidades de recibir mayor apoyo de amigos y familiares, y están más satisfechos con su vida en términos generales (OCDE, 2017[46]). Por último, la educación ofrece a las personas los conocimientos necesarios para disfrutar de algunas actividades de ocio, como la lectura y la participación en eventos culturales y, lo que es más importante, las competencias para integrarse plenamente en la sociedad, lo que promueve la conciencia cívica y la participación política (OCDE, 2011[45]; OCDE, 2016[47]).

En América Latina, el logro educativo ha mejorado en las dos últimas décadas, pero algunos indicadores muestran que la región está a la zaga en otras esferas, así como que persisten las disparidades tanto dentro de los países como entre estos. Los resultados del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) de la OCDE son un indicio del progreso alcanzado en todos los países analizados participantes, aunque las competencias de los alumnos de esta región siguen, en promedio, considerablemente por debajo de las adquiridas en países de la OCDE. El aumento en el porcentaje de alumnos con resultados deficientes de esta región (por debajo del Nivel 2), en particular entre los alumnos social y económicamente desfavorecidos, pone también de manifiesto dicha situación. Los datos contrastados muestran que las competencias de los adultos también han mejorado, como certifica la actual tasa de alfabetización, del 95%. Por último, la satisfacción con la educación varía enormemente entre unos países latinoamericanos y otros, incluidos los analizados, pues ha mejorado en algunos casos pero empeorado en otros.

La pandemia ha alterado el ciclo de aprendizaje de cerca de 154 millones de estudiantes en esta región, ya que la mayoría de centros escolares permanecieron cerrados en un empeño por contener el COVID-19 (Basto-Aguirre, Cerutti and Nieto-Parra, 2020[48]; OCDE, a continuación[36]). Esta medida podría interrumpir el avance de los alumnos en cuanto a adquisición de competencias que se había registrado en el grupo de países analizados, además de aumentar las disparidades entre países y acentuar las desigualdades dentro de estos.

Aumentar el logro educativo ha sido un objetivo importante tanto de la OCDE como de los países analizados. En la actualidad, se considera que la enseñanza secundaria de ciclo superior es el nivel mínimo de cualificación para la correcta integración en la sociedad y los mercados de trabajo (OCDE, 2017[49]). En promedio, la proporción de la población de 25 años en adelante que ha completado como mínimo la enseñanza secundaria de ciclo superior es 26 puntos porcentuales menor en el grupo de países analizados (46%) que en la OCDE (72%). Entre estos países, las disparidades son enormes: en Uruguay, solo el 30% de la población ha terminado la enseñanza secundaria de ciclo superior, una cifra que es prácticamente la mitad de la registrada en Chile (59%) (Gráfico 3.10, panel A).

Las tendencias en cuanto a logro educativo en la enseñanza secundaria de ciclo superior han sido positivas. Debido a las amplias mejoras observadas en seis países (en los que el logro educativo desde 2000 ha aumentado 15 puntos porcentuales o más), el promedio del grupo de países analizados ha aumentado 13 puntos porcentuales. A lo largo de este período, las tasas de logro educativo han mejorado en todos los países analizados, aunque algunos van a la zaga. Por ejemplo, tanto Argentina como Uruguay mostraban prácticamente la misma proporción de la población de 25 años o más que había terminado al menos una titulación de enseñanza secundaria de ciclo superior en los primeros años de este siglo. Sin embargo, desde entonces, el logro educativo en enseñanza secundaria de ciclo superior ha aumentado 23 puntos porcentuales en Argentina y bajado cuatro en Uruguay (Gráfico 3.10, panel A).

Los estudios universitarios brindan más oportunidades a la población. Por ejemplo, en los países de la OCDE, las probabilidades de conseguir un empleo son 10 puntos porcentuales más elevadas en el caso de los adultos con un grado universitario. Además, su esperanza de vida es superior a la de las personas con un bajo nivel educativo (8 años más en el caso de los hombres y 5 años más en el caso de las mujeres (Murtin et al., 2017[50]).9 Las personas con un grado universitario también tienen menos probabilidades de sufrir depresión que sus homólogas con un nivel de estudios inferior (OCDE, 2019[51]). Asimismo, los alumnos que terminan los estudios universitarios llegan a cobrar salarios más altos: en Brasil, Chile, Colombia y Costa Rica, la remuneración anual relativa de los trabajadores de entre 25 y 64 años, a tiempo completo, con estudios universitarios duplica con creces la de aquellos que poseen un título de enseñanza secundaria de ciclo superior (frente al 54% en promedio en los países de la OCDE y los países asociados) (OCDE, 2020[52]).10

En seis países analizados, aproximadamente un 20% de los adultos de 25 años o más posee estudios universitarios, frente a un 30% en los países de la OCDE sobre los que se dispone de datos (Gráfico 3.10, panel B). Las disparidades entre países son ligeramente inferiores a las observadas en el caso de la enseñanza secundaria de ciclo superior, aunque los niveles generales son mucho más bajos: 9 puntos porcentuales separan a Uruguay (13%) de Costa Rica (22%). Al igual que ocurre con las tendencias en cuanto a logro en la enseñanza secundaria de ciclo superior, desde el año 2000, tanto el promedio de los países analizados como el promedio regional de América Latina han experimentado amplios avances en la proporción de la población que obtiene un título universitario, al alcanzar en promedio el 19% (un aumento de 7 puntos porcentuales en ambos casos). En Paraguay, se registraron avances importantes, ya que esta proporción aumentó 11 puntos porcentuales entre 2005 y 2018, pero el nivel se mantiene ligeramente por debajo del 15%.

Pese a que el logro educativo es una medida de la cantidad de educación recibida, la calidad de las competencias adquiridas durante los años de escolarización también incide de forma importante en las posibilidades que las personas tienen en su vida. El Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) de la OCDE evalúa los conocimientos y las capacidades de los alumnos en lectura, matemáticas y ciencias, hacia el final del período de escolarización obligatoria (a los 15 años). Sus resultados se han utilizado para evaluar la calidad de los resultados de aprendizaje alcanzados por alumnos de todo el mundo, así como la forma en que dichos resultados difieren entre estudiantes con distintas características. De este modo, los educadores y los responsables de las políticas públicas pueden aprender a partir de las normas y prácticas aplicadas en otros países (OCDE, 2019[55]).

De los ocho países del grupo analizado que participaron en PISA 2018, los estudiantes de 15 años de Chile, Uruguay, México y Costa Rica alcanzaron normalmente las puntuaciones máximas en competencias cognitivas en las tres materias. Los resultados de República Dominicana, Perú, Argentina, Brasil y Colombia, por su parte, se situaron por debajo del promedio del grupo de países analizados (Gráfico 3.11). Pese a la mejora general, los estudiantes de 15 años de América Latina todavía no han adquirido las competencias cognitivas de los países de la OCDE. Las diferencias en cuanto a desempeño son enormes, pues la República Dominicana se queda considerablemente rezagada respecto a otros países analizados (p. ej., las puntuaciones PISA relativas a competencia científica son casi un 25% más bajas que las de Chile, el país con mejores resultados).

En los países analizados, las tendencias de las puntuaciones PISA son positivas, en términos generales, en las tres materias (Gráfico 3.11). En promedio, la mejora de las puntuaciones ha sido mayor en el caso de la competencia lectora (un aumento de 16 puntos) y menor en el caso de la competencia matemática (+8 puntos). El mayor avance aproximadamente desde 2006 se ha registrado en Perú donde, en promedio, los estudiantes de 15 años han mejorado sus calificaciones 31 puntos en competencia lectora y 35 puntos en competencia matemática y científica —pero donde, sin embargo, las calificaciones se mantienen por debajo del promedio ALC 8—. Los estudiantes de Brasil y Colombia mejoraron considerablemente en los tres tipos de competencias. En Costa Rica, los resultados de aprendizaje descendieron en las últimas dos décadas, en particular en relación con la competencia lectora y científica —en la República Dominicana se registró una tendencia similar con respecto a la competencia lectora y, en menor medida, en Uruguay con respecto a la competencia matemática—.11

El Gráfico 3.12 muestra la proporción de estudiantes de 15 años con mejores y peores resultados en la región de ALC.12 Un dato sorprendente es que, en 7 de los 10 países de América Latina que participan en el PISA, menos del 1% de los alumnos alcanza el máximo nivel de competencia (Nivel 5 o superior) en matemáticas, lectura y ciencias.13 En Chile, que presenta la mayor proporción de estudiantes que alcanza el Nivel 5 o superior en las tres materias, esta cifra fue tan solo del 3% en lectura, del 1% en matemáticas y del 1% en ciencias (frente al 9%, 11% y 7% del promedio de la OCDE, respectivamente) (Gráfico 3.12, panel B). En el PISA, se considera que el Nivel 2 es el nivel básico de competencia necesario para participar en la sociedad de forma productiva.14 Dentro del grupo de países analizados, en promedio, un 50% de los estudiantes no alcanzó el Nivel 2 en lectura, un 64% en matemáticas y un 53% en ciencias (Gráfico 3.12, panel A). En la República Dominicana, al menos 8 de cada 10 estudiantes obtuvieron resultados inferiores al Nivel 2 en las tres materias. Esto plantea un problema importante para los países de América Latina que se encuentran en proceso de transición hacia economías basadas en el conocimiento, en las que las personas tienen que innovar, adaptarse y aprovechar el potencial de un capital humano avanzado (OCDE/CAF/ONU CEPAL, 2016[56]).

Cuando se compara la competencia de los estudiantes de acuerdo con su condición socioeconómica, se observan profundas desigualdades. Los datos del PISA se pueden desglosar de acuerdo con el Índice de Estatus Social, Económico y Cultural (ISEC), en el cual el cuarto superior de puntuaciones representa a los estudiantes más pudientes y el cuarto inferior, a los más desfavorecidos. Este índice es una puntuación compuesta formada por indicadores como la educación de los padres, la profesión de más alto nivel de los padres y las posesiones en el hogar, por ejemplo, los libros que se tienen en casa (OCDE, 2017[57]). Las diferencias en cuanto a rendimiento de los alumnos son especialmente pronunciadas cuando se consideran los niveles máximos de competencia (Gráfico 3.13). En 8 de cada 9 países del grupo analizado sobre los que había datos disponibles, menos de un 0,5% de los estudiantes desfavorecidos alcanzaba las máximas competencias en lectura, salvo en Chile, donde igualmente era 6 veces inferior al promedio de la OCDE (Gráfico 3.13, panel B). En los países del grupo analizado, en promedio, el porcentaje de alumnos más pudientes que alcanzaba el Nivel 5 en lectura era 30 veces superior al porcentaje de alumnos más desfavorecidos que alcanzaba dicho nivel, mientras que en la OCDE ese porcentaje era 6 veces superior. Del mismo modo, en los países analizados, el porcentaje de alumnos desfavorecidos con peores resultados duplicaba con creces el de estudiantes de entornos más ricos con peores resultados, en promedio (un 68% frente al 28% respectivamente), mientras que en la OCDE lo triplicaba (un 36% frente a un 11%) (Gráfico 3.13, panel A).

La escolarización es solo uno de los elementos de la adquisición de competencias cognitivas por parte de las personas (Hanushek, 2015[59]). Entre los diferentes países y dentro de estos, las personas que han alcanzado niveles educativos similares presentan diferentes niveles de competencias cuando alcanzan la edad adulta. Es más, la adquisición de competencias no depende exclusivamente de haber obtenido un determinado certificado o título, sino de otros factores, como la calidad de los sistemas educativos, los contextos socioeconómicos, las redes, las familias y diversas experiencias vitales (OCDE/CAF/ONU CEPAL, 2016[56]). La disponibilidad de medidas de las competencias cognitivas permite dibujar un panorama más nítido sobre lo que han aprendido a hacer los adultos a lo largo de sus años de escolarización en América Latina.

Hay dos formas diferentes de evaluar las competencias cognitivas de los adultos. La primera es a través de la tasa de alfabetización, definida como el porcentaje de personas de 15 años o más que saben leer y escribir una breve exposición sencilla sobre su vida diaria.15 Se mide por medio del censo nacional y las encuestas a hogares, y generalmente se considera un indicador de resultados para evaluar el logro educativo. También se emplea como medida representativa de la efectividad de los sistemas educativos: una tasa de alfabetización alta indica que el sistema educativo ha dotado a un amplio porcentaje de la población de las competencias y los conocimientos básicos (Banco Mundial, 2020[60]).

De acuerdo con esta medida, cerca del 95% de la población adulta de los países analizados sabe leer y escribir, un porcentaje ligeramente superior al promedio de la región de América Latina en su conjunto (Gráfico 3.14, panel A). La tasa de alfabetización alcanzó el 99% en Argentina en 2018 y el 93% en Ecuador (en 2017). En todos los países, la tendencia desde 2000 ha sido principalmente positiva. En Brasil, Costa Rica, la República Dominicana, México y Perú, la tasa de alfabetización aumentó 3 puntos porcentuales o más, lo que le permitió equipararse a otros países analizados.

El Programa para la Evaluación Internacional de las Competencias de Adultos (PIAAC) de la OCDE ofrece una evaluación más detallada de los conocimientos y las competencias de los adultos de entre 16 y 65 años. Una parte central de este programa es la Evaluación de Competencias de Adultos, que ofrece una evaluación mediante calificaciones de la comprensión lectora, la capacidad de cálculo y la capacidad para resolver problemas. La escala de competencias de la PIAAC en materia de capacidad lectora se divide en seis niveles y se refiere a la capacidad de las personas para entender, evaluar, usar y manejar textos escritos (es decir, no tiene en cuenta la comprensión ni la producción de la lengua oral ni las competencias en materia de escritura). Las tareas por debajo del Nivel 1 (que corresponden a una puntuación inferior a 176 puntos) requieren saber leer un texto breve sobre un tema conocido y localizar en él información concreta y sencilla (OCDE, 2016[61]). El Nivel 5 (que refleja una puntuación igual o superior a 376 puntos de 500) (OCDE, 2019[62]) exige saber integrar información en textos variados y densos, construir síntesis de ideas similares y contradictorias o evaluar argumentos basados en datos empíricos (OCDE, 2013[63]). En los cuatro países del grupo analizado que participaron en la segunda y tercera edición de la PIAAC (realizadas en 2014-2015 y en 2017), menos de 1 de cada 8 adultos alcanzó el Nivel 3 o superior en Ecuador (5%), México (12%) y Perú (6%). En estos tres últimos países, más de la mitad de la población se situó en el Nivel 1 o menos: un 71% en Ecuador, un 51% en México y un 70% en Perú. Chile registró también un porcentaje relativamente elevado de adultos con resultados deficientes (53%). Por el contrario, en el promedio de la OCDE, prácticamente la mitad de todos los adultos (45%) se situaron en los tres niveles más altos (Nivel 3, 4 o 5) (Gráfico 3.14, panel B).

La Evaluación de Competencias de Adultos define la capacidad de cálculo como la capacidad para acceder, usar, interpretar y comunicar ideas e información matemática para manejar y gestionar las exigencias matemáticas de una serie de situaciones en la vida adulta (OCDE, 2019[62]).16 En el Gráfico 3.15, el panel A muestra el porcentaje de adultos que se situó en cada uno de los seis niveles de competencia dentro de la escala de capacidad de cálculo, en los cuatro países del grupo analizado con datos disponibles. En México, el porcentaje de adultos que se situó por debajo del Nivel 1 (23%) triplica con creces el promedio de la OCDE (7%), mientras que en Ecuador y Perú, esta cifra es al menos seis veces más elevada (del 42% y el 46%, respectivamente). En Chile, aunque la proporción de la población que se sitúa por debajo del Nivel 1 también es elevado (31%), el porcentaje de adultos que alcanza los Niveles 3 (10%) y 4/5 (2%) es superior al de los otros tres países latinoamericanos que participaron en la PIAAC. No obstante, si se compara con el promedio de la OCDE (un 31% en el Nivel 3 y un 11% en el Nivel 4/5), estos niveles siguen siendo relativamente bajos.

En la actualidad, resulta crucial saber resolver problemas en entornos tecnológicos —es decir, acceder a información, evaluarla, analizarla y comunicarla—. Las aplicaciones de la tecnología de la información y las comunicaciones (TIC) se han convertido en una prestación habitual en la mayoría de espacios de trabajo, pero también en los entornos educativos y en la vida cotidiana (OCDE, 2013[63]). En la Evaluación de Competencias de Adultos, la escala de resolución de problemas en entornos tecnológicos se divide en cuatro niveles de competencia (Niveles 1 a 3, y también por debajo del Nivel 1). En los diferentes países de la OCDE que participan, aproximadamente un tercio de los adultos (30%) se sitúa en los dos niveles más altos de competencia (Nivel 2 o Nivel 3), los cuales demuestran la capacidad para utilizar aplicaciones tecnológicas tanto genéricas como más específicas. Sin embargo, solo 1 de cada 10 adultos o menos consigue llegar a dichos niveles en Ecuador (5%), Perú (7%) y México (10%), en comparación con un 15% en Chile (Gráfico 3.15, panel B).

A pesar del número relativamente reducido de adultos de los países analizados que se sitúan en el Nivel 1 o menos con respecto a la resolución de problemas en entornos tecnológicos, un gran número carece de toda competencia en esta materia. En todos los países participantes en la evaluación PIAAC, un porcentaje considerable de adultos no pudo mostrar sus habilidades para resolver problemas en entornos tecnológicos, puesto que realizaron la evaluación en papel (OCDE, 2016[47]). En los países analizados sobre los que se dispone de datos, un porcentaje especialmente amplio de adultos prefirió no realizar la evaluación usando una computadora en Ecuador y México (aproximadamente 18%), en comparación con Perú (11%). Además, Ecuador (33%), México (39%) y Perú (44%) sobresalen como países en los que un porcentaje muy elevado de la población adulta carecía de experiencia informática previa o poseía unas competencias muy deficientes en TIC, en particular si se compara con el promedio de la OCDE (16%) (Gráfico 3.15, panel B). Esto significa que no superaron la prueba “básica de TIC” y, por lo tanto, carecían de las competencias informáticas básicas necesarias para realizar la evaluación usando una computadora. En consecuencia, en países como Perú y México, podrían situarse en el Nivel 1 e inferiores porcentajes más reducidos de adultos, porque estos países registraron porcentajes más amplios de adultos que no pudieron mostrar una competencia suficiente para resolver problemas y situarse al menos en los niveles mínimos (OCDE, 2019[62]; OCDE, a continuación[36]).

Aunque las personas aprenden en diferentes contextos, el sistema educativo es el vehículo principal utilizado por las comunidades para atender las necesidades de aprendizaje de sus alumnos. Los sectores tanto público como privado han invertido importantes cantidades de recursos en el sistema educativo y la satisfacción de la población con los servicios prestados se define de acuerdo con diferentes características de este sistema (que van desde sus costos a la ubicación, la accesibilidad y la calidad de la docencia).

La Encuesta Gallup Mundial recaba datos sobre el porcentaje de personas que manifiestan estar satisfechas con el sistema educativo en la ciudad o zona en la que viven. En el grupo de países analizados, esta medida se mantuvo relativamente estable entre los períodos 2006-2009 y 2017-2019, en torno al 63% en promedio (Gráfico 3.16). Sin embargo, este promedio oculta importantes diferencias entre los distintos países, así como tendencias divergentes. Por ejemplo, en el período 2017-2019, la satisfacción con los servicios educativos aumentó 5 puntos porcentuales o más en Ecuador, la República Dominicana (en 5 puntos porcentuales), Argentina y Perú (7 puntos) desde 2006-2009, mientras que cayó más de 10 puntos en Uruguay (-11 puntos), Colombia y Chile (-13 puntos). El descenso registrado en Chile supone que menos de la mitad de la población estaba satisfecha con el sistema educativo en 2017-2019, lo que amplía la diferencia con países como Costa Rica, donde aproximadamente 8 de cada 10 personas estaba satisfecha en 2006-2009 y 2017-2019.

La crisis por la pandemia de COVID-19 tendrá un impacto profundamente negativo en la educación. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), a mediados de mayo de 2020, más de 160 millones de alumnos de América Latina y el Caribe de todos los niveles educativos vieron interrumpidas las clases presenciales. En general, el cierre de los centros escolares en el grupo de países analizados tuvo una duración total de más de 41 semanas, a excepción de Uruguay donde el cierre duró entre 31 y 40 semanas (UNESCO, 2021[64]). Las primeras estimaciones indican que, en todo el mundo, la pandemia podría ocasionar una pérdida de 0,6 años de escolarización, ajustada por calidad, lo que reducía los años efectivos de escolarización básica cursados por los estudiantes de 7,9 a 7,3 años. Con respecto al cohorte actual de educación primaria y secundaria, esto podría comportar además una reducción de la remuneración anual de 872 USD, al valor actual (Banco Mundial, 2020[65]). En las universidades de América Latina, la situación también es problemática, pues un 84% tiene previsto que se reduzcan las matriculaciones y la mitad de este porcentaje prevé descensos de entre un 10% y un 25% (Hershberg, Flinn-Palcic and Kambhu, 2020[66]). No asistir a los centros escolares y perder los medios de vida familiares debido a la pandemia puede dejar a las niñas en situación de especial vulnerabilidad (debido a un aumento de la carga de trabajo doméstico y/o a una mayor probabilidad de embarazos adolescentes ocasionados por abusos), además de agravar la exclusión y la privación, en especial en el caso de personas con discapacidad o miembros de otros grupos marginados (Banco Mundial, 2020[65]).

La mayoría de los países del grupo analizado ha pasado a utilizar tecnología educativa para ofrecer soluciones de aprendizaje a distancia. Sin embargo, muchos alumnos y centros escolares no están suficientemente preparados para esta transición, por lo que se han ampliado las brechas socioeconómicas en educación (Gropello, 2020[67]; OCDE et al., 2020[20]). Aunque la educación impartida a través de Internet puede ayudar a aliviar las consecuencias inmediatas de los cierres de centros escolares, solo un 34% del alumnado de educación primaria, el 41% de secundaria y el 68% de educación universitaria tienen acceso a una computadora con conexión a Internet en América Latina. La transición a la formación a través de Internet ha tenido como consecuencia la exclusión de muchos alumnos de hogares más pobres. Menos del 14% de los alumnos pobres (los que viven con menos de 5,5 USD al día, PPA 2011) de educación primaria cuentan con una computadora conectada a Internet en casa, dato que contrasta con el porcentaje registrado en el caso de los alumnos ricos (es decir, los que viven con más de 70 USD al día), que supera el 80% (Basto-Aguirre, Cerutti and Nieto-Parra, 2020[48]). Además, las herramientas tecnológicas solo son efectivas si se utilizan adecuadamente. En promedio, el 58% de los jóvenes de 15 años de la región asistían a centros escolares cuyos directores consideraban que el cuerpo docente tenía los conocimientos técnicos y pedagógicos necesarios para integrar los dispositivos digitales en la programación (OCDE et al., 2020[20]). Los alumnos de procedencia socioeconómica más pobre corren, por lo tanto, el riesgo de sufrir consecuencias especialmente duraderas en lo que atañe a resultados de aprendizaje y oportunidades laborales, debido a la falta de recursos y apoyo en la transición al aprendizaje a distancia (tanto en el centro escolar como en casa) (Basto-Aguirre, Cerutti and Nieto-Parra, 2020[48]; OCDE et al., 2020[20]).

La experiencia de Chile pone además de manifiesto la dificultad que supone sustituir el aprendizaje presencial, pese a los esfuerzos para facilitar el aprendizaje a distancia durante la pandemia. Al considerar indicadores de efectividad y cobertura, la educación a distancia de ese país compensa solo entre un 30% y un 12% de los perjuicios en materia de aprendizaje vinculados a los cierres escolares, y la efectividad descendió al 6% en centros escolares públicos, lo que afectó principalmente a alumnos desfavorecidos (Ministerio de Educación, Centro de Estudios, 2020[68]). Por otra parte, más allá de la repercusión en los resultados de aprendizaje, las relaciones sociales del alumnado pueden verse dañadas por el aislamiento (Loades et al., 2020[69]) y muchos pueden no estar recibiendo tampoco las comidas que se les proporcionan en los centros escolares, que en algunos casos son un recurso vital (WFP, 2020[70]).

Los datos de la Encuesta Gallup Mundial muestran un claro descenso de la proporción de población satisfecha con el sistema educativo en 2020 con respecto a 2019. El descenso interanual de 11 puntos porcentuales dejó el nivel promedio en los países del grupo analizado en el 52% en 2020 (Gráfico 3.17). Las caídas fueron limitadas en Uruguay, Costa Rica y Argentina (-6 puntos porcentuales.), mientras que en otros seis países superan los 10 puntos: Brasil (-14 puntos porcentuales), la República Dominicana (-15), Ecuador (-19), México (-19), Paraguay (-22) y Perú (-31). Como consecuencia, en Ecuador, Paraguay, México y Brasil apenas 1 de cada 2 personas manifiesta estar satisfecha con el sistema educativo o los centros escolares de la ciudad o zona en la que viven, y en Perú solo lo hace 1 de cada 4 (26%). Por otra parte, esta proporción aumentó 6 puntos porcentuales en Uruguay, al alcanzar el 70% en 2020.

En general, en América Latina y el Caribe, faltan datos comparables a nivel del país sobre competencias individuales, al existir relativamente pocos datos contrastados comparativos sobre capacidades lectora, de cálculo, para resolver problemas y técnica. También falta información sobre los tipos de competencias profesionales y técnicas de nivel superior que necesitan las empresas de la región tanto en la actualidad como de cara al futuro (OCDE/CAF/ONU CEPAL, 2016[56]). De manera muy similar a lo que ocurre en el resto del mundo, en el contexto de la transformación digital, la mayoría de los latinoamericanos tendrán que obtener acceso a Internet y adquirir conocimientos para resolver problemas con TIC —además de sólidas capacidades lectora, de cálculo y para resolver problemas generales—, a fin de poder aprovechar las tecnologías digitales en su vida cotidiana y en el trabajo. Asimismo, la importancia cada vez mayor de las competencias digitales supone que las divergencias en cuanto a acceso a Internet y competencias TIC podrían empeorar las actuales desigualdades en materia de bienestar (OCDE, 2019[71]). Pese a que el acceso a Internet se aborda en el capítulo anterior, actualmente solo hay métricas sobre competencias TIC disponibles (extraídas de estudios internacionales como la PIAAC) con respecto a un reducido subconjunto de países de esta región.

Una prioridad importante para el futuro trabajo estadístico es, por lo tanto, valorar otros aspectos de los conocimientos y las competencias de las personas, una vez que se haya consolidado la medición de los “componentes” básicos (competencias lectora, matemática, científica y digital). Por ejemplo, las capacidades no cognitivas, entre otras las competencias sociales y emocionales —como el ingenio, la perseverancia, la capacidad de adaptación y el trabajo en equipo— también pueden considerarse competencias esenciales. El Estudio sobre Competencias Sociales y Emocionales (Study on Social and Emotional Skills o SSES), de la OCDE, cuyo objetivo es reflejar las capacidades no cognitivas en la infancia y la adolescencia, muestra que se puede generar información válida, fiable y comparable sobre competencias sociales y emocionales, en contextos y poblaciones diversas. Bogotá y Manizales (Colombia) se encuentran entre las diez ciudades sobre las que pronto habrá datos disponibles (2023) (OCDE, 2020[72]). En la última edición de la PIAAC (2018), se incluyó además un nuevo módulo sobre competencias socioemocionales, con el objeto de facilitar información sobre atributos, comportamientos y creencias individuales como la diligencia, la mentalidad abierta y las relaciones con los demás (OCDE, 2021[73]).

Un grupo de indicadores idóneo de los conocimientos y las competencias también abordaría la dificultad que representan las tasas de abandono escolar en relación con los resultados académicos, tanto en primaria como en secundaria, en América Latina. Por lo general, el “camino que lleva a una falta de compromiso” con los estudios comienza durante la infancia, ya sea en el hogar o en el centro escolar (Lessard et al., 2008[74]). En el caso de los que terminan la educación primaria, los alumnos suelen tener la ilusión de conseguir unos resultados relativamente buenos. Sin embargo, al iniciar la enseñanza secundaria, pueden encontrar dificultades de aprendizaje y el rigor que se espera de ellos puede derivar en una falta de compromiso que obstaculice el proceso de aprendizaje (Bautier, 2003[75]; Blaya, Catherine; Hayden, Carol, 2003[76]). Los adultos jóvenes que han abandonado la enseñanza secundaria sin haber obtenido un título oficial corren un gran riesgo de terminar en empleos precarios, tener peor salud y representar un porcentaje demasiado elevado de los colectivos que se dedican a la delincuencia (Belfield and Levin, 2007[77]; Lochner, 2011[78]; Machin, Marie and Vujić, 2011[79]). Las tasas de abandono escolar acumuladas hasta el último grado de primaria y hasta el último grado de enseñanza secundaria de ciclo inferior se encontraban disponibles en la base de datos del Instituto de Estadística de la UNESCO (UIS) con respecto a una mayoría de países analizados, hasta septiembre de 2020, año en el que dejan de presentarse estos indicadores para elaborar un menor número de indicadores principales basados en los ODS.17 Otros indicadores elaborados por el UIS pueden ayudar a reflejar determinados elementos como las tasas de culminación de los estudios (educación primaria, enseñanza secundaria de ciclo inferior, enseñanza secundaria de ciclo superior) o la tasa de permanencia hasta el último grado de enseñanza primaria, a partir de lo cual puede derivarse la tasa de abandono acumulada hasta el último grado de enseñanza primaria.18

La seguridad personal o no sufrir daño es un componente esencial del bienestar de la población. El número de amenazas que existen para la vida de las personas es ingente, desde los conflictos políticos y étnicos a los peligros ambientales, pasando por accidentes industriales y actos de terrorismo. Sin embargo, una de las amenazas más habituales para la seguridad personal, tanto en los países emergentes como en los desarrollados, es la delincuencia. Esta amenaza engloba un gran número de delitos, por ejemplo, los delitos contra la propiedad (como robo de vehículos, robos en el hogar), delitos por contacto (agresión, atracos), delitos no convencionales (fraude al consumo, corrupción) y homicidios. Sin embargo, de acuerdo con la Clasificación Internacional de Delitos con Fines Estadísticos (ICCS), “la ingente disparidad de enfoques y fuentes utilizados por diferentes países para formular leyes penales hace que resulte imposible crear una definición sistemática e integral de delito” (UNODC, 2016[80]). Por lo tanto, debe delimitarse el concepto para posibilitar la comparación y el análisis entre distintos países.

Reducir los elevados niveles de violencia delictiva es una prioridad máxima para muchos países de América Latina y el Caribe. De acuerdo con la encuesta más reciente del Latinobarómetro (2018), la delincuencia y la seguridad pública eran la mayor preocupación de un 21% de los ciudadanos del grupo de países analizados —mayor que el desempleo, la economía o la corrupción— (Latinobarometro, 2020[81]). La tasa de homicidios de los países analizados (13 por cada 100.000 habitantes) es seis veces superior al promedio de la OCDE (3 por 100.000), y la proporción de la población que se siente segura al caminar a solas por la noche (44%) es muy baja en comparación con el promedio de la OCDE (72%). Entre los países del mundo con mayores tasas de homicidios, 17 de los primeros 20 y 40 de los primeros 50 se encuentran en América Latina (Muggah, 2018[82]). Pese a que los datos muestran cierto progreso en la última década, todavía queda mucho por hacer para estar a la altura de las expectativas de la población y cumplir con los compromisos internacionales. En general, las medidas de seguridad tanto objetivas como subjetivas de este informe apuntan a niveles muy elevados de inseguridad que no siempre han mejorado en todos los países. El elevado nivel de urbanización de esta región contribuye además a algunas de estas tendencias, pues las tasas de delincuencia suelen ser superiores en zonas urbanas y en la periferia de las ciudades (Muggah and Szabó, 2016[83]).

La violencia relacionada con los cárteles y las bandas es un importante factor que contribuye a las altas tasas de violencia en América Latina, aunque las manifestaciones y los factores que impulsan la actividad de las bandas difieren de un país a otro y los datos contrastados comparables sobre esta materia son escasos (Dammert, 2017[84]). Una medida clara, pero indirecta, del alcance de la violencia de las bandas es la mayor incidencia de homicidios entre los varones jóvenes, pues la inmensa mayoría de integrantes y víctimas de las bandas suelen ser hombres adolescentes y adultos jóvenes (Chioda, 2017[85]). Esta violencia incide en toda la sociedad, pero no solo por la pérdida de vidas en las familias y comunidades afectadas, sino también por el aumento de la sensibilización y del temor a los delitos violentos. Por ejemplo, 1 de cada 3 personas en México y Argentina, y 1 de cada 10 en Chile, manifiestan tener conocimiento con frecuencia de tiroteos en la zona en la que residen (UNODC, 2020[86]).

Las amenazas para la seguridad pueden tener también su origen en el hogar o la familia, en especial en el caso de las mujeres y los niños. Prácticamente en todos los países de ALC con datos de encuestas representativas a nivel nacional, más del 40% de los menores ha sido objeto de actos violentos en el último mes, que suelen afectar en mayor medida a los varones (Lenzer, 2017[87]). Por el contrario, las mujeres y las niñas tienen muchas más probabilidades de sufrir abusos físicos, sexuales o psicológicos (OCDE, a continuación[36]). La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que un 30% de las mujeres del continente americano ha sufrido violencia física y/o sexual a manos de su pareja, mientras que un 11% ha sido objeto de violencia sexual a manos de alguien distinto a su pareja (OMS, 2013[88]). En el Capítulo 5 de este informe se presentan más datos sobre este tema.

La pandemia de COVID-19 ha cambiado la naturaleza de los riesgos relacionados con la delincuencia a los que se enfrentan diariamente las personas, al tiempo que se han agravado los problemas económicos, lo que contribuye a las altas tasas de delincuencia de esta región (Crisis Group Latin America, 2020[89]; ONU, 2020[21]; UNODC, 2020[90]). Aunque los confinamientos prolongados hicieron descender la probabilidad de ciertos tipos de delitos (p. ej., aquellos contra la propiedad), los primeros datos contrastados del grupo de países analizados muestran que, en determinadas regiones, la violencia se ha mantenido o incluso ha aumentado. Las medidas restrictivas adoptadas por los gobiernos para frenar el coronavirus proporcionaron además a las organizaciones delictivas una ventana de oportunidad para consolidar su poder, al competir con los gobiernos en la prestación de servicios básicos a grupos a los que resulta difícil llegar, con el fin de ganarse el apoyo de las poblaciones locales (Asmann, 2020[91]; Felbab-Brown, 2020[92]; Rivard Piché, 2020[93]). Durante los confinamientos impuestos por la pandemia, se ha disparado la delincuencia a través de Internet (Austin, 2020[94]), al igual que el riesgo de abusos o violencia doméstica (Statista, 2020[95]).

La tasa de homicidios en el grupo de países analizados (14 por 100.000 habitantes) prácticamente quintuplica el promedio de la OCDE (3 por 100.000 habitantes), aunque es menor que el promedio regional general (22 por 100.000 habitantes) (Gráfico 3.18, panel A). En la mayoría de los países analizados, la tasa de homicidios es de 10 por 100.000 habitantes o menos, aunque es más del doble en México (29), Brasil (27) y Colombia (25), mientras que en Chile es muy inferior y no se aleja del promedio de la OCDE (4 por 100.000 habitantes). Aunque la tasa de homicidios ha descendido cuatro puntos en promedio en el grupo de países analizados desde 2000, las tendencias difieren ampliamente entre unos y otros países, con un descenso drástico en Colombia (-42 puntos), caídas considerables en Paraguay (-12 puntos) y Ecuador (-9 puntos), y subidas importantes en México (+18 puntos), Perú (+8 puntos) y Uruguay (+6 puntos).

Los homicidios solo representan una fracción de los riesgos de seguridad que encaran las personas y las tasas de victimización obtenidas a partir de datos facilitados en encuestas indican la prevalencia de otras amenazas para la seguridad que supone la delincuencia. Una medida de victimización, extraída de la encuesta del Latinobarómetro, considera la proporción de personas que respondieron “sí” a la pregunta: “¿Ha sido usted (o un miembro de su familia) agredido, atacado o víctima de un delito en los 12 meses anteriores?” De acuerdo con esta medida (Gráfico 3.18, panel B), México, Chile y Colombia se sitúan entre los países con mayores tasas de victimización de la región, que van del 33% en México al 19% en Paraguay. La tasa de victimización en los países analizados cayó del 43% en 2001 al 25% en 2018, en promedio, con una elevada volatilidad en la mayoría de los países. La victimización declarada a través de encuestas ya era baja en la República Dominicana en 2004 y, desde entonces, ha disminuido 3 puntos porcentuales. Por el contrario, es máxima en México (seguido de cerca por Chile), donde sin embargo se ha reducido a menos de la mitad en el plazo de 17 años.

En esta región, no se encuentran disponibles de forma sistemática datos comparables y pormenorizados sobre tipos de delitos específicos, aunque algunas encuestas nacionales sobre victimización ofrecen información útil. La forma más habitual de violencia en los países del grupo analizado sobre los que hay datos disponibles es el robo, que afecta a 1 de cada 10 personas en Perú (9,4%) y México (8,4%). La violencia física vinculada a lesiones es más habitual en Argentina (2,3%), que también presenta los niveles más altos de violencia psicológica (4%) y sexual (1,7%) (Gráfico 3.19).

Además del riesgo de ser víctima de delincuencia y violencia, la percepción que tienen las personas sobre su propia seguridad puede tener una importante repercusión en su bienestar, debido al aumento de su inquietud y ansiedad (OCDE, 2015[96]). En 2017-2019, el porcentaje de personas que afirmó sentirse segura al caminar a solas por la noche en los países analizados (44% en promedio) fue relativamente bajo en comparación con la OCDE (72%) (Gráfico 3.20). Antes de la pandemia de COVID-19, los datos más recientes disponibles mostraban que Ecuador y Paraguay eran los únicos países del grupo analizado en los que la mitad de la población declaraba sentirse segura al caminar a solas por la noche (50%), 15 puntos porcentuales más que en el país con peores resultados, Brasil (35%). La proporción de la población que se siente segura al caminar a solas por la noche se mantuvo prácticamente estable entre los períodos 2006-2009 y 2017-2019, aunque descendió en los países del grupo analizado en los que la situación ya era preocupante. Las tendencias a lo largo del tiempo varían según el país: se registraron descensos considerables en México (-11 puntos porcentuales), la República Dominicana (-6 puntos), Brasil y Colombia (-5 puntos), mientras que se observó una clara mejora en Ecuador (+9 puntos), Paraguay (+6 puntos) y Chile (+5 puntos). Los niveles se mantuvieron relativamente estables en Argentina, Uruguay, Perú y Costa Rica.

El temor a ser víctima de un delito puede mermar el bienestar de una persona, al afectar su comportamiento y su percepción de libertad para hacer las cosas que le gustan. La proporción de la población del grupo de países analizados que declaró que la delincuencia era la mayor amenaza para su seguridad personal, del 55%, duplicaba el promedio de la OCDE (22%) en 2019 (Gallup World Poll, 2021[97]). Las tasas registradas van del 39% de los consultados en Chile al 68% en Brasil.19 El Gráfico 3.21 muestra algunos de los comportamientos que se han visto frenados por el temor a la delincuencia en Argentina, México y Perú (los tres únicos países del grupo analizado sobre los que hay datos disponibles). En Argentina y México, la mayor parte de la población ha dejado de permitir que sus hijos salgan solos y de llevar dinero en efectivo. En estos tres países, una gran proporción de personas ya no sale nunca por la noche, un porcentaje que va del 39% en Perú a un 53% en México.

Cada año mueren en todo el mundo aproximadamente 1,35 millones de personas en accidentes de tráfico, y la mitad de estas muertes son de peatones, ciclistas y motociclistas, según la Organización Mundial de la Salud. Las tasas de mortalidad suelen ser más altas en los países de ingresos bajos y medios que en otros con ingresos superiores (OMS, 2020[98]). En 2019, el promedio del grupo de países analizados (18 muertes por 100.000 habitantes) duplicaba el promedio de la OCDE (9 muertes) (Gráfico 3.22). Ecuador fue el país que registró peores resultados, con 27 muertes por 100.000 habitantes que se debieron a las lesiones sufridas en accidentes de tráfico. La República Dominicana, Paraguay y Brasil también registraron más de 20 muertes por 100.000 habitantes. En el extremo opuesto, Argentina (14), Perú (14) y Chile (13) registraron las tasas de muertes por accidentes de tráfico más reducidas del grupo de países analizados, aproximadamente la mitad de la tasa observada en Ecuador. Las tendencias entre 2000 y 2019 han sido dispares entre los diferentes países, pues la mayoría de los que tienen mejores resultados (p. ej., Chile y Perú) sufrieron menos muertes por accidentes de tráfico que hace dos décadas, mientras que una serie de países con malos resultados (p. ej., Paraguay) sufrieron más. En Brasil, aunque descienden más que en cualquier otro país del grupo analizado, las muertes por accidentes de tráfico (21 por 100.000 habitantes) se mantienen por encima del promedio.

Los confinamientos prolongados en la región de América Latina y el Caribe mantuvieron a la población alejada de las calles, con consecuencias dispares en materia de delincuencia. Por una parte, redujeron la incidencia de algunos tipos de delitos (p. ej., los perpetrados contra la propiedad). El confinamiento obligatorio y el estricto control social en la región disminuyeron las oportunidades de comisión de delitos menores, como los atracos, además de que el riesgo de contagio disuadió a muchos delincuentes (Semple and Ahmed, 2020[99]). Durante el primer semestre de 2020, el 22% de los hogares de México sufrieron un robo, allanamiento o hurto, lo que contrasta con el 35% del año anterior (2019) (INEGI, 2020[100]), al tiempo que los delitos cometidos fuera de viviendas privadas se redujeron del 17% al 9%. Además, en enero de 2021, la población adulta manifestó un nivel de satisfacción con la seguridad más alto que un año antes, pese a mantenerse en una cifra relativamente baja (5,5 de 10 en 2021 frente a 5,2 en 2020) (INEGI, 2021[101]). En América Central, la tasa de homicidios por 100.000 habitantes disminuyó prácticamente un tercio en promedio, de 31 a 21, lo que se tradujo en 2.607 homicidios menos (Infosegura, 2021[102]).20 Sin embargo, los primeros datos contrastados muestran que, en otros países del grupo analizado, la violencia se mantiene como de costumbre. Por ejemplo, las comunidades rurales de Colombia fueron víctimas de conflictos armados incluso durante los confinamientos nacionales (El Espectador, 2020[103]), mientras que el número de homicidios se mantuvo estable en México tras la introducción de medidas de confinamiento, con niveles similares durante los primeros semestres de 2019 y 2020 (Gobierno de Mexico, 2020[104]; UNODC, 2020[90]).

La pandemia brindó además a los grupos que participan en actividades delictivas organizadas la oportunidad de consolidar su poder. En Brasil, México y Colombia, los cárteles y los grupos armados llevaron a cabo actividades de carácter benéfico (p. ej., entregar paquetes de comida básicos (Felbab-Brown, 2020[92])) durante los confinamientos, en un intento por ampliar su base social, e impusieron sus propias restricciones a las comunidades —independientes de las instituidas por los gobiernos nacionales (Asmann, 2020[91]). Aprovechando su capacidad para aplicar medidas esenciales en el ámbito local, estos grupos pueden aumentar su arraigo en las comunidades, lo que dificultará la recuperación del poder por parte de los gobiernos. Otras consecuencias de la pandemia, como el aumento de los niveles de pobreza y del desempleo juvenil, también pueden ofrecer a estos grupos una coyuntura en la que poder prosperar, al aumentar el atractivo de las actividades ilegales para los grupos vulnerables (Nugent, 2020[105]).

Los datos de la Encuesta Gallup Mundial sobre la proporción de la población que se siente segura al caminar a solas por la noche muestran, en promedio, una escasa variación en términos interanuales en 2020 con respecto a 2019 en el grupo de países analizados (del 45% en 2019 al 46% en 2020) (Gallup World Poll, 2021[97]). Sin embargo, estas cifras no reflejan tendencias divergentes entre los diferentes países. Por ejemplo, una caída de 7 puntos porcentuales en Chile (del 48% al 41%) y un aumento de 6 puntos en la República Dominicana (del 39% al 45%) y en Uruguay (del 46% al 52%).

Por último, al encontrarse cerrados muchos servicios, tiendas y oficinas, y en situación de autoaislamiento un porcentaje importante de la población, aumentó el número de personas que recurrió a la adquisición de bienes y servicios a través de Internet. Como consecuencia, las organizaciones criminales han pasado a perpetrar ataques mediante el uso de programas de secuestro maliciosos (ransomware), fraudes por Internet y métodos de suplantación de identidad a través del correo electrónico (phishing), que proliferaron por todos los países de América Latina durante la pandemia, y suponen un riesgo para la población, pero también para entidades bancarias y gobiernos (Austin, 2020[94]). Las denuncias de casos de violencia doméstica durante las primeras semanas de la cuarentena aumentaron en cuatro de los países del grupo analizado (Argentina, Chile, Colombia y México) (Statista, 2020[95]). Debido a las medidas de aislamiento y a la deficiencia de ingresos propiciada por las crisis sanitaria y económica, la situación podría agravar el riesgo de violencia y abusos en los hogares latinoamericanos. Los primeros datos contrastados indican que el número de llamadas a los servicios de ayuda de la región aumentó tras la cuarentena (López-Calva, 2020[106]): entre los ejemplos encontrados está el aumento del 32% en ese tipo de llamadas en Buenos Aires (Perez-Vincent et al., 2020[107]), tras la introducción de restricciones a la movilidad, y un aumento del 48% entre abril y julio de 2020 de las llamadas a los servicios de ayuda de Perú (Agüero, 2020[108]). Los datos de Línea Mujeres en Ciudad de México indican que el confinamiento tuvo una escasa repercusión en las llamadas relativas a casos de violencia interpersonal, pero sí que aumentaron las llamadas a los servicios de atención psicológica y descendieron las realizadas a los servicios jurídicos (Silverio-Murillo and Balmori de la Miyar, 2020[109]).

La tasa de homicidios es un indicador fundamental de los delitos con violencia, pero es solo la “punta del iceberg”. En el presente informe, esta cifra se ha complementado con la tasa de victimización obtenida a partir de datos facilitados en encuestas, para ofrecer una visión más amplia de cómo afecta la delincuencia a las personas. Se necesitan más datos de los registros policiales y las encuestas sobre victimización por delitos para abarcar una variedad más amplia de experiencias, puesto que la comparabilidad entre países de los datos existentes es limitada y actualmente no existe ningún repositorio central internacional. Además, las encuestas sobre victimización por delitos de la región muestran que pocas personas denuncian ante las autoridades competentes y que, cuando lo hacen, la mayoría de ellas afirman que su experiencia ha sido negativa. En Perú, por ejemplo, el porcentaje de delitos denunciados a la policía asciende a tan solo un 13% de todos los registrados y la insatisfacción al interponer dichas denuncias alcanza el 83%, siendo el motivo principal la inacción de las autoridades (UNODC, 2020[86]).

La percepción de seguridad afecta al bienestar y los comportamientos de la población. Sin embargo, los indicadores disponibles obtenidos a partir de la Encuesta Gallup Mundial tienen un reducido alcance (percepción de seguridad “al caminar a solas por la noche”). Tampoco existen indicios de los tipos de amenazas que puede temer la población ni sobre indicadores contextuales (tales como cohesión social, comportamientos incívicos o altercados en barrios), lo que limita la identificación de posibles instrumentos para la formulación de políticas públicas. Habida cuenta del alcance de la violencia en esta región, la generación de datos estadísticos comparables sobre inseguridad que abarquen la sensación que tienen las personas al respecto es un aspecto prioritario de los planes de América Latina en materia de estadística. Por lo tanto, el indicador que se utiliza en este informe tiene tan solo un carácter representativo, hasta que haya disponibles mejores datos sobre la calidad.

El alcance del indicador sobre la seguridad en carretera que se utiliza en este informe podría mejorar si se amplía para incluir también las lesiones por accidentes de tráfico (no letales). Sin embargo, en algunos países de América Latina, la capacidad institucional para dar seguimiento a los datos sobre accidentes de tráfico y las lesiones ocasionadas por estos sigue siendo limitada. Tampoco se incluyen en el conjunto de datos de este informe las muertes ocasionadas por conflictos.

Los datos contrastados sobre la repercusión de la pandemia de COVID-19 ponen de relieve determinados ámbitos clave en los que podrían mejorarse las medidas de seguridad de la población. La violencia doméstica es un aspecto importante de la seguridad que se destaca en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (la meta 5.2.1 se refiere a la violencia contra las mujeres y niñas en el ámbito privado). Sin embargo, los datos existentes a menudo proceden de encuestas especializadas que se llevan a cabo con una reducida periodicidad y se centran principalmente en las mujeres (y no en el conjunto de la población). Estas encuestas especializadas deben seguir además las medidas éticas y de seguridad necesarias para este tipo de investigación: los datos deben ser recabados por personal entrevistador que haya recibido formación y en un espacio privado en el que no se juzgue a las consultadas, haciendo las preguntas a una persona por hogar sin que esté presente su pareja (OMS, 2013[88]). En América Latina, solo cinco países (que también están en el grupo de países analizados para este informe) han realizado encuestas que se acercan al cumplimiento de estos criterios: Chile, Costa Rica, Ecuador, México y Uruguay (PNUD, 2017[110]). Una alternativa que han usado los países para recabar información de muestras representativas de la población es incluir un módulo sobre violencia doméstica en una encuesta ya existente. Este método ha sido utilizado por un total de 12 países de América Latina —y Ecuador es el único que también tiene una encuesta especializada, la “Encuesta Nacional Sobre Relaciones Familiares y Violencia de Género contra la Mujeres - ENVIGMU”— (PNUD, 2017[110]; INEC, 2019[111]).

Por último, la transformación digital en curso también conlleva nuevos riesgos para la seguridad de las personas. Tal como se ha mencionado anteriormente, cuando no existen marcos regulatorios, jurídicos y éticos efectivos, tanto los usuarios de Internet como las organizaciones pueden quedar expuestos a importantes riesgos económicos, sociales, emocionales e incluso físicos. Sin embargo, medir los riesgos de seguridad informática resulta difícil, porque los usuarios de Internet podrían no detectar actividades delictivas a través de la red y, en esta región, no existe actualmente ningún mecanismo de denuncia centralizado para las incidencias de seguridad en Internet de menor escala. Aunque es frecuente que los datos sobre delitos informáticos se obtengan a partir de encuestas, este sistema presenta límites metodológicos (OCDE, 2019[71]), lo cual implica que es necesario redoblar los esfuerzos para crear una medida más general y objetiva de los riesgos de seguridad informática.

La calidad del medioambiente afecta directamente a la salud de las personas a través de la calidad del aire, el agua y el suelo, y también de la presencia, densidad y toxicidad de sustancias peligrosas. La calidad del medioambiente también tiene un relevancia intrínseca para las personas que dan importancia a su belleza y valoran servicios que afectan a sus opciones vitales (p. ej., un lugar para vivir) (Balestra and Dottori, 2011[112]). Las personas también se benefician de los activos y servicios ambientales. El acceso a zonas verdes, en particular, se ha vinculado a numerosas ventajas como la relajación psicológica, la reducción del estrés, el aumento de la actividad física, la mitigación de la exposición a la contaminación atmosférica, del calor y del ruido excesivos, la mejora del capital social y las conductas respetuosas con el medioambiente (Oficina Regional para Europa de la OMS, 2016[113]; Engemann et al., 2019[114]).

La calidad del medioambiente depende de cómo se usen los recursos naturales y el suelo, pues las actividades que realiza el ser humano pueden contaminar, a través de subproductos que terminan en el suelo o en los ríos o los lagos, el océano y la atmósfera (CEPAL, 2010[115]). Los países de América Latina y el Caribe están dotados de una amplia base de recursos naturales (véase el Capítulo 4), en concreto minerales, reservas de petróleo, superficie forestal y terreno cultivable (Solbrig, 1998[116]). Además, las costas del Pacífico y el Atlántico Sur son fuente de grandes cantidades de alimentos de origen marino. Sin embargo, la región también encara algunos de los desafíos ambientales más peligrosos. La mayoría de las ciudades se enfrentan a problemas de gran calado en cuanto a calidad del aire, a consecuencia del crecimiento urbano, las emisiones del transporte y el consumo de energía. Estos factores, junto con unos vehículos relativamente ineficientes, normas deficitarias sobre combustibles y la combustión de biomasa para cocinar y para los sistemas de calefacción, contribuyen aún más a la producción de niveles alarmantes de MP2,5 (NRDC, 2014[117]; CAF, 2015[118]; IQ Air, 2019[119]). Otras de las dificultades son la contaminación del agua por la erosión del suelo y los residuos industriales (CEPAL, 2010[115]; UNEP, 2018[120]), además de la deforestación (que se trata en el Capítulo 4). Por último, aunque América Latina ha tenido una escasa responsabilidad histórica con respecto a las emisiones de gases invernadero, presenta una enorme exposición a algunas de sus consecuencias, entre ellas los fenómenos climáticos extremos. El aumento del nivel del mar, por ejemplo, podría tener consecuencias dramáticas en las islas del Caribe durante el próximo siglo, además de que los ciclones tropicales de alta intensidad preocupan enormemente a los países de América Central. Asimismo, se prevé que la subida de las temperaturas agrave las sequías en zonas como el noroeste de Brasil (FIDA, 2020[121]). En esta sección se tratan los aspectos ambientales principales que inciden en el bienestar de la población según los datos disponibles en la región. Las mayores amenazas para el medioambiente vinculadas al capital natural, tales como las especies en peligro, el estrés hídrico y las emisiones de gases de efecto invernadero, se tratan en el Capítulo 4 sobre los recursos para el bienestar futuro.

Los primeros datos contrastados indican que la pandemia de COVID-19 ha mejorado la calidad del aire exterior en muchos sentidos, lo que podría beneficiar a un gran número de personas consideradas entre la población más vulnerable. No obstante, estos beneficios podrían tener un corto recorrido, ya que, conforme los países se recuperen de la pandemia, la reanudación de los viajes en avión, los desplazamientos de las personas dentro de las ciudades y entre estas, y la recuperación de los niveles de producción de las fábricas redundarán en un aumento de la contaminación atmosférica exterior. Los sistemas ineficientes de tratamiento de residuos de la región también son motivo de preocupación, habida cuenta de los nuevos residuos peligrosos que se han generado durante el brote.

La contaminación atmosférica es uno de los principales riesgos ambientales más inmediatos para la salud de las personas en el continente americano (OMS, 2016[122]). En América Latina y el Caribe, en particular, fenómenos como los incendios forestales descontrolados, el uso generalizado de madera para los sistemas de calefacción y para cocinar, así como el aumento del número de vehículos (CAF, 2019[123]) están generando una elevada exposición de la población a la contaminación atmosférica interna y externa. Las fuentes de contaminación atmosférica varían dentro de los países y también entre estos, al igual que la gravedad del riesgo que corre la población.21 Entre los costos que puede acarrear tal coyuntura están un descenso de la esperanza de vida, un aumento de los costos de atención sanitaria y una menor productividad laboral. Otras consecuencias son una menor producción agrícola y daños a los ecosistemas (OCDE, 2017[124]).

La materia particulada fina (PM2.5) es un contaminante atmosférico habitual que se inhala y puede provocar patologías graves, entre ellas enfermedades cardiovasculares y respiratorias (OCDE, 2020[39]). En el grupo de países analizados, cerca del 90% de la población está expuesta a niveles de MP2.5 superiores al primer nivel umbral de la OMS de riesgo para la salud de las personas (10 microgramos por metro cúbico) (OMS, 2006[125]) (Gráfico 3.23, panel A). No obstante, se pueden usar diferentes umbrales de exposición para evaluar la contaminación atmosférica a distintos niveles de gravedad y descubrir así una imagen matizada de la situación que se vive en cada país. Por ejemplo, en Ecuador, México y Costa Rica, el porcentaje promedio de la población expuesta a niveles de contaminación atmosférica por materia particulada fina por encima de 15 microgramos/m3 supera el 97%, aunque menos del 9% está expuesta a niveles superiores a 25 microgramos/m3 (es decir, la cifra es menor que los promedios del grupo de países analizados y la OCDE, del 14% y el 11%, respectivamente). Por el contrario, en Perú, Chile y Colombia, más de un 40% de la población está expuesta al nivel umbral máximo —que afecta a menos de un 1% de la población en cinco de los otros siete países analizados—.

Aunque la exposición media promedio a MP2,5 resulta menos sencilla de interpretar, constituye una medida útil para valorar los cambios en la contaminación atmosférica a lo largo del tiempo en oposición al porcentaje de la población expuesta a determinados umbrales, puesto que la proporción de la población que se traslada de un extremo de un umbral a otro puede alterar la tendencia de la exposición total. Entre los años 2000 y 2019, la exposición media a MP2,5 cayó un 9% en promedio en el grupo de países analizados. La mayores mejoras se registraron en Brasil, Paraguay, México y Colombia, donde los niveles cayeron un 20% o más. Por el contrario, la exposición media promedio a MP2,5 aumentó ligeramente en Perú (11%) y Ecuador (6%) (Gráfico 3.23, panel B).

La contaminación atmosférica se asocia generalmente con la urbanización, la industria y el transporte. Sin embargo, la combustión de biomasa procedente de las cocinas de los hogares y la agricultura contribuyen a la contaminación atmosférica local de forma considerable (Brezzi and Sanchez-Serra, 2014[128]). Por lo tanto, la exposición a la contaminación atmosférica y sus causas varían enormemente en función de si las personas viven en ciudades o en zonas rurales, o en países desarrollados o en desarrollo. El siguiente grupo de estimaciones se basa en fronteras políticas y administrativas establecidas por unidades de redes territoriales y en las Global Administrative Unit Layers (GAUL), elaboradas por la OCDE y la FAO respectivamente (OCDE, 2020[129]; FAO, 2021[130]).

Según las estimaciones de 2019, en el 90% de las regiones de los países seleccionados, la exposición anual promedio a la contaminación atmosférica fue superior al máximo recomendado por la Organización Mundial de la Salud de 10 μg/m3 (Gráfico 3.24). Del 10% de regiones restante, más de la mitad se encontraban en Uruguay, el único país del grupo analizado en el que la exposición total es inferior al umbral marcado por la OMS.22 En algunas regiones de Perú se encuentran valores muy elevados de exposición a materia particulada, pues en ese país, 20 regiones tienen una exposición promedio anual superior a 25 µg/m3, aunque ocurre lo mismo en Colombia (8) y Chile (6). Como muestra el Gráfico 3.24, se pueden observar disparidades regionales relativamente amplias en Chile, Perú, Colombia y Argentina (por encima de 15 µg/m3), en oposición a países como Uruguay, Paraguay y Costa Rica (por debajo de 5 µg/m3). Aisén del General Carlos Ibáñez del Campo, la región más contaminada de Chile, es también la región más contaminada de los países del grupo analizado y la OCDE, de acuerdo con esta medida. La región situada más al sur de Chile, Magallanes, es la menos contaminada del grupo de países analizados, con una exposición media de la población a MP2,5 de 6 µg/m3, es decir un tercio del promedio del grupo de países analizados (18 µg/m3).23

América Latina y el Caribe es una región vulnerable a los peligros naturales. Entre 2000 y 2019, fue la segunda región del mundo más golpeada por fenómenos naturales, con un total de 152 millones de personas afectadas por 1.205 catástrofes naturales, siendo las más habituales las inundaciones (OCHA, 2019[131]). La región se encuentra expuesta a una gran diversidad de catástrofes: entre 1990 y 2020, se registraron 1.412 catástrofes, provocadas por peligros naturales, un 87% de las cuales estaban relacionadas con el clima (a saber, desplazamientos de masas húmedas, tormentas, inundaciones, incendios y temperaturas extremas) y un 13% fueron geofísicas (desplazamientos de masas secas, erupciones volcánicas y terremotos).24 Las inundaciones fueron las catástrofes más frecuentes y afectaron a cerca de 40 millones de personas. Pese a ser menos frecuentes, las sequías afectaron a cerca de 70 millones de personas (CEPAL, 2021[132]).25

Se ha demostrado que el cambio climático está empeorando una serie de fenómenos adversos relacionados con el clima en la región (OCDE, 2019[133]). Como se observa en la sección Vivienda del capítulo anterior, América Latina es una de las regiones más urbanizadas del planeta y se prevé que sus áreas metropolitanas corran un mayor riesgo en los próximos años (Fisher and Gamper, 2017[134]). Las ciudades de esta región se sitúan además entre las más desiguales del mundo, al ser el hogar de una mayor concentración de población pobre y, por lo tanto, vulnerable, que puede estar expuesta a peligros naturales (Hardoy and Pandiella, 2009[135]; Fisher and Gamper, 2017[134]). Un amplio porcentaje de la expansión urbana que ha tenido lugar en América Latina en las últimas décadas se ha producido por laderas de montañas, planicies pluviales y otras zonas vulnerables a marejadas o tormentas estacionales (Warn and Adamo, 2014[136]). Algunos ejemplos son ciudades como Quito, en Ecuador (construida en empinadas pendientes al pie del volcán Pichincha) y Santa Fe, en Argentina (que se expande por la planicie pluvial del Río Salado) (Hardoy and Pandiella, 2009[135]). Dentro de las zonas urbanizadas, en muchos de los barrios más afectados residen grupos con bajos ingresos en asentamientos precarios que carecen de acceso a servicios e infraestructuras (OCDE, 2019[133]).

En 2017-2018, el número de fallecidos, personas desaparecidas y afectados directos por catástrofes fue ligeramente inferior al de 2005-2006, aunque durante el período 2009-2010, esta cifra registró un máximo (Gráfico 3.25, panel A), debido fenómenos reiterados de “El Niño-Oscilación del Sur” en los períodos 2006-2007 y 2009-2010 (Cai et al., 2020[137]), junto a fuertes terremotos en Haití y Chile en 2010. En un contexto en el que los datos son tan volátiles y experimentan repuntes frecuentes, analizar cambios puntuales en años concretos puede resultar confuso, motivo por el cual se han agrupado los datos en diferentes años en el Gráfico 3.25, panel B. Durante el período 2012-2018, el número de personas que fallecieron, desaparecieron o se vieron directamente afectadas por catástrofes se situó en 534 personas por 100.000 habitantes en los países analizados, una cifra próxima al promedio regional (524) (Gráfico 3.25, panel B). Sin embargo, esta cifra en Paraguay (1222) es 10 veces superior a la de Chile (112). Con todo, Chile es uno de los tres países del grupo analizado que ha registrado la mayor caída (junto con Colombia y México) si se comparan los datos de 2012-2018 con los de 2005-2011. Este descenso puede atribuirse a repuntes ocasionados por determinados sucesos acaecidos durante el período, como el terremoto de 2010 en Chile, o las inundaciones de Colombia y México (CERF, 2007[138]; IFRC, 2010[139]; IFRC, 2011[140]). Argentina puede sufrir intensas tormentas, con abundantes precipitaciones y episodios violentos de viento y granizo, lluvias torrenciales y tormentas eléctricas que pueden ocasionar incendios forestales. Es uno de los países del grupo analizado en el que el número de personas fallecidas, desaparecidas o directamente afectadas por catástrofes aumentó entre los períodos 2005-2011 y 2012-2018, al registrarse tormentas especialmente mortíferas en 2013 y 2015 (IFRC, 2013[141]; IFRC, 2013[141]; Penn State, 2020[142]). No obstante, los datos contrastados de este indicador deben interpretarse con cautela debido a diferencias metodológicas entre los sistemas de presentación de informes. Por tanto, los países en los que el cambio es más visible a lo largo del tiempo podrían tan solo informar de los datos de manera más precisa, y no estar más o menos preparados para hacer frente a catástrofes de origen natural.

Prácticamente 9 de cada 10 latinoamericanos del grupo de países analizados se encuentran expuestos a un nivel de contaminación atmosférica por materia particulada que constituye un riesgo para su salud (Gráfico 3.24). Además, estos elevados niveles de contaminación atmosférica pueden ser un factor de riesgo que empeore los resultados en el caso de contraer el coronavirus (Pozzer et al., 2020[145]; Wu et al., 2020[146]). En 2010, la contaminación atmosférica exterior antes de la pandemia provocó más de tres millones de muertes prematuras en todo el mundo, con una mayor incidencia en ancianos y niños. Las proyecciones de la OCDE indican que esta cifra se duplicará, o incluso se triplicará, de aquí a 2060 (OCDE, 2016[147]). Los datos muestran que las concentraciones de dióxido de azufre y dióxido de nitrógeno en la atmósfera en las ciudades de América Latina disminuyeron durante las cuarentenas —sobre todo al principio—, mientras que los niveles de MP2,5 no muestran una tendencia general clara ni antes del período de restricciones ni durante este (CEPAL, 2020[148]). El descenso de la contaminación atmosférica aliviará temporalmente los problemas de las personas con afecciones respiratorias o asma, que se consideran más susceptibles al COVID-19, además de reducir los efectos secundarios negativos de la contaminación, como son el aumento de la inflamación y el descenso de la inmunidad (Glencross et al., 2020[149]). No obstante, a medida que los países comiencen a recuperarse de la pandemia, la reanudación de los viajes en avión, los desplazamientos de las personas dentro de las ciudades y entre estas, y la recuperación de los niveles de producción de las fábricas redundarán en un aumento de la contaminación atmosférica exterior (OCDE, 2020[150]).

Aunque la contaminación del aire ambiente durante los confinamientos por la pandemia está bastante bien documentada (Amoatey et al., 2020[151]), los estudios sobre la contaminación atmosférica interior son relativamente escasos —en particular, en América Latina y el Caribe—. Sin embargo, constituye un importante problema en los países de ingresos bajos y medios, y si las personas pasan más tiempo en sus hogares, la importancia de la contaminación atmosférica interior adquiere nueva relevancia, pues la población estará más expuesta a ella (Du and Wang, 2020[152]). De acuerdo con los datos contrastados extraídos de estudios internacionales, entre los factores importantes que pueden incidir en la contaminación atmosférica interior están el consumo de combustibles en el hogar o de combustibles para la calefacción o para cocinar (Shen et al., 2017[153]; Du et al., 2018[154]), cocinar con aceite (Zhao et al., 2019[155]), fumar (Kanchongkittiphon et al., 2015[156]) y el uso de sistemas domésticos de ventilación o aire acondicionado (Zhang et al., 2011[157]; Liu et al., 2018[158]).

Un servicio básico, la gestión efectiva y sensata desde el punto de vista ambiental de los residuos, resulta especialmente importante a la hora de responder a emergencias como la pandemia de COVID-19. Durante el brote, surgieron diversos tipos de riesgos adicionales (como los residuos médicos), entre ellos guantes, mascarillas y equipos de protección. Las instalaciones de tratamiento de residuos de la región presentan importantes deficiencias y una gestión insensata de este tipo de residuos podría tener efectos colaterales imprevistos en el medioambiente, así como en la salud de la población. Se han identificado varias medidas como prioridades regionales en materia de política ambiental durante la fase de recuperación pos-COVID-19, entre ellas el cierre progresivo de vertederos, aumentar la capacidad de tratamiento de residuos sanitarios, fortalecer la resiliencia del sector de los residuos, dar prioridad a los enfoques circulares y promover marcos institucionales para una gestión sostenible de los residuos (UNEP, 2020[159]).

La protección de la biodiversidad de la región será esencial en el proceso de recuperación de la pandemia. Tal como se comenta de forma pormenorizada en el Capítulo 4 sobre recursos para el bienestar futuro, América Latina es una de las regiones más importantes del mundo en cuanto a biodiversidad y ecosistemas. La biodiversidad es un pilar del bienestar actual y futuro, así como de la prosperidad económica, y resulta fundamental que sea un componente clave de los planes regionales de respuesta al COVID-19 y posterior recuperación (OCDE, 2018[160]). Su protección también es vital para evitar la próxima pandemia, ya que cerca de tres cuartas partes de las enfermedades contagiosas que aparecen en los seres humanos proceden de otros animales. La explotación de los animales salvajes y el aumento de los cambios en el uso del terreno aumentan el riesgo de que surjan enfermedades contagiosas, al acercar los animales domésticos y las personas a animales salvajes portadores de patógenos y alterar procesos naturales que contribuyen a mantener las enfermedades bajo control (OCDE, 2020[161]).

Un conjunto idóneo de indicadores sobre la calidad del medioambiente en América Latina y el Caribe facilitaría información sobre el acceso de la población a servicios e infraestructuras ambientales (OCDE, 2020[39]), en particular en relación con la calidad del agua y con zonas verdes de recreo. Esto último es aún más pertinente en el contexto del COVID-19, puesto que debido a las condiciones de los confinamientos, se ha restringido la movilidad, y los parques y espacios públicos podrían estar cerrados. Tal como se menciona en la sección sobre Vivienda del Capítulo 2 de este informe, América Latina es una de las regiones más urbanizadas del mundo y sus ciudades suelen verse afectadas por una segregación social y espacial (Loret de Mola et al., 2017[162]). Durante la pandemia, muchas familias urbanas de América Latina se confinaron en apartamentos pequeños cuya construcción es, a menudo, deficiente. El acceso a servicios básicos en estas condiciones constituye claramente una preocupación principal, pero también el acceso a zonas verdes, puesto que se ha vinculado con numerosos beneficios para la salud y el bienestar, entre ellos la relajación psicológica, la reducción del estrés, el aumento de la actividad física, la mitigación de la exposición a la contaminación atmosférica, del calor y del ruido excesivos, la mejora del capital social y las conductas responsables con el medioambiente (Oficina Regional para Europa de la OMS, 2016[113]; Engemann et al., 2019[114]). Pese a que actualmente no existe una definición universalmente aceptada de zona verde,26 estudios recientes han ayudado a evaluar el acceso a zonas verdes en las ciudades europeas usando datos satelitales (Poelman, 2018[163]). El método en el que se basan determina una zona situada a una distancia que se pueda caminar fácilmente —a 10 minutos a pie (a una velocidad promedio de 5 km por hora)— cerca de un polígono habitado de Urban Atlas (Copernicus Land Monitoring Service, 2021[164]). Las zonas urbanas se definen como ciudades con un casco urbano de 50.000 habitantes como mínimo (Dijkstra and Poelman, 2012[165]).

La exactitud de las estimaciones sobre exposición a la contaminación atmosférica que se muestran en este capítulo fluctúa de manera considerable según el lugar del que se trate. En todo el mundo, la exactitud es especialmente deficiente en zonas con pocas estaciones de seguimiento y, en general, es buena en regiones con densas redes de estaciones de seguimiento (p. ej., en las economías más avanzadas) (Shaddick et al., 2018[166]). Por otra parte, en el caso de algunas regiones, singularmente zonas nevadas, las islas pequeñas y las zonas costeras, no hay estimaciones de la concentración de MP2,5 relativas a parte de la región, porque las mediciones por satélite de la profundidad óptica de aerosoles no son fiables en zonas en las que la cubierta terrestre dominante es muy reflectante (Mackie, Haščič and Cárdenas Rodríguez, 2016[167]).

Las desigualdades en cuanto a exposición a la contaminación atmosférica, en especial en función del género, la edad y la educación, son difíciles de presentar debido a la naturaleza de los datos —que se recaban a niveles espaciales cada vez más precisos, pero no pueden atribuirse a personas u hogares específicos (y, por lo tanto, no se pueden desglosar de acuerdo con las características de los hogares y las personas)—. En 2018, la OCDE puso en marcha el proyecto “The Geography of Well-Being”, destinado a crear una completa base de datos con la exposición a riesgos ambientales desglosada por condición socioeconómica, usando métricas armonizadas entre diferentes países, y que puede considerarse un primer paso en este sentido (OCDE, 2020[39]).

El compromiso cívico permite a la población manifestar su opinión y contribuir a la vida política de su sociedad. La manifestación de las ideas políticas es una de las libertades y los derechos básicos que la población tiene motivos para valorar (Sen, 1999[168]). Es más probable que las personas respalden una decisión y la consideren justa cuando han tenido la oportunidad de participar en ella (Stutzer and Frey, 2006[169]). El compromiso cívico también puede aumentar la sensación que tiene la población de eficacia personal y control sobre sus vidas (Barber, 1984[170]), además de conferirles un sentido de pertenencia a su comunidad, confianza en los demás y un sentimiento de inclusión social.

Con algunas excepciones, América Latina ha avanzado de manera considerable en lo que se refiere a otorgar a los ciudadanos la posibilidad de manifestar su opinión política, al alejarse en las últimas dos décadas de las dictaduras militares, las violaciones de los derechos humanos y los conflictos internos. De hecho, la mayoría de la población de América Latina vive actualmente en una democracia y, según una evaluación reciente de Economist Intelligence Unit, las democracias de Costa Rica y Uruguay se sitúan entre las más sólidas del mundo (EIU, 2020[171]).

No obstante, la insatisfacción con la esfera pública ha sido motivo de disturbios sociales en los últimos años, a menudo en relación con la limitada capacidad del Estado para garantizar su monopolio de la violencia y dirigir sus instituciones de acuerdo con el imperio de la ley (CEPAL, 2021[172]) Esta insatisfacción podría socavar la gobernanza y la forma en que funcionan las democracias: por ejemplo, la proporción de la población que ha manifestado su opinión a un funcionario público ha caído desde aproximadamente 1 de cada 5 personas a 1 de cada 6 en los países del grupo analizado durante la pasada década. Tal como se describe en la sección sobre Ingresos y consumo del Capítulo 2, el escaso avance en la reducción de la desigualdad durante la pasada década ha afectado la percepción que tiene la población sobre la justicia en sus sociedades, así como su confianza en las instituciones públicas (CEPAL, 2013[42]; Busso and Messina, 2020[173]). Esta percepción de ausencia de justicia y legitimidad en las democracias de América Latina contribuye a la creencia de que las élites económicas y políticas disfrutan de privilegios que se le niegan a la mayoría de los ciudadanos, y que las instituciones públicas son coto de unos pocos grupos poderosos que las emplean en su propio beneficio.

Desde 2019, varios países de la región experimentaron una oleada de movilizaciones y protestas ciudadanas, lideradas normalmente por jóvenes que exigían un cambio, en particular con respecto a las desigualdades estructurales persistentes y a la sensación de que los gobiernos no atendían las necesidades de todos los ciudadanos. Actualmente, reviste suma importancia satisfacer las expectativas ciudadanas, puesto que los segmentos más vulnerables de la sociedad han sido los más golpeados por la crisis. Los gobiernos deben dar prioridad a una participación del público efectiva, inclusiva y no discriminatoria en la toma de decisiones, a fin de garantizar la legitimidad institucional, la manifestación de las ideas políticas y la estabilidad a largo plazo.

La forma más fundamental de implicación democrática es la participación en las elecciones nacionales. La participación electoral difiere enormemente entre los diferentes países analizados, lo cual refleja en parte las divergencias entre los sistemas electorales, entre otras la imposición del voto obligatorio.27 En los últimos años, la participación electoral osciló entre el 47% de Chile (donde no es obligatorio votar desde 2012) y el 90% de Uruguay (donde sí es obligatorio e incluso se imponen sanciones) (Gráfico 3.26, panel. A). En promedio, 7 de cada 10 personas inscritas en el censo electoral en el grupo de países analizados participaron en las últimas elecciones (70%), una proporción que se ha mantenido relativamente estable durante las últimas dos décadas. Esta estabilidad enmascara incrementos de entre 6 y 7 puntos porcentuales en Argentina, México y Colombia, y un aumento de 17 puntos en Ecuador. Aunque en el momento álgido de la pandemia de COVID-19, la participación electoral en Ecuador superó considerablemente la registrada hace 20 años, fue muy inferior en Perú (-8 puntos porcentuales) y la República Dominicana (-21) (IDEA, 2021[174]).28

No obstante, el voto es solo un elemento de expresión política y el contacto con los funcionarios públicos también es una forma importante de compromiso cívico (OCDE, 2020[39]). En el grupo de países analizados, la proporción de la población que declara haber manifestado su opinión a un funcionario público era 3 puntos porcentuales inferior a la de los países de la OCDE en 2017-2019, del 16% en promedio (Gráfico 3.26, panel. B). Durante este período, las proporciones se situaron entre el 10% de Argentina y el 22% de Colombia. Desde 2006-2009, el único país que registró un aumento fue Paraguay (de 5 puntos porcentuales), lo que elevó su proporción ligeramente por encima del promedio del grupo de países analizados. La proporción de la población que declara haber manifestado su opinión a un funcionario público se mantuvo relativamente estable en Ecuador y Uruguay, así como en Argentina, cuya cifra se situó entre las más bajas del grupo de países analizados. En el resto del grupo analizado, la proporción de la población que manifestó su opinión a un funcionario descendió considerablemente entre 2006-2009 y 2017-2019, en particular en Colombia y Costa Rica, donde cayó 10 puntos porcentuales o más y, aun así, siguió siendo relativamente elevada.

Pese a que los 11 países del grupo analizado son democracias electorales, su experiencia democrática suele ser relativamente reciente y sigue existiendo la sensación de que el proceso político está dominado por grupos poderosos que pocas veces rinden cuentas sobre las decisiones que adoptan. Ante la pregunta “En términos generales, ¿diría que su país está gobernado por unos pocos grupos poderosos en su propio beneficio o que se gobierna en beneficio de toda la población?”, 4 de cada 5 personas (81%) del grupo de países analizados se decanta por la primera opción, en promedio y, en el caso de Brasil, este porcentaje alcanza prácticamente el 90%. Chile, Costa Rica y Uruguay son los únicos países en los que esta cifra se sitúa en el 75% o menos (Gráfico 3.27).

La proporción de la población que considera que su país está gobernado por unos pocos grupos poderosos en su propio beneficio aumentó en ocho países del grupo analizado entre 2004 y 2018 y se mantuvo relativamente estable (en niveles altos) en la República Dominicana y Perú, mientras que en Uruguay descendió del 78% al 64%. Entre los aumentos más destacados que se registraron entre estos dos años están los casos de Argentina (11 puntos porcentuales), Colombia (21 puntos) y Brasil (25 puntos) (Gráfico 3.27).

La pandemia de COVID-19 ha alterado los procesos electorales de una serie de países latinoamericanos y ha provocado el aplazamiento de las citas electorales en Chile, la República Dominicana, Paraguay y Uruguay. Incluso en los casos en los que llegaron a celebrarse elecciones, hubo perturbaciónes importantes, desde cambios en la participación electoral hasta dificultades para que los candidatos hiciesen campaña (Querido, 2020[175]). Además, cada país adoptó su propio método de introducción de medidas de seguridad cautelares, que generalmente incluían el mantenimiento de la distancia social, el uso de mascarillas, la desinfección, el control de la temperatura y los lápices de un solo uso para votar (IDEA, 2020[176]). Algunos países también ampliaron el horario de votación, aumentaron el número de colegios electorales, ofrecieron colegios electorales móviles o incluso realizaron los preparativos necesarios para que se pudiese votar de manera anticipada, en especial en el caso de determinados grupos en situación de riesgo (Asplund et al., 2021[177]; López-Calva, 2021[178]).

Aunque estos preparativos especiales para votar resultaron útiles para mitigar los efectos de la crisis sanitaria en los calendarios electorales, no se aplicaron de manera sistemática en los distintos países de América Latina. Los casos en los que esto resultó especialmente problemático fueron, entre otros, los períodos de cuarentena para los votantes que recientemente habían regresado del extranjero o habían dado positivo en una prueba y a los que, en consecuencia, se privó de su derecho de voto (Asplund et al., 2020[179]).

Según los primeros datos contrastados, obtenidos de 14 elecciones parlamentarias y presidenciales, la pandemia puede haber afectado la conducta de voto de la región (López-Calva, 2021[178]). Si se comparan las elecciones que tuvieron lugar durante la pandemia con los promedios históricos, la participación electoral mostró un leve incremento en la mitad de los países, y se redujo en la otra mitad. Sin embargo, si se comparan con elecciones anteriores, la mayoría de estos países (11) vieron reducida la participación electoral y, si se comparan con los promedios históricos o elecciones anteriores, estos descensos fueron superiores a los incrementos (López-Calva, 2021[178]). Sería importante que, cuando corresponda, se analicen también más detenidamente los datos desglosados, para valorar los cambios en el comportamiento de los votantes de diferentes grupos de población.

Pese a que puede haber varios factores transversales subyacentes a estas conclusiones, un punto de partida para la reflexión es que la confianza en los procesos electorales ya era frágil antes de la pandemia (LAPOP, 2021[180]), en un contexto de creciente malestar social. Aunque en el período 2009-2013 hubo indicios de un mayor optimismo y confianza, el desencanto y la polarización política han ido en aumento en los últimos años (CEPAL, 2021[172]). Los países que han reducido las oportunidades de participación del público en la adopción de decisiones deberían invertir dicha tendencia, observando las ventajas que ofrece una gobernanza más inclusiva, el empoderamiento de los ciudadanos y, en consecuencia, una mayor legitimidad del gobierno.

El espacio cívico está considerado como un componente central de cualquier sociedad democrática y abierta, y está protegido por las libertades fundamentales de asociación, reunión y expresión (OCDE, 2020[181]; CIVICUS, 2021[182]). En toda la región, determinadas respuestas de emergencia para contener la pandemia han derivado, en ocasiones, en una restricción de las libertades (OCDE, 2020[181]; ICNL, 2021[183]). Resulta fundamental que estas medidas se sometan a cláusulas de extinción (es decir, que se limiten en el tiempo) y sean estrictamente proporcionales, a fin de proteger el espacio cívico y permitir que se restaure la participación pública cuando corresponda. Los datos contrastados indican que existe una correlación positiva entre la protección del espacio cívico y los niveles de desarrollo económico y humano de un país (BTEAM, 2021[184]). Entre los ejemplos de posibles amenazas para el espacio cívico durante la pandemia en América Latina están la menor capacidad de los ciudadanos para manifestar colectivamente su opinión sobre las respuestas del gobierno —puesta de manifiesto por las denuncias de abuso de la fuerza—, así como las restrictivas normas en materia de desinformación en relación con el COVID-19 sobre la libertad de expresión (OCDE, 2020[181]; CIVICUS, 2021[185]; ICNL, 2021[183]).

Por último, los datos de 2020 de la Encuesta Gallup Mundial sobre la proporción de la población que ha manifestado su opinión a un funcionario muestran, en promedio, una variación relativamente escasa en términos interanuales con respecto a 2019 en el grupo de países analizados (del 17% ambos años) . Este indicador aumentó 5 puntos porcentuales, hasta alcanzar el 21%, en Brasil, pero descendió en esa misma medida en Colombia y Costa Rica, hasta el 19% y el 16%, respectivamente (Gallup World Poll, 2021[97]).

Un grupo idóneo de indicadores sobre compromiso cívico mediría si los ciudadanos participan en una serie de actividades cívicas y políticas importantes que les permitan definir la sociedad en la que viven. En democracias que funcionan correctamente, el compromiso cívico configura las instituciones que rigen la vida de las personas. La calidad de estas instituciones per se se trata en la sección sobre Capital social del Capítulo 4.

Ejercer el voto es la forma más tradicional de expresión política. Al igual que expresar la opinión propia ante un funcionario público, también son importantes otros métodos de expresión ciudadana, como firmar una petición, asistir a una reunión o manifestación política y participar en campañas o protestas a través de las redes sociales (Boarini and Díaz, 2015[186]). El Manual del Grupo de Praia de Estadísticas sobre Gobernanza de 2020 (ONU, 2020[187]) ofrece pautas para las oficinas de estadística sobre cómo medir la participación política, así como sobre otros aspectos de la gobernanza. Sin embargo, los datos oficiales comparables en este ámbito todavía están muy poco desarrollados. Con respecto a los países europeos, se encuentran disponibles medidas comparables de estas formas de participación (gracias a la Encuesta Europea sobre Calidad de Vida) y, de cara al futuro, serían enormemente pertinentes medias similares relativas a América Latina y el Caribe, en particular tras los disturbios sociales registrados en 2019. Análisis basados en 30 países europeos muestran que las actitudes de la población con respecto a su capacidad para influir en la vida política y participar en ella —o a su “eficacia política”— inciden en su comportamiento político, que abarca distintas formas de participación (Prats and Meunier, 2021[188]).

Otros datos utilizados en países de la OCDE en relación con este campo de estudio proceden de encuestas acerca de “tener influencia sobre la acción del gobierno”. El indicador utilizado en la publicación de referencia ¿Cómo va la vida? (OCDE, 2020[39]) se ha obtenido de la PIAAC, que solo se realiza cada 10 años y cuyas últimas ediciones principales fueron llevadas a cabo por la OCDE en 2012. La Encuesta Social Europea (ESS), que se realiza cada dos años, incluye una pregunta similar (“¿En qué medida diría usted que el sistema político en [país] permite que las personas como usted tengan algo que decir en lo que hace el gobierno?”), pero solo abarca los países europeos. En futuras ediciones, la PIAAC empleará también una pregunta con una redacción similar para aumentar la comparabilidad. Hasta ahora, la medida sobre tener influencia en la acción del gobierno incluida en el informe ¿Cómo va la vida? se refiere únicamente a una creencia en la capacidad de respuesta (externa) de las instituciones públicas y los funcionarios públicos a las demandas de los ciudadanos, pero dejando al margen la sensación (interna) de tener competencia personal para participar en la política (Hoskins, Janmaat and Melis, 2017[189]). Sin embargo, el informe Panorama de las Administraciones Públicas de la OCDE también incluye una medición de la eficacia política interna de los países europeos (OCDE, 2019[190]). En la revisión de 2019 de la lista del Grupo Interinstitucional y de Expertos sobre los Indicadores de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, se añadieron aspectos tanto internos como externos en el marco del Objetivo 16 (Paz, justicia e instituciones sólidas) (OCDE, 2020[39]; ONU, 2020[191]). Los análisis de la exactitud y la validez de las medidas de eficacia política disponibles mostraron que estos indicadores podían expandirse a otras regiones fuera de Europa (González, 2020[192]).

Las relaciones sociales son esenciales para el bienestar de la población. Más allá del placer intrínseco que sienten las personas al pasar tiempo con otras, quienes cuentan con amplias redes de apoyo tienen mejor salud, suelen vivir más tiempo y tienen más probabilidades de conseguir un empleo. La ausencia de relaciones sociales, por el contrario, empeora la salud física y mental de las personas (Cacioppo, Hawkley and Thisted, 2010[193]).

Estudios sobre las relaciones sociales en América Latina destacan la relevancia de la amistad para las personas en su empeño por salir de la pobreza (Garcia et al., 2016[194]). Más concretamente, las relaciones sociales inciden de manera importante en las estrategias de supervivencia de los hogares vulnerables para mitigar la pobreza. El sentido de comunidad y “unión” en las sociedades de América Latina queda demostrado por el gran valor que se le otorga a la familia y los amigos, y su influencia en las decisiones vitales de las personas (Husted, 2002[195]). De igual manera, las redes informales suelen ser un vector en relación con la transferencia de recursos entre amigos y familiares (Uthoff and Beccaria, 2007[196]). En términos de comportamiento económico, los autores mencionan además que los latinoamericanos prefieren entablar amistad a participar en operaciones comerciales (Ogliastri, 1997[197]). En otras esferas de la vida como la salud, el apoyo social de los amigos tiene una influencia positiva en el cuidado de las enfermedades crónicas, por medio de apoyo informativo, material, emocional y afectivo (Vega Angarita and González Escobar, 2009[198]).

Las conclusiones de esta sección indican que el apoyo de las redes sociales en los países del grupo analizado es relativamente alto y próximo al promedio de la OCDE, con una escasa variación a lo largo del tiempo. Durante la pandemia de COVID-19, muchos latinoamericanos soportaron prolongadas restricciones debido a los confinamientos, lo que influyó en su capacidad para mantener relaciones sociales con personas diferentes a los familiares inmediatos. Aunque durante una pandemia se pueden aprovechar las tecnologías en línea para prestar apoyo social y tener un sentido de pertenencia, las disparidades en cuanto a acceso o dominio de los recursos digitales siguen siendo motivo de preocupación importante en esta región.

La proporción de la población que afirma tener familiares o amigos con los que puede contar para que le ayuden cuando lo necesite experimentó pocos cambios en el grupo de países analizados entre 2006-2009 y 2017-2019, en gran medida igual que el promedio de la OCDE. Esta cifra, que en 2017-2019 era del 87%, se mantuvo 3 puntos porcentuales por debajo del promedio de la OCDE y fue similar al promedio regional, del 85% (Gráfico 3.28). El porcentaje de apoyo de las redes sociales más elevado se registró en Uruguay (un 91%), aunque fue considerablemente inferior en Perú, Ecuador y México (un 83%). La estabilidad general de esta medida del apoyo social en los diferentes países del grupo analizado durante este período oculta patrones divergentes a nivel nacional. En Chile, el apoyo de las redes sociales aumentó 6 puntos porcentuales, más que en ningún otro país del grupo analizado. Por otra parte, en México descendió 4 puntos (Gráfico 3.28).

Pese a estas conclusiones, otros datos contrastados indican que además de las redes de apoyo, hay otros aspectos de las relaciones sociales que son importantes para el bienestar de la población y se encuentran especialmente presentes en determinados países de América Latina. Según Rojas (2019[199]), las personas encuentran un sentido de identidad y propósito a través de “relaciones interpersonales cercanas y cordiales basadas en la persona” (calidad) y transmiten emociones positivas a otras personas gracias al número y la frecuencia de sus relaciones (cantidad). Encuestas representativas realizadas en 2018 en Colombia, Costa Rica, México y a población blanca o caucásica de los Estados Unidos indican también que la calidad de las relaciones interpersonales es más alta en los países de América Latina que en los Estados Unidos (Rojas, 2019[199]). Un 65% de los consultados de países participantes de América Latina estuvo de acuerdo con la siguiente afirmación: “En esta sociedad, las relaciones interpersonales son cordiales y cercanas”, frente a solo un 38% de los blancos o caucásicos de los Estados Unidos. Al centrar la atención en tipos específicos de relaciones personales, como tener una familia extensa, un 62% de los latinoamericanos afirmó haber visitado a sus abuelos a menudo o muy a menudo durante su infancia, frente a solo un 42% de los blancos o caucásicos de los Estados Unidos (Rojas, 2019[199]).

Además, la calidad de las relaciones sociales de las personas está vinculada a su sensación de soledad, un patrón que se mantiene independientemente de la edad de las personas (OCDE, 2019[200]). La soledad y el aislamiento están relacionados con una serie de factores, como el descenso del nivel de movilidad y actividad diaria, el aumento de la incidencia de la depresión y el riesgo de fallecimiento (OCDE, 2019[200]). Pese a que no existen datos oficiales comparables sobre estos temas en América Latina, estudios ad-hoc han permitido evaluar la percepción de soledad entre determinados grupos de edad de esta región. La Encuesta Mundial de Salud Escolar, por ejemplo, concluyó que aproximadamente 1 de cada 6 alumnos de América Latina y el Caribe manifestaba estar solo la mayoría o la totalidad del tiempo o no tener amigos cercanos (Sauter, Kim and Jacobsen, 2019[201]) —a pesar del hecho de que una proporción relativamente amplia de latinoamericanos en comparación con los países anglosajones o de Europa occidental suele vivir con sus padres— (Helliwell, Layard and & Sachs, 2018[202]). La prevalencia de la soledad entre los adultos de edad más avanzada (de 65 años o más) es en América Latina de entre un 25% y un 32%, cifras considerablemente superiores en el caso de las mujeres, viudas, personas con un menor nivel de formación y quienes menos propiedades poseen en su hogar (Gao et al., 2020[203]). Según (Gerst-Emerson and Jayawardhana, 2015[204]), el aislamiento social de los adultos de edad más avanzada constituye un “grave problema de salud pública” debido a su mayor riesgo de padecer problemas de salud cardiovasculares, del sistema autoinmune, neurocognitivos y mentales.

La digitalización ya está influyendo en la forma en que interactúan entre sí las personas. La frecuencia de las interacciones a través de las redes sociales ha aumentado, y podría seguir haciéndolo conforme aumenta el acceso a tecnologías de interacción social. Estas tecnologías promueven la creación de una red más amplia, pero con vínculos más débiles, en lugar de redes más pequeñas con vínculos más fuertes (OCDE, 2019[71]). Solo unas pocas encuestas sobre uso del tiempo piden a los consultados que informen del uso de tecnología de la información (OCDE, 2020[39]). Sin embargo, existen datos contrastados que demuestran que el uso de las redes sociales en Internet en América Latina es mayor que en cualquier otra región del mundo (en el segundo trimestre de 2019, el 100% de las personas de entre 16 y 64 años había usado o visitado una red social en Internet durante el mes anterior (Global Web Index, 2019[205]) y un 54% declaró “estar en contacto con lo que hacían sus amigos” como el motivo principal para usarlas, mientras que un 66% declaró seguir a personas que conocían en la vida real, más que a marcas (51%), cantantes, músicos y grupos (49%) (Global Web Index, 2019[205]).

Así pues, estas conclusiones implican que se necesitan esfuerzos mucho mayores para obtener datos comparables y nacionalmente representativos de alta calidad sobre las relaciones sociales y las diferentes facetas de apoyo social que se encuentran actualmente a disposición de las personas. Las medidas oficiales sobre estos temas son deficientes no solo en la región de América Latina y el Caribe, sino también en los diferentes países de la OCDE (véase más adelante una disertación al respecto).

Durante la primera ola de la pandemia de COVID-19, los latinoamericanos soportaron algunos de los confinamientos más largos del mundo (Parkin, Phillips and Agren, 2020[206]). Además, estuvieron sujetos a algunas de las restricciones más estrictas en términos de movilidad y contacto con otras personas durante la primavera del año 2020, cuando cerca del 85% de la población de esta región se mantuvo distanciada de amigos y familiares (Hale et al., 2021[207]; Alicea-Planas, Trudeau and Vásquez Mazariegos, 2021[208]). Tanto el distanciamiento social voluntario como las políticas de confinamiento obligatorio han tenido repercusiones en la capacidad de las personas para mantener las relaciones sociales, más allá de los miembros de la familia más próximos, ya fuera en busca de apoyo instrumental o emocional, o sencillamente para tener compañía (OCDE, 2020[209]).

El Gráfico 3.29 muestra que, en 2020, una mayoría de la población consideraba que tenía personas con las que contar cuando lo necesitaban y el promedio se situó en el grupo de países analizados en un 83%, desde el 74% de Perú al 92% de Uruguay. Sin embargo, esta proporción desciende considerablemente (en 4 puntos porcentuales) con respecto a 2019, con fuertes caídas en México y Costa Rica (-8 puntos porcentuales), así como en Brasil, Colombia, la República Dominicana y Perú (-7 puntos), (Gráfico 3.29).29

En general, descendió el número de personas que corrían el riesgo de confinarse solas en América Latina con respecto a Europa o América del Norte (Esteve et al., 2020[210]). En Colombia, los datos sobre las expectativas y sensaciones de la población durante la pandemia recabados a través de la “Encuesta Pulso Social” que lleva a cabo el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, muestran que más de dos tercios (68%) de la población de las 23 ciudades principales del país habían hablado con familiares o amigos para sentirse mejor durante los siete días previos, entre el mes de septiembre de 2020 y febrero de 2021. Esta cifra se situó entre el 38% de Cúcuta y el 97% de Quibdó (DANE, 2021[211]). Las conclusiones de la última edición de esta encuesta, de febrero de 2021, también muestran que los sentimientos de soledad eran mayores entre las mujeres (12%) que entre los hombres (9%).

Tal como se ha señalado anteriormente, aunque se pudieron aprovechar las tecnologías en línea para prestar apoyo social y tener un sentido de pertenencia (Newman and Zainal, 2020[212]), las disparidades en cuanto a acceso o dominio de los recursos digitales siguen siendo un problema importante en América Latina. La diferencia en cuanto a uso de Internet entre los más ricos y los más pobres en esta región es casi de 40 puntos porcentuales y, entre los hogares urbanos y rurales, es superior a 25 puntos (OCDE et al., 2020[20]). Corregir estas brechas digitales será esencial para reducir el aislamiento y la soledad que sufren muchas personas de grupos vulnerables. El aislamiento social y la soledad comportan grandes riesgos para la salud física y mental, y han de abordarse mediante intervenciones que tengan su origen en las comunidades, la sociedad civil, los servicios sociales y el voluntariado (House, Landis and Umberson, 1988[213]; Holt-Lunstad, Smith and Layton, 2010[214]; Pantell et al., 2013[215]; Klinenberg, 2016[216]; Sauter, Kim and Jacobsen, 2019[201]).

Informes circunstanciales indican que la pandemia puede haber suscitado mayor solidaridad en todo el mundo (Foro Económico Mundial, 2020[217]) y que los confinamientos en América Latina generaron una elevada movilización social en el ámbito digital (Duque Franco et al., 2020[218]).30 La función mitigadora que puede desempeñar el apoyo social en momentos de estrés se ha documentado en un gran número de publicaciones psicológicas (Cohen and Wills, 1985[219]; Cohen, 2005[220]; Cohen et al., 2014[221]; Bowen et al., 2014[222]). Habida cuenta de las prolongadas medidas de distanciamiento social, resulta fundamental mantener las relaciones sociales y la solidaridad, en particular durante períodos de confinamiento prolongado (OCDE, 2020[209]).

La medida de apoyo social incluida en este informe presenta ciertas limitaciones, pues se trata de una pregunta a la que se ha de responder con un “sí” o un “no”, por lo que no ofrece información sobre la frecuencia, la intensidad, la calidad ni el tipo de apoyo recibido (a saber, económico o emocional). Además, a partir de una pregunta de este tipo, no es posible valorar las brechas en relación con el apoyo registradas entre los mejor y los peor colocados en la distribución. Por último, el reducido tamaño de las muestras de la Encuesta Gallup Mundial plantea problemas con respecto a errores de medición, en especial al analizar la variación a lo largo del tiempo.

Un gran número de publicaciones psicológicas, que se remontan varias décadas atrás y en las que se hace una medición del apoyo social y las oficinas nacionales de estadística, muestran un interés cada vez mayor en estas medidas. Sin embargo, a excepción de Europa, actualmente existe poca congruencia entre las prácticas utilizadas por las oficinas nacionales de estadística para configurar estas medidas (Fleischer, Smith and Viac, 2016[223]). La medición del apoyo social, como una dimensión del marco de bienestar utilizada en este informe, se encuentra poco desarrollada actualmente y, en consecuencia, rara vez está presente en los debates políticos, lo que significa que se necesitan más estudios. En América Latina, se han producido avances en este sentido en Colombia, donde el Departamento Administrativo Nacional de Estadística ha creado un módulo sobre capital social como parte de su Encuesta de Cultura Política (ECP). Dicho módulo permite evaluar varias esferas del capital social, como la importancia de los vínculos familiares o poder contar con una red próxima de apoyo social (DANE, 2020[224]).

Un grupo de indicadores idóneo relativo a las relaciones sociales también proporcionaría información sobre el número de interacciones sociales, tanto presencialmente (p. ej., la frecuencia y la cantidad de tiempo que pasan las personas con los integrantes de la unidad familiar, sus familiares y amigos, compañeros y otros conocidos) como a través de las redes sociales.31 En la región de ALC, se hace un uso generalizado de las encuestas sobre uso del tiempo, pues hasta 2019, 19 países habían introducido algún formato de encuesta de este tipo (CEPAL, 2019[225]). Sin embargo, pese a la existencia de una Clasificación de Actividades de Uso del Tiempo para América Latina y el Caribe (CAUTAL) (CEPAL et al., 2016[226]), este sistema todavía no se aplica de forma universal en los distintos países. Una recolección de datos sobre el uso del tiempo puntual, armonizada y más frecuente aumentaría las posibilidades de mejorar las estadísticas sobre actividades sociales.

También es relevante la calidad de las relaciones sociales (p. ej., la satisfacción con las interacciones sociales, la sensación de soledad), como se ha comentado anteriormente. Sin embargo, las preguntas de las encuestas sobre satisfacción con las relaciones personales son poco comunes y poco habituales. Un ejemplo del tipo de indicador que podría mejorarse es el de “Satisfacción con las relaciones personales” que se incluye en la publicación de la OCDE ¿Cómo va la vida? de 2020, el cual muestra valores medios en una escala de 11 puntos, con respuestas que van de 0 (nada satisfecho) a 10 (completamente satisfecho). Los datos se han obtenido de los módulos ad hoc (bienestar) de las estadísticas comunitarias sobre la renta y las condiciones de vida (EU-SILC) de 2013 y 2018, así como de la Encuesta Social General Canadiense y la encuesta sobre bienestar de México (OCDE, 2020[39]). La información sobre si las interacciones sociales se producen presencialmente o a través de las redes sociales también es escasa. Como se ha mencionado anteriormente, la frecuencia de estas últimas ha aumentado y podría seguir haciéndolo conforme avance la digitalización.

La forma en la que las personas ocupan diariamente el tiempo del que disponen es un factor clave determinante de su bienestar. En el marco de la OCDE para la medición del bienestar, la dimensión Conciliación de la vida personal y laboral se refiere a un “nivel de equilibrio satisfactorio entre el trabajo y la vida privada de una persona”. Por lo tanto, consiste en evaluar la capacidad de las personas para conciliar compromisos familiares, ocio y trabajo —incluyendo el trabajo, sea remunerado o no— (OCDE, 2011[45]; OCDE, 2020[39]). Por otra parte, no trabajar lo suficiente puede impedir que las personas consigan los ingresos necesarios o desarrollen su profesión e incluso reducir su sentido de propósito vital. Asimismo, trabajar demasiado reduce el tiempo que las personas pueden dedicarse a sí mismas, a sus familiares y a sus amigos, y contribuye al empeoramiento de su salud, en particular cuando se combina con condiciones de trabajo inadecuadas (Wong, Chan and Ngan, 2019[227]).

Establecer lo que se considera “demasiado poco” o “demasiado” resulta clave para valorar la conciliación entra la vida personal y laboral, pues esto puede depender de características particulares como la edad, los ingresos, la calidad del empleo, el tamaño de la familia y las preferencias personales. En cierta medida, la sección sobre Trabajo y calidad del empleo del Capítulo 2 ofrece información sobre estas cuestiones en América Latina, ya que trata sobre el desempleo y las personas que realizan jornadas de trabajo muy largas. No obstante, una larga jornada de trabajo incide en el bienestar tanto en relación con el trabajo remunerado (p. ej., en empleos remunerados, tal como se indica en el Capítulo 2) como con el no remunerado (p. ej., la responsabilidad de cuidar de otras personas, cocinar y limpiar en el hogar). El Gráfico 3.30, panel A, muestra que, en promedio, la población total del grupo de países analizados realiza 27 horas semanales de trabajo no remunerado, una cifra muy superior al promedio de la OCDE, que es de 23 horas. El trabajo no remunerado asciende a 37 horas por semana en Argentina, más del doble que la cifra registrada en Brasil (18 horas). Como consecuencia, la población asalariada de estos dos países se enfrenta a jornadas de trabajo muy diferentes cada semana: en el caso de los brasileños asalariados, las horas semanales de trabajo no remunerado (15 horas) representan más de un tercio de las horas semanales de trabajo remunerado (40 horas), mientras que en Argentina realizan prácticamente una “jornada doble” entre trabajo remunerado (39 horas) y no remunerado (33 horas) (Gráfico 3.30, panel B).

El problema del trabajo no remunerado es especialmente importante desde una perspectiva de género, puesto que las mujeres y las niñas suelen asumir una carga desproporcionada. Este tema se analiza en mayor profundidad en el Capítulo 5.

Las Directrices sobre medición del bienestar subjetivo (Guidelines on Measuring Subjective Well-Being) de la OCDE definen este concepto como “buenas condiciones mentales, incluidas todas las evaluaciones diversas, tanto positivas como negativas, que las personas hacen de sus vidas y de las reacciones afectivas de la gente a sus experiencias” (OCDE, 2013[228]). Esta definición comprende tres elementos clave: la evaluación de la vida (una evaluación reflexiva sobre la vida de una persona o sobre algún aspecto específico de esta); el afecto (sentimientos, emociones y estados de una persona, medidos normalmente en relación con un momento concreto en el tiempo); y la eudaimonia (un sentido de significado y propósito vital o buen funcionamiento psicológico).

En términos generales, tanto las puntuaciones sobre afecto como las evaluaciones de la vida registradas en América Latina suelen ser relativamente altas —en particular teniendo en cuenta no solo lo que pronosticarían los niveles de ingreso promedio (Rojas, 2018[229]), sino también lo que cabría esperar de acuerdo con medidas objetivas de salud o expresión política—. A este respecto, los estudios han llamado la atención sobre la existencia de una “paradoja latinoamericana” (Cuadro 3.1). En cierta medida, estos resultados favorables reflejan las deficiencias de las medidas tradicionales del bienestar a la hora de valorar los avances en esta materia, así como la necesidad de dirigir una mayor atención a medidas que muestren la calidad de vida de las personas. Al tener en cuenta los valores de las personas y reconocer la universalidad humana de la experiencia en materia de bienestar, las medidas de bienestar subjetivo adquieren una pertinencia máxima en una serie de debates políticos y estrategias para lograr un desarrollo sostenible.

La satisfacción con la vida pone de manifiesto la evaluación que la población hace de su vida en términos generales, y se mide por medio de preguntas de encuestas. En los países de la OCDE, la información sobre los niveles actuales de satisfacción con la vida puede basarse en estimaciones proporcionadas por las Oficinas Nacionales de Estadística, a partir de encuestas nacionales que utilizan preguntas generalmente comparables (OCDE, 2017[46]). Sin embargo, para evaluar los cambios a lo largo del tiempo en el grupo de países analizados y en América Latina en general, la Encuesta Gallup Mundial constituye una mejor fuente de información, puesto que ofrece series de tiempo más largas y permite valorar a la mayoría de los países de manera comparable.32 La puntuación promedio de satisfacción con la vida en el grupo de países analizados durante el período 2017-2019 fue ligeramente superior a 6, frente a valores próximos a 7 en los países de la OCDE. Las puntuaciones promedio se situaron entre menos de 5,7 en la República Dominicana y 7,1 en Costa Rica. La satisfacción promedio en el grupo de países analizados en 2017-2019 fue muy similar a la registrada en 2006-2009. Lo mismo ha ocurrido con el promedio de la OCDE, aunque varios países miembros experimentaron marcados descensos de la satisfacción con la vida durante la crisis financiera mundial de 2008 (OCDE, 2013[230]; OCDE, 2017[46]). Cinco países (la República Dominicana, Ecuador, Paraguay, Perú y Uruguay) registraron un aumento de la satisfacción con la vida del 8% o más entre 2006-2009 y 2017-2019, mientras que los consultados de Argentina y México (-4% cada uno) y Brasil (-5%) manifestaron un ligero descenso en este indicador en 2017-2019 (Gráfico 3.31, panel A).

En el nivel bajo de la escala, un 19% de los consultados de los países analizados afirmó que su satisfacción con la vida era de 4 o menos en 2017-2019, frente al 11% del promedio de la OCDE (Gráfico 3.31, panel B). Sin embargo, el porcentaje de la República Dominicana (33%) prácticamente cuadruplica el de Costa Rica (9%). No obstante, este indicador descendió en la mayoría de los países, a saber, en Ecuador (-10 puntos porcentuales), Perú (-9 puntos), la República Dominicana (-6 puntos) y Chile (-5 puntos), mientras que aumentó en Argentina (5 puntos).

El término “afecto” suele utilizarse en psicología para describir los sentimientos de una persona. Por lo tanto, las distintas medidas del afecto ponen de manifiesto estados emocionales concretos, que suelen hacer referencia a un punto específico en el tiempo (OCDE, 2013[228]). La medida del equilibrio de afecto negativo que se muestra a continuación es un resumen calculado a partir de una serie de elementos, en los que los consultados responden “sí” o “no” a haber experimentado en gran medida cada emoción o estado durante el día anterior. Los elementos negativos considerados en este informe están relacionados con la ira, la tristeza y la preocupación; y los elementos positivos, con la diversión, el sentirse descansado y reír o sonreír. Con el término “equilibrio de afecto negativo” se hace referencia a los consultados que manifiestan haber experimentado más sentimientos o estados negativos que positivos durante el día anterior (OCDE, 2020[39]). El equilibrio de los estados emocionales en el grupo de países analizados fue, en promedio, ligeramente más positivo que entre los países de la OCDE en 2017-2019, ya que solo un 13% de las personas del grupo de países analizados presenta un equilibrio de afecto negativo, una tasa similar a la registrada en los países de la OCDE, en promedio. En el grupo de países analizados, la tasa se sitúa entre el 17% de Brasil y Perú y el 8% o menos de México y Paraguay. Entre los períodos 2006-2009 y 2017-2019, el equilibrio de afecto negativo se mantuvo relativamente estable en el promedio de la OCDE y el grupo de países analizados. El equilibrio de afecto negativo aumentó (lo que implica un deterioro de la situación) 3 puntos porcentuales o más en Costa Rica y Brasil, y descendió en Uruguay algo más de 3 puntos (Gráfico 3.31, panel C).

Aunque los primeros datos contrastados de la región indican que la pandemia tuvo una determinada repercusión en el nerviosismo y la tensión de la población, las tendencias de la satisfacción con la vida en América Latina actualmente no están definidas con claridad. En Colombia, por ejemplo, los datos oficiales indican que entre septiembre de 2020 y febrero de 2021, algo menos de la mitad de la población (43%) se sentía preocupada o nerviosa en las 23 ciudades principales y que, entre diciembre de 2020 y febrero de 2021, aproximadamente un 16% se sentía triste. No obstante, estos datos proceden de una encuesta realizada por la Oficina Nacional de Estadística en 2020 para dar seguimiento a las percepciones y expectativas de la población durante la crisis, y no hay ningún punto de referencia disponible de años anteriores (DANE, 2021[211]). En Uruguay, por otra parte, una encuesta web indicaba que un 32% de la población se sentía triste y un 67% se sentía nerviosa a finales de 2020 (es decir, en los primeros momentos de la pandemia, cuando se implantaron las primeras restricciones) —cifras que fueron respectivamente 20 y 37 puntos porcentuales más altas que el año anterior (Bericat and Acosta, 2020[244]). En Argentina, una encuesta telefónica llevada a cabo durante el confinamiento en Buenos Aires, en el mes de mayo de 2020, concluyó que 1 de cada 5 personas (21%) manifestó síntomas de ansiedad o depresión, denominados “malestar psicológico” (Rodríguez Espínola, Filgueira and Paternó Manavella, 2020[245]).

Por el contrario, en México, donde la Oficina Nacional de Estadística ha medido la satisfacción con la vida de manera comparable a lo largo del tiempo, la satisfacción con la vida de la población urbana en enero de 2021 fue similar a la de enero de 2015 y enero de 2018 (8,2 en la “escalera de Cantril”). No obstante, esta cifra representa un descenso muy ligero con relación a enero de 2019 (8,4) y enero de 2020 (8,3) (INEGI, 2021[101]). A este respecto, cabe señalar que los promedios de satisfacción con la vida pueden ocultar disparidades dentro del conjunto de la población nacional. En México, por ejemplo, las mujeres declararon una satisfacción con la vida ligeramente inferior (8) a la de los hombres (8,3).

Los datos de la Encuesta Gallup Mundial muestran una clara influencia de la pandemia de COVID-19 en los diferentes indicadores del bienestar subjetivo. Con el surgimiento de la pandemia, la satisfacción con la vida descendió 0,4 puntos en el grupo de países analizados, en promedio, lo que representa un descenso del 7% (Gráfico 3.32, panel A). Esta caída, la mayor registrada desde 2015, ha llevado la satisfacción con la vida a niveles inferiores a los registrados en 2006-2008. La caída afectó a todos los países del grupo analizado, a excepción de Argentina, Chile y Paraguay, donde la satisfacción con la vida se mantuvo relativamente estable. En México, Ecuador, Colombia, Costa Rica y la República Dominicana, la satisfacción con la vida ha caído de 0,5 a 0,8 puntos, lo que se traduce en una variación del -7% al -14% (Gráfico 3.32, panel B). La mayor caída se produjo en Perú, donde la satisfacción con la vida descendió de un 6 a un 5 (-17%), una cifra más baja que la de cualquier otro país del grupo de analizado.33

Entre 2019 y 2020, la proporción de la población que afirmaba tener una baja satisfacción con la vida aumentó en promedio en el grupo de países analizados, lo que pone de manifiesto los perjudiciales efectos de la pandemia antes mencionados. En 2020, 1 de cada 4 personas indicó una puntuación de 4 o menos en una escala de 0 a 10, frente a 1 de cada 5 aproximadamente justo un año antes. En 9 de los 11 países del grupo analizado, el porcentaje aumentó 3 puntos porcentuales o más, en particular México y Ecuador (9 puntos) y Perú (13 puntos). Por otra parte, este porcentaje descendió ligeramente en Paraguay, mientras que en Chile se mantuvo estable (Gráfico 3.32, panel C).

La pandemia ha aumentado además la proporción de la población que presenta un equilibrio de afecto negativo. En promedio, el 17% de los encuestados de los países del grupo analizado experimentaron más sentimientos negativos que positivos en un día normal de 2020, aproximadamente 4 puntos porcentuales más que un año antes. En 6 de los 11 países del grupo analizado, el porcentaje aumentó 3 puntos o más, en particular en Costa Rica y México (6 puntos) y Perú (11 puntos) (Gráfico 3.32, panel D). En los demás países del grupo analizado, los niveles se mantuvieron generalmente estables durante los dos últimos años.

Un conjunto idóneo de indicadores de bienestar subjetivo englobaría diferentes medidas de las evaluaciones de la vida, el afecto y la eudaimonia.34 Por ejemplo, las Directrices de la OCDE propusieron un módulo central de cinco preguntas, consideradas el mínimo necesario para reflejar estos tres elementos (OCDE, 2013[228]). Dentro de ese módulo central, se seleccionó como medida primordial la pregunta sobre evaluación de la vida (en este caso, una pregunta sobre la satisfacción con la vida, valorada según una escala de 0 a 10) —es decir, en una situación en la que solo se pudiese incluir una pregunta en una encuesta, esta sería la única pregunta recomendada—. Esto se debe en gran medida al hecho de que es la pregunta respecto a la cual existe un mayor grado de consenso internacional, tanto sobre su construcción como sobre su uso, así como la base de datos contrastados más sólida en cuanto a validez, pertinencia y fiabilidad.

La mayoría de las oficinas nacionales de estadística de la OCDE recaban actualmente medidas de la satisfacción con la vida de manera armonizada a nivel internacional, aunque persisten algunas variaciones metodológicas (OCDE, 2020[39]). En Chile, por ejemplo, los datos sobre la satisfacción con la vida han sido recabados por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), usando un formato de escala en las respuestas que no se puede comparar con el utilizado en otros países de la OCDE. México también informa sobre la satisfacción con la vida con carácter semestral, como parte del módulo “BIARE” (“Bienestar Autorreportado”) incluido en la Encuesta Nacional sobre Confianza del Consumidor (ENCO) del INEGI; mientras que en Colombia, la oficina de estadística también ha adoptado medidas en este sentido en los últimos años. No obstante, pese a los avances hacia la armonización, los datos sobre satisfacción con la vida recabados en las estadísticas oficiales siguen siendo escasos en América Latina y, allí donde existen, sigue sin haber series de tiempo amplias.

Los datos tanto sobre satisfacción con la vida como sobre el equilibrio de afecto negativo facilitados en esta sección se han obtenido de la Encuesta Gallup Mundial, debido a la falta de datos armonizados en las distintas oficinas de estadística de esta región. La Encuesta Mundial ofrece un método de medición normalizado que abarca todos los países del grupo analizado y facilita una serie de tiempo coherente, además de recabarse anualmente, en la mayoría de casos desde 2005/2006. Tal como se ha mencionado anteriormente, la medición de la Encuesta Gallup Mundial se basa en los sentimientos de las personas y sus estados afectivos durante “el día anterior”, en lugar de durante un período de tiempo más largo, para reducir el riesgo de sesgo que puede generar un recuerdo retrospectivo. Ocurre lo mismo con el módulo BIARE que utiliza el INEGI (INEGI, 2021[246]). Si se adopta este marco de preguntas junto con tamaños de muestras amplios, debería bastar para extraer información sobre las experiencias registradas en un día habitual, aunque las estimaciones puedan ser más volátiles con respecto a desgloses por diferentes grupos de población o muestras más pequeñas de índole más general. Un marco alternativo de preguntas para encuestas consiste en consultar a las personas por sus estados y sentimientos durante varias semanas, de modo que se reduce el impacto de sucesos poco habituales, pese a aumentar la importancia de tendencias predispositivas que influyen en los datos y el riesgo de sesgo por recuerdos retrospectivos. Los datos sobre experiencias afectivas recabados a través de encuestas sobre el uso del tiempo podrían arrojar resultados más exactos y útiles (OCDE, 2013[228]), pero todavía no se han incluido en las llevadas a cabo en el grupo de países analizados, como Chile o Costa Rica (INE, 2015[247]; INEC, 2017[248]).

No se han incorporado en esta sección las mediciones de la eudaimonia, por la falta de datos armonizados internacionalmente en intervalos periódicos. No obstante, el módulo BIARE desarrollado por el INEGI es un ejemplo de cómo se podría incluir esta medida en las encuestas nacionales de toda la región de cara al futuro. Incluye varias sentencias positivas y una negativa y se pide a los consultados que indiquen en qué medida están de acuerdo con cada una de ellas en una escala de 0 a 10 (INEGI, 2021[101]).

Los progresos recientes en materia de estadística en el ámbito del bienestar subjetivo en América Latina están contribuyendo al avance de este programa en la región. La oficina nacional de estadística colombiana ha avanzado de manera considerable en la creación de nuevas herramientas para medir las percepciones de las personas, en particular en materia de bienestar subjetivo, en el módulo sobre Capital social de su Encuesta de Cultura Política (ECP). Durante la pandemia de COVID-19, también ha llevado a cabo su encuesta “Pulso Social” de forma más frecuente, en la que ha incluido medidas de afecto (DANE, 2021[211]). Por otra parte, la oficina de estadística mexicana está trabajando para crear una nueva encuesta nacional sobre ingresos y bienestar, en estrecha coordinación con expertos externos. Esta encuesta incluirá tres dimensiones principales del bienestar, entre ellas el bienestar subjetivo. Por último, el Ministerio de Desarrollo Social de Chile ha tratado de medir el bienestar mediante la Encuesta Complementaria de Bienestar Social para complementar la encuesta nacional socioeconómica actual (la “Encuesta de Caracterización Económica Nacional”, CASEN), que se basa en el marco de la OCDE.

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Notas

← 1. En el presente informe, los 11 países analizados son Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, República Dominicana, Paraguay, Perú y Uruguay.

← 2. El estado de salud se clasifica sistemáticamente como uno de los aspectos más valorados de la vida de las personas en consultas públicas que han servido de base para la construcción de marcos nacionales de bienestar en países de la OCDE (por ejemplo, en Italia, Alemania, Israel y Escocia) y por los usuarios del Índice para una Vida Mejor de la OCDE (Balestra, Boarini and Tosetto, 2018[261]).

← 3. La “transición epidemiológica” (de enfermedades transmisibles a no transmisibles) observada en muchos países de la OCDE también está afectando a América Latina y el Caribe, donde la carga que suponen las enfermedades no transmisibles entre los adultos ha ido en aumento con el paso del tiempo (OCDE/Banco Mundial, 2020[4]).

← 4. Según las Global Health Estimates de la OMS, los trastornos mentales y las afecciones neurológicas incluyen, entre otras cosas, lo siguiente: trastornos depresivos, trastornos bipolares, esquizofrenia, trastornos de ansiedad, trastornos alimenticios, autismo y síndrome de Asperger, discapacidad intelectual idiopática, enfermedad de Alzheimer y otros tipos de demencia, enfermedad de Parkinson, epilepsia, esclerosis múltiple, migraña y cefaleas distintas a la migraña (OMS, 2018[25]).

← 5. Las comparaciones entre países de los datos sobre suicidios deben gestionarse con cuidado: las estimaciones dependen en gran medida de la calidad del sistema de registros vitales, que puede variar de un país a otro, lo que afecta a los niveles actuales y también a las tendencias. Por otra parte, es habitual que no se informe adecuadamente de los casos de suicido, lo cual significa que en países en los que hay una escasa cobertura de los fallecimientos en general (es decir, donde un elevado porcentaje de las muertes no llega al sistema de registros vitales), una elevada proporción podría deberse a casos de suicidio (Mascayano et al., 2015[251]). El estigma social que rodea a los casos de suicidio y trastornos mentales también puede perjudicar los niveles de información al respecto, lo que afecta a la comparabilidad de los datos entre los diferentes países. En la práctica, esta situación constituye además un factor de riesgo, pues podría impedir un acceso efectivo y oportuno a servicios de atención sanitaria cuando más se necesitan (Feigelman, Gorman and Jordan, 2009[257]; Ferré-Grau et al., 2011[256]; Jaen-Varas et al., 2014[253]).

← 6. Es importante destacar que la cobertura sanitaria universal es un índice compuesto, que combina indicadores de acceso con indicadores de resultados (p. ej., la prevalencia de una presión sanguínea por encima de determinados niveles). El índice de cobertura sanitaria universal también incluye determinados indicadores de recursos disponibles (disponibilidad de camas en hospitales y de personal sanitario). En los indicadores de resultados no solo influye la política sanitaria, sino también las preferencias individuales y los comportamientos, por lo tanto, no son medidas directas de acceso a los servicios sanitarios. Del mismo modo, tampoco los indicadores de recursos disponibles son medidas directas de acceso a los servicios sanitarios. Además, no todos los indicadores incluidos en el índice de cobertura sanitaria universal se encuentran adaptados en la misma medida a los diferentes contextos (p. ej., la prevención de la malaria en países no tropicales). Por último, los datos del índice de cobertura sanitaria universal deben interpretarse con cautela en este informe, pues la principal fuente de datos con respecto a algunas áreas de seguimiento son archivos administrativos sanitarios cuya cobertura y calidad son diferentes según el país analizado del que se trate. Un ejemplo de estas salvedades es el hecho de que, en 2017, el acceso a servicios esenciales en Chile según la cobertura sanitaria universal (la segunda más baja del grupo de países analizados) contradice en cierto modo la lógica si se tienen en cuenta los niveles de esperanza de vida o mortalidad infantil o materna.

← 7. Estos porcentajes representan prácticamente 26,7 millones de casos confirmados y más de 846.000 muertes hasta el 14 de abril de 2021 (Dong, Du and Gardner, 2020[2]).

← 8. Se extrajeron estimaciones de la prevalencia en relación con las siguientes categorías de enfermedades por edad, sexo y país: (1) enfermedades cardiovasculares, incluidas aquellas provocadas por la hipertensión; (2) enfermedad renal crónica, incluida la enfermedad renal crónica provocada por la hipertensión; (3) enfermedad respiratoria crónica; (4) enfermedad hepática crónica; (5) diabetes; (6) cánceres con inmunosupresión directa; (7) cánceres sin inmunosupresión directa, pero con posible inmunosupresión provocada por el tratamiento; (8) VIH/Sida; (9) tuberculosis; (10) trastornos neurológicos crónicos; y (11) drepanocitosis.

← 9. Para el cómputo de los datos estadísticos que resumen la desigualdad en materia de longevidad, la categoría “Sin escolarizar” se fusionó con “Primaria y secundaria de ciclo inferior” para formar la categoría “Bajo nivel educativo” (Murtin et al., 2017[50]).

← 10. En todos estos países, la proporción de adultos con estudios universitarios se sitúa entre las más bajas de los países de la OCDE y los países asociados (menos del 25%), lo que podría explicar en parte la amplia ventaja que poseen los trabajadores con estudios universitarios en cuanto a ingresos.

← 11. El PISA solo mide el desempeño de los estudiantes de 15 años que siguen escolarizados. En el caso de Costa Rica, la ausencia de progresos en las puntuaciones promedio desde 2009 oculta el hecho de que ha aumentado el porcentaje del cohorte de jóvenes escolarizados (incluido un mayor número de estudiantes de entornos desfavorecidos) y que, por lo tanto, también participan en el PISA. Sin embargo, otros países de la región, como Perú, han conseguido escolarizar a más niños y mejorar simultáneamente los resultados de aprendizaje promedio en el PISA (OCDE, 2017[49]).

← 12. En 2018, realizaron la prueba PISA, que tiene una duración de dos horas, 600.000 estudiantes, en representación de cerca de 32 millones de estudiantes de 15 años de centros escolares de los 79 países participantes. Los “Mejores resultados” corresponden a quienes alcanzaron el Nivel 5 o 6 en una materia determinada, mientras que los “Peores resultados” corresponden a aquellos con puntuaciones inferiores al Nivel 2 (OCDE, 2019[55]).

← 13. En el Nivel 5 o superior, los alumnos comprenden textos de gran extensión, manejan conceptos abstractos o contradictorios, y establecen distinciones entre hechos y opiniones, a partir de indicaciones implícitas pertenecientes al contenido o la fuente de la información (OCDE, 2019[264]).

← 14. En lo que atañe a la competencia lectora, en el Nivel 2, los estudiantes comienzan a mostrar la habilidad de utilizar su capacidad de lectura para adquirir conocimientos y resolver problemas prácticos. Los estudiantes que no alcanzan el Nivel 2 en competencia lectora suelen encontrar dificultades cuando se enfrentan a material con el que no están familiarizados o que presenta una longitud y una complejidad moderadas. Lo habitual es que haya que guiarles con instrucciones o indicios para que puedan captar el significado de un texto. En el contexto de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, se ha identificado la competencia de Nivel 2 como el “nivel de competencia mínimo” que deberían haber adquirido todos los alumnos al finalizar la educación secundaria (OCDE, 2019[55]). En lo que se refiere a la competencia matemática, en el Nivel 2, los alumnos comienzan a mostrar iniciativa y capacidad para aplicar las matemáticas a situaciones sencillas de la vida real. Pese a que puede considerarse que los alumnos que obtienen calificaciones inferiores a este nivel mínimo se encuentran en situación de especial riesgo, la competencia de Nivel 2 no constituye necesariamente un nivel "suficiente" de competencia matemática para tomar decisiones y hacer valoraciones fundadas en situaciones personales o profesionales para las que es necesario manejar unos conocimientos matemáticos básicos (OCDE, 2019[55]). No obstante, es también el nivel de competencia que se tiene en cuenta en relación con los ODS de las Naciones Unidas. El Nivel 2 de competencia científica constituye asimismo una referencia importante de desempeño escolar. En la escala de PISA, representa el nivel de rendimiento al que los estudiantes comienzan a mostrar las competencias científicas que les permiten realizar un discurso razonado sobre ciencia y tecnología (OCDE, 2018[265]). En el Nivel 2, las competencias y actitudes necesarias para dialogar de manera efectiva sobre temas relacionados con la ciencia se encuentran tan solo en una fase incipiente. Los estudiantes demuestran conocimientos científicos cotidianos, así como una comprensión básica de investigaciones científicas que pueden aplicar principalmente en contextos que les resultan familiares (OCDE, 2019[55]).

← 15. Las preguntas planteadas en las encuestas varían entre unos y otros países, y no todos ellos emplean la definición de alfabetización “saber leer y escribir una exposición sencilla” (UIS, 2021[262]).

← 16. Un adulto con conocimientos matemáticos responderá de forma adecuada al contenido, las ideas y la información matemáticas representadas de diferentes formas para resolver problemas y gestionar situaciones en la vida real. Aunque los resultados de las tareas de cálculo dependen, en parte, de la capacidad lectora y de comprensión de textos, la capacidad de cálculo comporta algo más que aplicar los conocimientos aritméticos a la información incluida en el texto (OCDE, 2019[62]). Al igual que ocurre con la escala empleada para la competencia lectora, la escala de cálculo matemático también se divide en seis niveles: Niveles 1 a 5 y por debajo del Nivel 1. En las tareas inferiores al Nivel 1 se exige a los participantes que realicen procesos sencillos (contar, clasificar, realizar operaciones aritméticas básicas con números enteros o dinero) o reconocer representaciones espaciales habituales en contextos familiares concretos en los que hay contenido matemático explícito, es decir, con pocos o ningún elemento de distracción o texto. En las tareas de Nivel 5, por otra parte, los participantes han de entender representaciones complejas e ideas estadísticas y matemáticas abstractas y formales, posiblemente insertadas en textos complejos (OCDE, 2019[62]).

← 17. Véase: http://uis.unesco.org/en/news/uis-sdg-core-indicators-refocusing-efforts-attain-sdg-4.

← 18. Cálculo: Tasa de abandono acumulada hasta el último grado de enseñanza primaria = 100% - Tasa de permanencia hasta el último grado de enseñanza primaria.

La tasa de abandono acumulada hasta el último grado de enseñanza secundaria no se puede derivar de ningún otro dato de la base de datos del UIS.

← 19. Este indicador se incluyó en la Encuesta Gallup Mundial a partir de 2019, por lo que no hay ninguna serie de tiempo disponible.

← 20. Países tenidos en cuenta: Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala y Honduras.

← 21. La materia particulada fina (MP2,5) es el contaminante atmosférico que plantea mayor riesgo para la salud en el mundo, ya que afecta a más personas que cualquier otro contaminante (OMS, 2021[267]).

← 22. En la actualidad, no es posible calcular ningún resultado ambiental, a excepción de la contaminación atmosférica, a nivel subnacional usando un método internacional armonizado (OCDE, 2015[96]). Resulta prioritario aumentar el número de indicadores ambientales disponibles tanto en el caso de América Latina como de los países de la OCDE.

← 23. Los datos sobre exposición anual promedio a materia particulada fina por región que se muestran en el Gráfico 3.24 no se limitan a las zonas urbanas, sino que abarcan todas las partes del país (aunque se ponderan por población, de modo que las zonas rurales representan una proporción mucho más reducida de la estimación promedio en la mayoría de los países de ALC, debido a la enorme urbanización de la población). Esto significa que la exposición anual promedio puede ser considerablemente más elevada en las ciudades, y en determinados lugares de las ciudades, pero si una gran proporción de la población vive en zonas rurales, dicha circunstancia compensará el promedio regional.

← 24. Una catástrofe es un suceso desastroso y repentino que altera gravemente el funcionamiento de una comunidad o sociedad y provoca pérdidas humanas, materiales, económicas y ambientales que superan la capacidad de la sociedad o la comunidad afectada para hacer frente a la situación con sus propios recursos (CEPAL, 2021[266]).

← 25. En esta oración específica, el término “afectaron” se refiere a la población que “necesita asistencia básica inmediata, entre otras cosas comida, agua, cobijo, sistemas de saneamiento y asistencia médica durante un período de emergencia provocado por una catástrofe natural. Corresponde a la suma de todas las personas heridas, sin hogar y afectadas” (CEPAL, 2021[266]).

← 26. En los marcos de medición del bienestar de todo el mundo, los conceptos utilizados varían y van desde zonas de proximidad a espacios naturales (Japón, Escocia), pasando por percepción de accesibilidad (Nueva Zelanda, Australia, Escocia), densidad (Corea) y número de visitas a exteriores (Australia, Canadá, Israel, Escocia, el Reino Unido) (Exton and Fleischer, a continuación[268]).

← 27. Para consultar más información acerca del voto obligatorio que se menciona en esta sección, consúltese: https://www.idea.int/data-tools/data/voter-turnout/compulsory-voting.

← 28. La República Dominicana derogó oficialmente el voto obligatorio en 2010, aunque no se imponían sanciones al respecto (IDEA, 2021[174]). En las elecciones presidenciales de 2020, la abstención alcanzó un 45%, según la Junta Central Electoral (JCE, 2020[263]).

← 29. Basándose en el umbral de +/- 3.0 pp para valorar la variación a lo largo del tiempo de este indicador, establecido en el anexo 5.A del informe ¿Cómo va la vida? 2017 (OCDE, 2017[46]).

← 30. El incremento del apoyo social se documentó también en una muestra aleatoria de la población general de Hong Kong tras el brote de SARS de 2003 (Lau et al., 2006[252]).

← 31. Puesto que la tecnología informática puede fomentar la creación de una red más amplia, pero con vínculos más débiles, en lugar de una red más pequeña con vínculos fuertes, su repercusión en las relaciones sociales puede ser considerable (OCDE, 2019[71]).

← 32. En la bibliografía, sigue existiendo cierta controversia sobre si las medidas obtenidas a partir de respuestas a encuestas pueden analizarse como si fuesen datos de una escala de intervalo (p. ej., (Frey and Stutzer, 2000[254]; Ferrer‐i‐Carbonell and Frijters, 2004[255]; Diener and Tov, 2012[258]; Bond and Lang, 2019[260]; Chen et al., 2019[259])). Gran parte de esta controversia se centra en el análisis de los elementos de los cuestionarios que utilizan valores de respuestas categóricas cortas (p. ej., “no demasiado satisfecho/ bastante satisfecho/ muy satisfecho”), a partir de las cuales se obtienen datos de escala ordinal discreta. Este informe utiliza valores de respuesta numéricos del 0 al 10, con los que se pretende trasladar intervalos iguales a los consultados desde el principio, y se configuran de manera que el cero se refiera al valor mínimo absoluto (es decir, el “peor posible”). Las respuestas mediante estos valores numéricos del 0 al 10 suelen analizarse como si fueran datos de intervalo (p. ej., resumidos en un promedio medio; analizados usando un método de regresión de mínimos cuadrados ordinarios o MCO). Aunque la representación de los datos sea imperfecta, en este caso se indica la media por diversos motivos prácticos. En primer lugar, la media ofrece un resumen simple de la tendencia central, que puede ofrecer una imagen “rápida” de los resultados en un gran número de países y a lo largo del tiempo (algo esencial para obtener un informe comparativo). En comparación con el valor de la mediana, la media es más sensible a cambios en la distribución de valores de una escala delimitada del 0 al 10 y presenta un sesgo inferior al valor de la mediana cuando se sitúa en el umbral entre dos categorías de respuesta (OCDE, 2013[228]). Una representación ideal de los datos consistiría en una serie de histogramas que mostrasen la distribución total de las respuestas entre las 11 categorías de respuesta con respecto a cada país y en cada punto temporal, pero no es una opción práctica por limitaciones de espacio. A efectos de comunicación y para valorar las carencias, puede resultar útil imponer umbrales binarios a los datos (es decir, informar de la proporción de la población que ha respondido por encima o por debajo de un determinado valor umbral), aunque esto también implica hacer suposiciones sólidas sobre cómo traducir la distribución en segmentos significativos, y, lo que es crucial, puede exagerar la importancia de una diferencia o cambio cuando estos se produzcan cerca del umbral, aparte de obviar las diferencias o los cambios que tienen lugar en otras partes de la distribución [véase (OCDE, 2013[228])]. Por último, indicar la media promedio se ha convertido en algo habitual en la mayor parte de la bibliografía que utiliza medidas de evaluación de la vida de 0 a 10, lo que facilita las comparaciones entre los resultados comunicados en este informe y en otros estudios sobre esta materia.

← 33. Para situar estos datos en contexto, los datos contrastados indican que el desempleo ha perjudicado la satisfacción con la vida aproximadamente 1 punto (controlando las características particulares) (Wulfgramm, 2014[249]; Voßemer et al., 2017[250]).

← 34. Dentro del ámbito del bienestar subjetivo, no se tienen en cuenta medidas obtenidas a partir de encuestas sobre conceptos objetivos, tales como la autoevaluación sobre la propia salud o sobre las dificultades económicas manifestada a través de encuestas. Aunque la herramienta de medición utilizada con respecto a este tipo de cuestiones son encuestas a las que responden los propios afectados, el tema investigado no es intrínsecamente subjetivo, es decir, puede ser observado por un tercero. La satisfacción de la población con dominios específicos de la vida, tales como su satisfacción con su situación financiera o sus relaciones sociales, podría considerarse a modo de subconjuntos de evaluaciones de la vida —aunque dentro del contexto del cuadro de indicadores de ¿Cómo va la vida?, lo más lógico sería que apareciesen como medidas subjetivas dentro de sus respectivos dominios (ingresos y patrimonio; relaciones sociales)—. Lo que es específico del concepto de bienestar subjetivo es que solo la persona consultada puede facilitar información sobre sus evaluaciones, emociones y funcionamiento psicológico. Por lo tanto, el interés se centra en las opiniones propias de la población sobre sus sentimientos (y no en sus respuestas a encuestas sobre fenómenos objetivos) (OCDE, 2020[39]).

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